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Elecciones

Por José Mariano. 

La política se ha convertido en una rama del espectáculo.

Guy Debord.

El país vuelve a votar. Las paredes recién pintadas con los nombres de los candidatos, ya muestran sus primeras grietas, es que la humedad se filtra más rápido que las promesas. Alcanzan sin embargo, para una postal renovada, un gesto de optimismo, una promesa rehecha. Los jingles se repiten en todas las radios, los discursos cambian de voz pero no de guion, los carteles prometen futuro como si el pasado fuera un error de imprenta. En cada esquina, el tiempo se disfraza de comienzo. Pero ya lo sabemos muy bien, no hay nada más viejo que un país en campaña.

El ruido electoral lo cubre todo. Los mismos que durante meses advirtieron la falta de recursos ahora despliegan pantallas, gigantografías, caravanas y fuegos artificiales. El dinero se multiplica cuando se trata de fabricar ilusión. Mientras tanto, el ciudadano —esa figura abstracta que aún sirve de decorado para la palabra “democracia”— se siente cada vez más fuera del cuadro. Participa de un rito que ya no convoca, sino que se impone por inercia, como una misa en la que nadie escucha ni cree, pero a la que todos asisten por costumbre.

La angustia electoral no es producto del desencanto reciente. Es el resultado de una larga pedagogía ligada a la cultura del poder, esa que convierte la política en publicidad y el voto en trámite. Lo que alguna vez fue un acto de soberanía se ha vuelto una performance de obediencia cívica. El votante no elige, sólo ratifica la continuidad de un sistema que necesita su gesto para legitimarse, no su convicción.

El poder aprendió a sobrevivir no prometiendo un paraíso, sino administrando la espera. En ese sentido, las elecciones son el mecanismo perfecto, un punto de fuga controlado donde la frustración se canaliza en forma de esperanza reciclada. El pueblo vota no por lo que cree, sino para sostener la ilusión de que creer todavía sirve de algo.

Pero lo que verdaderamente se elige no está en la boleta. Lo que se elige —cada dos años— es la continuidad del ruido, la renovación del desencuentro, la reafirmación de una grieta que se volvió industria. Esa división ya no es solo ideológica, son dos Argentinas superpuestas, una que narra y otra que padece. La política, mientras tanto, se limita a gestionar la distancia entre ambas.

La crisis de representatividad no es una falla del sistema, es su modo de existir. La desconexión entre gobernantes y gobernados se volvió estructural. El político ya no necesita interpretar la realidad, sino producir su versión mediática. Su éxito no depende de transformar la vida de la gente, sino de mantenerla en estado de expectativa permanente. Las campañas electorales funcionan como ficciones seriales, cada una promete cerrar el ciclo anterior y abrir el definitivo. Pero la trama es siempre la misma.

La desafección no es ignorancia. El ciudadano ha aprendido a protegerse del lenguaje vacío. La indiferencia se ha convertido en el nuevo voto en blanco. Y sin embargo, detrás de esa apatía hay una forma de lucidez. Porque la angustia también es un saber, una intuición de que lo que se juega no es el destino del país, sino el control del relato.

Los medios amplifican la sensación de importancia. Las encuestas, los debates, los hashtags, todo parece trascendente durante unas semanas. Luego llega el silencio. El paisaje político vuelve a su letargo, los carteles se despegan, las promesas se diluyen en la administración cotidiana de la escasez. Lo que queda es un eco, la certeza de que la democracia se ha vuelto un lenguaje sin traducción.

En tiempos electorales, la estética del exceso reemplaza a la ética del compromiso. Los políticos empapelan paredes con dinero público mientras piden austeridad. En nombre de la transparencia, cubren el país de rostros sonrientes. La publicidad se convierte en la verdadera obra pública. Es ahí donde se revela la paradoja, cuando todo falta, la campaña sobra. En las calles se exhibe el poder de una abundancia artificial, la prueba tangible de que la política todavía puede fabricar algo, imágenes.

La angustia no es un síntoma de debilidad democrática, sino la última forma de conciencia política posible. La sospecha, el cansancio, el descreimiento, todos esos gestos contienen una potencia que el sistema teme. Porque detrás del hartazgo puede nacer otra forma de mirar, otra manera de intervenir. En un país que vota por costumbre, pensar se vuelve el verdadero acto subversivo.

El poder ya no se sostiene por autoridad, sino por ansiedad. Las elecciones son su versión más sofisticada, un dispositivo que combina esperanza y amenaza. “Si no votás, vuelve el pasado.” “Si no ganamos, todo se derrumba.” Así, el ciudadano se vuelve rehén de su propio temor, y el sufragio, una operación de control emocional.

Una democracia sin contenido produce electores angustiados y políticos sin culpa. Y sin embargo, algo persiste, el deseo de que la política podría volver a ser una herramienta, no un espectáculo. Que el voto podría dejar de ser un acto de resignación para convertirse en gesto de invención.

Quizás el primer paso sea dejar de mirar la elección como evento y comenzar a verla como espejo. Porque lo que se refleja en ella no es el futuro que se promete, sino el presente que se repite. Y frente a esa repetición, Fuga insiste en lo mismo que desde el inicio, interrumpir. Interrumpir el ruido, la rutina, el lenguaje domesticado. Interrumpir la forma en que nos cuentan lo que somos.

El problema no es votar. El problema es creer que con eso alcanza.

 

Bienvenidos a la edición 32. 

Esto es Fuga.

La urna vacía

Por Enrico Colombres.

Si los cerdos pudieran votar, el hombre con el balde de comida siempre sería elegido, no importa cuántos de ellos haya sacrificado antes.
Orson Scott Card, El juego de Ender.

Cada voto es una línea divisoria entre el país que podría ser y el que ya no soporta ser más. Mientras resurgen propuestas de juicio político contra el poder y se agotan las excusas, el ciudadano argentino se enfrenta a su deber más incómodo: dejar de quejarse y empezar a decidir.

Argentina se aproxima a las elecciones de octubre con una mezcla de resignación, esperanza y hartazgo. El ciudadano medio asiste a este nuevo proceso democrático con la sensación de haberlo visto todo, de haber votado mil veces para que nada cambie, y de haber sido espectador de una clase política que ha convertido el Estado en un botín personal. Las campañas se llenan de promesas recicladas, de culpas hacia gestiones anteriores, de consignas huecas, de sonrisas impostadas y de un marketing que pretende disfrazar la realidad de espectáculo. Pero detrás de esa puesta en escena, el país continúa desangrándose entre la inflación, la desigualdad, la pérdida de soberanía y la corrupción que se multiplica en cada rincón del poder.

En los últimos artículos les he hablado del compromiso civil, de la importancia del voto como herramienta de cambio, de la necesidad de romper con la pasividad ciudadana y de la urgencia de una renovación real de la dirigencia, pero ciudadana. No se trata solo de cambiar nombres, sino de modificar estructuras, de exigir que quienes aspiren a gobernar estén capacitados, comprometidos y, sobre todo, sean honestos. Porque sin honestidad no hay política viable, hay negocio. Sin compromiso no hay república, hay un simulacro cruel. Y sin participación activa del pueblo, no hay democracia, hay servidumbre.

El voto no es un acto burocrático, es un gesto de poder. Es la posibilidad concreta que tiene cada ciudadano de poner límites a los abusos, de condicionar el rumbo del país y de definir el tipo de sociedad en la que quiere vivir. Sin embargo, esa conciencia política parece anestesiada. Nos acostumbramos a votar con bronca, con miedo a lo anterior o por descarte. Esa indiferencia es el terreno fértil donde prospera el oportunismo y donde el poder se perpetúa bajo nuevas máscaras. Por eso, estas elecciones no deberían ser un trámite más, sino un punto de inflexión. Un momento para preguntarnos si vamos a seguir entregando el país a los mismos que lo arrastraron al borde del abismo o si, de una vez por todas, vamos a tomar el control de nuestro destino.

