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La rebelión de las masas

Por José Mariano. 

El hecho característico del momento es que las masas han ingresado a pleno en el escenario social.

José Ortega y Gasset.

Durante décadas, la maquinaria electoral peronista pareció invencible. Era una arquitectura simbólica que unía política, afecto y pertenencia. Supo convertir la necesidad en identidad, la emoción en dogma, el voto en fe. Nadie dudaba de su poder, movilizaba multitudes, moldeaba imaginarios, dictaba el pulso moral del país. Pero esa maquinaria, que durante tanto tiempo fue el corazón del relato argentino, hoy se resquebraja. No porque haya sido derrotada por un adversario, sino porque perdió su capacidad de representar.

Lo que se desmoronó no fue una estructura partidaria, sino un pacto simbólico. La masa —esa figura tantas veces tratada como materia maleable, como cuerpo obediente del poder— comenzó a rebelarse contra el relato que la contenía. Cansada de ser hablada, eligió hablar. Cansada de repetir una historia ajena, prefirió inventarse una, aun a riesgo de equivocarse. Esa decisión —votar distinto, descreer, desconectarse— es hoy una forma de emancipación silenciosa.

Las elecciones recientes no fueron un cambio de rumbo, fueron el síntoma visible de una mutación invisible. La masa ya no reacciona como antes. No cree en los salvadores ni en los discursos que prometen redención. En ese descreimiento colectivo emerge algo nuevo, una multitud que, aun sin mapa ni certezas, busca su propio camino fuera de los aparatos tradicionales del poder.

Ortega veía en ese fenómeno el peligro del “hombre-masa”: un individuo satisfecho, incapaz de salir de sí mismo, convencido de tener razón aunque haya dejado de pensar. Lo definía como alguien afectado por una hemiplejia moral, una parálisis de una mitad del alma, aquella que nos permite distinguir entre el saber y el deber, entre la técnica y la ética, entre el interés y el sentido. El hombre-masa —decía Ortega— podía manejar máquinas complejas, pero ya no sabía manejar su propia conciencia.

Esa parálisis no se manifiesta solo como falta de sensibilidad, sino como pérdida de perspectiva. Ser de izquierda o de derecha —advertía Ortega— es una de las dos formas que tiene el hombre de ser un perfecto imbécil, porque elegir un extremo es renunciar a comprender la totalidad. Esa es la esencia de la hemiplejia moral: ver solo la mitad del mundo y creer que se lo ha entendido entero.

Hoy esa enfermedad ya no pertenece a la masa, sino a las élites. Son ellas las que viven atrapadas en su propio dogma, enredadas en los rótulos que crearon para dividir lo que deberían comprender. Habitan una cultura del poder que premia la obediencia ideológica y castiga la duda, que confunde lealtad con lucidez. Repiten sus consignas no porque crean en ellas, sino porque ya no saben hablar de otra manera. La hemiplejia moral de nuestro tiempo no es la ignorancia del pueblo, sino la incapacidad del poder para mirar más allá de sus propios espejos.

La tecnología, mientras tanto, ha socializado el conocimiento. Lo que antes era patrimonio de unos pocos —el saber, la información, la capacidad de interpretar el mundo— hoy circula sin jerarquías. Cada individuo se convierte, sin saberlo, en un nodo del pensamiento colectivo. Esa democratización abrupta, desordenada, cambia la forma de comprender la realidad. La inteligencia ya no baja, sino que se distribuye. Y en esa dispersión, la masa aprende, compara, duda, interpreta.

Deleuze lo habría llamado rizoma, un sistema sin centro ni raíz, donde el conocimiento se propaga por conexiones imprevisibles, no por órdenes jerárquicos. Así funciona hoy la conciencia social, no crece hacia arriba, sino hacia los costados. Y esa horizontalidad erosiona los cimientos del poder que se sostenía en la distancia entre el que sabe y el que escucha.

Lo que parecía un instrumento de control —la hiperconectividad, los algoritmos, la inteligencia artificial— está generando una paradoja histórica, al mismo tiempo que vigila, emancipa. Expone el artificio del discurso político, desnuda la repetición, erosiona la autoridad del intérprete. La palabra ya no pertenece a los que se creían sus dueños. El monopolio del sentido se quebró.

Pero frente a ese nuevo escenario, las élites políticas y mediáticas reaccionan con una mezcla de desconcierto y cinismo. Como observó Sloterdijk, el cinismo moderno consiste en “saber lo que se hace, pero seguir haciéndolo igual”. Esa es hoy la enfermedad del sistema, dirigentes que conocen el agotamiento del relato, pero lo repiten por reflejo; voceros que saben que nadie los cree, pero siguen hablando. En ese gesto se revela el límite del poder, su incapacidad de callar cuando ya no tiene nada que decir.

El sistema no cae por una revolución, se desangra por saturación. Las estructuras que antes garantizaban orden —el partido, el medio, la autoridad— se vuelven obsoletas frente a una multitud que ya no necesita mediadores. En el fondo, esta es la verdadera rebelión, la del conocimiento que se socializa más rápido que el poder que intenta dirigirlo.

Ortega temía la uniformidad de las masas. No imaginó que un siglo después serían las masas las que se rebelarían contra quienes las subestimaron. La historia no siempre avanza por decisión, a veces lo hace por cansancio.

Y cuando la masa deja de creer, el poder deja de existir.

Todo lo demás —los discursos, los algoritmos, los gestos— es apenas la forma visible de una transformación más profunda.

Una que ya empezó, y que nadie dirige.

 

 

Bienvenidos a la Edición 35. 

Esto es Fuga.

La república de los desencantados

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Por Tomás Anchorena. 

No hay justicia donde el poder se vuelve su propio fin.
Cicerón.

Cicerón imaginó la república como un pacto moral. No era un conjunto de instituciones ni un esquema jurídico: era una comunidad de destino sostenida por la justicia. Res publica significaba “la cosa del pueblo”, pero no cualquier pueblo, aquel unido por la razón, la virtud y el derecho.
Cuando la justicia se disuelve —decía—, el Estado deja de ser república y se transforma en una banda de ladrones.

Dos mil años después, la Argentina parece haber entendido esa advertencia al revés. Tenemos leyes, tribunales, elecciones y congresos, pero carecemos del elemento invisible que da sentido a todo eso, la virtud pública. El país funciona como una maquinaria que gira sin alma, donde los engranajes del poder se mueven por inercia y el ruido reemplaza al sentido.

En la Argentina, la justicia dejó de ser principio para convertirse en instrumento. Las causas judiciales se abren o se archivan según el clima político, los jueces aparecen en chats y los fiscales se vuelven celebridades mediáticas. El derecho ya no actúa: performa. La república, que debería sostenerse sobre la confianza, sobrevive gracias a la resignación.

Cicerón habría visto en esto una tragedia moral, un Estado que invoca la legalidad pero ha perdido la legitimidad. Una ley injusta —decía— puede ser legal, pero nunca será moralmente válida.
Ese principio suena casi revolucionario hoy, cuando la corrupción no escandaliza sino que se naturaliza, cuando la desigualdad se administra en lugar de combatirse, cuando los discursos sobre la ética se pronuncian con cinismo profesional.

El poder se ha vuelto su propio relato. La política argentina ya no discute proyectos sino posiciones simbólicas: quién traiciona, quién resiste, quién encarna “al pueblo” y quién “al sistema”. El resultado es un Estado atrapado en su propio teatro, donde las instituciones funcionan como decorado. Lo republicano se recita, pero no se practica.

En la era de la imagen, la política mutó en entretenimiento. Los noticieros son talk shows, los debates son transmisiones en vivo, y los escándalos duran lo que un algoritmo considera rentable.
Ya nadie mira el informativo para informarse: se lo mira para indignarse o distraerse. El espacio público, aquel que Cicerón imaginó como lugar del logos y la deliberación, se transformó en una arena donde los gladiadores se insultan para mantener rating.

En este contexto, la palabra “virtud” suena anacrónica. La política se volvió administración de urgencias, gestión de la imagen, improvisación de crisis. No hay proyecto de república porque ya casi no hay creencia en el futuro. El voto, que debería ser un acto de confianza, se ha convertido en un gesto de defensa. Votamos no por esperanza, sino por miedo a algo peor.

La economía marca el pulso de lo político, pero debajo late algo más profundo: una crisis de moral colectiva. La evasión se celebra como astucia, la trampa como estrategia, la ilegalidad como supervivencia. El mérito perdió valor frente al contacto; la palabra frente al tuit. La ciudadanía se atomiza, el cinismo se vuelve norma. Cicerón llamaba a eso “la pérdida de virtud pública”: cuando cada uno deja de pensar en el bien común y se refugia en su propio interés.

