Por Javier Habib.
aunque mi ensayo sí lo es.
Los esclarecidos repiten y repiten esta frase trillada: “todo es político…”
Se alude con esto a que toda acción, toda institución y artefacto —incluso aquellos que parecen inocentes o neutrales— implican una posición respecto al orden social y de poder.
Si tu abuelita te dice “Más vale malo conocido que bueno por conocer”, tu abuela te inculca una actitud conservadora, ya que desalienta el cambio y consolida el statu quo.
Si los bancos de una plaza se dividen por apoyabrazos intermedios, el municipio no elevó un sostén para el descanso de los brazos, sino que decidió deliberadamente excluir a los sin techo.
Las escuelas que ordenan el uso de guardapolvos favorecen la igualdad formal o suprimen la autenticidad, según quien mire…
Para el ojo sociológico, nada escapa a lo político; los ejemplos aparecen como hipóstasis allí donde se mire.
Yo quiero argumentar en este escrito que no todo es político.
Para mirar lo no político, basta con dar un nuevo giro a la interpretación. Así como se educa a percibir lo que es político, también podemos enseñar lo que no es. Mirar lo no político, para mí, no es solo posible, sino que necesario en nuestra actualidad.
1. Marxismo cultural
Un breve repaso de ciertas ideas de la filosofía nos permitirá entender mejor el sentido y funcionamiento de la frase.
Marx es famoso por haber observado que la manera en que viven, gozan y necesitan los individuos está, en gran medida, determinada y explicada por circunstancias materiales. Se piense en una persona cuya vida laboral se resume en golpear un objeto con un pesado martillo durante largas y sucesivas jornadas laborales. Es evidente que la repetición constante de un solo gesto va a inflamar ciertos músculos y debilitar otros. Su condición material determina y explica la fisonomía de su cuerpo. Lo mismo puede ocurrir con sus deseos, argumenta Marx. Como esa persona trabaja hasta el agotamiento, no tiene un tiempo libre activo. Su descanso es dormir y su diversión es fugaz (bebida, espectáculo, juego). Marx demuestra que la producción fabril no sólo produce objetos de consumo para el sujeto, sino que también hace sujetos de trabajo para los objetos.
Antonio Gramsci tomó esta idea y fue más allá. Los sujetos también estamos condicionados por el medio cultural que nos circunda. Una educación primaria que exalta la obediencia prepara al alumno a cumplir con el jefe de su futuro trabajo. El lenguaje natural que dice “María le dio trabajo a Pedro” revela una suerte de generosidad por parte de María. Los avisos publicitarios mostrarán que el éxito se logra con cierto consumo, o que la belleza se asocia a cierta etnia. De manera inadvertida, las cosas del mundo nos enseñan a ser, desear y frustrarnos.
Intelectuales posteriores continuaron desarrollando esta reveladora idea. Henri Lefebvre, por ejemplo, se abocó a describir y teorizar sobre la falta de inocencia en el diseño de la ciudad, la arquitectura y el mercado inmobiliario. Kate Millett y Carol Hanisch subrayaron que las relaciones sexuales, domésticas y afectivas reproducen estructuras de dominación patriarcal. En nuestro propio medio, cabe recordar el ascenso del lenguaje inclusivo y los embates actuales de la nueva derecha.
En suma, el punto es que quien enseña, esculpe, escribe o simplemente habla está —quiera o no— sedimentando o desafiando un orden político.
2. “No todo es político”
Para desarrollar esta tesis me resulta imprescindible explicar mi manera de entender el mundo. ¿Qué hacemos cuando decimos que algo es algo?
Las cosas —el banco de una plaza, una persona trabajando, la pieza de un museo— aparecen a nuestros sentidos desprovistas de significado. En otras palabras, cuando mirás el banco de una plaza, en realidad no estás mirando el “banco de una plaza”, sino barras de hierro unidas o, aún mejor, un objeto sólido. Vos lo caracterizás como el “banco de una plaza” porque alguna vez tu mamá te enseñó a sentarte ahí y, más tarde, supiste que se trata de un “banco de una plaza”.
Las cosas del mundo tienen un significado en virtud de los conceptos que refieren a ellas, dándoles sentido. El cúmulo de conceptos que interiorizamos durante el curso de nuestra educación —“banco de plaza”, “trabajador”, “pieza de museo”, etc.— hace a nuestro entendimiento y manera de juzgar el mundo.