En este contexto, una iniciativa presentada recientemente por el abogado constitucionalista Dr. Eduardo Barcesat, apoyada públicamente por el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, ha reabierto un debate profundo: la posibilidad de aplicar el juicio político al presidente y a varios de sus funcionarios, en virtud de los escándalos de corrupción y las irregularidades que se acumulan sobre la gestión. Barcesat, conocido por su trayectoria y por haber firmado ocho pedidos de juicio político en distintos momentos de la historia reciente, plantea que esta herramienta no solo es legítima, sino necesaria para restaurar la confianza institucional.

Muchos ciudadanos escuchan la expresión “juicio político” y la asocian con algo lejano, complejo o impracticable. Sin embargo, el juicio político está previsto en nuestra Constitución desde su origen, redactada bajo la inspiración de Juan Bautista Alberdi, aquel tucumano brillante que soñó una nación fundada en la libertad, la responsabilidad y la división de poderes. En la Constitución Nacional, el juicio político aparece como el mecanismo republicano por excelencia para controlar el abuso de poder. Es la forma mediante la cual el Congreso puede remover al presidente, al vicepresidente, a los ministros y a los miembros de la Corte Suprema si se los encuentra culpables de mal desempeño, delitos en el ejercicio de sus funciones o crímenes comunes.

En términos sencillos, el juicio político no es un acto judicial solamente, sino político-constitucional. La Cámara de Diputados tiene la potestad de acusar, y el Senado la de juzgar. Es un procedimiento previsto precisamente para los momentos en que el orden institucional corre peligro por la conducta de quienes deberían protegerlo. No es un golpe, no es una revancha, no es una locura: es una herramienta de la democracia, pensada por Alberdi y los constituyentes de 1853/60 para que nadie esté por encima de la ley. Y si se ha olvidado o no se ha puesto en práctica, es porque durante décadas se ha enseñado a los argentinos a obedecer más que a exigir, a esperar milagros en lugar de ejercer derechos.

Barcesat no propone nada que no esté ya escrito en nuestra carta magna. Lo que plantea es la recuperación del espíritu constitucional, ese que fue vaciado por la manipulación y la impunidad. Los escándalos recientes —contratos irregulares, negociados con fondos públicos, favoritismos en licitaciones, coimas, criptoestafas, tráfico de influencias— no pueden pasar inadvertidos. El presidente no es el único pasible de esta medida; varios de sus funcionarios están bajo la lupa por hechos que, de probarse, representarían violaciones graves al deber de función pública. En cualquier república madura, estos hechos bastarían para abrir una investigación seria. En la nuestra, la indignación dura lo que una tendencia en redes sociales.

La propuesta de Barcesat no busca desestabilizar, sino restablecer el equilibrio constitucional. Pero su sola mención incomoda. Porque si se aplicara con rigor, sería el principio del fin de una clase política que ha hecho de la impunidad su escudo y del cinismo su bandera. Sería el comienzo de una nueva etapa en la que rendir cuentas no sea una excepción, sino una regla. Y justamente por eso, los mismos que deberían ser investigados harán todo lo posible por impedir que esto avance. Ellos saben que si cae uno, puede caer el sistema entero que los protege.

Aquí aparece nuevamente el ciudadano, no como espectador, sino como protagonista. Nada cambiará mientras el pueblo no lo exija. La Constitución no se defiende sola. Las instituciones no se regeneran por inercia. Hace falta presión social, compromiso colectivo, conciencia cívica. No basta con indignarse en las redes o quejarse en los cafés: hay que participar, fiscalizar, involucrarse, votar con criterio y sin miedo. El voto no debe ser un acto reflejo ni un castigo improvisado, sino una decisión consciente que marque el rumbo hacia una Argentina distinta.

Esta elección puede ser la oportunidad de iniciar un proceso de depuración moral en la política. Pero si volvemos a elegir con resignación, si seguimos apostando a los mismos que nos defraudaron una y otra vez, entonces la decadencia será responsabilidad compartida. No habrá salvadores ni culpables únicos. Solo un país entero que se acostumbró a su propio fracaso.

Lo que está en juego no es solo un gobierno, sino el alma de la República. Recuperar la ética pública implica reconstruir la confianza, desterrar la corrupción sistemática y derribar el pacto silencioso entre el poder y la impunidad. Y eso solo ocurrirá si el pueblo decide que ya fue suficiente, si cada argentino comprende que el cambio no empieza en la Casa Rosada, sino en el voto y en el compromiso de cada uno de los ciudadanos.

Las elecciones de octubre no son un trámite democrático más: son, quizás, una de las últimas oportunidades para decidir si queremos seguir siendo gobernados por los mismos que arruinaron al país o si estamos dispuestos a dar el salto hacia algo nuevo —en lo posible y con las opciones que existen—, pero exigiendo. Nadie puede hacerse el distraído. No hay neutralidad posible cuando la patria se desmorona.

El futuro no se construye con excusas ni con promesas vacías. Se construye con decisión, con coraje y con responsabilidad. Y si la ciudadanía vuelve a mirar hacia otro lado, si elige no involucrarse, si prefiere callar o abstenerse, entonces los corruptos habrán ganado una vez más. Porque el silencio también vota, y casi siempre vota por los corruptos. No seamos como los cerdos, queridos compatriotas: elijamos bien, de una vez por todas.

Atados con alambres

por Daniel Posse.

El que dice una mentira no sabe qué tarea ha asumido, porque estará obligado a inventar veinte más para sostener la certeza de esta primera.
George Alexander.

Entre ser y no ser

El gobierno de La Libertad Avanza (LLA), en el poder desde 2023, enfrenta una vulnerabilidad estructural en el Congreso. Los resultados de la elección legislativa del 26 de octubre no definirán la continuidad del presidente, sino su capacidad para gobernar durante los dos años restantes de su mandato. La vulnerabilidad principal del gobierno de Milei es la minoría legislativa que lo obliga a negociar constantemente, y la fragilidad económica y social derivada de un ajuste fiscal intenso. Vulnerabilidad que se ve más acentuada ante la limitación del uso de los Decretos de Necesidad y Urgencia, habilidad para negociar de la cual parece carecer.

Escenario uno. En este escenario podemos suponer o vaticinar qué sucede si el gobierno gana las elecciones este domingo, de tal modo que el oficialismo nacional obtenga un 40% de los votos y eso lo ayude a fortalecer su representación en el Congreso y en ambas cámaras, llevándolo a una mejora sustancial en cuanto a las bancas. Aun así, esto no le otorgaría una gobernabilidad propia. Es decir, aunque el número de legisladores de LLA crezca, es altamente improbable que alcance el quórum propio (129 diputados) o los dos tercios en el Senado para sostener un veto. Seguirá dependiendo de los bloques “amigables” (como el PRO) y de negociaciones caso por caso, lo que lo hace vulnerable a un “fuego amigo” o a alianzas opositoras puntuales.

Claro que esto podría permitir que el gobierno profundice las reformas que tiene en su agenda, como la laboral y la previsional, lo que podría provocar una resistencia más sólida ante el ajuste. Un triunfo legislativo daría mandato para acelerar las reformas; sin embargo, cuanto más se radicalice el ajuste, mayor será el riesgo de que los efectos sociales (caída del poder adquisitivo, desempleo) generen un desgaste más rápido que la llegada de la recuperación económica. La calle —sindicatos, movimientos sociales— seguirá siendo un foco de vulnerabilidad y de una mayor resistencia.