Para el pensador romano, la justicia era el alma del cuerpo político, del mismo modo que el alma da vida al cuerpo humano. Sin ella, las leyes son letras muertas, y las instituciones, máscaras vacías.
Y eso es exactamente lo que somos hoy: un cuerpo institucional sin alma.

El discurso republicano ha sido vaciado por completo. Las palabras “democracia”, “transparencia” o “Estado de derecho” se pronuncian como si fueran conjunciones. Nadie las siente.
El poder se distribuye en redes de conveniencia, el Congreso legisla sin convicción y la justicia actúa con miedo o cálculo. En esta escenografía, el pueblo se volvió espectador.

La sociedad argentina vive un doble desencanto, con la política y con sí misma. Ya no espera redención, apenas supervivencia. Y sin embargo, incluso en medio de este escepticismo, algo persiste: una obstinación moral que no logra extinguirse. Está en el maestro que sigue enseñando sin recursos, en el médico que atiende sin insumos, en el ciudadano que cumple las reglas sin que nadie lo premie. Allí, en esos gestos pequeños, sobrevive el resto de república que aún tenemos.

Cicerón escribió que la virtud política era un deber hacia los dioses, los antepasados y las generaciones futuras. Tal vez hoy baste con cumplir con las futuras. Recuperar la república no implica reconstruir el pasado, sino reinventar el sentido de lo justo. Volver a creer que el Estado no es una estructura, sino un pacto moral. La política no como espectáculo, sino como responsabilidad.
La justicia no como consigna, sino como respiración común.

La república de los desencantados todavía puede renacer, pero no desde el poder: desde la ética invisible de quienes aún se niegan a participar del saqueo. Porque una república sin virtud es solo un escenario vacío. Y el alma de una nación —como diría Cicerón— no muere cuando cae su economía, sino cuando se extingue su conciencia.

El silencio de la justicia

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Por Fernando M. Crivelli Posse. 

Donde la ley se detiene ante el poder, la República ha dejado de existir.
Juan Bautista Alberdi.

Hay momentos en la historia de un país en los que el ciudadano deja de sorprenderse. Cuando las causas por corrupción se archivan entre tecnicismos, cuando los poderosos son absueltos por prescripción y las pruebas se pierden entre montañas de expedientes, la indignación se vuelve rutina. En ese instante, la derrota moral de una Nación deja de ser un riesgo y se convierte en una realidad.

La Argentina vive atrapada en ese pantano. La justicia, que debería ser el último refugio del ciudadano, se ha convertido en una maquinaria de conveniencia: rápida para castigar al débil, lenta para juzgar al poderoso. En este país, la ley pesa según el bolsillo, la influencia o el cargo del acusado. El ciudadano común paga con su vida entera una falta menor, mientras el funcionario o empresario influyente compra tiempo hasta que el tiempo mismo lo absuelve. No hay fallo más cómodo que la prescripción ni juez más eficaz que el olvido.

Esa lentitud no es prudencia: es método. Es el modo más elegante de fabricar impunidad. Se invocan formalidades, se abusa de tecnicismos, se dilatan los procesos hasta que el delito se disuelve. Los tribunales se llenan de papeles, pero vacíos de coraje. Se habla en nombre del derecho, pero se actúa en nombre del miedo. Así, la justicia deja de ser balanza para convertirse en escudo del poder. Y cuando el poder controla al juez, el ciudadano deja de creer en el Estado.

La impunidad no destruye de golpe: desgasta, contamina, gotea sobre la conciencia colectiva. Cada causa archivada, cada funcionario que envejece sin condena, erosiona un poco más la fe pública. El ciudadano aprende que la ley no protege, que la decencia no sirve, que el esfuerzo no redime. Y entonces se resigna. Esa resignación —más que la corrupción misma— es la verdadera enfermedad moral de la Argentina. Porque un pueblo que deja de creer en la justicia, deja de creer en sí mismo.

El sistema judicial se presenta como garante de la República, pero en realidad la está vaciando desde dentro. Los expedientes eternos, los jueces que callan, los fiscales que esperan el momento político correcto para actuar: todo forma parte de un mecanismo que no busca la verdad, sino la conveniencia. La lentitud judicial se ha transformado en el arte de la impunidad. No hay error: hay cálculo. Y esa es la traición más profunda al ideal republicano.

Mientras tanto, el ciudadano observa cómo los corruptos dictan cátedra de moral, cómo los poderosos se refugian tras fueros y cómo los que roban al Estado se pasean impunes frente a un pueblo exhausto. Cada uno de esos gestos destruye la idea de comunidad y convierte la vida pública en un teatro de cinismo. En ese escenario, el esfuerzo pierde sentido, la honestidad se vuelve ingenuidad y la esperanza, una forma de locura.

Pero el problema no es solo jurídico: es moral. La justicia no se ha degradado por falta de leyes, sino por falta de virtud. Las instituciones se sostienen con coraje, no con códigos. La independencia judicial no se decreta: se ejerce con dignidad. Y la dignidad no depende del poder, sino del carácter. En la Argentina, esa fortaleza interior —esa virtud que los antiguos llamaban ethos— se ha erosionado. Los jueces temen más al ministro que a su conciencia; los políticos, más al escándalo que a la mentira; y el ciudadano, más a la verdad que al silencio.

Sin embargo, el camino de la reconstrucción no está cerrado. La salida no vendrá de una reforma judicial ni de una comisión de ética: vendrá de una revolución moral. Una que empiece en lo íntimo, en la conciencia de cada ciudadano que decide no rendirse al cinismo. Porque un país no se regenera con discursos, sino con ejemplo. La justicia volverá a ser posible cuando la virtud vuelva a ser exigencia, y no rareza.

La solución es, ante todo, ética y estoica. Requiere recuperar el valor del deber sobre el interés, de la verdad sobre la conveniencia, del sacrificio sobre la comodidad. El estoicismo enseña que la libertad no se conquista cuando todo sale bien, sino cuando el hombre actúa con rectitud incluso sabiendo que puede perder. Esa es la virtud que falta en nuestra dirigencia y, muchas veces, también en nosotros. El ciudadano que elige no mentir, aunque nadie lo vea; que cumple su deber, aunque no le convenga; que no se vende, aunque lo tienten, está reconstruyendo la República desde el silencio de su conciencia.

Porque la decadencia argentina no es solo institucional: es espiritual. Nos domina más la resignación que el poder de los corruptos. Nos paraliza más el “no se puede” que las leyes injustas. El enemigo no está solo en los despachos, sino en cada ciudadano que se acostumbra a la trampa, que calla ante la injusticia, que se convence de que “todos son iguales”. No: no todos lo son. La diferencia entre una Nación viva y una sociedad derrotada está en quienes deciden no resignarse.

Cuando la justicia calla, no se apaga un tribunal: se apaga la conciencia de un pueblo. Y cuando el pueblo se vuelve sordo ante esa ausencia, la República se disuelve en la nada. Pero aún late una esperanza, tenue pero obstinada, en cada argentino que mantiene la fe en la verdad. Ese latido —invisible y terco— es la última frontera de la dignidad nacional.

Por eso, el desafío no es solo político: es moral. La reconstrucción del país no empezará con un cambio de nombres, sino con un cambio de valores. Con ciudadanos que elijan la integridad aunque duela; que practiquen la decencia aunque nadie los premie; que exijan justicia no por venganza, sino por amor al orden. Porque sin virtud no hay República, y sin coraje no hay justicia.

El futuro de la Nación no depende de un fallo judicial, sino de un despertar de conciencia: de ese instante en que cada argentino diga “basta”, no desde el enojo, sino desde la responsabilidad. Cuando eso ocurra, la corrupción dejará de ser destino y volverá a ser delito. Y la Argentina —la verdadera, la moral, la que aún respira bajo los escombros— renacerá.

La justicia no es un trámite: es el pulso moral de un pueblo. No nace en los códigos, sino en el coraje; no habita en los tribunales, sino en las conciencias que se niegan a claudicar. Y mientras en esta tierra quede un solo ciudadano dispuesto a elegir la verdad por encima de la comodidad, a enfrentar la mentira sin cálculo ni recompensa, la República no estará perdida. Podrá tambalear, podrá sangrar, podrá parecer muerta, pero renacerá una y mil veces del fuego de quienes aún creen que la dignidad no se negocia.

Porque un pueblo que aún se indigna no está vencido: está vivo. Y mientras arda esa indignación justa —esa llama que no pide permiso ni perdón—, la justicia seguirá teniendo rostro humano y la patria, aunque herida, seguirá de pie.

