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historia de un país partido en dos

Por José Mariano.

Los unos y los otros, unitarios y federales, han vivido en perpetua guerra, sin más objeto que destruirse recíprocamente.

 Domingo F. Sarmiento (1845)

En Argentina la política logró algo que parece imposible, transformar la pasión en doctrina y la doctrina en dogma. No fueron las ideas ni los programas los que moldearon la vida pública, sino más bien fue la exaltación de nuestras emociones. Desde el comienzo, lo político se sostuvo en el romance de odios heredados y en amores que no se olvidan. La política argentina se canta como un himno, se celebra como una fiesta y se llora como una tragedia íntima. En una cancha o en una plaza el ritual es idéntico, banderas, gargantas, promesas que se gritan como eternas. Con el tiempo, esa lógica se convirtió en regla, un lenguaje del que nadie puede escapar.

La grieta no es un accidente ni un invento reciente, es la forma en que se organizó nuestra vida pública. Cada época le dio sus nombres, unitarios y federales, civilización y barbarie, pueblo y antipueblo, kirchneristas y antikirchneristas. Pero los nombres son lo de menos. Lo que permanece es la estructura, un espejo en el que siempre vemos al otro deformado. Una maquinaria que convierte la pasión en frontera y la emoción en trinchera.

En 1810, mientras Buenos Aires discutía cómo gobernar el Río de la Plata, ya había dos bandos irreconciliables. Moreno, radicalizado por las ideas de la Ilustración, llamaba “enemigos de la patria” a quienes dudaban; Saavedra, más moderado, pedía prudencia y espera. Esa tensión explotó en los periódicos, en los cafés, en las calles. La política nació así, no como un debate abierto, sino como una pedagogía del odio, donde cada parte necesitaba demonizar al otro para afirmar su propia existencia.

Lo que vino después no hizo más que profundizar esa lógica. Unitarios y federales transformaron al país en un escenario de guerra civil casi permanente. El siglo XIX fue un laboratorio de la grieta, degüellos, proclamas que invocaban el exterminio, consignas que convertían la diferencia en barbarie. Rosas lo entendió mejor que nadie “Federación o Muerte”. Y los unitarios respondieron con la misma furia. El poder se construía sobre la base del miedo —al caos, a la disolución, al enemigo interno— y de la esperanza —la promesa de que una facción traería orden, civilización.

Ya con la Nación organizada, la división reapareció en otro terreno, la educación. La sanción de la Ley 1420, que establecía la enseñanza común, gratuita, obligatoria y laica, encendió la mecha de un país dividido entre modernización y tradición, Estado y Iglesia. Los púlpitos se convirtieron en trincheras, los periódicos en armas. Una vez más, el miedo y la esperanza fueron los motores, miedo a perder la fe, esperanza en el progreso. La pasión no se apagaba, encontraba nuevos campos donde desplegarse.

La política argentina se había convertido en un artefacto que exigía elegir siempre un bando. No pensar en matices, no buscar síntesis, sino asumir la fractura como identidad. Esa lógica se volvió una pedagogía de masas. Ser argentino significaba, en gran medida, definirse en contra de alguien.

La irrupción de Perón llevó la grieta a su clímax. Para millones fue el líder redentor, la encarnación de la justicia social. Para otros, un tirano populista, un peligro para la república. Pueblo contra antipueblo, descamisados contra gorilas. La política se convirtió en una liturgia de pasiones desatadas.

El odio alcanzó su punto más alto en 1955, cuando bombardearon la Plaza de Mayo y dejaron más de 300 muertos. El poder había descubierto que el miedo podía usarse no sólo como recurso discursivo, sino como estrategia de gobierno, miedo a la violencia, miedo al peronismo, miedo a la revancha. Después vino la proscripción, durante 18 años, nombrar a Perón era delito. La esperanza se dosificó como mercancía electoral, la promesa de un regreso, el mito del líder ausente. La grieta se volvió rutina, cada década reeditaba la fractura con nuevos nombres y viejas cicatrices.

Brecht hablaba del analfabeto político como aquel que no comprendía que todo lo que hacía tenía consecuencias. En la Argentina, el analfabetismo político adoptó también otra forma, no sólo era la indiferencia, sino la pasión sin pensamiento. Un fervor heredado, repetido como camiseta de fútbol, donde el adversario no se discute, se odia. El ciudadano convertido en hinchada.

El siglo XXI no inventó la grieta, la bautizó. En 2008, el conflicto del campo cristalizó una división que venía de antes. Kirchneristas y antikirchneristas se miraron como enemigos irreconciliables. Los medios se alinearon como ejércitos, Clarín y La Nación de un lado, Página/12 y C5N del otro. Hubo periodistas que admitieron estar haciendo “periodismo de guerra”. En las calles, los insultos reemplazaron a los argumentos, “negros choriplaneros” contra “gorilas vendepatria”. Cristina y Macri se convirtieron en símbolos de trincheras opuestas.

La ciudadanía quedó atrapada en un ring donde cada golpe mediático reforzaba la sensación de que el otro no era adversario, sino enemigo. La política se transformó en espectáculo, y la grieta en mercancía. El miedo al otro y la esperanza en el propio bando se volvieron productos de consumo masivo.

Nuestra historia puede leerse como una sucesión de ruinas, guerras civiles, proscripciones, dictaduras, crisis que nunca terminan. Y sin embargo, esas ruinas fueron narradas como progreso, como si cada fractura fuese un precio necesario del futuro. Walter Benjamin recordaba que el progreso no es una marcha triunfal, sino un huracán que acumula escombros. La grieta argentina está hecha de esos escombros, presentados como inevitables sacrificios en nombre de la modernidad.

Hoy, con Milei agitando a la “casta” y las oposiciones atrincheradas, la pregunta vuelve como un fantasma ¿podemos escapar de este ciclo o estamos condenados a repetirlo una y otra vez? La grieta es mito fundante y prisión al mismo tiempo. Es el idioma en el que aprendimos a discutir, pero también el barro en el que seguimos atrapados.

El desafío es interrumpir esa repetición. Romper el espejo. Pensar de otro modo. Porque lo que nos une —la memoria compartida, los sueños postergados, la rabia por las injusticias que persisten— siempre fue más fuerte que lo que nos divide.

El problema no es la grieta. El problema es creer que no hay otro modo de mirar.

 

Bienvenido a la Edición 29. 

Esto es Fuga.

 

El costo del silencio

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Por Sofía de la Vega.

No hay peor mentira que la verdad callada.

 Anónimo.

Este país habla a gritos, pero calla lo esencial. Nos ensordecen con discursos encendidos, con debates de cartón y con peleas televisadas que duran lo que un relámpago en verano. Los políticos han aprendido el arte de la palabra hueca: dicen sin decir, prometen sin prometer, hablan como si la realidad fuera un escenario y no una herida abierta. En ese ruido incesante, lo urgente se esconde. Nadie nombra al hambre, nadie admite la miseria, nadie se detiene en los cuerpos exhaustos de quienes sobreviven en hospitales desbordados o en barrios olvidados. Lo que se calla, arde más que lo que se grita.

El silencio de la política es un silencio cobarde. Callan para no enemistarse, callan para no reconocer la propia ineptitud, callan para que la sociedad se conforme con los fuegos artificiales del escándalo. Ese silencio no es vacío, es cálculo, es pacto, es negocio. Se calla para que nada cambie, para que los poderosos sigan siendo poderosos, para que los débiles sigan esperando.

La justicia no se queda atrás. Ha cultivado el silencio como un hábito. Tras muros altos y expedientes interminables, juega a la neutralidad mientras acomoda su balanza según el viento del poder. Se dice imparcial, pero se acomoda siempre al lado del más fuerte. Se proclama independiente, pero su independencia es de los pobres, no de los poderosos. Los jueces han aprendido a callar cuando deberían hablar y a hablar solo cuando la política les presta micrófono. Y así, disfrazada de imparcialidad, la justicia se convierte en cómplice del silencio político, una máscara más en el carnaval de la impunidad.

No olvidemos, los tribunales no son templos sagrados sino oficinas humanas, plagadas de debilidades, ambiciones y temores. Y sin embargo, se presentan como oráculos. Dicen “justicia” cuando en realidad repiten silencios. Abren causas para la foto, las dejan morir en el tiempo muerto de la burocracia, dictan sentencias que llegan tarde o nunca. Cada expediente dormido es una verdad callada, una vida atrapada, una herida sin cicatrizar.