A esto se suma que la estructura de LLA es personalista y joven. Los casos de supuesta corrupción que han afectado a figuras cercanas (como el caso “$LIBRA” o polémicas con funcionarios por denuncias de narcotráfico y corrupción) seguirán siendo una vulnerabilidad constante que puede erosionar su principal activo: la lucha contra “la casta” y dividir los nuevos bloques. Frases que terminan siendo distópicas, porque la sensación general es que la casta es la que más se benefició y la que gobierna.

Entre ser y parecer

En un segundo escenario: si La Libertad Avanza no logra capitalizar la elección (pierde bancas o el oficialismo no logra mejorar su peso legislativo, especialmente ante un peronismo fortalecido en distritos clave como la provincia de Buenos Aires), la vulnerabilidad se agudiza. La principal vulnerabilidad sería la parálisis legislativa. Una oposición fortalecida podría imponer su propia agenda (aumentos de gasto, suba de jubilaciones, reversión de privatizaciones) y vetar sistemáticamente las leyes enviadas por el Ejecutivo, forzando al gobierno a gobernar casi exclusivamente por Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU), que son más frágiles legalmente. Esto podría ser interpretado por el oficialismo —que parece negado a entender el juego entre la división de poderes, los acuerdos y las negociaciones políticas— como un Congreso destituyente o bloqueador sistemático.

Una derrota debilitaría la credibilidad del gobierno ante los mercados e inversores. Esto podría provocar una volatilidad cambiaria y financiera (aumento del riesgo país, presión sobre el dólar) ante la percepción de que el presidente ya no tiene el respaldo político para garantizar la estabilidad económica o para realizar las reformas de fondo. Cuestión de la que también se duda, porque pareciera que la credibilidad no pudo volverse lo suficientemente sólida, a pesar del apoyo de Donald Trump.

Los gobernadores opositores —o incluso algunos aliados—, al ver al Ejecutivo debilitado, podrían endurecer su postura en el reparto de fondos y en la negociación de la Ley de Coparticipación. Esta presión territorial, sumada al Congreso, dejaría al gobierno extremadamente aislado. Una derrota legislativa en el segundo año de mandato crearía un clima de debilidad extrema (lame duck). La oposición y los medios podrían instalar rápidamente la idea de un gobierno que no llega al final, lo que constituye su mayor vulnerabilidad política y puede desencadenar inestabilidad institucional.

La elección del 26 de octubre de 2025 es un referéndum de gobernabilidad. El principal riesgo para el gobierno de Milei es que la fragilidad legislativa que ha manejado hasta ahora se convierta, en caso de derrota, en una parálisis institucional que ponga en jaque la continuidad y la viabilidad de su plan económico.

En el territorio de la incertidumbre

En estos momentos, el electorado (incluyéndome) navega en el territorio de lo supuestamente desconocido. Los datos de las encuestas acentúan esta sensación: se contradicen, dibujando escenarios hipotéticos, pero que, si nos guiamos por los antecedentes, se equivocaron en la mayoría de las veces. En ese contexto, trataré de ser un oráculo: me atrevo a predecir que el oficialismo va a perder. Se percibe en la gente, se percibe en la economía diaria, y no por cuestiones ideológicas, sino por cansancio, por una fatiga generalizada donde el esfuerzo parece ser un acto de los que menos tienen, mientras la clase política, en la mayoría de los casos, parece ausente.

Uno no sabe si creer o no en las publicaciones, ante tanta ficción dibujada, creada por la inteligencia artificial y las redes sociales, donde la incertidumbre se vuelve más profunda. Llega un momento en que nos cuesta discernir qué es verdad y qué es mentira. Pero la crueldad del poder ante los más vulnerables, y el costo de llegar a fin de mes, hacen pensar que la gente votará como una suerte de llamado de atención, para que el poder escuche y acuerde. También se percibe un ausentismo que está empoderándose desde el silencio, un silencio que puede ser mucho más peligroso para el sistema de lo que muchos tienen conciencia.

Igualmente, si la oposición gana en estas elecciones, el oficialismo también lo hace, porque de no tener casi fuerza y representación en el Parlamento, podría decirse que ahora la tendrá. Tendrá una fuerza que podría considerarse propia —siempre y cuando logre funcionar de forma orgánica—, porque hasta ahora, todo le fue prestado. Quizás la fuga sea detenerse a pensar, porque las formas y los modos también determinan.

La ilusión de elegir

Por María José Mazzocato.

La democracia es el sistema que ha conseguido hacer aceptar como libertad la dependencia más completa.
Jean Baudrillard, La transparencia del mal

Este domingo 26 de octubre, la Argentina volverá a votar. Las urnas se abrirán una vez más y millones de ciudadanos acudirán a ejercer ese gesto que, en teoría, debería condensar el espíritu más noble de la democracia, esa posibilidad de elegir. Pero la pregunta que flota, silenciosa y densa, es si ¿realmente estamos eligiendo algo o simplemente ratificando un orden que no cambia?

En esta ocasión, además, el país inaugura un nuevo instrumento electoral: la boleta única de papel (BUP). Una herramienta que, en otras circunstancias, debería haber sido motivo de celebración cívica. La BUP simboliza un paso hacia la transparencia, hacia una ciudadanía más libre, más protegida del aparato partidario y del clientelismo. Debería representar una modernización del voto y una garantía de igualdad. Sin embargo, lo que debería ser una fiesta democrática llega contaminado por sospechas y rumores, donde se habla de votos anulados, de captación, de trampas sutiles dentro del propio proceso.

Así, lo que tendría que ser un acto de madurez institucional se ve empañado por la desconfianza y la sensación de que, aun con nuevas herramientas, el sistema sigue respondiendo a viejas lógicas. Porque lo que está en juego este domingo no es la renovación de una esperanza colectiva, sino la renovación del poder mismo.

La política argentina parece haber olvidado su razón de ser. No busca procesar las necesidades sociales ni articular los intereses comunes, sino perpetuar su propia estructura. Lo que debería ser un espacio de representación se ha convertido en un círculo cerrado que se alimenta de sí mismo.

Los ciudadanos, en ese esquema, somos piezas utilitarias, donde se nos convoca cada cierto tiempo para legitimar decisiones que ya fueron tomadas, para reafirmar la ilusión de que todavía tenemos incidencia. Somos, en esa metáfora dolorosa, como perros fieles que esperan ser reconocidos, pero que no son realmente cuidados. Nos piden obediencia y agradecimiento, pero no ofrecen protección ni justicia.

El Estado ya no responde como garante del bienestar colectivo, sino como administrador de privilegios. Sus cargos públicos – los que deberían ser instrumentos de servicio – se han vuelto refugios personales, espacios de poder heredado, trampas burocráticas que funcionan para sí mismas.

Pocas provincias reflejan mejor este fenómeno que Tucumán, un territorio donde el poder ha aprendido a mutar para sobrevivir. Desde hace más de cuatro décadas, el oficialismo se ha sostenido como un verdadero partido de masas, al estilo de lo que describe Abal Medina,  el partido es una maquinaria política omnipresente, que estructura la vida social y penetra todos los espacios, desde el barrio hasta la universidad.

Sin embargo, esa estructura que en algún momento pudo tener raíces populares hoy se sostiene por inercia y control, no por representación. La teoría sistémica de David Easton resulta especialmente útil para comprender este fracaso. Easton afirmaba que todo sistema político se mantiene vivo cuando logra procesar adecuadamente sus inputs (las demandas sociales) y transformarlos en outputs (políticas públicas que respondan a esas demandas).

En Tucumán – como en buena parte de la Argentina – ese circuito se ha quebrado. Los inputs se acumulan sin respuesta, las voces ciudadanas se diluyen, las necesidades se administran como favores. Los outputs, cuando aparecen, no son soluciones sino estrategias de control, dotados de planes, programas y cargos que simulan gestión mientras refuerzan la dependencia.