Que Dios ilumine y guíe a quienes tienen el privilegio, el honor y la carga de servir a esta Nación, para que nunca olviden que el poder solo cobra sentido cuando se pone al servicio del pueblo. Y que sea ese mismo pueblo —con su voz firme, su memoria alerta y su esperanza indomable— quien mantenga encendida la llama que guía el destino de la patria.

Continuará…

La Ideología de desinformar y sus consecuencias

Por Enrico Colombres.

Vivimos inmersos en una época que confunde información con conocimiento y saturación con conciencia. El flujo constante de datos, opiniones, rumores y falsedades circula como una marea incesante. Lo que alguna vez fue la búsqueda de la verdad se ha transformado en un ruido blanco que anestesia, abruma y, sobre todo, desorienta. La desinformación se ha vuelto el aire que respiramos, y la paradoja contemporánea es que, cuanto más acceso tenemos a la información, menos entendemos lo que realmente ocurre.

Las redes sociales, los noticieros en línea y las plataformas de contenido no solo transmiten hechos, sino también emociones manufacturadas. La mentira se disfraza de noticia y la opinión se vende como verdad. En este escenario de confusión permanente, la atención humana se ha convertido en un recurso escaso y valioso, casi tan codiciado como el litio o el agua. Nos vigilan, nos miden, nos segmentan y nos alimentan con fragmentos de realidad a la medida de nuestras creencias y de sus necesidades. Todo está diseñado para mantenernos mirando, reaccionando, discutiendo sin pensar en lo que ocultan.

La ideología, radicándose en un vacío ontológico, está allí con holgura; es decir, que allí mismo caben, a la par, varias expresiones ideológicas de la misma cosa que pueden discrepar por lo que dicen —algo así como una lucha meramente teórica entre ellas—, aunque en su elemento latente —eso que las lleva a hablar— todas concuerden. Esta holgura ontológica permite que la ideología sea una forma de ocultación, ya que consiente una discrepancia temática y una concordancia funcional o militante. La discrepancia temática se explica como conciencia falsa, puesto que los discursos ideológicos no hablan de lo que hablan: no tratan de lo que expresan porque, en rigor, nada tienen para describir, careciendo de verificación por falta de un objeto de conocimiento correspondiente a la expresión. En cambio, lo que los lleva a hablar —lo que origina esos discursos, lo que presuponen y encubren, siendo algo común a todas esas expresiones ideológicas afines— asegura una concordancia funcional de ellas, en la medida en que todas estuvieran al servicio de lo mismo.

(Carlos Cossio, Las ideologías, p. 79)

En este contexto asfixiante aparece un gesto inesperado. Cada vez más personas deciden desconectarse. Lo hacen sin manifiestos ni consignas, simplemente cansadas de tanto estímulo y tanta mentira. Buscan silencio, buscan pausa, buscan humanidad. Y en medio del avance tecnológico, el símbolo de esta rebelión tranquila es el regreso del teléfono básico, el llamado dumb phone. Ese dispositivo que solo sirve para llamar o enviar mensajes de texto, que no muestra notificaciones, que no rastrea la ubicación, que no nos pide el rostro ni la huella para funcionar. Es un pequeño acto de desobediencia en un mundo que exige estar siempre disponible.

La desconexión se ha vuelto un mecanismo de defensa ante la sobreexposición digital. Quien apaga el teléfono inteligente no busca volver a los años ochenta por nostalgia, sino por salud mental. La avalancha de noticias, la invasión de la inteligencia artificial en los espacios laborales, el miedo al reemplazo por máquinas más rápidas y más obedientes: todo contribuye a un estado de ansiedad colectiva que se disfraza de hiperproductividad. El ser humano, convertido en usuario, siente que pierde terreno frente a la máquina y que su atención ya no le pertenece.

Hay algo profundamente humano en la decisión de simplificar. En los ochenta la vida transcurría a un ritmo distinto. Los teléfonos estaban fijos a la pared y la información llegaba con demora. Había que esperar el diario, escuchar la radio, mirar el noticiero de la noche. La comunicación era más lenta, pero también más reflexiva. La falta de inmediatez dejaba espacio para el pensamiento. Se podía caminar sin auriculares, conversar sin interrupciones, disentir sin viralizarlo. La conversación cara a cara tenía un peso simbólico que hoy parece casi revolucionario.

El salto tecnológico trajo comodidades innegables, pero también una nueva forma de dependencia. Lo que antes era un medio se volvió un fin. La conexión constante se transformó en una obligación disfrazada de libertad. Estar al tanto se volvió sinónimo de estar atrapado. La información dejó de ser una herramienta de conocimiento para convertirse en una forma de control. Y en ese paisaje, el retorno al teléfono simple aparece como una respuesta ética, una decisión consciente de recuperar el control de la atención.

Resulta irónico que en pleno siglo veintiuno, cuando la humanidad dispone de las herramientas más poderosas para comunicarse, haya tanta gente que elija volver a la sencillez de lo analógico. Pero no se trata de un capricho ni de una moda vintage. Es una reacción ante el exceso, una forma de preservar la cordura en un entorno que empuja hacia la saturación. Apagar el teléfono inteligente o cambiarlo por uno elemental es una declaración silenciosa de independencia.

No se trata de ignorar el mundo ni de renunciar a la tecnología, sino de poner límites. En una época que confunde información con verdad, la selección se convierte en un acto político. Decidir qué leer, qué mirar o qué ignorar es una forma de resistencia. La desinformación masiva no solo deteriora la democracia: también erosiona la salud mental. Cada vez más personas se sienten atrapadas entre la necesidad de estar informadas y el agotamiento que provoca el flujo continuo de mensajes, alertas y noticias contradictorias.

Desinformarse voluntariamente —o, mejor dicho, elegir desconectarse— se transforma así en un ejercicio de autocuidado. Es un intento de conservar la autonomía frente a un sistema que pretende colonizar cada minuto de atención. Paradójicamente, la desconexión nos devuelve algo que la hiperconectividad nos robó: la capacidad de silencio, de introspección, de diálogo real.

Hay quienes ven en este fenómeno una forma de escapismo o una rendición ante la complejidad del mundo. Sin embargo, en una sociedad que glorifica la velocidad y la productividad, detenerse puede ser el acto más revolucionario. El dumb phone, al privarnos de distracciones, nos obliga a observar, a pensar, a estar presentes. Es una herramienta de recuperación de la conciencia. Frente a la avalancha de datos falsos, la simplicidad se vuelve una forma de verdad.

La inteligencia artificial y la automatización prometen resolverlo todo, pero a costa de nuestra singularidad. La sustitución del trabajo humano por algoritmos no solo amenaza los ingresos: también erosiona el sentido de propósito. El ser humano necesita sentirse útil, necesita crear, decidir, equivocarse. Cuando las máquinas asumen esas funciones, el riesgo no es solo económico, es existencial. En ese vacío, muchos buscan refugio en lo esencial, en lo tangible, en lo que no se puede descargar ni actualizar.

En Argentina, donde la conversación de café sigue siendo una institución y el fútbol un lenguaje común, la desconexión adopta un tono propio. El teléfono básico se convierte en una forma de volver a la charla, de escapar de la ansiedad de las notificaciones y de la polarización que domina las redes. Es un regreso a la palabra dicha y al gesto compartido. En un país acostumbrado a las crisis y a los ciclos de incertidumbre, esta forma de resistencia íntima tiene algo de sabiduría popular. Desconectarse no es aislarse: es protegerse.

También hay un componente de clase en este fenómeno. Desconectarse requiere tiempo, estabilidad y cierta seguridad económica. No todos pueden hacerlo. Para muchos, el smartphone es la única puerta al trabajo, a la educación o a la información pública. Por eso, la desconexión puede volverse un privilegio, una decisión reservada a quienes pueden elegir cuándo y cómo estar disponibles. En cambio, quienes dependen de la conexión para sobrevivir viven sometidos a la tiranía del algoritmo y a la vigilancia digital. Esa desigualdad tecnológica reproduce las brechas sociales de siempre.

El desafío es recuperar el equilibrio. Ni aislamiento ni saturación: un uso consciente de la información. La sociedad moderna necesita reaprender a discernir, a desconfiar del exceso, a valorar el silencio. La sobreinformación no solo produce confusión: también debilita la voluntad colectiva. En la política, en la economía y en la cultura, el ruido constante impide pensar estrategias a largo plazo. Todo se vuelve reacción, impulso, espectáculo. Y cuando todo se mide en segundos, la reflexión desaparece.

