Por José Mariano.
La política se ha convertido en una rama del espectáculo.
Guy Debord.
El país vuelve a votar. Las paredes recién pintadas con los nombres de los candidatos, ya muestran sus primeras grietas, es que la humedad se filtra más rápido que las promesas. Alcanzan sin embargo, para una postal renovada, un gesto de optimismo, una promesa rehecha. Los jingles se repiten en todas las radios, los discursos cambian de voz pero no de guion, los carteles prometen futuro como si el pasado fuera un error de imprenta. En cada esquina, el tiempo se disfraza de comienzo. Pero ya lo sabemos muy bien, no hay nada más viejo que un país en campaña.
El ruido electoral lo cubre todo. Los mismos que durante meses advirtieron la falta de recursos ahora despliegan pantallas, gigantografías, caravanas y fuegos artificiales. El dinero se multiplica cuando se trata de fabricar ilusión. Mientras tanto, el ciudadano —esa figura abstracta que aún sirve de decorado para la palabra “democracia”— se siente cada vez más fuera del cuadro. Participa de un rito que ya no convoca, sino que se impone por inercia, como una misa en la que nadie escucha ni cree, pero a la que todos asisten por costumbre.
La angustia electoral no es producto del desencanto reciente. Es el resultado de una larga pedagogía ligada a la cultura del poder, esa que convierte la política en publicidad y el voto en trámite. Lo que alguna vez fue un acto de soberanía se ha vuelto una performance de obediencia cívica. El votante no elige, sólo ratifica la continuidad de un sistema que necesita su gesto para legitimarse, no su convicción.
El poder aprendió a sobrevivir no prometiendo un paraíso, sino administrando la espera. En ese sentido, las elecciones son el mecanismo perfecto, un punto de fuga controlado donde la frustración se canaliza en forma de esperanza reciclada. El pueblo vota no por lo que cree, sino para sostener la ilusión de que creer todavía sirve de algo.
Pero lo que verdaderamente se elige no está en la boleta. Lo que se elige —cada dos años— es la continuidad del ruido, la renovación del desencuentro, la reafirmación de una grieta que se volvió industria. Esa división ya no es solo ideológica, son dos Argentinas superpuestas, una que narra y otra que padece. La política, mientras tanto, se limita a gestionar la distancia entre ambas.
La crisis de representatividad no es una falla del sistema, es su modo de existir. La desconexión entre gobernantes y gobernados se volvió estructural. El político ya no necesita interpretar la realidad, sino producir su versión mediática. Su éxito no depende de transformar la vida de la gente, sino de mantenerla en estado de expectativa permanente. Las campañas electorales funcionan como ficciones seriales, cada una promete cerrar el ciclo anterior y abrir el definitivo. Pero la trama es siempre la misma.
La desafección no es ignorancia. El ciudadano ha aprendido a protegerse del lenguaje vacío. La indiferencia se ha convertido en el nuevo voto en blanco. Y sin embargo, detrás de esa apatía hay una forma de lucidez. Porque la angustia también es un saber, una intuición de que lo que se juega no es el destino del país, sino el control del relato.
Los medios amplifican la sensación de importancia. Las encuestas, los debates, los hashtags, todo parece trascendente durante unas semanas. Luego llega el silencio. El paisaje político vuelve a su letargo, los carteles se despegan, las promesas se diluyen en la administración cotidiana de la escasez. Lo que queda es un eco, la certeza de que la democracia se ha vuelto un lenguaje sin traducción.
En tiempos electorales, la estética del exceso reemplaza a la ética del compromiso. Los políticos empapelan paredes con dinero público mientras piden austeridad. En nombre de la transparencia, cubren el país de rostros sonrientes. La publicidad se convierte en la verdadera obra pública. Es ahí donde se revela la paradoja, cuando todo falta, la campaña sobra. En las calles se exhibe el poder de una abundancia artificial, la prueba tangible de que la política todavía puede fabricar algo, imágenes.
La angustia no es un síntoma de debilidad democrática, sino la última forma de conciencia política posible. La sospecha, el cansancio, el descreimiento, todos esos gestos contienen una potencia que el sistema teme. Porque detrás del hartazgo puede nacer otra forma de mirar, otra manera de intervenir. En un país que vota por costumbre, pensar se vuelve el verdadero acto subversivo.
El poder ya no se sostiene por autoridad, sino por ansiedad. Las elecciones son su versión más sofisticada, un dispositivo que combina esperanza y amenaza. “Si no votás, vuelve el pasado.” “Si no ganamos, todo se derrumba.” Así, el ciudadano se vuelve rehén de su propio temor, y el sufragio, una operación de control emocional.
Una democracia sin contenido produce electores angustiados y políticos sin culpa. Y sin embargo, algo persiste, el deseo de que la política podría volver a ser una herramienta, no un espectáculo. Que el voto podría dejar de ser un acto de resignación para convertirse en gesto de invención.
Quizás el primer paso sea dejar de mirar la elección como evento y comenzar a verla como espejo. Porque lo que se refleja en ella no es el futuro que se promete, sino el presente que se repite. Y frente a esa repetición, Fuga insiste en lo mismo que desde el inicio, interrumpir. Interrumpir el ruido, la rutina, el lenguaje domesticado. Interrumpir la forma en que nos cuentan lo que somos.
El problema no es votar. El problema es creer que con eso alcanza.
Bienvenidos a la edición 32.
Esto es Fuga.