La política, entonces, ya no es un sistema vivo que dialoga con su sociedad, sino un aparato cerrado que se alimenta de su propia permanencia. Y cuando el poder deja de escuchar, lo que se degrada no es solo la institucionalidad, sino la dignidad colectiva.

Formalmente, seguimos viviendo en democracia. Hay elecciones, hay candidatos, hay campañas, debates y observadores. Pero en su esencia, el sistema se ha convertido en una monarquía disfrazada. Los cargos se heredan, los lazos familiares y partidarios reemplazan la competencia de ideas, y el nepotismo se naturaliza como una forma legítima de continuidad.

El poder, lejos de circular, se estanca. La alternancia se convierte en simulacro. La política, en lugar de abrir el juego, lo cierra sobre sí misma. Tucumán – otra vez, porque así lo decidimos nosotros- sirve como espejo del país, mostrando un territorio donde los liderazgos parecen eternos, donde las alianzas se negocian más por conveniencia que por convicción, y donde el Estado se comporta más como propiedad privada que como institución pública.

Esa es la paradoja más dolorosa, la de una democracia que se recita en los discursos, pero que se practica como un feudo.

Frente a este panorama, el ciudadano se encuentra desarmado. No porque no tenga derechos, sino porque ha sido despojado del sentido de ejercerlos. Se le ha enseñado que la obediencia es madurez política, que la crítica es resentimiento, que el descontento es peligroso.

El sistema produce así una ciudadanía domesticada, acostumbrandola a esperar, a agradecer lo mínimo, a resignarse ante lo inevitable. Y en ese proceso, el voto – ese gesto sagrado– pierde su fuerza transformadora. Se convierte en un trámite, en una formalidad, en una manera de cumplir con un deber sin creer realmente en su consecuencia.

Deberíamos vivir este domingo como una celebración de la democracia, un momento de reencuentro con la idea original de soberanía popular. La llegada de la boleta única de papel debería ser símbolo de un país que avanza, que se moderniza, que confía en la capacidad de su gente. 

La fiesta democrática se transforma, así, en un ritual de sospecha. Y es allí donde la política muestra su verdadera crisis, cuando ni siquiera logra sostener la fe mínima de sus ciudadanos.

Aun así, la elección no deja de ser un momento simbólicamente poderoso. Votar sigue siendo un acto de responsabilidad, incluso cuando el sistema parece vacío. Pero la verdadera decisión no se toma solo dentro de la urna, sino dentro de la conciencia colectiva.

Este domingo, cuando marquemos nuestro voto en la boleta única de papel, estaremos eligiendo mucho más que nombres, estaremos decidiendo si seguimos legitimando un poder que no nos ve o si empezamos, aunque sea desde la duda, a reconstruir el sentido de lo común.

Porque ninguna democracia sobrevive donde los ciudadanos son tratados como súbditos, ni florece donde el poder se disfraza de servicio. Tal vez ha llegado el momento de recordar que el poder sin respuesta es usurpación, y que el voto sin conciencia es obediencia.

Y que, al final, el verdadero acto revolucionario no es solo votar, sino cuestionar, porqué  es allí donde inicia el verdadero cambio.

 

El umbral de la memoria y el porvenir

por Fernando M. Crivelli Posse.

No hay patria sin valor ni libertad sin esfuerzo; los que quieren un país digno deben saber que su destino depende de su decisión.

Juan Lavalle.

Este domingo, millones de argentinos acudirán a las urnas, y la decisión que tomen no se reducirá a nombres o partidos: se reducirá a la historia que queremos escribir. El voto no es solo un acto cívico; es un acto moral, un espejo donde se refleja nuestra capacidad de aprender del pasado y proyectar un futuro digno. Volver al pasado sería condenar el futuro. El pasado reciente nos enseñó qué significa confiar en modelos que prometen bienestar inmediato mientras perpetúan la dependencia, el clientelismo y la desigualdad estructural. La pobreza, la falta de educación, la corrupción, la inseguridad y la anomia no son accidentes: son producto de años de políticas que reemplazaron la formación y el esfuerzo por la dádiva y el privilegio. Elegir ese camino de nuevo es aceptar la repetición de la ruina.

El conurbano bonaerense, con La Matanza como emblema, ilustra de manera trágica el país que algunos parecen desear y necesitar: un país de ciudadanos subordinados, donde la ignorancia y la falta de educación se combinan con la dependencia política. Allí, donde el hambre y la falta de oportunidades se volvieron rutina, la política construyó un sistema que premia la sumisión y castiga la iniciativa. La maquinaria clientelar transformó el derecho a elegir en un intercambio: asistencia por lealtad, plan social por voto cautivo. La inseguridad cotidiana, el narcotráfico que se expande sin control —colonizando todo el paisaje social— y la precarización laboral completan un escenario donde la esperanza de una vida mejor se disuelve en los nichos de la corrupción y la impunidad. Generaciones enteras quedaron atrapadas en la supervivencia inmediata, sin acceso a educación de calidad ni empleo formal. Allí, el voto ya no refleja convicciones ni aspiraciones, sino mera necesidad y resignación.

El problema de fondo no es solo económico: es moral. Argentina enfrenta una profunda anomia social, un quiebre en los valores que sostienen la vida colectiva. La corrupción en todos los estamentos institucionales dejó de escandalizar; la mediocridad se premia. El esfuerzo y la disciplina, pilares de cualquier sociedad sostenible, son ridiculizados, mientras que la viveza, la trampa y la ventaja rápida se glorifican. Se exaltó la astucia vacía y se olvidó la virtud; se premió el ingenio para esquivar la ley y se castigó la dedicación honesta. Se destruyó la noción de mérito y se divinizó el atajo, creando un círculo donde la ética quedó subordinada a la conveniencia inmediata.

El impacto de este deterioro moral es tangible. Más allá de los indicadores económicos, el país arrastra una profunda crisis de confianza y cohesión social. La cultura del trabajo, motor de movilidad y orgullo colectivo, ha sido reemplazada por la dependencia de dádivas o prebendas. La solidaridad se diluye frente al interés personal; la meritocracia se burla con prácticas clientelares; la acción ciudadana responsable queda atrapada en la frustración. Argentina no sufre únicamente por la pobreza material: padece un empobrecimiento del alma nacional. Cada acto de impunidad tolerado, cada injusticia naturalizada y cada atajo celebrado debilitan la estructura moral de la sociedad. Restaurar la fortaleza moral no será sencillo ni rápido, pero es condición indispensable para cualquier transformación duradera. Mientras la ética siga subordinada a la conveniencia, ningún plan económico o reforma producirá un cambio genuino. La reconstrucción debe comenzar por ahí: recuperando la virtud, el respeto al esfuerzo, la educación y la cultura del mérito como valores centrales de la vida nacional.

Algunos idealizan el regreso al pasado como si la decadencia comenzara ayer. Pero el pasado reciente no fue una época dorada: fue el origen de este colapso. Volver a eso sería repetir la ruina con otra bandera, pero con los mismos personajes funestos. El presente, en cambio, todavía puede corregirse, y debe hacerlo. La democracia ofrece un privilegio que no debemos olvidar: en los próximos dos años siempre podemos volver a elegir. Lo que no podemos cambiar es la historia: ya sabemos lo que el pasado nos dejó, y nadie que haya sufrido esa ruina puede desear su regreso.