Y en esta maquinaria del silencio, los medios son el coro más estridente. No informan, entretienen. No investigan, operan. No iluminan, enceguecen. Sus titulares no buscan verdad, buscan rating. Su misión no es revelar, es distraer. Se disfrazan de vigilantes del poder mientras cenan con los mismos a los que deberían denunciar. Fabrican escándalos, reciclan odios, convierten en espectáculo las miserias colectivas. El periodismo, que debería ser palabra incómoda y verdad punzante, se ha vuelto teatro, guion, escenografía y luces.

La política calla, la justicia demora, los medios distraen. Entre los tres han tejido un silencio espeso, como una neblina que cubre todo. Y en ese clima, la gente vive resignada. Porque al final, quien paga el costo de este silencio no son ellos es la sociedad. Lo paga el obrero que espera una justicia laboral que nunca llega. Lo paga la madre que lleva a su hijo a un hospital sin insumos. Lo paga el estudiante que se va del país porque aquí la esperanza está hipotecada.

El silencio es poder, y el poder nunca es inocente. Lo saben los políticos que eligen callar lo que incomoda. Lo saben los jueces que guardan expedientes bajo llave. Lo saben los periodistas que apagan una noticia y encienden otra según convenga. El silencio se administra, se dosifica, se vende. Y su costo es siempre el mismo, la degradación de la democracia, la erosión de la confianza, la anestesia de la ciudadanía.

Nos quieren hacer creer que el problema son los gritos, las marchas, las protestas, las peleas en televisión. Pero el verdadero problema es el silencio que se esconde detrás. Ese silencio que nunca nombra la pobreza estructural, que nunca admite la connivencia con la corrupción, que nunca se hace cargo de la desigualdad obscena. Ese silencio que no se rompe porque romperlo sería abrir las compuertas del dolor social.

Pero la verdad es que no hay anestesia capaz de ocultar lo evidente. El silencio no tapa el hambre, no borra la violencia, no cura la injusticia. Al contrario, las multiplica. La democracia se pudre en ese mutismo, como fruta dejada al sol. Y cuando la palabra se degrada, lo único que queda es la desconfianza. Una sociedad que ya no espera nada, que ya no cree en nadie, que se refugia en el cinismo o en el estallido.

Algún día habrá que recordarles a los políticos que su tarea no es gritarse entre sí, sino hablarle al pueblo con verdad. Habrá que recordarles a los jueces que su función no es acomodarse al poder, sino proteger a los vulnerables. Habrá que recordarles a los periodistas que el periodismo no nació para operar, sino para interrumpir la mentira.

Hasta entonces, seguiremos pagando el costo del silencio. Un costo que no se mide en pesos ni en votos, sino en vidas rotas, en confianza perdida, en futuro hipotecado. Porque lo que no se dice, mata. Y en este país, el silencio se ha vuelto el crimen perfecto.

Indice de Confianza

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Por Enrico Colombres.

El error sistemático de la política argentina ha sido vivir de espaldas a la opinión pública, usufructuándola en vez de servirla.

Carlos Cossio, La política como conciencia. 

En Argentina se habla con insistencia del dólar, de la inflación, del riesgo país y de las reservas del Banco Central, pero pocas veces se detiene la atención en un indicador que, aunque intangible, resulta tan o más determinante que cualquiera de los anteriores. Ese indicador es el índice de confianza. Se trata de un termómetro que mide hasta qué punto los ciudadanos creen o dejan de creer en las instituciones, en la economía y en quienes ocupan el poder político. En apariencia es un dato técnico que se resume en una cifra, pero en realidad es un retrato fiel de nuestra relación con el Estado, con los gobernantes y con nosotros mismos como sociedad.

Cuando la confianza se expande, los ciudadanos se animan a consumir, a invertir, a arriesgarse. Cuando la confianza se erosiona, el retraimiento domina, se multiplican las decisiones defensivas y se instala el desánimo. El índice de confianza en la Argentina se ha transformado en un espejo inquietante porque revela la distancia entre lo que se promete y lo que efectivamente se cumple, entre la ilusión colectiva y la decepción sistemática. Y lo que muestra ese espejo es que la confianza es un bien escaso y frágil en un país donde la historia ha enseñado a desconfiar como instinto de supervivencia.

Para comprenderlo no alcanza con mirar el presente. Es necesario un análisis gnoseológico, es decir, una reflexión sobre cómo se produce y se valida el conocimiento que tenemos como sociedad acerca de nuestra propia política. La confianza no es una percepción efímera ni un humor pasajero. Es un conocimiento acumulado que surge de experiencias históricas reiteradas y que se traduce en hábitos culturales. El argentino no confía porque ha aprendido a no confiar. Y esa desconfianza tiene raíces profundas en los golpes de Estado que interrumpieron procesos democráticos, en las hiperinflaciones que pulverizaron ahorros, en el corralito del 2001 que convirtió el dinero de toda una población en papeles incobrables, en la promesa de estabilidad de la convertibilidad que terminó en una implosión social, en los discursos oficiales que se contradicen con la realidad cotidiana y en la política que se recicla en nombres y apellidos sin renovar sus prácticas.

Cada uno de esos episodios dejó cicatrices en la memoria colectiva y deterioró la posibilidad de creer. El índice de confianza registra esas marcas y las traduce en números, pero detrás de esos números hay una epistemología de la sospecha permanente. Sabemos que el futuro es incierto, que los anuncios oficiales suelen desvanecerse en la práctica, que las medidas económicas rara vez sostienen lo que prometen. Ese saber, que no es abstracto sino vivido, condiciona la manera en que consumimos, en que votamos y en que nos relacionamos entre nosotros. Consumimos rápido y muchas veces sin planificación porque tememos a la inflación. Votamos más para sancionar que para apoyar, como ocurrió en el 2001 cuando el hartazgo ciudadano dejó en claro que no había representación posible en el viejo esquema bipartidista. En la vida social priorizamos la supervivencia individual antes que la construcción de un bien común, porque desconfiamos de que ese bien común exista más allá de los discursos.

El índice de confianza no mide únicamente expectativas. Mide nuestra epistemología social. Nos muestra cómo pensamos la política y cómo esa manera de pensar se traduce en acción o en inacción. En la década del 80, la hiperinflación destruyó no solo la economía cotidiana, sino también la confianza en que la democracia podía garantizar estabilidad material. En la década del 90, la convertibilidad generó un espejismo de confianza que se evaporó en la crisis del 2001, dejando en claro que la estabilidad sin credibilidad es solo una ilusión. En los años posteriores, los ciclos de crecimiento fueron acompañados de discursos eufóricos, pero la persistencia de la inflación y la corrupción corroían la base de confianza social. Y en la actualidad, frente a un gobierno que prometió un cambio radical y que en pocos meses enfrenta el desgaste de la credibilidad, el índice de confianza vuelve a ubicarse en mínimos históricos.

Ese deterioro no se traduce únicamente en encuestas o estadísticas. Repercute directamente en la economía y en la vida social. Cuando la confianza se derrumba, las inversiones se frenan, el consumo se retrae, la fuga de capitales se acelera y el círculo vicioso se profundiza. Pero también se debilita el tejido cívico. Una sociedad desconfiada es una sociedad que se vuelve cínica, que descree de la posibilidad de cambio, que se refugia en la queja y en la ironía como mecanismos de defensa. El costo más alto no es económico sino cultural, porque la desconfianza sistemática termina naturalizando la decadencia.