Ahora bien, las cosas existen con independencia de los conceptos que les dan sentido. En otras palabras, las barras de hierro enclavadas en el piso de una plaza muy probablemente sean mejor calificadas como el banco de una plaza. Pero una persona en situación de calle también puede verlas como el mejor lugar posible para pernoctar.
(En mi caso personal, durante muchos años practiqué skateboarding, y cuando miro el banco de una plaza solo miro un buen o mal obstáculo para deslizar.)
Cuando los intelectuales dicen “todo es político”, lo que hacen es forzarnos a poner en práctica una manera muy precisa de mirar: es instigarnos a desplazar el sentido común del lenguaje para encontrar intencionalidades de opresión/liberación, que son las categorías desde donde opera esta gran ideología.
Pero es crítico entender que esa no es la única manera de mirar el mundo. Existen otras maneras de mirar, o culturas epistémicas.
Un herrero no penetrará profundo hacia la política social del municipio que ordenó hacer el banco, sino que mirará las técnicas implementadas en su construcción. Cualquiera haya sido el propósito del banco (político o no), el artesano que lo construyó aplicó técnicas de herrería consolidadas. Un tercer herrero observador, en virtud de haber sido imbuido en ese mismo oficio milenario, podrá ponerle nombres a las cosas: soldaduras, curvaturas, tipo de forja, etc. Su mirada estará centrada en cosas que no tienen mucho sentido desde el punto de vista político.
Es verdad, la mirada del marxista tiene gran calado. Dirá que la herrería y los herreros son producto de un orden económico-social determinado, y que sus técnicas, conocimientos e instrucción no hacen más que perpetuar ese modelo. Pero el relato marxista no es del todo verdadero. Y es que esa misma manera de mirar el mundo asume cosas que otros podrán cuestionar. (Basta con preguntarle a un biólogo evolucionista lo que piensa sobre la mirada marxista. Decir, por ejemplo, que entre los humanos no existe lo que denominamos “libre voluntad” es decir que no tenemos forma de escaparnos de nuestro orden social; que, como los animales, hemos nacido determinados por un instinto de supervivencia que nunca cesa y que nadie será capaz de cambiar.)
Como sea, desde mi visión del mundo particular, elijo creer que las cosas del mundo son susceptibles de relatos yuxtapuestos y, al mismo tiempo, que hay relatos mejores y peores. Más específicamente, acepto que X pueda ser político y que pueda no serlo también. Podemos construir relatos del banco de una plaza tanto en su versión política como en su versión artesanal. Por supuesto, la condición particular de X admitirá en mayor grado relatos políticos que relatos no políticos, y viceversa.
En este ensayo intentaré ensanchar la mirada de lo no político.
3. Dos buenos ejemplos de lo no político: el jurista convencido y el político profesional
El juez es alguien que, en su quehacer cotidiano, se enfrenta a dilemas sociales que a cualquiera estimularían sus más profundas convicciones morales y políticas. ¿Entrega la guarda del niño a la madre que sufre problemas de alcoholismo o a los abuelos por parte del padre recién fallecido? ¿Hace cumplir la letra del contrato, imponiendo gravosas consecuencias a una persona en situación de vulnerabilidad, o anula esa cláusula apelando a principios de ética humanista? ¿Permite que en la escuela se exhiba un crucifijo o inclina la balanza hacia la laicidad?
Como cualquier abogado hábil admitirá, los jueces siempre cuentan con recursos argumentativos institucionalizados que les permiten evadir la letra de la ley: declarar la inconstitucionalidad de la norma, encontrar otra regla aplicable o integrar sentido no originario en algún término ambiguo. Por ello, muchos estudiosos sostienen que los jueces muchas veces resuelven los casos no según derecho, sino según su propio sentir ético y político. Se trata de la política en su más sigilosa aplicación.
Pero existe, al mismo tiempo, una manera de ser jurista que es interesantemente apolítica. Para estos juristas, el juez tiene un rol muy definido en el sistema: aplicar la regla establecida para el caso. En ciertos casos trágicos, estos jueces podrán escribir en sus sentencias que reconocen que la aplicación de la ley lastima al sentimiento de justicia. Sin embargo, también dirán que no es su oficio legislar, sino aplicar el derecho establecido (ver la opinión del Procurador Fiscal en el caso “Saguir y Dib”).