La verdadera disyuntiva de este domingo no es entre partidos ni modelos económicos; es entre la adultez republicana y la nostalgia del error. Entre asumir el costo de construir un país serio o seguir mendigando paliativos que perpetúan el atraso. Entre un voto con esperanza de progreso o un voto resignado al clientelismo. La memoria sirve para aprender; la nostalgia, para repetir. El pasado ya nos mostró su rostro, y fue cruel. El futuro todavía puede ser digno si nos atrevemos a construirlo. Este domingo, más que votar, estamos decidiendo si elegimos repetir la historia o escribirla con coraje, porque aún estamos a tiempo. La historia nos observa y recuerda que las naciones no se hunden por la dificultad de gobernar, sino por la incapacidad de aprender de sus errores. Volver al pasado es condenar el futuro. Solo la responsabilidad, la conciencia y la voluntad de cambio pueden permitirnos salir de este ciclo de ruina y dependencia. Este domingo, votemos con madurez: no por promesas vacías ni por miedo, sino por convicciones, por la libertad y por el país que aún podemos construir los argentinos.

Somos nosotros, los argentinos, quienes llevamos sobre los hombros la obligación de escribir la historia y forjar el futuro de la patria. La política no es sumisión ni teatro de ilusiones; es un acto cívico de deber, de responsabilidad, de fuego y de razón, destinado a cimentar los principios y fundamentos de un proyecto nacional que no excluya a nadie, pero que reconozca y premie a quienes, con esfuerzo, sacrificio, sudor y esperanza, riegan el jardín de la República. Cada decisión que tomamos, cada voto que emitimos, es una chispa que puede encender el porvenir o perpetuar la sombra del pasado. Este domingo no hay lugar para la indiferencia ni para la nostalgia: nos toca empuñar el presente con valor y gritar, sin miedo ni concesiones, que seremos artífices de un país que no se rinde, que no mendiga, que no olvida, sino que construye.

Que nuestra construcción sea firme, sostenida en pilares inquebrantables: educación que ilumine el camino, trabajo que dignifique, mérito que reconozca el esfuerzo, sacrificio que transforme la esperanza en realidad y patriotismo que nos recuerde que somos custodios de esta tierra. Que cada acción, cada decisión, cada voto se convierta en un ladrillo que levante un país sólido, libre, justo y digno. Este domingo, votemos con coraje, conciencia y alma, porque el futuro nos observa, nos reclama y nos espera, listo para ser forjado por nuestra responsabilidad y voluntad de construir una Argentina mejor.

Dios ilumine a nuestra patria y guíe su destino hacia la justicia, la libertad y la grandeza.

El voto útil y el sueño del eterno balotaje

Por Fernando Etienot.

«Vencer no es convencer, y hay que convencer sobre todo. Pero no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión, ese odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva…»

Miguel de Unamuno.

Los males del oligopolio de la oferta electoral

Los tiempos electorales no solo traen políticos más activos, verborrágicos y decididos, sino también frases y conceptos que se desempolvan para la ocasión. Entre ellos, uno reaparece con especial insistencia en los días previos a las elecciones: el voto útil. La expresión suele presentarse como un gesto de madurez política, como si resumiera el sentido común democrático en tiempos de incertidumbre. Sin embargo, su repetición ha vaciado de contenido la idea de elección libre, transformándola en una estrategia de supervivencia dentro de un sistema cada vez más concentrado.

En el fondo, el llamado al voto útil no es otra cosa que la apelación a una racionalidad instrumental. Como observaba Max Weber, la ética de la responsabilidad consiste en ponderar las consecuencias de los actos políticos, pero en el uso contemporáneo del término esa responsabilidad se reduce a un cálculo de conveniencia. El votante “útil” ya no decide en función de su convicción, sino del resultado que desea evitar. Se trata de una racionalidad de mercado aplicada al sufragio: una forma de consumir política, no de practicarla.

La dinámica del voto útil produce un fenómeno paralelo en la oferta electoral. Los partidos, en lugar de ampliar la pluralidad, buscan absorber a los competidores ideológicamente cercanos, apelando a la moral de la unidad para disimular la lógica de la exclusión. En nombre de la eficacia se justifica la concentración. Así, se instala un oligopolio electoral, donde la competencia se reduce a dos oferentes que alternan su predominio sin alterar las reglas de fondo. Giovanni Sartori describió este proceso como el tránsito de los sistemas plurales a los sistemas de competencia limitada, donde el equilibrio se confunde con estabilidad, y la previsibilidad reemplaza a la innovación política.

Esta estructura tiene consecuencias profundas. Como advirtió Schumpeter, cuando la democracia se define únicamente como un método competitivo para elegir líderes, el ciudadano se convierte en un consumidor periódico, no en un agente deliberativo. En el caso argentino, el llamado al voto útil termina por naturalizar esa lógica. La participación se vuelve rutinaria, desprovista de pasión cívica, y la elección, un trámite previsible. El resultado es una democracia de baja intensidad, agotada en su propio automatismo.

La concentración de la oferta también erosiona la legitimidad de quienes resultan electos. Cuando la ciudadanía vota por descarte, la victoria se vuelve administrada, no conquistada. El ganador hereda un mandato débil y una legitimidad condicionada por el rechazo al otro más que por la adhesión propia. En ese contexto, la alternancia deja de ser signo de salud institucional y se convierte en síntoma de fatiga.

El péndulo político argentino reproduce este ciclo desde hace décadas: dos bloques que se suceden en un movimiento de corsi e ricorsi —como diría Vico—, una historia que avanza repitiendo sus formas. En este esquema, el balotaje no aparece como un mecanismo de definición, sino como un dispositivo de control. Es el sueño del eterno balotaje: la ilusión de que siempre hay dos caminos, aunque ambos conduzcan al mismo lugar.

La democracia necesita recuperar su capacidad de deliberar y de imaginar opciones. No hay voto útil en una sociedad que piensa. La verdadera utilidad del sufragio radica en devolverle al ciudadano la conciencia de su poder, no en convencerlo de su impotencia. Solo cuando la política abandone el confort del duopolio y se atreva a multiplicar sus voces, la alternancia dejará de ser rutina y volverá a ser esperanza.

Democracia con sindrome de burnout

Por Nadima Pecci. 

Cuarenta y tres años de democracia ininterrumpida. Muchas veces lo escuchamos, lo leímos. La palabra democracia se repite hasta perder el sentido y se usa como adjetivo —“democrático”— que vuelve bueno cualquier sustantivo, o como verbo —“democratizar”— que mejora cualquier acción, sin importar demasiado cuál sea.

Lo cierto es que a nuestro país no le fue fácil sostener tantos años de democracia, si entendemos su sentido etimológico: “gobierno del pueblo”. Pero con el tiempo, como todo, hemos naturalizado su existencia y empezado a perder el valor de lo que significa, al punto de que muchos, muchísimos, ya no cumplen ni con el requisito más mínimo de cualquier democracia: elegir.

Mañana hay elecciones en nuestro país, y por lo tanto hay que ir a votar. No es un capricho. El voto es un derecho, pero también un deber: el compromiso mínimo que debemos asumir con la sociedad en la que vivimos.

Seguramente a quienes fueron a votar en octubre de 1983 no se les ocurrió no participar del acto electoral. Y es lógico, porque se les había privado de ese derecho, y es ahí cuando se empieza a valorar. Por eso esa elección marcó el pico de participación desde el retorno de la democracia hasta hoy, con casi un 87% del padrón.

Desde entonces, la participación fue cayendo. Cuanto más lejos del inicio, mayor el descenso. La muestra más clara fueron las elecciones provinciales de este año, donde en algunos casos la mitad de la gente no fue a votar.

¿De qué nos quejamos entonces? ¿Realmente valoramos la democracia o es solo una expresión de corrección política? ¿Qué puede ser más importante que elegir a quienes toman decisiones sobre cada aspecto de nuestra vida cotidiana? ¿Dejaremos librado a otros decidir quién administra nuestras finanzas personales, nuestra salud, nuestro futuro?

Mientras estamos entretenidos con estímulos que nos dispersan de lo importante, alguien decide, alguien vota una ley, alguien gasta nuestros impuestos.