Los partidos políticos

“Aferrados cada uno a una tradición anacrónica que es inoperante, se los oye crujir frente a la renovación de sus cuadros directivos y se los ve recurrir a la disciplina partidaria para defenderse, sin otro resultado que el del cisma o la desvitalización. Este es el resultado de haber vivido cerrados a la opinión pública, a la cual usufructuaron como amos en vez de servirla como intermediarios. Solo el contacto permanente con la opinión pública hubiera podido adaptarlos a los problemas del mundo moderno, renovándolos sin crisis en hombres y en ideas” 

Carlos Cossio, La política como conciencia (La desorientación Política, pagina 163, párrafo 1, año 1957 Abeledo Perrot)

La Argentina de hoy enfrenta ese dilema con crudeza. Los índices de confianza en el gobierno y en las instituciones se encuentran en niveles mínimos. El malestar social se traduce en descreimiento y el descreimiento en parálisis. No hay crecimiento posible en un contexto en el que la mayoría no cree en quienes toman decisiones ni en la validez de las reglas de juego. Sin embargo, permanecer en el lamento equivale a caer en la misma trampa de siempre. Este índice, lejos de ser un dato más en los informes económicos, debería ser entendido como una señal de alarma. Su impacto trasciende las fronteras nacionales, porque los inversores internacionales lo miran para decidir si apostar al país o retirarse y porque los gobiernos extranjeros lo observan como medida de gobernabilidad. Pero sobre todo debería interpelarnos a los propios argentinos, que somos quienes con nuestra confianza o con nuestra desconfianza delineamos el porvenir.

Carlos Cossio lo expresó con claridad (según mi interpretación) en La gnoseología del error cuando señaló que una teoría se plasma en proposiciones contrastables cuya validez se mide frente a la realidad, y que al surgir contraejemplos esa teoría se debilita. Lo mismo ocurre con la política argentina. Cada incumplimiento, cada promesa quebrada, cada medida improvisada funciona como un contraejemplo que erosiona la credibilidad del sistema en su conjunto. El error no es un accidente aislado, es estructural, porque destruye la confianza que sostiene la vida democrática.

Ese desgaste no es inocuo. La historia argentina muestra que cuando la confianza se derrumba hasta el subsuelo, lo que sigue no es la apatía sino la explosión. Así ocurrió en 1989 con la hiperinflación que desembocó en saqueos y episodios de violencia en los barrios más pobres. Así ocurrió en diciembre de 2001, cuando la desconfianza generalizada se tradujo en cacerolazos, calles tomadas, más de treinta muertos y un presidente que debió huir en helicóptero. Pensar que esa posibilidad no existe hoy sería un error de lectura. El índice de confianza en mínimos históricos es una advertencia: una sociedad descreída es una sociedad al borde de la ruptura.

El desafío es político y ciudadano. No se resolverá con frases hechas ni con recetas de laboratorio. Requiere que la sociedad se involucre de manera activa, que genere propuestas nuevas, que rompa con la rigidez de los partidos tradicionales y que construya espacios de representación auténtica. No habrá figuras providenciales que nos rescaten ni fórmulas mágicas que curen décadas de deterioro. Habrá, sí, la posibilidad de que ciudadanos comprometidos transformen la desconfianza en motor de cambio.

El índice de confianza debería servir como alarma colectiva. Hoy nos advierte que hemos normalizado la decepción y que hemos naturalizado la sospecha. Si no actuamos, la consecuencia será repetir las mismas escenas de crisis que nos marcaron en el pasado. Si en cambio nos animamos a quebrar esa inercia, podremos dar el primer paso hacia una democracia donde la confianza deje de ser una excepción milagrosa y se convierta en la base misma de nuestra convivencia.

La paciencia argentina tiene un límite y ese límite está cerca. El índice lo confirma. Lo que queda por definir es si vamos a seguir esperando un estallido que nos sacuda o si nos animaremos a construir, desde ahora, un futuro distinto. La responsabilidad ya no es solo de quienes gobiernan. Es de todos los que aún creemos que la Argentina puede reinventarse.

Cossio, Carlos. La gnoseología del error. La Ley, tomo 101, 1961.

Libertad domesticada

Por Fernando M. Crivelli Posse.

La mayor de las desgracias es ser esclavo y no saberlo.  

Plutarco.

Cuando la virtud abandona al poder, la República se degrada; cuando la sociedad acepta migajas, el cambio se convierte en ilusión. Lo que aparenta movilización política o conflicto social no es más que un simulacro cuidadosamente diseñado. Los discursos se ajustan a encuestas, los dirigentes leen algoritmos como brújulas, y la ciudadanía se conforma con recompensas temporales disfrazadas de conquistas. La movilidad social, la posibilidad de progresar y alcanzar sueños, ha sido secuestrada. Vivimos en una cárcel invisible donde la felicidad artificial y la satisfacción inmediata sustituyen al libre pensamiento y a la verdadera libertad; un “mundo feliz” al mejor estilo de Huxley que nadie pidió, impuesto por promesas vacías, propaganda anestesiante y placeres efímeros.

La libertad real se ha convertido en un teatro de apariencias. Tocqueville advertía: “La democracia muere cuando el bienestar inmediato pesa más que el amor a la libertad”. Hoy, ese bienestar se reduce a migajas, un clic que distrae, un subsidio que solo sirve para aplacar conciencias y no resolver problemas, un salario que apenas permite sobrevivir, un trending topic que desaparece antes de ser leído. La comodidad instantánea reemplaza la conciencia cívica, y la ilusión de satisfacción anestesia la capacidad de soñar, cuestionar y luchar por un progreso real. La política administra expectativas, reparte placebos y banaliza el bienestar, convirtiéndolo en consumible efímero. La protesta, antaño arma del pueblo, se diluye en coreografías digitales, en hashtags que mueren antes de generar efecto. El cambio histórico se vende como espejismo: reformas maquilladas, discursos huecos y promesas recicladas que solo buscan anestesiar.

El ciudadano, cansado de ser defraudado, deposita sus esperanzas en promesas políticas que nunca se cumplen; observa cómo los proyectos se desvanecen y los sueños se destruyen, y poco a poco la decepción lo erosiona. La repetición de esta hipocresía, cinismo y gestión nefastamente previsible agota sus energías, mina su voluntad y reduce su capacidad de soñar. Se resigna porque siempre es lo mismo: promesas incumplidas, oportunidades desperdiciadas y un futuro que parece vedado. Así, el pueblo, con fuerza aún para rebelarse, se entrega a la rutina de la costumbre. Ese es el triunfo definitivo del poder corrupto: “transformar la resignación en hábito y el hábito en cadenas invisibles que ahogan la libertad”.

Partidos políticos y sindicatos, lejos de servir al bien común, consolidan poder. Los partidos estructuran redes de influencia que priorizan la supervivencia del aparato sobre las necesidades ciudadanas; sus discursos buscan movilizar emociones antes que resolver problemas. Thomas Sowell sintetiza la lógica del poder: la política termina siendo “el arte de hacer que tus deseos egoístas parezcan interés nacional”. Los críticos se etiquetan de fanáticos, radicales o extremistas, mientras se vacía el sentido de lo común.

Los sindicatos, en lugar de proteger a los trabajadores, han sido cooptados como instrumentos de control político. Líderes que priorizan la permanencia y los beneficios personales vacían las reivindicaciones de sentido. La conciencia obrera se manipula como herramienta de poder, mientras la interdependencia entre partidos y sindicatos margina a la sociedad civil, neutraliza la iniciativa independiente y perpetúa estructuras que deforman la cultura, sustituyendo responsabilidad por obediencia inducida.

La prensa aliada actúa como prolongación del poder: difunde versiones sesgadas, amplifica lo trivial y moldea opiniones según intereses políticos y económicos. El arte, la literatura y la religión también se instrumentalizan: no enriquecen la experiencia humana, sino que sirven para control ideológico, erosionando pilares culturales de la nación. La cultura sigue siendo la única defensa de la libertad y la justicia: permite ver la miseria, mantener la memoria histórica y resistir la manipulación. Preservarla no es un lujo, es un deber ciudadano.

La ética individual es clave. Sin educación ética y cultural, el filtro interno de cada persona se corrompe. La degradación no viene solo de afuera: nace en quienes eligen comodidad sobre deber, inercia sobre responsabilidad. La República se debilita cuando los ciudadanos intercambian ventajas personales por renunciar al bien común y cuando la ambición egoísta reemplaza la visión colectiva. Solo quien percibe lo que realmente beneficia a la mayoría y se compromete a que se cumpla puede resistir la domesticación de la esperanza y la resignación.