Respecto a aquellos casos en que no hay una respuesta legal definida —los llamados “vacíos legales”—, estos juristas entienden que existe un orden de procedimiento predeterminado para darles solución. Primero acuden a la letra de la ley y, en caso de silencio, proceden a juzgar según el fin de la norma (ver el art. 16 del Código Civil de Vélez Sarsfield), lo que demanda un estudio histórico (de la intención del legislador) o un estudio contextual. De hecho, conozco muchos estudiosos que verdaderamente creen que existe una inteligencia inmanente en el derecho, que ellos pueden descubrir a través del estudio sistemático de sus distintos elementos.
La “apoliticidad” de estos juristas se exacerba en dos situaciones muy particulares. La primera se da cuando el jurista en cuestión es, al mismo tiempo, un intelectual público que disfruta de vociferar sus convicciones éticas en notas periodísticas y programas de televisión (se piense en el polémico juez supremo norteamericano Antonin Scalia). En muchas ocasiones sucederá que el juez tiene que aplicar leyes que van directamente en contra de sus propias convicciones. Sin embargo, estos jueces dirán que, aunque no estén a favor de ese tipo de soluciones, su trabajo es aplicar la ley.
También puede ocurrir que el legislador, en un cambio abrupto de visión política, decida reformar un sector del derecho. Habrá juristas que critiquen el cambio desde el punto de vista de las consecuencias en la economía o desde algún punto de vista social. Sin embargo, los juristas apolíticos evaluarán el cambio en función de su coherencia con el sistema establecido, su técnica legislativa o la calidad de la redacción legal. De esto hay mucho en Argentina. Se trata de verdaderos estudiosos de su tradición.
Por supuesto, siempre se podrá decir que esta posición no es apolítica en cuanto esconde una posición conservadora que defiende un statu quo. Podrá decirse eso. Sin embargo, creo que es más adecuada otra interpretación: en el quehacer del juez que se autorrestringe y se esfuerza por aplicar la letra de la ley existe una práctica —y una manera de ser de estas personas— que evidencia un arte regido por reglas de oficio. Podríamos decirlo: es la expresión más pura del derecho y del jurista.
4. Continuación: el político profesional
Lo más natural sería decir que, cuando hablamos de un político profesional, pensamos en una persona que enarbola ideales sobre los que estudia y reflexiona; un “político socialista”, parado en la tradición de Juan B. Justo, que se candidatea para proponer medidas redistributivas en el Congreso; un desarrollista, que insiste en que el crecimiento se logra a través de incentivos a sectores; un liberal; nacionalista; lo que sea.
A juzgar por mi experiencia, creo que un político profesional es otra cosa.
En mi provincia, la gran mayoría de los políticos no mantienen convicciones muy estables acerca de lo justo y de lo injusto, de la economía y de las relaciones internacionales. La mayoría modifican su discurso en función de lo que creen que vale hablar en el momento. Quizás sean pragmáticos (en el sentido de Rorty) o quizás, en realidad, no piensen tanto en “La” política, sino que vivan de ella. Es decir, su vocación está en mantener o incrementar poder y, por lo tanto, sus convicciones, afiliaciones, alianzas y sociedades fluctuarán en pro de esa supervivencia. Tan alejados están estos hombres y mujeres de la teoría política que, en mi provincia (Tucumán), hay muchos que quizás nunca vivieron circunstancias que les demandaran hablar de alguna filosofía política; sus palabras dicen absolutamente nada sobre eso: “aquí estamos en el asunto de la gestión de todos los días”; “voy a defender los intereses de los tucumanos”; “no nos gusta que nos metan palos en las ruedas”; etc.
Maquiavelo escribió el manual de esa manera de ser político. Cuando aconseja al príncipe comportarse como un león o un zorro según las circunstancias, no está hablando de valores políticos. Está describiendo a los hombres que efectivamente adquieren y conservan el poder. Estos velan por sus propios intereses; rompen sus palabras cuando les conviene; les va mejor si mienten, engañan y conspiran. Ese es su ajuar de profesión: las reglas “no políticas” de la política.