Que la gente se desentienda de la política conviene a los que se benefician de ella. No es nueva la técnica de mantener ocupados a los ciudadanos: ya los romanos tenían la famosa frase “pan y circo”. A lo largo de los siglos cambió el pan y cambió el circo, pero no el objetivo. En el siglo XX se anestesiaba a la gente con la televisión y programas de baja calidad; hoy son las redes, las pantallas, las que cumplen ese papel. Como el soma en Un mundo feliz de Aldous Huxley, donde ante cualquier situación estresante las personas tomaban una dosis y eran trasladadas a un mundo de satisfacción.

En cualquiera de sus formas, el objetivo es el mismo: distraer de los asuntos importantes a quienes deberían estar comprometidos con ellos, y así evitar que controlen. No por nada no ir a votar no tiene prácticamente sanción, a pesar de ser obligatorio. Ningún político se queja de eso.

Lo más grave es que, desde hace más de cuarenta años, la política —en su peor forma— viene sembrando para recoger estos frutos. La falta de respuestas ante los problemas estructurales generó un hartazgo tan grande que ya no hace falta mucho para que la gente no quiera participar.

Entonces, en las mesas de café se despotrica, en las redes se insulta, pero no se hace nada para cambiar. Que “se rompa todo” o que “se vayan todos” no sirve, porque todo no se va a romper y todos no se van a ir. Y alguien, de todos modos, nos va a gobernar.

La sociedad entró en una especie de procrastinación. Nos conformamos con que haya elecciones periódicas para creer que vivimos en democracia, aunque los gobernantes estén deslegitimados y el poder ya no esté en el pueblo. No porque se lo hayan quitado, sino porque no lo ejerce.

Mañana debemos ir a votar. Elegir con conciencia. Sabiendo que la grieta les sirve a algunos para mantener el statu quo, y que —como decía Martin Luther King— “más que los actos de la gente mala, duele la indiferencia de la gente buena.”

La tiranía de lo innecesario

Por Fabricio Falcucci.

Cuando el poder se arrodilló ante la libertad.

Alejandro y su búsqueda incansable

Alejandro Magno (356–323 a. C.), rey de Macedonia, no fue solo uno de los más grandes conquistadores de la historia. Hijo de Filipo II, fue discípulo del mismísimo Aristóteles, quien le inculcó que el conocimiento era el bien más alto y que la razón debía guiar el poder. Desde joven se formó en las artes del saber, la política y la guerra. Estratega brillante, visionario político y conquistador incansable, su destino, sin embargo, no fue el del filósofo, sino el del líder que debía actuar.

A los veinte años asumió el trono de Macedonia y comenzó una expansión militar sin precedentes. En poco más de una década, su imperio se extendió desde Grecia hasta Egipto y la India. Pero, a medida que las fronteras de su imperio crecían, también lo hacía su inquietud interior. Alejandro no solo buscaba vencer, sino comprender.

Tenía por costumbre, en cada región conquistada, visitar al hombre más sabio del lugar. Lo hacía escoltado por su guardia imperial, no por mera ostentación, sino impulsado por el deseo profundo de hallar, entre los pensadores y ascetas, aquello que las victorias no lograban darle: una forma de paz, o quizá de sentido.

Andá pa’ allá, bobo

Fue así como, al llegar a Corinto, una ciudad-estado clave en la Grecia continental, oyó hablar de un filósofo singular: Diógenes de Sínope. Diógenes era el más extremo de los cínicos, un hombre que vivía sin posesiones, dentro de un cántaro, vestido apenas con su libertad.

Intrigado, Alejandro fue a conocerlo. Lo encontró tomando el sol, sereno y completamente desinteresado de todo lo que el mundo llamaba poder. El joven rey, acostumbrado a que todos se inclinaran ante su presencia, se acercó respetuosamente y pronunció las palabras que siempre abrían todas las puertas:

—Soy Alejandro, el rey. Pídeme lo que desees.

Diógenes, sin inmutarse ni moverse, lo miró y respondió con una calma desconcertante:

—Apártate, que me tapas el sol.

La anécdota, inmortalizada por Plutarco, fue mucho más que una insolencia. Fue una revelación. En ese instante, el conquistador más poderoso de la tierra comprendió que existía una forma de soberanía que no se lograba por la fuerza. Alejandro podía dominar ejércitos, fundar ciudades, imponer leyes; pero no podía otorgar lo que Diógenes ya poseía: la libertad interior y el dominio sobre uno mismo.

Este encuentro breve, pero eterno, mostró el contraste radical entre dos formas de grandeza, compuestas por el poder exterior y la sabiduría interior. El rey, nacido para mandar y conquistar el mundo, reconoció la existencia de reinos internos que ni el más grande de los hombres puede someter.

La filosofía del perro. Una crítica radical a la apariencia

Diógenes de Sínope llevó la enseñanza de que la virtud basta para la felicidad —heredada de Sócrates a través de Antístenes— de la teoría a la existencia. Él no buscaba teorizar sobre la libertad, sino vivirla. Si Sócrates había interrogado a los hombres en las plazas, Diógenes los provocó desde el margen, mostrando con su vida lo que el pensamiento convencional no podía articular.

El término que da origen a “cínico” es kynikós, que significa “perruno”. Los seguidores de esta corriente adoptaron al perro como emblema de su filosofía. En él encontraron un modelo de autenticidad: no finge, no oculta su naturaleza, no se avergüenza de su cuerpo ni de sus impulsos. Vive conforme a lo que es, sin someter su conducta al juicio ajeno. Para los cínicos, esta era la verdadera sabiduría: vivir de acuerdo con la naturaleza sin máscaras ni apariencias.

Diógenes aprendió de los perros la franqueza, la resistencia y la libertad. Admiraba su capacidad de dormir en cualquier sitio, comer lo que hubiera, no temer a nadie y defender con coraje lo que consideraban suyo. Observaba que los hombres, en cambio, se rodeaban de comodidades y leyes, esclavos de costumbres que los alejaban de su propia verdad. Su “perrunidad” no era degradación, sino una forma de dignidad natural.

Frente a una sociedad dominada por la apariencia, él veía en el perro un espejo sin engaño, un ser que no se disfraza ni se vende, que se contenta con poco y responde solo a su instinto vital. Su existencia fue una puesta en práctica de esta lección. Vivía al aire libre, en un tonel, ajeno a los convencionalismos de la polis.

Su despojo no era desprecio al mundo, sino fidelidad a una idea de pureza: reducir la vida a lo esencial para conservar la libertad en medio de la abundancia inútil. Cada gesto suyo —dormir al sol, pedir limosna, hablar con ironía— era una lección contra la vanidad humana. Decía que el hombre se vuelve esclavo cuando necesita demasiado, porque cada necesidad inventada se convierte en un amo. En esa austeridad, Diógenes encontró una alegría más profunda, una plenitud nacida de la independencia.

Cuando Alejandro le ofreció cumplir cualquier deseo, el filósofo fue fiel a su sabiduría perruna y no pidió nada. Le bastaba el sol.

El alma serena

El gesto de Diógenes no murió con él. Su figura, burlona y luminosa, se convirtió en la semilla filosófica del estoicismo. Lo que en el cínico fue provocación vital, en los estoicos se transformó en disciplina interior: de su rebeldía nació una ética de la serenidad.

Epicteto, nacido esclavo, llevó al extremo la lección cínica al comprender que la libertad no depende de las circunstancias, sino de la actitud con que se las enfrenta. Enseñaba que nada externo puede esclavizar al hombre si este conserva el gobierno de su mente. La verdadera cadena, decía, no es la del cuerpo, sino la del deseo.

Séneca, el consejero de emperadores, tradujo esa enseñanza en una ética práctica: “Quien se basta a sí mismo nunca es pobre”. Para él, la riqueza y la pobreza no eran condiciones materiales, sino estados del alma. La virtud consistía en no depender de lo que el azar otorga ni lamentar lo que este quita. En esa independencia moral vio la única forma de invulnerabilidad posible.

