Por Enrico Colombres.
Vivimos inmersos en una época que confunde información con conocimiento y saturación con conciencia. El flujo constante de datos, opiniones, rumores y falsedades circula como una marea incesante. Lo que alguna vez fue la búsqueda de la verdad se ha transformado en un ruido blanco que anestesia, abruma y, sobre todo, desorienta. La desinformación se ha vuelto el aire que respiramos, y la paradoja contemporánea es que, cuanto más acceso tenemos a la información, menos entendemos lo que realmente ocurre.
Las redes sociales, los noticieros en línea y las plataformas de contenido no solo transmiten hechos, sino también emociones manufacturadas. La mentira se disfraza de noticia y la opinión se vende como verdad. En este escenario de confusión permanente, la atención humana se ha convertido en un recurso escaso y valioso, casi tan codiciado como el litio o el agua. Nos vigilan, nos miden, nos segmentan y nos alimentan con fragmentos de realidad a la medida de nuestras creencias y de sus necesidades. Todo está diseñado para mantenernos mirando, reaccionando, discutiendo sin pensar en lo que ocultan.
La ideología, radicándose en un vacío ontológico, está allí con holgura; es decir, que allí mismo caben, a la par, varias expresiones ideológicas de la misma cosa que pueden discrepar por lo que dicen —algo así como una lucha meramente teórica entre ellas—, aunque en su elemento latente —eso que las lleva a hablar— todas concuerden. Esta holgura ontológica permite que la ideología sea una forma de ocultación, ya que consiente una discrepancia temática y una concordancia funcional o militante. La discrepancia temática se explica como conciencia falsa, puesto que los discursos ideológicos no hablan de lo que hablan: no tratan de lo que expresan porque, en rigor, nada tienen para describir, careciendo de verificación por falta de un objeto de conocimiento correspondiente a la expresión. En cambio, lo que los lleva a hablar —lo que origina esos discursos, lo que presuponen y encubren, siendo algo común a todas esas expresiones ideológicas afines— asegura una concordancia funcional de ellas, en la medida en que todas estuvieran al servicio de lo mismo.
(Carlos Cossio, Las ideologías, p. 79)
En este contexto asfixiante aparece un gesto inesperado. Cada vez más personas deciden desconectarse. Lo hacen sin manifiestos ni consignas, simplemente cansadas de tanto estímulo y tanta mentira. Buscan silencio, buscan pausa, buscan humanidad. Y en medio del avance tecnológico, el símbolo de esta rebelión tranquila es el regreso del teléfono básico, el llamado dumb phone. Ese dispositivo que solo sirve para llamar o enviar mensajes de texto, que no muestra notificaciones, que no rastrea la ubicación, que no nos pide el rostro ni la huella para funcionar. Es un pequeño acto de desobediencia en un mundo que exige estar siempre disponible.
La desconexión se ha vuelto un mecanismo de defensa ante la sobreexposición digital. Quien apaga el teléfono inteligente no busca volver a los años ochenta por nostalgia, sino por salud mental. La avalancha de noticias, la invasión de la inteligencia artificial en los espacios laborales, el miedo al reemplazo por máquinas más rápidas y más obedientes: todo contribuye a un estado de ansiedad colectiva que se disfraza de hiperproductividad. El ser humano, convertido en usuario, siente que pierde terreno frente a la máquina y que su atención ya no le pertenece.
Hay algo profundamente humano en la decisión de simplificar. En los ochenta la vida transcurría a un ritmo distinto. Los teléfonos estaban fijos a la pared y la información llegaba con demora. Había que esperar el diario, escuchar la radio, mirar el noticiero de la noche. La comunicación era más lenta, pero también más reflexiva. La falta de inmediatez dejaba espacio para el pensamiento. Se podía caminar sin auriculares, conversar sin interrupciones, disentir sin viralizarlo. La conversación cara a cara tenía un peso simbólico que hoy parece casi revolucionario.
El salto tecnológico trajo comodidades innegables, pero también una nueva forma de dependencia. Lo que antes era un medio se volvió un fin. La conexión constante se transformó en una obligación disfrazada de libertad. Estar al tanto se volvió sinónimo de estar atrapado. La información dejó de ser una herramienta de conocimiento para convertirse en una forma de control. Y en ese paisaje, el retorno al teléfono simple aparece como una respuesta ética, una decisión consciente de recuperar el control de la atención.