Prometeo nos recuerda que el conocimiento y la creación transformadora tienen un precio ineludible. La libertad no se concede por sí sola: la justicia sin esfuerzo es un espejismo, y la dignidad sin disciplina, una ilusión. Sacrificio, deber y compromiso colectivo son los pilares de toda civilización; sin ellos, el egoísmo carcome la sociedad y convierte al ciudadano en mero espectador de su propio destino. La decadencia de una nación no surge únicamente de enemigos externos, sino de la complacencia de quienes la gobiernan y de la pasividad de quienes la habitan. Cada acto de indolencia, cada concesión a la comodidad inmediata refuerza cadenas invisibles que sofocan la esperanza y perpetúan sistemas que privilegian la conservación del poder por sobre el bien común. Mientras ciertas potencias consolidan su influencia global, muchas sociedades internas retroceden, corroídas por corrupción, burocracia ineficiente y distracción social. La verdadera vulnerabilidad no reside en fronteras ni ejércitos: radica en la resignación interna, en la incapacidad de defender instituciones, sostener proyectos de libertad y resistir la erosión silenciosa que amenaza la esencia misma de la República. Solo quien transforma el conocimiento en acción y la conciencia en compromiso puede evitar que la apatía devore la posibilidad de progreso, y sostener así los cimientos de una patria digna, justa y libre.

No existe salida cosmética ni soluciones superficiales. La transformación requiere educación cívica que forme memoria y conciencia de libertad; cultura que despierte valores y pensamiento crítico; ciencia y tecnología que emancipen; asociaciones libres que escapen al clientelismo; justicia independiente que limite el poder; ciudadanos que hagan del deber una forma de vida y dirigentes íntegros. Solo así se reconstruye una sociedad capaz de resistir corrupción, oportunismo y mediocridad.

Un país no se derrumba de un día para otro; se corroe lentamente, gota a gota, por concesiones, cobardía y pasividad. La ilusión del cambio perpetúa privilegios y adormece conciencias. La verdadera libertad exige enfrentar la verdad, por incómoda que sea. Martí afirmaba: “La libertad no se da, se conquista; quien no lucha por ella, la pierde”. Camus complementa: “La única manera de lidiar con un mundo sin libertad es volverse absolutamente libre”. Abdicar del pensamiento crítico y de la responsabilidad cívica convierte al ciudadano en rehén de la mediocridad, dejando que la injusticia y la corrupción se perpetúen.

Pero no basta con comprender la injusticia: ha llegado el momento de encender un fuego interior que no se extinga, de elevar el valor de simple sentimiento a virtud pública incuestionable. Que la indignación deje de ser murmullo y se transforme en acción luminosa, en obra concreta que desafíe la mediocridad. No hay heroísmo en la pasividad; el verdadero coraje surge de enfrentar la corrupción, de exigir integridad, de sembrar conciencia donde otros siembran indiferencia. La República reclama ciudadanos que ardan con la claridad de la verdad, que conviertan cada palabra, cada gesto, cada decisión, en un acto de libertad y justicia irrenunciable. Como torrente que arrastra la piedra y abre cauces nuevos, la fuerza moral de quienes conciben la libertad como deber y la virtud como acción sostiene el futuro, quiebra la resignación y transforma la apatía en un impulso irreversible que eleve a la patria hacia la grandeza, la justicia y la dignidad que siempre debieron definirla.

El futuro de la República depende de la fortaleza moral y el compromiso de quienes la habitan. Requiere carácter y valentía, no resignación; esfuerzo y abnegación, no comodidad ni conformismo. Su continuidad se sostiene en la acción de ciudadanos conscientes y dirigentes íntegros, capaces de enfrentar dificultades, defender la justicia y preservar la dignidad colectiva. La mediocridad y la indiferencia solo conducen a la decadencia; la acción responsable, fogosa y virtuosa, y la conciencia cívica son la única garantía de libertad.

Bolívar lo dijo con claridad: “No hay peor desprecio que el de no hacer nada cuando se puede hacer todo.”

Continuará…

Mármol y olvido

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Por Fabricio Falcucci.

La pasión tucumana por despreciar su memoria.

Cuando el patrimonio se convierte en estorbo

Tucumán se enorgullece de ser la cuna de la independencia, pero convive con una paradoja dolorosa: mientras se celebra como el lugar donde nació la patria, suele despreciar a sus próceres, destruye su patrimonio arquitectónico y deja caer en ruinas gran parte de su legado artístico y cultural. No se trata de hechos aislados, sino de una conducta persistente en el tiempo que convierte a la memoria en estorbo.

La demolición de casonas coloniales, el deterioro visible de la Casa Sucar, las intervenciones desprolijas en torno a la Casa Histórica de la Independencia y, en particular, la destrucción del Cabildo para levantar la Casa de Gobierno en 1908 son ejemplos contundentes. Aquel gesto no solo eliminó un edificio histórico, sino que dejó un mensaje: el progreso se concebía como ruptura con las raíces, como si la memoria colonial fuese incompatible con la “modernidad”; concepto que, sin embargo, se reveló efímero, pues destruyó un símbolo insustituible y consolidó una política urbana de corto plazo.

El Parque 9 de Julio, diseñado por el Francés Carlos Thays e inaugurado en 1916, ilustra otro modo de despojo. Concebido como pulmón verde y espacio de recreación ciudadana, fue reduciéndose con el avance de obras y emprendimientos que fragmentaron su estructura original. Lo que debía ser un ámbito de integración entre ciudad y naturaleza terminó convertido en escenario de tensiones constantes entre la urbanización apresurada y la preservación histórica.

Beatriz Sarlo advirtió que la modernización periférica en Argentina se construyó sobre la demolición de las huellas. Tucumán encarna esa sentencia: más que modernizarse, ha olvidado. Ese olvido no es inocente ni espontáneo; es resultado de una indiferencia cultivada, que explica por qué Dolores Candelaria Mora Vega, “Lola” Mora (1866-1936), una de las artistas más innovadoras del continente, permanece invisibilizada en la provincia que la vio nacer, pese a haber transformado el paisaje simbólico de la nación.

La tradición del olvido

Lola Mora debería figurar en el panteón cívico junto a Alberdi, Avellaneda y Roca, pero, como ellos, ha sido relegada. Apenas aparece en calles secundarias, menciones escolares o placas discretas. El caso de Alberdi resulta paradigmático: en el solar donde nació el autor de Las Bases, hoy funciona una pizzería. Ese contraste entre grandeza histórica y banalidad comercial constituye el paroxismo de la desidia. Tucumán parece haber desarrollado una tradición de olvido, que alcanza tanto a sus intelectuales como a sus símbolos materiales.

No es un fenómeno exclusivo de la provincia, pero aquí se vuelve especialmente hiriente. Mientras Córdoba protege su Manzana Jesuítica y Buenos Aires restaura teatros, cúpulas y palacios, en Tucumán se acumulan ausencias: la memoria demolida del Cabildo, los espacios verdes reducidos, las esculturas invisibles, los nombres que se pronuncian pero no se reivindican. Esta indiferencia erosiona no solo el paisaje urbano, sino la posibilidad de construir un relato colectivo sólido.

Un mundo en ebullición: el contexto de una pionera

La rebeldía de Lola Mora se comprende mejor en el escenario internacional que la rodeó. Su juventud coincidió con la Belle Époque, etapa de esplendor cultural europeo que convivía con la expansión imperialista sobre África y Asia. Mientras Lola se formaba en Roma, el mundo se encaminaba hacia la Primera Guerra Mundial y el discurso del progreso se asociaba al embellecimiento urbano y la importación de estilos europeos.

En Argentina, la Generación del 80 consolidaba un modelo agroexportador bajo el lema “gobernar es poblar”. Buenos Aires aspiraba a convertirse en la París del Plata, con bulevares, palacios y monumentos que reflejaban la ostentación de una élite conservadora. En Tucumán, la prosperidad del azúcar convivía con estructuras sociales rígidas. En ese contexto, una mujer que modelaba cuerpos desnudos y esculpía monumentos públicos era doblemente transgresora: por su arte y por su género.

Lola Mora impuso un estilo audaz, elegante y vitalista, capaz de dialogar con la tradición europea sin subordinarse a ella. Su vanguardia estética y simbólica anticipaba debates que la sociedad todavía no estaba preparada para recibir ¿Lo está hoy?