La desinformación como herramienta política es uno de los mayores riesgos para la democracia contemporánea. No se trata solo de mentiras deliberadas, sino del efecto corrosivo de la duda permanente. Cuando nadie cree en nada, todo se vuelve posible. Esa incertidumbre constante debilita el tejido social y genera una ciudadanía fatigada, descreída, vulnerable. En ese contexto, la desconexión selectiva aparece como un acto de preservación del juicio crítico.

Desconectarse puede ser una manera de reconectarse con lo esencial. El silencio y la lentitud permiten recuperar la atención perdida. En un mundo que exige respuestas inmediatas, el tiempo para pensar se ha convertido en un lujo. Volver a la calma es un modo de resistencia. No se trata de romantizar el pasado, sino de rescatar la posibilidad de mirar sin intermediarios, de sentir sin pantallas.

El regreso de los teléfonos básicos no es una moda tecnológica, sino una señal cultural. Indica un hartazgo profundo ante la saturación informativa y la pérdida de control personal. Representa el deseo de volver a lo que no está mediado, a lo que no se puede manipular con un algoritmo. Es un recordatorio de que el progreso sin humanidad no es progreso.

Quizá estemos entrando en una nueva fase de la civilización digital, una etapa en la que la verdadera inteligencia consistirá en saber cuándo desconectarse. El futuro no pertenece solo a quienes inventan máquinas cada vez más rápidas, sino a quienes sepan mantener la mente clara en medio del ruido. El desafío no es acumular datos, sino conservar la lucidez.

En tiempos en que la información nos abruma, desinformarse puede ser un acto de sanidad. No para ignorar la realidad, sino para verla sin el filtro deformante de las pantallas. La desconexión, voluntaria o necesaria, se transforma en un refugio, un punto de equilibrio entre la tecnología y la humanidad.

Quizá el camino no sea apagarlo todo, sino aprender a encender lo necesario. Recuperar el control del tiempo, del pensamiento, de la palabra. Resistir la tentación de vivir a través de la pantalla. Reaprender a conversar, a mirar, a escuchar. Y en ese gesto, pequeño pero profundo, reencontrar lo que tanto nos falta: la paz interior.

En un mundo que grita, el silencio es revolución. En una era de desinformación y ansiedad digital, la desconexión puede ser el primer paso hacia una nueva forma de libertad. Porque, a veces, para volver a conectarnos con lo humano, no hay otra opción que apagarlo todo.

La desconexión también tiene su precio. En medio de tanto ruido y tanta mentira, la desconfianza se volvió norma y la indiferencia se hizo costumbre. Ya no se cree en la política, ni en la justicia, ni en los medios, ni siquiera en el otro. La sobreinformación primero confundió, luego cansó y finalmente desmovilizó. La desinformación terminó cumpliendo el sueño de los poderosos: un pueblo saturado, incrédulo y ensimismado. En esa fatiga colectiva se instaló una lógica perversa, la del “sálvese quien pueda”, donde el voto se vuelve trámite, la protesta inútil, la empatía un lujo y el interés por lo común una excentricidad. La gente se protege apagando pantallas, pero también apaga su compromiso. Se repliega, se encierra, se resigna.

Esa atomización social, funcional a quienes gobiernan entre sombras, convierte la desconfianza en la herramienta perfecta para perpetuar el control. No hace falta censurar cuando el cansancio logra que nadie quiera escuchar. No hace falta manipular cuando la desilusión hace que nadie crea. Así las cosas, mientras discutimos si conviene un teléfono inteligente o uno tonto, los que realmente manejan el tablero siguen moviendo las piezas negras que juegan primero, a oscuras. Y el riesgo más grande ya no es la desinformación: es el vacío que deja cuando la esperanza se apaga en cada uno de nosotros.

 

La guerra que nadie quiere ver

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Por María José Mazzocato. 

Los verdugos existen porque existen los testigos mudos.

Primo Levi.

 

En el corazón del Cuerno de África, un país entero se desangra mientras el resto del planeta mira hacia otro lado. Sudán, sumido en una guerra que ya cumple más de dos años, atraviesa una de las peores crisis humanitarias del siglo XXI. Desde abril de 2023, las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) – una milicia paramilitar nacida de las sombras del antiguo régimen – se enfrentan por el poder en un conflicto que ha borrado las fronteras entre lo político, lo étnico y lo humano.

Más de 25 millones de personas necesitan asistencia urgente; 12 millones han sido desplazadas; y los informes de Amnistía Internacional y la ONU hablan de miles de asesinatos, violaciones masivas, torturas y desapariciones forzadas. Sin embargo, el mundo, anestesiado por su propia saturación informativa, ha elegido el silencio. La tragedia sudanesa se ha convertido en una herida sin testigos.

La guerra comenzó como una disputa por el control del Estado entre el general Abdel Fattah al-Burhan, jefe de las SAF, y Mohamed Hamdan Dagalo, conocido como Hemedti, líder de la RSF. Lo que inició como una pugna militar se transformó en un colapso total del país. La capital, Jartum, es hoy una ciudad fantasma: edificios carbonizados, hospitales saqueados, escuelas convertidas en trincheras, y cadáveres que yacen durante días bajo el sol, sin poder ser enterrados.

Pero la violencia en Sudán no es solo la del fuego cruzado. Es una violencia metódica, calculada, ejercida sobre los cuerpos más vulnerables. Organizaciones humanitarias han documentado una ola sistemática de violencia sexual usada como arma de guerra por parte de las milicias de la RSF, especialmente en Darfur. Mujeres y niñas —algunas de apenas 10 años— han sido secuestradas, violadas y esclavizadas durante semanas. En muchos casos, los agresores marcan a sus víctimas con símbolos tribales o las obligan a cocinar y limpiar para sus captores antes de abandonarlas en el desierto.

“Quieren borrar nuestra existencia, no solo matarnos”, dijo una mujer refugiada entrevistada por Human Rights Watch en la frontera con Chad. Su testimonio resume el núcleo de este conflicto: una guerra contra los cuerpos, contra las comunidades, contra la memoria misma.

Mientras tanto, el acceso humanitario es casi inexistente. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) ha advertido que millones de niños enfrentan desnutrición aguda. El 80 % de los hospitales han dejado de funcionar. El agua potable escasea. Las rutas humanitarias están bloqueadas por ambos bandos. Y, como si fuera poco, los brotes de cólera y malaria crecen cada semana.

En Darfur, el horror tiene ecos del pasado. Dos décadas después del genocidio que conmovió al mundo, la historia parece repetirse con idéntica impunidad. Pueblos enteros han sido arrasados; los líderes comunitarios, ejecutados. Se habla de limpieza étnica contra las comunidades masalit y zaghawa, perseguidas por su origen. En el campo de Zamzam, decenas de miles de personas sobreviven en condiciones infrahumanas. Entre ellas, mujeres que han sido violadas y vuelven a parir en la intemperie.

Sin embargo, la guerra de Sudán no ocupa titulares. No hay cámaras de televisión transmitiendo en directo, ni banderas en las redes sociales. En un mundo saturado por la simultaneidad de tragedias, la suya es una guerra sin marketing. La atención internacional se desplaza a Ucrania, a Gaza, a los grandes escenarios geopolíticos. Sudán, en cambio, se hunde en el silencio, en la lógica perversa de una humanidad que mide la empatía según la cobertura mediática.

Las consecuencias trascienden sus fronteras. El conflicto amenaza con desestabilizar toda la región del Sahel, arrastrando a Chad, Sudán del Sur y Etiopía hacia un nuevo ciclo de violencia y desplazamiento. Las rutas migratorias hacia el Mediterráneo se reconfiguran, y la Unión Europea observa de lejos, atrapada entre la indiferencia y la hipocresía.

Pero entre la devastación también hay resistencia. Jóvenes activistas sudaneses, muchos exiliados, utilizan las redes para documentar lo que ocurre y romper el cerco informativo. En medio del apagón digital, la conexión satelital de unos pocos se convierte en un acto político. Cada fotografía, cada testimonio que logra atravesar el algoritmo global, es una forma de supervivencia.

Sudán nos interpela no solo por su tragedia, sino por lo que revela sobre nosotros. ¿Qué dice de nuestra era que una guerra así pueda desarrollarse casi sin testigos? ¿Qué nos ha pasado como humanidad para que la violencia sexual, la hambruna y el desplazamiento masivo se vuelvan paisaje de fondo?

El silencio del mundo es también una forma de complicidad. Olvidar es dejar que los perpetradores escriban la historia. Por eso, recordar Sudán no es solo un acto de empatía, sino de justicia. Nombrar sus ciudades, sus muertos, sus mujeres violentadas, es una forma de resistencia ante el olvido.