Finalmente, en Marco Aurelio, emperador y filósofo, la herencia de Diógenes alcanzó su expresión más serena. Educado en el poder, comprendió que la calma era la forma más alta de dominio. Escribió en sus Meditaciones: “Tú tienes poder sobre tu mente, no sobre los acontecimientos; entiende esto y encontrarás la fuerza”. En esas palabras late, transfigurada, la lección del filósofo que había pedido a Alejandro que se apartara del sol.

Los estoicos heredaron del cinismo la austeridad, pero la llenaron de equilibrio. Diógenes había hecho de la pobreza un acto de rebelión; los estoicos la convirtieron en un método de libertad. La virtud dejó de ser rechazo del mundo para ser aceptación lúcida de su orden. El sabio, para el estoico, no huye del mundo como Diógenes, sino que permanece en él sin dejarse arrastrar. Acepta la fortuna y el infortunio con igual serenidad, porque sabe que lo único verdaderamente suyo es su voluntad.

Diógenes había demostrado con su vida lo que los estoicos expresarían con sus palabras: que quien domina su interior no puede ser dominado por nada. Su tonel fue el primer templo del alma libre; su insolencia, el preludio de una sabiduría que enseñaría a resistir sin odio, a perder sin miedo, a vivir sin depender.

¿Necesitamos lo que creemos necesitar?

Hoy, estas lecciones siguen siendo profundamente incómodas porque señalan aquello que preferimos ignorar. Vivimos en un mundo obsesionado con la apariencia, donde lo estético se impone como valor supremo y el éxito se mide por la visibilidad y la aprobación. Cada imagen, acumulación o gesto calculado busca impresionar a otros, mientras la plenitud permanece fuera de alcance. La sociedad contemporánea celebra la posesión de cosas, títulos y poder, concediendo autoridad a quien impone su criterio, aunque carezca de virtud. Somos herederos del espíritu de Alejandro, afanados en conquistar afuera y acumular lo que se ve.

Aquí se impone una reflexión ineludible. Nada de lo que acapara el mundo garantiza libertad ni sentido. Nos han convencido de que la acumulación de bienes, títulos o poder es el pasaporte a la felicidad, pero la vida de Diógenes prueba lo contrario. El rey necesita un ejército y el filósofo solo un rayo de sol. Esta independencia total es la máxima riqueza, pues lo que no se posee no se puede perder. La búsqueda frenética de lo exterior nos distancia de la única conquista que realmente importa: nuestro propio dominio.

El filósofo del barril, en contraste, ofrece una crítica radical al modelo actual. Su vida despojada muestra que la verdadera riqueza no se acumula ni se exhibe. Mientras otros compiten por ocupar lugares de privilegio, nos recuerda que quien domina su interior y su juicio no necesita convencer a nadie. Es aquí donde emerge nuestra segunda reflexión ineludible: el poder sin claridad del espíritu es vanidad, y la riqueza sin medida es prisión. La vanidad se disfraza de autoridad; el poder sin virtud es solo un espectáculo vacío. Y cuando la riqueza se convierte en el fin último y no en un medio, genera más dependencia que la pobreza. La obsesión por mantener y aumentar lo que se posee nos convierte en carceleros de nuestras propias vidas, esclavos de las leyes que creamos para proteger nuestra abundancia inútil.

Alejandro Magno murió joven, rodeado de riquezas, ejércitos y soledad. Diógenes murió viejo, desnudo de bienes, pero dueño absoluto de sí mismo. Uno buscó someter al mundo; el otro, someter su propia mente. El gesto de Diógenes nos interpela y nos humilla, porque mientras nos afanamos en conquistar y demostrar, él ya había conquistado lo único que importa y no podía perderse.

La sabiduría del cínico desnuda, sin embargo, una verdad aún más dolorosa, y que constituye nuestra tercera reflexión ineludible: el mayor robo de la modernidad es convencernos de que necesitamos todo lo que no necesitamos. Esta tiranía de lo necesario es el motor de nuestra insatisfacción permanente. Nos bombardean con deseos fabricados, transformando la vida en una carrera interminable por adquirir lo superfluo, desviándonos de la simplicidad de la naturaleza que tanto admiraba Diógenes. Al desearlo todo, entregamos nuestra soberanía a las fuerzas externas que nos dictan qué ser y qué tener.

Aun así, hay gestos que ninguna época logra domesticar. Uno de ellos sigue vivo: Diógenes levantando la mirada hacia el sol, sin miedo, sin artificio, sin pedir permiso. Esa luz que no puede tapar nadie nos desafía hoy tanto como en la Atenas de los cínicos. Nos recuerda que la verdadera soberanía no se compra ni se conquista, y que la libertad sigue estando al alcance de quienes se atreven a renunciar a lo que sobra, a callar la multitud y a mirar de frente lo esencial.

 

La distancia no cura al país

Por Julián Lértora.

A veces basta con alejarse un poco para comprender que lo que dolía no era el lugar, sino la esperanza.
Emmanuel Carrère.

El otoño en París tiene una luz que parece pensada para la melancolía. Hay tardes en que el aire huele a pan recién horneado y a pasado. Camino por la rue de Rennes, entre librerías y cafés, y miro los diarios en los kioscos. En la tapa de Le Monde aparece una foto del presidente argentino y un titular que habla de renovación política en el sur. El pie de foto reduce la historia a una estadística, inflación en baja, dólar estable, elecciones legislativas. Leo esas palabras con la misma incredulidad con que uno escucha un rumor sobre alguien que amó hace mucho, porque en esa descripción técnica no está el país, está apenas su sombra.

Me fui en el 2001, cuando los bancos cerraban y las cacerolas eran una música de furia. Tenía treinta y tres años, un contrato que se evaporó con la crisis y un cansancio que ya no podía disimular. La noche del vuelo fue un desarraigo en cámara lenta. Afuera la ciudad ardía, adentro los pasajeros hablaban en voz baja, como si el silencio fuera una forma de no quebrarse. Pensé que el exilio era una decisión, con los años entendí que era un reflejo.

Desde entonces vivo en París y trabajo como periodista. Escribo sobre Europa del Este, sobre guerras olvidadas, sobre pueblos que buscan reconstruirse. Pero cada vez que me piden una opinión sobre la Argentina siento el mismo nudo en el pecho. El país del que me fui no terminó de irse conmigo. Aparece en los titulares, en las charlas de café, en las coberturas donde los corresponsales traducen su crisis al lenguaje global de los mercados. Para ellos el país es una gráfica, una curva descendente de inflación, una curva ascendente de popularidad. Pero la economía argentina no se entiende con números sino con metáforas. Lo que allá se llama recuperación es apenas un respiro, lo que se anuncia como nueva etapa es casi siempre el prólogo de la próxima caída.

En los medios europeos se habla de reformas estructurales y credibilidad institucional. Son palabras limpias, higiénicas, diseñadas para no decir nada. En esa sintaxis del orden, la Argentina aparece como una anomalía, un país que se rebela contra la gramática de la estabilidad. Lo curioso es que esa rebeldía, que antes era pasión, ahora se parece al agotamiento. El votante argentino ya no cree del todo, pero tampoco puede dejar de creer. Vota por inercia, con la esperanza cansada, como quien cumple un rito más por costumbre que por fe.

En Buenos Aires la televisión se llena de encuestas, promesas y panelistas que discuten con fervor estadístico. En París esas imágenes llegan con segundos de retraso, como si el tiempo también se hubiera exiliado. Las miro en mi computadora mientras suena el tráfico y pienso en la distancia como un espejo deformado. Lo que allá se vive como esperanza acá se percibe como guion. Todo parece ensayado, las frases, los abrazos, las lágrimas. Pero esa teatralidad no es impostura, es supervivencia. En un país donde el poder promete refundar la historia, la política se volvió una forma de ficción.