De Trancas a Roma: el inicio de la rebeldía

Nacida en Trancas, Lola tuvo como primer maestro al pintor italiano Santiago Falcucci (1857-1922), radicado en Tucumán, quien detectó su talento precoz y alentó su formación. Su influencia fue más profunda que la mera técnica ya que Falcucci concebía el arte como la llave de la memoria colectiva. En una conferencia dictada en la Sociedad Sarmiento en 1889, titulada “El arte nos enseñó la historia”, afirmaba que sin los monumentos sería imposible conocer a civilizaciones como los egipcios, babilonios, griegos, etruscos o celtas, pues ni las tradiciones orales —siempre frágiles— ni las letras —tardías y fragmentarias— transmitieron con tanta fuerza la vida de esos pueblos como lo hicieron sus obras grabadas en piedra. Para él, esas ruinas y símbolos habían logrado sofocar el egoísmo individual y reunir a las comunidades, dejando en la memoria un testimonio civilizador. Esa visión, rescatada por Carlos Páez de la Torre en un artículo de La Gaceta del 25 de abril de 2017, seguramente marcó a la joven escultora, que más tarde llevaría al bronce y al mármol los ideales de la Justicia, la Libertad, el Progreso y la Paz. Su posterior viaje a Roma le permitió estudiar con Giulio Monteverde, sumergiéndose en la tradición clásica y alcanzando un reconocimiento internacional inédito para una mujer argentina del siglo XIX. Pero sus esculturas no fueron solo ejercicios técnicos: cada obra transmitía un mensaje cívico y convertía ideales abstractos en símbolos tangibles que contribuían a la construcción de una identidad nacional. Su estilo vitalista y expresivo proponía un modelo de país más inclusivo y progresista.

Algunas de sus obras, polémicas y grandeza

  • Fuente de las Nereidas (Buenos Aires, 1903): pensada para Plaza de Mayo, fue desplazada a la Costanera por el escándalo de sus desnudos.
  • Alegorías de la Justicia, la Libertad, el Progreso y la Paz: encargadas para el Congreso, nunca colocadas allí, finalmente trasladadas a Jujuy.
  • Bajorrelieves de la Casa Histórica (Tucumán): piezas deterioradas y poco valoradas en la propia cuna de la independencia.
  • Monumento a la Independencia (Jujuy): síntesis de geografía, historia y nación.
  • Estatua de la Libertad (Tucumán, 1900): sobria, erguida, ignorada en la Plaza Independencia. Su mirada se orienta a la magnificencia de los cerros.
  • Estatua de Alberdi (Tucumán): emplazada en la plaza que lleva su nombre, sobrevive al descuido urbano y a la indiferencia hacia quien pensó la Nación desde la palabra y el derecho.

Cada obra expone la tensión entre innovación y rechazo, entre la voz femenina en espacios masculinos y la construcción de símbolos nacionales.

La vida de Lola estuvo atravesada por rumores de todo tipo: se la vinculó con Roca y, tras su gobierno, muchas de sus obras fueron arrumbadas. Pero lo más revelador es su gesto cotidiano de trabajar con pantalones, desafío frontal a las normas de género. Esa decisión, aparentemente menor, sintetiza su audacia: afirmaba su derecho a ocupar el espacio público y laboral reservado originalmente a masculinos con plena autonomía y libertad.

En los fastos del Centenario, Argentina celebraba el progreso pero castigaba la originalidad. Hoy, más de un siglo después, la marginalidad de Lola Mora sigue reflejando el modo en que se construye la memoria colectiva. Su invisibilización no es excepción: Mercedes Sosa, Alberdi o Avellaneda comparten el mismo destino de ser nombres en calles secundarias o placas desgastadas.

Eduardo Galeano decía que “la memoria del pueblo es un acto de rebeldía contra el poder del olvido”. En Tucumán, esa rebeldía aún no se ejerce. Cada demolición, cada abandono patrimonial, reproduce una política de invisibilización que atraviesa generaciones.

Esa falta de cuidado conecta con otra deuda: la ambiental. Habitamos las Yungas, uno de los ecosistemas más vitales del continente y sin embargo actuamos como si su destino fuera ajeno al nuestro. Preservar el patrimonio cultural y el natural no es una opción decorativa, es condición de nuestra supervivencia. Cuidar lo que nos constituye, ya sea piedra, bronce o selva, es indispensable para una convivencia sostenible

La deuda de ayer y de hoy

Reivindicar a Lola Mora es un acto de justicia. La verdadera modernidad se mide por la capacidad de una sociedad de honrar sus raíces y preservarlas. Mientras en Europa se restauran plazas y esculturas como patrimonio vivo, Tucumán insiste en reducir su memoria a placas intrascendentes y calles sin relieve.

Recuperar su legado -como el de su maestro- es traer la historia como fuerza viva, no como estorbo. Su figura nos recuerda que la innovación y la diversidad son pilares de identidad y que un país más justo requiere memoria activa. No hay neutralidad posible. Debemos decidir si nos convertimos en herederos de la demolición o defendemos una memoria digna, plural y sostenible que nos trascienda.

 

¿QUIÉN ES DUEÑO DE LA PAZ?

Por Maria José Mazzocato. 

La paz no es un estado de naturaleza, que es más bien un estado de guerra; por eso debe ser instituida.

Immanuel Kant, Hacia la paz perpetua (1795)

En el tablero complejo del conflicto entre Israel y Hamas, el reciente plan de paz impulsado por Estados Unidos e Israel busca presentarse como el comienzo del fin de una guerra que ha dejado miles de muertos, desplazados y una Franja de Gaza devastada. Sin embargo, detrás de los comunicados diplomáticos y las mesas de negociación, se despliega un debate más profundo ¿qué entendemos por paz en un escenario donde la violencia es estructural, las asimetrías de poder son abismales y el mismo concepto de paz parece una ficción inalcanzable?

La teoría clásica de la paz, desde Kant hasta Johan Galtung, ha insistido en que la paz no puede reducirse a la mera ausencia de guerra. La paz negativa —el cese del fuego— es apenas un umbral mínimo; la paz positiva implica la transformación de las estructuras que producen violencia, desigualdad y dominación. En ese sentido, cualquier intento de acuerdo que no contemple la reconstrucción social, económica e institucional de Gaza corre el riesgo de ser un simple paréntesis bélico, un alto el fuego temporal más que una solución duradera.

Como advierte la autora Katerina Stefanova, la paz entre un Estado y un grupo armado no estatal enfrenta una dificultad estructural: la asimetría de poder. Hamas, considerado una organización terrorista por Israel, Estados Unidos y la Unión Europea, no negocia desde la misma posición que un Estado soberano. Esta desigualdad altera las dinámicas de la negociación, condiciona sus resultados y muchas veces impide que las concesiones sean recíprocas o sostenibles. La relación de fuerza no sólo se traduce en el campo militar, sino también en el terreno simbólico y político: mientras Israel negocia desde el respaldo internacional y la legitimidad institucional, Hamas lo hace desde la clandestinidad, la fragmentación interna y la dependencia de apoyos externos.

A esto se suma un elemento incómodo pero crucial: la paz, cuando se estructura desde el poder, no beneficia a todos por igual. Los acuerdos suelen estar diseñados para garantizar la seguridad de los Estados, proteger sus fronteras y restablecer el orden que se considera legítimo. En ese esquema, las poblaciones civiles —las más afectadas por la guerra— quedan relegadas a un segundo plano. La paz que se negocia en los despachos diplomáticos rara vez se traduce en justicia para quienes perdieron sus hogares, sus familias o su derecho a la autodeterminación.

Michel Foucault recordaba que la paz es también una forma de poder: quien la define, la administra. En este caso, ¿de quién es la paz que se firma? ¿La de Israel, que busca neutralizar a Hamas y garantizar su seguridad nacional? ¿La de Estados Unidos, que pretende reposicionar su influencia en Medio Oriente? ¿O la de los gazatíes, cuya supervivencia diaria se desarrolla en medio de ruinas, bloqueos y desplazamientos forzados?

La reconstrucción de Gaza, una de las promesas del plan, enfrenta así un doble desafío, tanto material como político. Por un lado, implica un esfuerzo colosal de inversión, infraestructura y asistencia humanitaria para una población traumatizada por años de guerra y aislamiento. Por otro, requiere la creación de instituciones legítimas, representativas y capaces de gobernar el territorio sin ser percibidas como marionetas de actores externos. Sin esta dimensión política, la reconstrucción corre el riesgo de ser vista como una extensión del control israelí más que como un proceso de autodeterminación palestina.