Sudán arde. Y el mundo, que todo lo ve, ha decidido no mirar.

 

El riesgo como identidad

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Por María José Barrionuevo Gallo.

La lógica del riesgo no consiste en evitar peligros, sino en gestionarlos reflexivamente.
Ulrich Beck.

En los últimos meses, las calles del microcentro tucumano se llenaron de jóvenes en bicicleta. A veces van en grupo, otras solos, muchas veces desafiando el tránsito o las miradas adultas. Los medios los llaman bikers, los vecinos se quejan, el Estado observa. Algunos ven descontrol; otros, simplemente adolescencia. Pero detrás de esos pedales hay algo más profundo que una infracción o una moda: hay un síntoma de época.

El sociólogo alemán Ulrich Beck hablaba de la sociedad del riesgo, un tiempo en el que las certezas del pasado —el trabajo estable, la autoridad, la comunidad— se desmoronan, y las personas buscan nuevos modos de afirmarse en medio de la incertidumbre. En ese mundo líquido, donde nada parece durar, el riesgo se transforma en una forma de identidad. Los jóvenes no buscan el peligro por inconsciencia: lo hacen porque los márgenes del peligro son los únicos lugares donde todavía se sienten vivos y reconocidos.

La escena de los bikers encarna esa búsqueda. No hay clubes gratuitos, ni espacios juveniles reales, ni autoridades cercanas. Entonces la calle se vuelve escenario; la bicicleta, su emblema. Allí ensayan libertad, pertenencia y desafío; allí crean un lenguaje propio, hecho de velocidad, adrenalina y exposición. Filmarse, subirlo a redes, cosechar “likes”: todo eso es, también, una manera de decir “existo” en una sociedad que pocas veces los ve.

Beck mostraría que no se trata solo de jóvenes imprudentes, sino de un sistema que ya no ofrece seguridad ni sentido. En su lectura, la desregulación del riesgo es la contracara de la desprotección institucional. Cuando el Estado no acompaña, cuando la escuela no contiene y la familia está agotada, el peligro deja de ser un límite y pasa a ser un refugio: el único terreno donde todavía se puede elegir, decidir y sentir algo propio.

Esto no significa justificar la imprudencia. Significa comprender que la transgresión adolescente no es un error individual, sino una respuesta colectiva ante un mundo que los margina. La calle no es solo un lugar físico: es el último espacio público donde los jóvenes aún pueden hacer visible su existencia. Y cuando la visibilidad es un privilegio, pedalear en el medio de la avenida puede ser un acto de afirmación social.

Frente a esto, las políticas públicas no pueden limitarse a prohibir. Las experiencias de Bogotá, Londres o Rosario muestran que regular con inteligencia es más eficaz que reprimir con fuerza. Rutas seguras, horarios controlados, adultos acompañando, y programas que reconozcan el sentido cultural del fenómeno. No se trata de domesticar la rebeldía, sino de darle cauce y legitimidad.

La sociedad del riesgo que describía Beck no es una teoría lejana: está frente a nosotros cada vez que un grupo de adolescentes pedalea en medio del tránsito porque no encuentra otro lugar donde ser. Y tal vez ese sea el mayor desafío contemporáneo: reconstruir una autoridad que no castigue, sino que escuche; un orden público que no excluya, sino que eduque.

Porque el verdadero peligro no es que los chicos anden en bici por el centro. El verdadero riesgo —como advertiría Beck— es que dejen de hacerlo. Que se apaguen las ganas de salir, de agruparse, de probarse frente al mundo. Que el silencio, la apatía y las pantallas reemplacen al movimiento y al vínculo.

Tal vez, después de todo, no estemos ante una amenaza, sino ante un recordatorio: mientras haya juventud en movimiento, todavía hay una sociedad que puede cambiar de rumbo.

El ocaso de la razón moderna

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Por Susana Maidana.

La modernidad deja de existir cuando desaparece la posibilidad de seguir hablando de la historia como una entidad unitaria.
Gianni Vattimo.

Se han dado múltiples concepciones sobre qué es la postmodernidad. Algunos la describen como una continuación exacerbada de la modernidad; otros, como su crisis o incluso como una ruptura definitiva con ella. Para comprender de qué hablamos, es necesario, primero, precisar qué entendemos por modernidad desde el punto de vista filosófico.

En esta primera parte abordaremos los rasgos dominantes de la modernidad; en la próxima, nos adentraremos en los ejes centrales de la postmodernidad: la crisis del sujeto y de la razón, el fin de la historia y de la ética, la sociedad de la simulación y la era del vacío.

1. La Modernidad

La modernidad es, ante todo, la era de la razón y de la ciencia. Nace sobre las ruinas del mundo feudal y se caracteriza por su optimismo y su fe en el progreso, en la capacidad de la razón para liberar al hombre. Heidegger la llama “la época de la imagen del mundo”, porque el sujeto moderno se preocupa menos por la esencia de lo real y más por las formas en que lo conoce, por sus percepciones e ideas.

El hombre moderno se concibe como un ser racional, una cosa pensante capaz de reflejar el mundo tal cual es, sin opacidades ni interferencias. Confía en la posibilidad de conocer y dominar la naturaleza, de transformarla a su medida. La razón moderna se presenta como totalizadora, capaz de ofrecer normas universales para la ética, la estética, la política y la sociedad. Nada, en teoría, escapa a su alcance.

2. La Postmodernidad: la crisis del sujeto y de la razón

La postmodernidad surge en las últimas décadas del siglo XX, pero hunde sus raíces en diversas transformaciones previas. La ciencia contemporánea comenzó a cuestionar pilares de la ciencia clásica: la objetividad, el determinismo, el análisis como método único. Thomas Kuhn demostró que el conocimiento científico no avanza linealmente, sino a través de rupturas de paradigma. La ciencia, en lugar de acumular certezas, atraviesa revoluciones.

A estos cambios se sumaron factores históricos: guerras, crisis coloniales, caída del muro de Berlín, degradación ambiental, abusos de la técnica. Todo ello socavó la confianza en la razón como fuente de felicidad y paz. Los medios masivos de comunicación, con su aceleración constante, modificaron hábitos, modos de vida y estructuras de pensamiento.

Jean-François Lyotard señaló que el saber dejó de ser un valor de uso para transformarse en un valor de cambio, sujeto a las leyes del mercado. El conocimiento ya no se busca por su verdad, sino por su utilidad o su rentabilidad.

a) La crisis del sujeto y de la razón

Marx, Freud, Nietzsche y Heidegger son los grandes precursores de esta crítica.
Marx desenmascaró la ilusión de transparencia del pensamiento: el conocimiento no refleja la realidad, sino las condiciones sociales e ideológicas de la producción. Freud profundizó el golpe al afirmar que la mente está atravesada por el deseo y lo inconsciente. Nietzsche, por su parte, mostró que el sujeto racional es una invención del lenguaje y que la “verdad” no es más que un conjunto de metáforas estabilizadas por el hábito.

El hombre, dice Nietzsche, inventó el conocimiento para compensar su fragilidad, y en ese intento quedó atrapado en sus propias abstracciones. “Dios ha muerto” significa que los valores tradicionales han perdido su fundamento. La moral burguesa moderna, en consecuencia, se vacía de contenido.

Heidegger criticó la razón calculadora que domina al ser humano moderno, proponiendo un pensar más meditativo, atento al sentido del ser. Horkheimer y Adorno, desde la Escuela de Frankfurt, denunciaron la “episteme de la dominación”: la razón puesta al servicio del control y del poder.

La filosofía del lenguaje, con Wittgenstein, también rompió con la idea de universalidad: las palabras no tienen un sentido fijo, sino que adquieren significado en el uso, en los múltiples juegos del lenguaje. No hay una verdad única, sino pluralidades y regionalismos.

b) El fin de la historia y de la ética

Según Vattimo, la modernidad termina cuando deja de ser posible hablar de una historia unitaria. Marx, Nietzsche y Benjamin ya habían advertido que esa idea de un sentido único era una construcción ideológica. A ello se sumaron las crisis del colonialismo y del imperialismo, y la expansión de los medios de comunicación, que multiplicaron los relatos del mundo.

Esta fragmentación marca el fin de las grandes utopías y de las narrativas universales. Fukuyama lo tradujo en su célebre tesis del “fin de la historia”, expresión de la ideología neoliberal. La postmodernidad se presenta así como un tiempo sin fundamentos, donde todo se relativiza.