Autores contemporáneos como Robert Greene (Ver Las 48 reglas del poder) han dado continuidad a la tradición de pensamiento maquiavélico: “Nunca le hagas sombra a tu superior”; “oculta tus verdaderas intenciones”; “llama la atención a cualquier precio”; “aplasta completamente a tu enemigo”; “sé informe, cambiante, imprevisible, como el agua”; “descubre la debilidad de las personas”; “golpea al pastor y las ovejas se dispersarán”. Cualquier político que quiera subirse al juego debería conocer y dominar estas máximas de oficio.
Y aquí va el punto que a mí me interesa destacar: estos políticos no son políticos en el sentido de la frase. Su misión es exclusivamente técnica, y sus servicios pueden servir a un ideal o a cualquier otro; eso es irrelevante.
5. ¿Por qué ampliar lo no político?
Hace poco escuché a la más alta autoridad jurídica argentina decir (en un teatro atestado de jueces, intelectuales y funcionarios, en ocasión de que se le concediera un doctorado honoris causa): “Me asusta ver que los jóvenes estén perdiendo interés por lo social”. Lo primero que pensé —como ex joven— fue: “¡no nos podría estar pasando algo mejor!”.
Como egresado del Gymnasium Universitario (un instituto secundario comparable en este punto al Pellegrini de Bs. As.), viví en primera persona lo que es tener conciencia política desde temprano. Desde el ingreso al instituto (5.º grado o 1.º año) éramos aleccionados —formal e informalmente— sobre los horrores de la dictadura, Martínez de Hoz, lo avanzada que estaba la medicina en Cuba, las proezas del Che Guevara, el materialismo histórico y un largo etcétera. Recuerdo un semestre en que la profesora de filosofía nos pedía que la acompañásemos a la protesta que se hacía en el horario de su clase. Y eso no era excepcional. De hecho, entre nosotros había una suerte de “cultura de la marcha”: teníamos un banderín de madera, bien pintadito, para que lo portase “el presidente” de los estudiantes; gritábamos cánticos políticos que todos sabíamos de memoria y, en los momentos de silencio, se escuchaban historias de estudiantes de otros años que, por alguna hazaña política, habían devenido míticos, siempre todo en modo nostalgia de la honrosa valentía que poco a poco se mitiga.
Soy un convencido de que aprender a hablar sobre culpables de injusticias no trae beneficio perdurable a nadie: ni a los que saben encontrarlas, ni a los que las padecen, ni a los terceros que nada tienen que ver con el asunto.
Ahora se me ocurren dos razones para engrosar el tema de lo no político:
La primera busca, curiosamente, darle una función precisa a lo político. Porque si todo es político, nada —ni el sustantivo al que se apunta ni el adjetivo que califica al sustantivo— lo es. En otras palabras: si, como suele decirse, “todo en el arte es político”, entonces el oficio del artista se diluye en lo político y lo que debería suscitar una sesuda deliberación social deviene del todo trivial. (Esto que digo no es un logicismo vano, sino que ocurre toda vez que los artistas apoyan políticos que usan partidas sociales para comprar voluntades, o universitarios que marchan pidiendo dinero para gestores sospechosos de haberse robado una mina de oro). Para que haya cosas que sean políticas en serio, tienen que haber cosas que definitivamente no lo son. No todo debe ser político.
La otra razón que me impulsa alude a la experiencia del hacer. Más allá de la política, existe una cultura viva del oficio, de las virtudes morales, del amor, de la ciencia, de la excelencia física, de las virtudes intelectuales, de la amistad, del comercio, de la producción de cosas útiles, de la agricultura, el paisajismo y un inabarcable etcétera. Todas las prácticas que se realizan en la vida de una profesión u oficio tienen mucho más para ofrecer al mundo que querer cambiarlo con política. ¿Para qué indagar sobre el rol social que cumple un joven que hace música electrónica si ese muchacho se ha perdido en la belleza del sonido? Existe algo sublime en esa práctica; una suerte de inmanencia en el hacer; un estar-en-el-mundo de Heidegger; el vitalismo de Ortega y Gasset; la voluntad de poder perder el sentido del tiempo; olvidarse de las consecuencias; contemplar sin intención instrumental o militante.