La dificultad se agrava si consideramos la lógica propia de los grupos terroristas, que —según Stefanova— no responden a los mismos incentivos que los Estados. Mientras un Estado puede aceptar compromisos a largo plazo a cambio de seguridad y estabilidad, organizaciones como Hamas construyen su legitimidad sobre la resistencia, el enfrentamiento y la narrativa del sacrificio. La paz, para ellos, puede representar una amenaza a su razón de ser.

En este marco, pensar la paz como un acuerdo firmado es un reduccionismo peligroso. La paz, como señala Galtung, es un proceso dinámico que exige transformar las relaciones de poder, reparar las injusticias históricas y abrir espacios reales de participación política. Mientras estos elementos no estén presentes, lo que llamamos “paz” será apenas una tregua administrada por los más fuertes.

El plan impulsado por Estados Unidos e Israel es, sin duda, un paso relevante. Puede detener las bombas y abrir corredores humanitarios. Pero también puede consolidar el statu quo, institucionalizar la desigualdad y perpetuar la lógica de dominación bajo el nombre de paz.

La verdadera pregunta no es si habrá paz, sino qué tipo de paz se construirá, quién la definirá y quién quedará fuera de ella. En un mundo donde la paz absoluta —como ideal kantiano— parece inalcanzable, pensarla en términos estructurales implica reconocer que no basta con silenciar las armas. Hace falta transformar las condiciones que las hacen inevitables. La paz nace del conflicto y muere cuando le ponemos un dueño.

Alfredo Jaar, The Sound of Silence, 2006. Museum of Contemporary Art, Chicago.

La paz también se administra desde lo visible y lo invisible.

¿Confederación o República?

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Por Nicolás Anfuzo.

La tesis que propongo sostiene que el problema de Argentina no es, en esencia, económico, sino político. No se trata solamente de números, inflación o déficit fiscal, sino de la forma de gobierno que adoptamos. La república, en tanto modelo, ha sido presentada como una estructura universalmente válida, pero en realidad es solo una de las alternativas posibles. Los países, a lo largo de la historia, han elegido entre república o confederación no por capricho, sino evaluando cuál se ajustaba mejor a sus condiciones territoriales, culturales y sociales.

La experiencia muestra un patrón claro: en países pequeños o medianos en extensión, la república suele funcionar con eficiencia, porque las distancias son manejables y la cohesión territorial es mayor. En cambio, en países de grandes dimensiones, donde la geografía introduce enormes diversidades y desequilibrios, el modelo confederal resulta más adecuado, ya que permite autonomía a cada región y evita que todo dependa de un único centro de poder.

Bajo esta perspectiva, Argentina, con sus 2.780.400 kilómetros cuadrados, debió haber optado por una Confederación Democrática. La inmensidad de su territorio y la heterogeneidad de sus culturas no podían ser gobernadas eficazmente desde un único punto. En un esquema confederal, cada estado o provincia habría gozado de soberanía en lo local y habría delegado en un órgano común solo aquellas competencias indispensables: la defensa, las relaciones exteriores, el comercio interestatal. Un diseño institucional así habría evitado el centralismo que hoy padecemos, donde la Ciudad de Buenos Aires concentra la riqueza, las decisiones y las oportunidades.

Para entender por qué llegamos a este punto, es necesario volver a los orígenes. Desde la Revolución de Mayo de 1810, el país se debatió entre dos visiones irreconciliables: la unitaria, que pretendía un poder central fuerte con sede en Buenos Aires, y la federal, que buscaba reconocer la soberanía de las provincias. No se trataba solo de un conflicto ideológico: detrás de esas posiciones había realidades geográficas y culturales que hacían inevitable la tensión. La victoria de los unitarios en el siglo XIX, cristalizada en la Constitución de 1853 y en sus reformas posteriores, impuso una estructura formalmente federal pero que en la práctica derivó en un centralismo disfrazado.

Buenos Aires se convirtió en el imán que absorbía recursos y talentos, sofocando las posibilidades de desarrollo autónomo en las provincias. Pensemos en un camino alternativo: una Confederación Democrática Argentina inspirada en la Confederación Helvética o en los Estados Unidos antes de 1787. Imaginemos un país donde Córdoba diseñara sus propias políticas fiscales basadas en su perfil industrial y agropecuario; donde Mendoza, sin depender de transferencias nacionales, invirtiera de manera directa en irrigación y exportaciones de vino y fruta; donde la Patagonia retuviera las riquezas de su petróleo y su turismo para construir infraestructura local y evitar el éxodo de sus jóvenes hacia la capital. Esa Argentina no sería fragmentada ni débil: sería complementaria, articulada por tratados confederales que garantizarían la unidad comercial y diplomática, al tiempo que permitirían a cada región potenciar sus fortalezas.

La comparación internacional refuerza esta hipótesis. Chile y Uruguay, países de dimensiones moderadas, han prosperado bajo modelos republicanos centralizados. Sus territorios relativamente compactos permiten una administración uniforme y una identidad nacional más homogénea. En Chile, la centralización en Santiago ha sido viable porque las distancias son cortas y la irradiación de reformas económicas se da con relativa rapidez. En Uruguay, la homogeneidad cultural y territorial facilita la estabilidad institucional.

En cambio, países enormes como Rusia o Brasil han debido flexibilizar sus modelos. Rusia, con sus más de 17 millones de km², reconoce autonomía a repúblicas étnicas y regiones periféricas, porque un centralismo puro sería inviable en Siberia o en el Cáucaso. Brasil, desde 1889, adoptó un federalismo explícito que otorga competencias sustanciales a sus 26 estados. Así, San Pablo ha podido liderar la industria y Amazonas ha preservado su selva sin imposiciones uniformes de Brasilia. Incluso Estados Unidos, considerado la cuna de la república moderna, nació como confederación débil bajo los Artículos de 1777. El fracaso de ese modelo llevó a la Constitución de 1787, pero aun así el país mantiene un federalismo robusto: basta observar cómo California impone sus propias políticas ambientales o cómo Texas maneja de manera independiente su energía.

En Argentina, el centralismo no solo produjo ineficiencia económica: generó patologías políticas profundas. El llamado “federalismo de papel” de la Constitución concentra alrededor del 40% de la coparticipación en Buenos Aires y el Conurbano, mientras las provincias mendigan fondos. Esto ha alimentado clientelismo, corrupción y ciclos de crisis que siempre nacen en la capital y se extienden al resto del país: hiperinflaciones, defaults, populismos de turno. La confederación, en cambio, habría generado incentivos para la responsabilidad fiscal, obligando a cada estado a recaudar y gastar en función de sus recursos y prioridades.

También está la dimensión cultural. Argentina es un mosaico de identidades: el gaucho pampeano, el quebracho chaqueño, el obrero cordobés, el pingüino patagónico. Todos reclaman reconocimiento y autonomía. El centralismo porteño, con su sesgo europeizante, invisibilizó estas voces y generó resentimientos que estallaron en el Cordobazo de 1969 o en la crisis del 2001.

La pregunta es si hoy, en pleno siglo XXI, este cambio es posible. La respuesta es que no solo es posible: es necesario. La globalización y la tecnología nos ofrecen herramientas que podrían sostener una confederación moderna: plataformas blockchain para transacciones transparentes, inteligencia artificial para coordinar políticas públicas, consejos virtuales donde representantes provinciales decidan en tiempo real sobre cuestiones comunes. Drones y satélites podrían resguardar fronteras sin necesidad de un aparato militar hipertrofiado.

El ejemplo de la Unión Europea demuestra que las confederaciones supranacionales son viables. Estados soberanos ceden competencias puntuales, pero retienen control sobre sus destinos. Argentina podría ensayar una versión nacional de ese esquema: un federalismo confederativo que disuelva el centralismo fiscal y fortalezca consejos regionales.

Adoptar una Confederación Democrática no sería un retroceso romántico al siglo XIX, sino un salto político hacia la madurez. Liberaría las energías creativas de cada región, rompería con la mediocridad impuesta por el centralismo y permitiría que el país funcione como una verdadera unión de prosperidades locales.

El desafío, sin embargo, no está en la idea. Está en la voluntad de desmantelar privilegios enquistados en el poder central. ¿Estamos listos para esa revolución silenciosa? La historia, una vez más, nos interpela.