El pensamiento postmoderno es —dice Vattimo— un pensamiento “de la contaminación”: abierto, inestable, plural, sin principios fijos ni verdades únicas. Esa relativización alcanza también a la ética. Como anticipó Nietzsche, sin Dios no hay valores absolutos. En la era de la anomia y el individualismo, el desafío es sobrevivir bajo el imperio del “todo vale”.

Si la modernidad proponía una eticización de la vida —una existencia regida por deberes universales—, la postmodernidad introduce una estetización del mundo: vivir el instante, buscar el placer inmediato, transformar la moral en experiencia estética. El hombre postmoderno, más que obedecer normas, busca sentir.

[Continuará en la próxima entrega: La era del vacío y la sociedad de la simulación”]

El mundo que no miramos

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Por Fabricio Falcucci.

Ética y lectura de una ceguera contemporánea.

Aún creemos entender el mundo porque lo nombramos. Dibujamos los mapas, fijamos las coordenadas del saber, impusimos la medida del tiempo y definimos qué debía considerarse progreso. Pero mientras repetíamos nuestras viejas certezas, una parte esencial de la humanidad permanecía fuera de foco. Aquello que alguna vez se imaginó distante y exótico se convirtió en el corazón del siglo XXI, un espacio que produce el conocimiento, tecnología y materia con que se construye el futuro. Durante siglos las narrativas dominantes situaron el centro de la vida intelectual y política en París, Londres, Berlín o Nueva York. Sin embargo, esta época ha trastocado esa cartografía. La historia se mueve hacia el Este donde florecen culturas, tecnologías, filosofías y ciudades que ya no orbitan alrededor de los antiguos poderes.

Esa ceguera no es nueva. Es el resultado de una herencia colonial que moldeó la educación, la ciencia y la imaginación. Edward Said, en Orientalismo, explicó que aquello que llamamos “Oriente” no era una realidad geográfica sino una construcción cultural que reflejaba los prejuicios y ansiedades de Europa. En ese espejo deformado, el Este aparecía como lo extraño, lo sensual o lo irracional, mientras el “nosotros” occidental se reservaba el monopolio de la razón y del progreso. No obstante, mientras persistíamos en esa caricatura, el ombligo del mundo se transformaba y las antiguas periferias comenzaron a definir el pulso de la modernidad.

Hoy más del sesenta por ciento de la población mundial vive en Asia y nueve de las diez megaciudades más grandes del planeta se encuentran allí, según ONU-Hábitat. En ellas se están redefiniendo las formas de vida urbana y los límites de la técnica. Shanghai, Seúl, Singapur, Tokio o Shenzhen no solo son centros industriales, son laboratorios del futuro. En sus calles el desarrollo tecnológico alcanza niveles que rozan la ciencia ficción. En Dubái y Doha los sistemas de enfriamiento por aire acondicionado urbano permiten caminar bajo temperaturas extremas. En Tokio los robots autónomos limpian y reparan el metro en horarios nocturnos, mientras sensores inteligentes regulan la luminosidad y el tránsito peatonal. En Singapur los Supertrees del Gardens by the Bay almacenan energía solar y regulan la temperatura ambiente. En Shenzhen los drones-taxis y los autobuses eléctricos sin conductor se integran a una red de movilidad coordinada por inteligencia artificial.

En Seúl las calles se calientan en invierno mediante pavimentos radiantes y se enfrían en verano con micro túneles de agua reciclada. En Yakarta barrios completos están diseñados para flotar y adaptarse al ascenso del nivel del mar. En Hong Kong los edificios se comunican entre sí para ajustar el consumo energético colectivo. Este fenómeno descripto por Damian y Phan en Introduction to Smart Cities in Asia constituye “una revolución urbana sin precedentes donde la tradición espiritual y la tecnología digital laten al mismo ritmo”.

El cemento, símbolo de la modernidad industrial, ha sido resignificado dentro de esa transformación. Entre 2011 y 2013, China utilizó más cemento que Estados Unidos durante todo el siglo XX, pero esa cifra no expresa únicamente expansión física. Detrás de ella se oculta una revolución material: la creación de cementos autorreparables que sellan fisuras mediante bacterias, concretos fotocatalíticos que absorben dióxido de carbono y materiales flexibles que se adaptan a los movimientos sísmicos. La arquitectura, en ese contexto, es tanto una ciencia como una ética. Construir implica reconciliar el espacio humano con la naturaleza.

Saskia Sassen advirtió que “el futuro urbano se está escribiendo en Asia, aunque Occidente aún no sepa leerlo”. Ese futuro no consiste solo en rascacielos brillantes, sino en una nueva filosofía del habitar. En estas ciudades la tecnología no destruye el tejido social, sino que busca fortalecerlo. La inteligencia artificial se utiliza para planificar rutas de transporte que reduzcan el estrés urbano, para monitorear la calidad del aire en tiempo real y para distribuir alimentos en barrios populares mediante sistemas logísticos automatizados. En varios distritos de Tokio y Seúl los edificios públicos incorporan jardines verticales que funcionan como pulmones naturales, purificando el aire y regulando la humedad. La ciudad se convierte en un organismo vivo capaz de aprender, adaptarse y cuidar.

Esa metamorfosis está acompañada por una visión filosófica distinta. Daisetsu Suzuki afirmó que “el hombre occidental busca controlar la naturaleza, mientras el oriental procura vivir en ella”. En esa frase se resume una diferencia civilizatoria profunda. El pensamiento nacido en Europa desde Bacon hasta Descartes entendió el conocimiento como poder y la razón como instrumento de dominación. El asiático, en cambio, concibe la sabiduría como armonía y el saber como arte de la coexistencia. Conceptos como tao, karma, nirvana o wu wei describen formas de equilibrio antes que certezas absolutas.

Esa filosofía impregna también la medicina. Según la Organización Mundial de la Salud, el ochenta por ciento de la población mundial utiliza prácticas tradicionales como parte de su atención sanitaria. En China la acupuntura y la fitoterapia fueron integradas a los hospitales universitarios desde los años cincuenta y hoy conviven con la biomedicina moderna. En India el Ayurveda propone sanar restableciendo la armonía entre los elementos del cuerpo y el entorno. Mientras el paradigma Occidental separa mente y cuerpo, la medicina asiática los entiende como una única energía en movimiento. Curar no significa eliminar el síntoma sino comprender su mensaje.

La literatura completa ese mosaico. Autores como Haruki Murakami, Han Kang, Kenzaburō Ōe, Mo Yan o Orhan Pamuk han elaborado una estética que rehúye la linealidad y celebra el vacío, el silencio y la contemplación. En ellos el tiempo no se mide por relojes sino por estados del alma. El filósofo Poolla Tirupati Raju escribió que “en el pensamiento oriental, la belleza y la bondad son formas del conocimiento”, una afirmación que podría aplicarse a esa narrativa donde lo ético y lo estético se confunden. La literatura asiática no busca el conflicto, sino la resonancia; no la certeza, sino la pausa que permite pensar el sentido.

Comprender ese universo implica desaprender los reflejos mentales con los que durante siglos organizamos el mundo. Supone reconocer que el conocimiento no tiene un único centro, que la razón no es propiedad de una geografía y que la historia ya no se articula en torno al eje atlántico. El siglo XXI no puede ser leído con las categorías del siglo XX. Capitalismo y comunismo, Estado y mercado, individuo y comunidad son dicotomías que la experiencia asiática ha vuelto porosas. En China la planificación estatal convive con la innovación privada; en Corea del Sur, la disciplina colectiva coexiste con la creatividad tecnológica; en Japón, la tradición estética del wabi-sabi inspira el diseño industrial y la arquitectura minimalista.

El resultado es un modelo híbrido, imprevisible, que no busca imitar sino superar las viejas formas. La inteligencia urbana se combina con la ética de la moderación, la eficiencia energética con la búsqueda del bienestar colectivo. Las avenidas climatizadas, los sistemas de transporte sin conductor, los edificios bioclimáticos y los algoritmos que aprenden del comportamiento humano no son simples avances técnicos, son expresiones de una nueva idea de humanidad.

El mayor obstáculo para comprender ese proceso sigue siendo el prejuicio ideológico con el que todavía observamos el mundo. Persistimos en pensar la realidad bajo las categorías rígidas de la Guerra Fría divididos entre progreso y atraso, libertad y control, capitalismo y comunismo. Esas dicotomías que sirvieron para ordenar un siglo de confrontaciones ya no explican el presente. Pretender concebir el nuevo mapa con esas nociones es como intentar orientarse en una ciudad inteligente con el plano de un imperio desaparecido. La historia ya no se organiza en bloques ideológicos ni en fronteras culturales, sino en redes, sistemas y formas de cooperación transnacional que aún no logramos conceptualizar.