Recuerdo que en 2001 las calles estaban llenas de cuerpos y de gritos. La crisis era visible, tenía olor, tenía temperatura. Ahora la crisis es más sutil, más técnica, casi silenciosa. Se manifiesta en la apatía, en los gestos contenidos, en la sonrisa irónica con que los argentinos pronuncian la palabra futuro. Lo más inquietante no es la pobreza sino la normalización del derrumbe. El país aprendió a vivir en el abismo sin mirar hacia abajo.

Desde acá las comparaciones son inevitables. En Francia las protestas estallan por una reforma previsional o por el precio del combustible, pero el sistema permanece. En Argentina el sistema entero se tambalea con cada cambio de gobierno, como si el país se reinventara a sí mismo cada cuatro años. Esa inestabilidad permanente, que para los analistas es un síntoma de debilidad, tiene también algo de vitalidad. Es el país que no se resigna, pero tampoco se cura.

Mis colegas franceses me preguntan si no exagero cuando hablo de fatiga moral. Les explico que no se trata del cansancio del cuerpo sino del alma cívica. Los argentinos saben más de política que muchos europeos, pero ya no confían en ella. La participación se mantiene, pero la convicción se erosiona. Lo que queda es el reflejo, la necesidad de seguir creyendo aunque no haya razones. Porque dejar de creer sería aceptar el vacío.

Cada elección es un acto de supervivencia simbólica. No se vota solo a un candidato, se vota contra el olvido. Mientras tanto los medios fabrican la narrativa de la esperanza, esa maquinaria de fe que mantiene a flote el relato del cambio. En París los noticieros lo presentan con la cortesía de la distancia, en Buenos Aires con la ansiedad del espectáculo. La política se volvió entretenimiento, la economía relato épico, la miseria dato de color.

A veces mientras escribo mis crónicas pienso que tal vez la Argentina fue una maestra temprana en la cultura global del simulacro. Aprendió antes que nadie que el poder no consiste en gobernar sino en convencer, que la política no se gana con resultados sino con relatos. Y sin embargo, entre los escombros, todavía late una obstinación. Algo que no se deja domesticar, una fe sin dogma que sigue buscando una razón para creer.

París a veces me resulta insoportablemente ordenada. Todo funciona, todo tiene horario, todo obedece a un plan. En Buenos Aires, en cambio, el caos es una forma de identidad. Quizás por eso, después de tantos años, todavía sueño con sus calles. No con volver, sino con entender. Entender qué nos condena a repetirnos, qué placer secreto hay en tropezar siempre en el mismo lugar.

Cada vez que leo los resultados electorales siento una punzada, una mezcla de melancolía y reconocimiento. La historia continúa sin mí, pero no sin mi voz. No hay distancia que cure al país, solo otra perspectiva desde la cual verlo sangrar con más claridad. Quizás eso sea lo que nos une a los que nos fuimos, esa sensación de que el país nos sigue dentro como un idioma imposible de olvidar, como un sueño que no termina de despertarse, como una verdad que todavía no aprendimos a decir.

Hacerse el idiota

3

Por Rodrigo Fernando Soriano.

Quizá estés cansado de esta pregunta: “¿A quién vas a votar?”. En nuestra sociedad todo debe ser dicho, todo debe ser explicado, por todo debe tomarse partido. La primera pregunta que haremos a un niño al conocerlo es, seguramente, por el club de fútbol el cual es hincha; si prefiere a su papá o a su mamá; a un adolescente le preguntaran si va a estudiar una carrera universitaria o trabajar; a una pareja si quieren tener hijos. De todo debemos rendir cuenta. Le debemos explicaciones a todos. Nos exigen explicar. Vomitamos razones y motivos. Elegimos sin elegir. Decimos sin pasar las palabras por un tamiz de razonamiento.

Últimamente me llamó mucho la atención un comentario que no pude dejar de tenerlo en mi cabeza. Refería -palabras más, palabras menos- que una persona era inteligente porque era callada, solo escuchaba y nunca daba su opinión. Se podría pensar que era una forma de estoicismo moderno, pero en su libro “Meditaciones” Marco Aurelio no nos dice que debemos ser mudos, sino por lo contrario, enseña: “Júzgate digno de toda palabra y acción acorde con la naturaleza; y no te desvíe de tu camino la crítica que algunos suscitarán o su propósito…” (Libro V-3). Entonces, ¿dónde se encuentra la inteligencia en “no decir nada”?

Sucede que hoy asociamos la inteligencia a pasar desapercibidos. Creemos que el idiota es la persona contemporánea que busca no quedar en la igualdad, ni perder sus rasgos en la otredad. Busca ser visto. Busca tomar partido y pertenecer. Creemos que saber a quién elegir es identificarse. Cuanto más snob nuestra posición, mayor posición digna creemos tener. Nada más alejado. 

Inteligencia significa “escoger entre” (inter-legere). Pero por ello no somos libres, sino que estamos atrapados en un entre de carácter sistemático. No tenemos ninguna otro acceso o salida a estar afuera de un sistema, sino que lo vivimos desde adentro.

Por ello, hoy el ganador de la contienda será el que se hace el idiota. Advierto al lector que la palabra idiota no es usada aquí en su connotación negativa, sino desde una mirada filosófica. Sócrates al decir que no sabía nada, era un idiota. Descartes que ponía todo en duda, era un idiota. Idiota hoy es ser hereje de un sistema que nos pide siempre tomar partida. Esta resistencia y rebeldía de la extrañeza perturba y relentiza la comunicación que trata de llevarnos al infierno de lo igual.

Byung Chul Han, autor que fue hartamente citado en mis artículos, afirma que el idiota es quien preserva un espacio de silencio en una sociedad que exige comunicación permanente. Nos dice que el Idiot Savant tiene acceso a un conocimiento totalmente distinto. Se eleva sobre lo horizontal, sobre el mero estar informado y conectado. Por su parte Strauss dice que son aquellos aventureros que están unidos de otra manera que únicamente entre sí.

El idiotismo se opone al poder de dominación neoliberal, a la comunicación y a la vigilancia. Se construye así espacios libres para la elección. Es que el poder represivo y disciplinario que nos enseñaba Foucault mutó a uno justamente inteligente. Se nos presenta como amable. Nos promete lo que buscamos: liberar a una sociedad de aquella gente que no queremos tener un espacio de convivencia común. Nos juran honestidad. Seduce en lugar de prohibir. Libera a los propios y castiga al adversario. El poder inteligente se ajusta a la psiquis de quien la adopta. Hace creer que el mundo será de acuerdo con los gustos propios, y se olvida de la coexistencia heterogénea natural del ser humano.  

En el contexto argentino, esta figura adquiere una relevancia particular. Nuestra vida pública se caracteriza por un exceso de discurso, una saturación de opiniones y una polarización que atraviesa todos los ámbitos: político, mediático, judicial y social. El espacio público se ha convertido en un escenario de visibilidad constante, donde cada individuo se ve compelido a tomar posición, a producir contenido, a reaccionar de inmediato. En ese marco, el idiotismo puede entenderse como una forma de resistencia civil frente a la compulsión de opinar y mostrarse.

En términos políticos, hacerse el idiota es pararse por fuera de la grieta que aqueja a nuestro país. Ser idiota, en este sentido, significa reservar un ámbito de decisión propio, no colonizado por el ruido mediático ni por el cálculo utilitario. Es, en última instancia, una reivindicación de la interioridad como espacio de libertad.

Al fin y al cabo, todo parece indicar que hacerse el idiota es el único camino que nos llevará a actuar verdaderamente de manera inteligente.