El fracaso de las vanguardias

Por Juan Benz. 

La vanguardia retorna siempre como aquello que no pudo ser asimilado del todo.

Hal Foster, El retorno de lo real

Las vanguardias fueron mucho más que un capítulo en los manuales de historia del arte. No eran simplemente estilos estéticos ni una lista de movimientos —cubismo, dadaísmo, surrealismo—, sino gestos radicales que pretendían romper con lo establecido y fundir arte y vida en un mismo movimiento. Cada acción buscaba alterar la manera en que pensamos, sentimos y compartimos el mundo.

Ese impulso se sintió como un terremoto en el siglo XX. Los dadaístas insultaban al público desde el escenario. Duchamp firmaba un mingitorio y lo presentaba como arte para mostrar que la creación podía consistir en un gesto, en un desplazamiento del sentido. Los surrealistas proponían que la imaginación, la espontaneidad y el sueño invadieran la vigilia. Todos fueron leídos como amenazas contra el orden de la cultura y la sociedad.

Las vanguardias no querían agradar, querían incomodar. Fueron herederas de un malestar más profundo, la sospecha de que la modernidad, con todo su progreso técnico y científico, estaba dejando intacta la raíz de la alienación. El arte se convirtió entonces en el lugar donde esa herida podía hacerse visible.

Pero la historia mostró la paradoja. Lo que nació como escándalo terminó convertido en canon. El mingitorio de Duchamp está hoy en museos como pieza venerada. Los manifiestos se estudian en las universidades. Las performances que buscaban desestabilizar son replicadas en festivales financiados por corporaciones. La rebeldía se convirtió en estilo, en mercancía.

Ese proceso tiene un nombre: institucionalización. Lo que debía interrumpir el curso de la historia fue absorbido por la institución. La provocación quedó congelada en vitrina. Lo que había nacido para dinamitar terminó funcionando como adorno.

Lo mismo ocurrió en la política. También allí hubo vanguardias que soñaron con dinamitar el orden existente y fundirse con la vida cotidiana. Las revoluciones que prometían mundos nuevos se transformaron en burocracias; los partidos antisistema en engranajes del sistema; los discursos incendiarios en programas de gobierno.

El fracaso de la vanguardia artística es también el fracaso de la política como vanguardia, en ambos casos, lo que debía interrumpir se volvió institución, lo que debía abrir posibilidades terminó convertido en guion.

Ese fracaso importa porque las vanguardias nunca fueron solo una anécdota cultural. Intervinieron en lo más profundo de lo colectivo. Tocaron imágenes del inconsciente compartido; disputaron la hegemonía cultural, el terreno dónde se define qué es sentido común, qué es legítimo, qué es imaginable.

Por eso el fracaso de las vanguardias no es un asunto estético, sino político. Nos recuerda que toda construcción social depende de esas disputas simbólicas, de los lenguajes, los gestos, los relatos que configuran lo común.

Lo entendieron mejor que nadie las nuevas derechas. Ellas libran su propia “batalla cultural” convencidas de que no basta con controlar el Estado o la economía, hay que capturar el imaginario. Se presentan como rebeldes frente a un supuesto consenso progresista y, en nombre de la ruptura, construyen una nueva hegemonía. Como viejas vanguardias invertidas, hacen del escándalo un estilo, de la provocación un método, de la transgresión un producto.

Pero el resultado es el mismo, lo que parece ruptura se convierte rápidamente en mercancía política, en campaña electoral, en contenido viral. Lo que debía dinamitar el orden se vuelve parte del espectáculo.

Guy Debord lo vio con claridad, la vida ya no se limita a ser vivida, sino que se representa. Las imágenes dejaron de reflejar la realidad para convertirse en la realidad misma. Lo que las vanguardias habían querido fundir —arte y vida— se consumó, pero en su versión más amarga, la vida entera convertida en espectáculo.

Harun Farocki fue el testigo más lúcido de esta mutación. Sus imágenes operativas —cámaras de misiles, de fábricas, de vigilancia— mostraron que la técnica ya no registra: produce. El ojo técnico no observa, actúa, decide, fabrica verdad. En este régimen, la crítica visual queda absorbida en la misma maquinaria que pretendía desmontar.

Mientras tanto, la industria cultural aprendió a administrar la diferencia. El rock contestatario, la estética punk, las performances radicales, todo puede volverse moda, publicidad, mercancía. La disidencia se vende en las góndolas del espectáculo. Y lo mismo sucede en la política, el grito antisistema empaquetado como marca, la indignación como estrategia de marketing.

De ahí que podamos hablar de fracaso. No porque las vanguardias no hayan existido, sino porque sobrevivieron en su forma más inofensiva. El escándalo de ayer se volvió tradición. La interrupción se volvió parte del guion.

No se trata de nostalgia. Nadie quiere repetir las vanguardias del siglo XX como un repertorio de fórmulas. El fracaso no está en su desaparición, sino en su domesticación. En el hecho de que la crítica se volvió un género cultural, un producto más en la vidriera. Lo que antes incomodaba ahora entretiene.

Esa es la paradoja de nuestro tiempo, crítica abundante pero neutralizada. Gestos “subversivos” que circulan dentro de un sistema que los prevé, los digiere y los administra. El capitalismo aprendió a mercantilizar incluso el rechazo al capitalismo.

Frente a eso, la tarea no es inventar una nueva vanguardia. Es interrumpir. Cortar el flujo, abrir grietas, insistir en espacios donde pensamiento, deseo e imaginación no sean inmediatamente domesticados.

La interrupción no promete un futuro reconciliado ni un paraíso estético. Es más modesta y más radical a la vez, no acumulación ni repetición, sino ruptura, salto, corte.

La vanguardia fracasó porque quiso fundirse con la vida y terminó disuelta en espectáculo. La interrupción, en cambio, no busca fundirse, busca abrir, desgarrar, intercalar. No promete una era nueva, sino apenas lo indispensable: un resquicio para imaginar otra cosa.

Ese resquicio es lo que hoy necesitamos. Y quizá ahí se encuentre el lugar de Fuga; no erigirse en una nueva vanguardia, sino en un gesto de interrupción. No ofrecer un programa cerrado, sino abrir la grieta donde todavía se puede pensar, imaginar, desear. Donde el guion del espectáculo no se cumpla del todo.

En busca del pensamiento perdido

Por José Mariano. 

Ideas y conversaciones yuxtapuestas.

El miércoles 1 de octubre, el auditorio estaba lleno. No era sólo la presentación de un libro, era otra cosa, el aire se sentía espeso de expectativa, como si todos supiéramos que lo que iba a suceder no era habitual. Ideas Yuxtapuestas. En busca del pensamiento perdido, el nuevo libro de Catalina Lonac y Susana Maidana, no se presentó como un objeto editorial, sino como un gesto raro en estos tiempos, detenerse a pensar juntos.

Las autoras, desde sus miradas distintas, compartieron con calidez la travesía de un libro nacido del diálogo y de la confrontación de ideas. Hubo risas, silencios atentos, la sensación de estar frente a un intercambio que no buscaba convencer ni imponer, sino abrir grietas para que la reflexión respirara. Fue, al mismo tiempo, celebración de la palabra, de la amistad intelectual y de la posibilidad de darle espacio a preguntas que no se dejan clausurar fácilmente.

Para mí fue el privilegio de acompañar el proceso creativo como editor. Y digo proceso creativo porque Ideas Yuxtapuestas no es solamente un libro terminado, sino una experiencia viva de trabajo compartido. La escritura de Catalina y Susana no se limitó a producir textos, sino a sostener un espacio donde pensar, cuestionarse y volver a empezar. Estar ahí, en medio de esa dinámica, fue descubrir que lo creativo no es un instante de inspiración, sino un recorrido de dudas, intuiciones y hallazgos. Esa fragilidad, ese movimiento entre la idea y la palabra, es lo que le da al libro su fuerza vital.

En sus páginas se recorren dilemas que nos atraviesan a todos, la frontera siempre frágil entre justicia y venganza; el vínculo conflictivo entre amor y odio; la conciencia de la finitud, donde se juega tanto el miedo como la posibilidad de sentido; la soledad, que puede ser refugio pero también desafío; el cruce entre ciencia, religión y filosofía, cuando el conocimiento deja de ser neutral y se convierte en campo de batalla.