Quizás el desafío más profundo no sea dominar ese mundo, sino comprenderlo sin filtros heredados. Mientras seguimos discutiendo el pasado, Asia diseña los planos del futuro. El Este ya no es, como dijimos “una frontera exótica”, sino el nuevo centro de gravedad. Allí, entre la materia y el espíritu, entre la ingeniería y la filosofía, entre la tradición y el algoritmo, se está modelando un modo distinto de habitar el planeta.

El mundo que no miramos se despliega frente a nosotros, en sus avenidas inteligentes, sus templos silenciosos y su idea de equilibrio. Acercarse sin prejuicios no es un gesto cultural, sino una necesidad del presente. Comprender no implica renunciar a lo propio, sino asumir que la verdadera modernidad comienza cuando dejamos de pensarnos como adversarios y empezamos a reconocernos como parte de un mismo horizonte humano.

 

Migrantes

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Por Rodrigo Fernando Soriano.

Que estalle lo que quiera: mi origen, aunque humilde, quiero conocerlo.

Sófocles, Edipo Rey.

Me aferro a esa idea para mirar un mundo que se ha llenado de puertas cerradas y palabras duras. Cada tanto escucho una frase que desde lo retórico luce cargada de emoción violenta: “Ándate a tu país”. Desde muy chico me enseñaron que Argentina era un país que receptaba las inmigraciones. Incluso más, la constitución en su preámbulo nos dice “y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Sin embargo, la ecuación o el sentimiento parece ser otro.

La noticia que detonó esta reflexión es que Nueva York eligió como alcalde a Zohran Mamdani, inmigrante, musulmán, joven. Mi sorpresa era que fue elegido un socialista en un país con claras influencias republicanas. Sin embargo, el comentario de la gente con la que charlé fue “los musulmanes van a dominar el mundo”, con gran preocupación. Claro, Mamdani trajo consigo un programa que vuelve a colocar a los cuerpos que viajan —y a sus derechos— en el centro de la escena. El relato es evidente y se muestra como un viraje simbólico de la capital cultural del mundo hacia una ciudad que se piensa a sí misma como lugar de llegada, otra vez. 

Se calcula que 281 millones de personas —el 3,6% de la población mundial— viven hoy fuera de su país de origen. No es una estadística fría, es una escena humana que desborda cualquier estudio demográfico. Es, también, una responsabilidad política. 

En Roma, hace pocas semanas, el Papa León XIV advirtió sobre la “globalización de la indiferencia”. Tomando palabras de su antecesor, Francisco en Lampedusa, dice que hemos resbalado hacia la “globalización de la impotencia”: quedarnos quietos, mudos, resignados, creyendo que nada puede hacerse ante el sufrimiento de inocentes. El llamado fue claro: reconciliación, escucha, políticas concretas con dignidad humana en el centro. No como eslogan, sino como plan de acción académico y social de largo aliento. Hoy, la agenda del vaticano está claramente volcada a las personas migrantes.

Esa “impotencia globalizada” es el atajo favorito de los discursos que convierten al migrante en amenaza. Y aquí conviene despejar fantasmas. En Europa circula, cada tanto, la profecía de que en 2051 los musulmanes “superarán” a los cristianos en países como Francia. Los datos serios no acompañan esa alarma: los escenarios demográficos más altos proyectaban, ya en 2017, que la población musulmana llegaría al 14% de Europa en 2050 —muy por debajo de cristianos y no afiliados—, con variaciones por país, sí, pero lejos de cualquier “sustitución” total. Conviene discutir en base a cifras, no a miedos. 

Ahora me pregunto: ¿La migración genera valor o sólo “compite” por recursos escasos? La evidencia más robusta que conozco en clave causal —no simple correlación— mira a Estados Unidos y ensambla un instrumento “shift-share”: qué tanto inmigrante llega a cada condado depende de shocks en los países de origen y de redes históricas de asentamiento. El resultado es contundente: por cada 10.000 migrantes adicionales, crecen las patentes de firmas locales y se expande el ingreso real de los nativos en los años siguientes. No es magia; es complementariedad, redes y transferencia de conocimiento. 

Dicho de otra manera: incluso cuando en el corto plazo hay tensiones en ciertos mercados de trabajo, en el mediano plazo los “melones” se acomodan porque el que llega también consume, emprende, enseña, investiga, funda cosas. La innovación no solo la firman inmigrantes “estrella”; con frecuencia se enciende en equipos mixtos, donde un recién llegado habilita que un local patente mejor. La movilidad, regulada con sensatez, no es caridad: es política inteligente de desarrollo. En los Estados Unidos casi todos los CEOs de las diez empresas más grandes de USA nacieron en otro país, el 98.18% de las Startups de este año fueron fundadas por migrantes. 

El problema es cuando hablamos del “nivel” socio cultural de los migrantes. En Europa molesta eso. Acá en Argentina, a pesar de vanagloriarnos como un país “sin racismo”, también nos molesta que los migrantes sean musulmanes, es decir con una piel un poco marrón. Es así, no lo neguemos. 

El impacto económico de la migración no es uniforme. No produce los mismos efectos la llegada de personas con alta formación que la de quienes portan oficios y saberes prácticos. La intuición más inmediata —que, a mayor nivel educativo del migrante, mayor será el crecimiento— no siempre se confirma. Podría pensarse, incluso, que quienes vienen con menor calificación impulsan más el desarrollo, al cubrir huecos esenciales del trabajo cotidiano: el albañil que permite al arquitecto concretar su diseño, la enfermera que sostiene el sistema de salud. A ver, pensemos, Messi es migrante.

Sin embargo, la evidencia empírica muestra que, en promedio, la innovación y el aumento salarial derivados de los flujos migratorios se explican sobre todo por quienes llegan con más años de educación. Son personas que traen consigo capital intelectual, experiencia acumulada y la capacidad de integrarse a redes productivas de alta complejidad. En otras palabras, conocimiento que viaja, se adapta y vuelve a florecer en tierra ajena.

Nos vendría bien, como país, discutir con menos prejuicio. Incluso, nuestro pasado nos condena: Somos hijos de migrantes que pertenecían a la clase social más baja de Europa. Por eso, mientras muchos miraban con desconfianza al vecino paraguayo o boliviano —viejas corrientes que han estructurado sectores enteros de nuestra economía—, apareció un fenómeno más reciente: el “turismo de nacimiento” de mujeres rusas que llegaron a alumbrar en Buenos Aires tras la guerra con Ucrania. Lo cuento no para oponer pobres contra menos pobres, sino para desnudar la incoherencia de nuestros filtros morales: solemos temer a quien se nos parece demasiado al propio fracaso. Sin embargo, en Argentina se ve que los inmigrantes son los que sostienen el mercado laboral en sectores que los propios nativos no quieren ocupar.

Los números son conocidos: más de la mitad de las personas nacidas en el exterior en Argentina provienen de países sudamericanos; Paraguay y Bolivia explican cerca del 50% de los DNIs extranjeros, y la población migrante total es el 4,2% del país. Ese dato real choca con el sentido común punitivo que cada tanto exige “mano dura” selectiva. Si vamos a discutir reglas, discutámoslas para todos y con evidencia. 

Normativamente, en 2021, el decreto 138/2021 revirtió el DNU 70/2017 y repuso estándares más acordes con la Ley 25.871 y con los compromisos internacionales de derechos humanos. Lo técnico importa: procesos sumarísimos sin debido control judicial, afectación del principio de inocencia y quiebres de unidad familiar no son “detalles burocráticos”; son la diferencia entre un Estado Constitucional y una maquinaria de expulsión. Cuando la política migratoria se disfraza de derecho administrativo para importar lógicas penales, la dignidad es la primera víctima. 

Kwame Anthony Appiah (doctor en filosofía de la Universidad de Cambrigde, y profesor en la Universidad de Princeton) en su obra “Cosmopolita: Ética en un mundo de extraños” ofrece una brújula ética útil para este tiempo: ser cosmopolita es reconocer nuestra falibilidad (podemos estar equivocados) y el pluralismo (hay más de una respuesta correcta en muchas áreas de la vida). No exige coincidencia total; exige la disciplina de la conversación y el deseo del bien para quienes viven distinto. Pauline Kleingeld y Eric Brown lo formulan sin adjetivos nobles: un cosmopolitismo cultural y moderadamente moral, capaz de tejer comunidad sin borrar identidades. Es la gimnasia cívica más urgente: aprender a discrepar sin deshumanizar. 