Cada capítulo abre una pregunta que no busca clausura. Al contrario, enciende la chispa del pensamiento crítico, no para dar respuestas definitivas sino para mantener viva la inquietud. Su fuerza está en devolverle a la filosofía un lugar vital, lejos del academicismo estéril y cerca de la urgencia existencial.

Ideas Yuxtapuestas puede leerse como un mapa de ideas, pero también como un espejo que devuelve luces y sombras. Es un libro que conmueve porque no teme hurgar en lo incómodo. En un presente marcado por el vértigo tecnológico y el exceso de información, este gesto de detenerse a pensar es casi un acto de resistencia.

La finalidad del libro es clara, rescatar la costumbre de la reflexión. No como nostalgia de un tiempo perdido, sino como necesidad de un presente que corre el riesgo de perderse a sí mismo. Porque cuando dejamos de pensar, cuando renunciamos a interrogar lo que nos pasa, nos volvemos presas fáciles de la prisa, del miedo y del ruido.

En un tiempo en que todo se disuelve en velocidad y superficialidad, detenerse a pensar es un acto de insumisión. Este libro lo demuestra, la reflexión no está perdida, sólo espera ser reencontrada. Esa es la apuesta de Catalina Lonac y Susana Maidana, a la que me sumo como editor, recordarnos que todavía podemos resistir al olvido del pensamiento.

Y, sin embargo, la obra no termina aquí. Este libro es apenas la primera estación de un recorrido mayor, que encontrará continuidad en un segundo volumen titulado Reforma del pensamiento. Si Ideas Yuxtapuestas abre las preguntas y nos invita a recuperar la costumbre de reflexionar, Reforma del pensamiento será el paso siguiente, el intento de transformar esas preguntas en un nuevo modo de habitar el presente.

El miércoles por la noche, cuando la presentación terminó, la gente seguía conversando. Nadie salió corriendo, nadie quiso que se apagara la chispa. Tal vez eso sea lo que queda, la certeza de que pensar juntos todavía es posible. Y que cada libro, cuando es verdadero, no se cierra nunca y se convierte en un continuará…

La IA, mi candidata a presidenta

Por Rodrigo Fernando Soriano.

¿Qué pasaría si en la próxima boleta electoral apareciera el nombre de una Inteligencia Artificial? La pregunta parece absurda, incluso peligrosa, pero surge como un eco natural de la decepción que vivimos frente a nuestra clase política.

La sensación social en nuestro país es que hemos perdido cualquier tipo de confianza en los dirigentes. Y no es un fenómeno exclusivamente local: basta con mirar hacia Nepal y su crisis social y política para comprobar que la desconfianza en la política atraviesa fronteras.

De allí nace mi inquietud: ¿podría la Inteligencia Artificial ocupar el rol de un político? Hemos dicho que la IA puede reemplazar periodistas, abogados, jueces, médicos, hasta incluso ingenieros agrónomos, pero nunca nos hemos detenido a pensar en ella como un actor político.

La política, en demasiadas ocasiones, nos molesta. La desconfianza en sus representantes es casi un sentir generalizado. Muchas veces, ese descrédito es injusto; otras tantas, no lo es. Lo paradójico es que, mientras cuestionamos todo lo humano, depositamos una confianza casi absoluta en la IA. Sus respuestas, cuando parecen coherentes, rara vez son discutidas. Solo al notar un error nos animamos a dudar.

Hace pocas semanas, Albania sorprendió al mundo al nombrar a Diella —una IA— como ministra contra la corrupción. Su tarea es analizar enormes volúmenes de información para detectar patrones irregulares y optimizar la eficiencia de los servicios públicos. La decisión marca un hito en la administración pública global y responde a un objetivo claro: combatir la corrupción y modernizar el Estado.

La lógica del primer ministro Edi Rama es comprensible, y quizá el lector la comparta: la IA carece de intereses personales y, en teoría, se limitaría a ofrecer resultados acordes a la razón justa.

No es el único caso. En Emiratos Árabes Unidos, la IA ya se utiliza en la redacción de leyes, transformándose en una suerte de co-legislador. Alimentada por Big Data, monitorea el impacto de la normativa en la ciudadanía y la economía, y hasta puede proponer enmiendas legislativas conforme detecta nuevas necesidades. El primer ministro Mohammed bin Rashid Al Maktoum la defiende como “lo más cercano a la excelencia gubernamental”: un sistema predictivo de las necesidades sociales, despojado de intereses individuales.

Ahora bien, estas medidas deben ser analizadas con cautela. La IA funciona en base a algoritmos que, en muchos casos, son preprogramados y alimentados con datos cuya procedencia es, muchas veces, imposible de rastrear. Confiar ciegamente en esa estructura nos acerca peligrosamente a un escenario que juramos no permitir: el gobierno de las máquinas.

Hemos diseñado mecanismos de pesos y contrapesos para limitar al poder. Basta con ver el mecanismo constitucional del veto, y la posibilidad del Congreso de promulgar una ley a pesar de él, tal como sucedió hace poco tiempo en nuestro país. Entonces podría pensarse que la IA no podría gobernar libremente porque debería enfrentarse a los partidos de la oposición, o al mismo Congreso.

Sin embargo, nuestro país se caracteriza por tener el poder centralizado en una persona: el Presidente. Y no tan solo en su persona, sino en el espacio geográfico donde reside: la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Por lo tanto, bastaría con que la IA funcione como un oráculo y logre convencer de sus bondades al presidente para hacerse, en cierto modo, del gobierno.

Todo se ha convertido en datos. Esta filosofía, llamada dataísmo, pretende presentarse como superadora de toda ideología, pero en sí misma es otra ideología. Una forma de neoiluminismo contemporáneo que, bajo la promesa de objetividad, conduce a un totalismo digital.

Chris Anderson, reconocido periodista y divulgador, lo anticipó con inquietud: “Adiós a la teoría del comportamiento humano, desde la lingüística hasta la sociología. Todo lo que hacemos es medible. Y de la medición, el control.”

No es nuevo que la democracia se vea amenazada por el imperio de los algoritmos. Como apunté en entregas anteriores: la democracia podría volverse imposible en un mundo donde la tecnología de la información se sofistica hasta volverse inabarcable. Quizá estemos presenciando el inicio del fracaso del humano frente a la máquina.

Imaginemos por un momento una IA actuando como presidenta de la Nación, o dictando normas generales que guían la vida social. Puede sonar a ciencia ficción distópica, pero las redes de información ya han alcanzado un nivel tal de complejidad, sostenido en millones de decisiones algorítmicas opacas, que a los ciudadanos nos resulta casi imposible responder a la más esencial de las preguntas políticas: ¿qué elegimos?

No hay que irse sino al presente para corroborar esta idea. Donald Trump fue acusado de usar IA en sus discursos presidenciales. Lo que vemos no es una transmisión en vivo, y ni siquiera el primer mandatario de los Estados Unidos estuvo presente, sino que fue todo realizado digitalmente. 

Hoy la IA aparece como una alternativa política en sí misma. Le atribuimos honestidad, rectitud, principios éticos y un norte orientado al bien común. Creemos que el análisis de datos —el dataísmo— puede corregir las fallas de nuestras democracias. Y confiamos tanto en ella que hasta llegamos a otorgarle un halo de magia sobrenatural, capaz de anticipar las decisiones más importantes de nuestras vidas.

Las decisiones humanas, por ahora, son casi imposibles de emular para la IA. Ellas concentran razones que no pueden surgir de los datos duros y puros. Las decisiones artificiales pierden el componente que caracteriza a una persona: la empatía. Por eso atribuimos con el descalificativo “máquina” a alguien que no tomar decisiones guiados con aunque sea un poco de corazón. Y en este punto también es lo llamativo: renunciamos a que nos represente un humano, y empezamos a elegir a las máquinas. Humano es ser empático, y no tomar a la razón como lo hizo alguna vez Voltaire quien sostenía que la estadística era la única verdad. 

Quizá lo verdaderamente inquietante no sea la posibilidad de un presidente artificial, sino nuestra disposición a aceptarlo. Tal vez el problema no esté en los algoritmos, sino en que hemos perdido la fe en nosotros mismos. Si algún día llegamos a votar a una máquina, no será porque la IA lo haya exigido, sino porque nosotros habremos renunciado a la política humana.