Por eso rechazo el latiguillo de “dejar el mundo igual para nuestros hijos”. No alcanza. No quiero legar una foto fija: quiero heredarles un mundo más plural, más interesante y más exigente, donde la amabilidad no sea un privilegio endogámico sino una práctica pública con desconocidos.

Todas las religiones han causado daño a lo largo de la historia; también han sido matrices de consuelo, arte, ciencia y organización social. Tomar solo una parte para juzgar el todo es intelectualmente pobre y políticamente peligroso. En un clima que sobre-simplifica al islam —entre la convivencia real de millones y la violencia de minorías fanatizadas—, conviene recordar dos cosas: la diversidad interna del mundo musulmán, y que los “diagnósticos de reemplazo” prosperan cuando las instituciones renuncian a integrar con reglas claras y oportunidades reales. Datos y políticas, no mantras apocalípticos. 

La elección de Mamdani en Nueva York no es un cuento moral: es un recordatorio práctico de que las ciudades que apuestan por integrar —vivienda, transporte, trabajo, educación— terminan siendo más creativas y prósperas. No romantizo nada: integrar cuesta, y exige deberes de ambos lados. Del que llega, aprender la lengua común y respetar la ley. Del que recibe, abrir instituciones, no sólo puertas. Y del Estado, diseñar con datos: cupos dinámicos, reconocimiento de títulos, ventanillas únicas, y seguimiento estadístico serio del impacto en salarios, productividad y convivencia.

La academia y la sociedad civil ya tienen hoja de ruta: enseñar, investigar, servir y apoyar —cuatro pilares del encuentro de Roma— para transformar la empatía en política pública. La consigna es concreta: pasar del diagnóstico a los prototipos, y de los prototipos a los estándares. 

Vuelvo a Sófocles: nadie se rehace fuera de su polis. Quien migra busca, precisamente, una comunidad donde reconstruirse. Si nos dejamos ganar por la “globalización de la impotencia”, nos convertimos en espectadores tristes de un dolor que podríamos aliviar. Si nos animamos al cosmopolitismo falible y plural, la ciudad —cualquier ciudad— vuelve a ser ese taller de humanidad en el que las diferencias no se toleran: se cultivan.

Yo digo: Vive la différence (¡viva la diferencia!). No es suficiente ser bueno solo con tus amigos y tu familia. Para vivir juntos, todos debemos aprender a ser amables con los extraños.

 

Borges, ¿experto en criminología?

Por Juan Cruz Ara Aimar.

En un pasaje de su cuarto ensayo dantesco, Jorge Luis Borges dice que “en realidad no hay, estrictamente, asesinos; hay individuos a quienes la torpeza de los lenguajes incluye en ese indeterminado conjunto”. “En otras palabras [continúa], quien ha leído la novela de Dostoievski ha sido, en cierto modo, Raskólnikov y sabe que su ‘crimen’ no es libre, pues una red inevitable de circunstancias lo prefijó y lo impuso”. Siguen luego dos sentencias claves. Primero, que “el hombre que mató no es un asesino, el hombre que robó no es un ladrón, el hombre que mintió no es un impostor; eso lo saben (mejor dicho, lo sienten) los condenados; por ende, no hay castigo sin injusticia”. Segundo, que “en la ficción jurídica el asesino bien puede merecer la pena de muerte, no el desventurado que asesinó, urgido por su historia pretérita y quizás —¡oh marqués de Laplace!— por la historia del universo” (Borges, 2018, pp. 52-53).

Como ocurre en general con la magnífica obra de Borges, este párrafo puede ser objeto de numerosos análisis y conclusiones. En lo que refiere al castigo penal, creemos que hay cuatro temas que merecen atención: la ontología del delito, las circunstancias del crimen, la (in)justicia del castigo y el problema del silogismo jurídico.

En cuanto a la ontología del delito, el texto citado muestra con claridad la relación inextricable entre la conducta y la palabra autorizada, entre la acción y la “torpeza de los lenguajes”. Con esta sentencia, Borges se opone a los supuestos del positivismo criminológico que dominaron la academia y la literatura hasta mediados del siglo XX, pero que siguen presentes en el imaginario público y que, bajo otros ropajes, intentan entronizarse una vez más en el discurso científico. Entre estos supuestos están que la explicación del crimen depende de la persona del delincuente y no de las instituciones penales, que las personas están determinadas biológica o socialmente a cometer delitos y que hay una diferencia esencial entre el delincuente y los ciudadanos comunes.

A diferencia de estos supuestos, las palabras de Borges encuentran eco en las principales figuras del abolicionismo penal, como Nils Christie, Thomas Mathiesen y, sobre todo, Louk Hulsman, así como en las teorías del etiquetamiento elaboradas por Howard Becker, Edwin Lemert y Erving Goffman. Aunque vale recalcar que se trata de algo bastante extendido en la teoría jurídica y que podemos hallar en otras coordenadas teóricas, como las obras de Émile Durkheim o Michel Foucault. Por último, aunque Borges permanece fiel a sus derroteros filosóficos (en el pasaje en cuestión cita a los nominalistas Roscelin de Compiègne y Guillermo de Occam), podemos encontrarlo más atrás en el tiempo, en las epístolas paulinas (Romanos 7:7).

Con diferencias y semejanzas, todos estos nombres afirman que el derecho penal no es una consecuencia o una reacción a la delincuencia o a la criminalidad, y que, por el contrario, el derecho las fabrica como resultado de una serie de luchas sociales, de articulaciones de saber-poder. Esto no significa que la conducta no exista con antelación, solo que no posee ninguna cualidad o esencia que la vuelva criminal per se. La acción carece de una característica ontológica de ese talante; no responde a una categoría natural. Se requiere de una palabra que la signifique, que la interprete, que decida su legalidad o ilegalidad. Esto funciona en un primer nivel a través de la criminalización primaria, donde se decide qué conductas son delito, y luego en la secundaria, donde se resuelve si la persona merece un castigo en el caso concreto.

En definitiva, el delito es el resultado de una compleja red que incluye conductas, ideas, valores, normas, sujetos y objetos heterogéneos. Su reducción o simplificación no solo evita comprender la riqueza de la realidad y conduce del conocimiento al error, sino que transforma a este último en una herramienta de dominación. Por eso Crimen y castigo es aún una lectura ineludible, mientras que ciertas obras científicas tan celebradas en el pasado están destinadas a la simple anécdota.

Los otros tres temas que advertimos al comienzo (las circunstancias del crimen, la (in)justicia del castigo y el problema del silogismo jurídico) son una consecuencia de la riqueza ontológica del delito y se articulan en la decisión judicial.

Por un lado, Borges recalca que Raskólnikov no era libre, o no lo era totalmente, al momento del “crimen”, sino que era víctima (¿él, el criminal?) de una “red inevitable de circunstancias”. Más allá del juego borgeano con el destino y la tragedia (rasgo presente en gran parte de su obra), este pasaje permite apreciar que las personas no cometen un mal porque sí, que la acción es siempre el resultado de una red de asociaciones, un nudo de un conjunto de agencias que debe ser desenmarañado con delicadeza, extremo tan necesario en tiempos en que la inmediatez parece haberse apropiado de la institución judicial, reducida cada vez más a una función actuarial.

Borges dice luego que “el hombre que mató no es un asesino”; es decir, que pese a su condena es un ser humano, que su persona no se resume en una etiqueta o un estigma, y que como tal sufre también su propia condena, una condena que, como bien muestra Dostoievski, guarda un rasgo existencial infranqueable. De allí la imposibilidad de cuantificar un castigo completamente justo, incluso a través del método predilecto desde la modernidad: el tiempo de encarcelamiento, punto cúlmine de la matematización de la pena.

Por último, Borges dice que “en la ficción jurídica el asesino bien puede merecer la pena de muerte, no el desventurado que asesinó”, y establece así un hiato insalvable entre la ley que ordena condenar en abstracto y el ser humano que el juez tiene frente a él en el estrado. Y con eso desnuda, finalmente, al silogismo como una herramienta lógica que despoja a la decisión judicial de su responsabilidad moral. Silogismo que, merced a la nueva exégesis propuesta por los adalides de la inteligencia artificial, pretende retornar con un ímpetu inusitado ante la parsimonia de los operadores jurídicos.

Estas pocas líneas no pueden hacer justicia a la obra de Borges ni responder si era un avezado criminólogo. En todo caso, permiten concluir que su genio no podía resultar ajeno a la complejidad del castigo penal y que sus advertencias mantienen su vigencia.

 

Borges, Jorge Luis. (2018). Nueve ensayos dantescos. Buenos Aires: Sudamericana.