Resulta irónico que en pleno siglo veintiuno, cuando la humanidad dispone de las herramientas más poderosas para comunicarse, haya tanta gente que elija volver a la sencillez de lo analógico. Pero no se trata de un capricho ni de una moda vintage. Es una reacción ante el exceso, una forma de preservar la cordura en un entorno que empuja hacia la saturación. Apagar el teléfono inteligente o cambiarlo por uno elemental es una declaración silenciosa de independencia.
No se trata de ignorar el mundo ni de renunciar a la tecnología, sino de poner límites. En una época que confunde información con verdad, la selección se convierte en un acto político. Decidir qué leer, qué mirar o qué ignorar es una forma de resistencia. La desinformación masiva no solo deteriora la democracia: también erosiona la salud mental. Cada vez más personas se sienten atrapadas entre la necesidad de estar informadas y el agotamiento que provoca el flujo continuo de mensajes, alertas y noticias contradictorias.
Desinformarse voluntariamente —o, mejor dicho, elegir desconectarse— se transforma así en un ejercicio de autocuidado. Es un intento de conservar la autonomía frente a un sistema que pretende colonizar cada minuto de atención. Paradójicamente, la desconexión nos devuelve algo que la hiperconectividad nos robó: la capacidad de silencio, de introspección, de diálogo real.
Hay quienes ven en este fenómeno una forma de escapismo o una rendición ante la complejidad del mundo. Sin embargo, en una sociedad que glorifica la velocidad y la productividad, detenerse puede ser el acto más revolucionario. El dumb phone, al privarnos de distracciones, nos obliga a observar, a pensar, a estar presentes. Es una herramienta de recuperación de la conciencia. Frente a la avalancha de datos falsos, la simplicidad se vuelve una forma de verdad.
La inteligencia artificial y la automatización prometen resolverlo todo, pero a costa de nuestra singularidad. La sustitución del trabajo humano por algoritmos no solo amenaza los ingresos: también erosiona el sentido de propósito. El ser humano necesita sentirse útil, necesita crear, decidir, equivocarse. Cuando las máquinas asumen esas funciones, el riesgo no es solo económico, es existencial. En ese vacío, muchos buscan refugio en lo esencial, en lo tangible, en lo que no se puede descargar ni actualizar.
En Argentina, donde la conversación de café sigue siendo una institución y el fútbol un lenguaje común, la desconexión adopta un tono propio. El teléfono básico se convierte en una forma de volver a la charla, de escapar de la ansiedad de las notificaciones y de la polarización que domina las redes. Es un regreso a la palabra dicha y al gesto compartido. En un país acostumbrado a las crisis y a los ciclos de incertidumbre, esta forma de resistencia íntima tiene algo de sabiduría popular. Desconectarse no es aislarse: es protegerse.
También hay un componente de clase en este fenómeno. Desconectarse requiere tiempo, estabilidad y cierta seguridad económica. No todos pueden hacerlo. Para muchos, el smartphone es la única puerta al trabajo, a la educación o a la información pública. Por eso, la desconexión puede volverse un privilegio, una decisión reservada a quienes pueden elegir cuándo y cómo estar disponibles. En cambio, quienes dependen de la conexión para sobrevivir viven sometidos a la tiranía del algoritmo y a la vigilancia digital. Esa desigualdad tecnológica reproduce las brechas sociales de siempre.
El desafío es recuperar el equilibrio. Ni aislamiento ni saturación: un uso consciente de la información. La sociedad moderna necesita reaprender a discernir, a desconfiar del exceso, a valorar el silencio. La sobreinformación no solo produce confusión: también debilita la voluntad colectiva. En la política, en la economía y en la cultura, el ruido constante impide pensar estrategias a largo plazo. Todo se vuelve reacción, impulso, espectáculo. Y cuando todo se mide en segundos, la reflexión desaparece.
La desinformación como herramienta política es uno de los mayores riesgos para la democracia contemporánea. No se trata solo de mentiras deliberadas, sino del efecto corrosivo de la duda permanente. Cuando nadie cree en nada, todo se vuelve posible. Esa incertidumbre constante debilita el tejido social y genera una ciudadanía fatigada, descreída, vulnerable. En ese contexto, la desconexión selectiva aparece como un acto de preservación del juicio crítico.
Desconectarse puede ser una manera de reconectarse con lo esencial. El silencio y la lentitud permiten recuperar la atención perdida. En un mundo que exige respuestas inmediatas, el tiempo para pensar se ha convertido en un lujo. Volver a la calma es un modo de resistencia. No se trata de romantizar el pasado, sino de rescatar la posibilidad de mirar sin intermediarios, de sentir sin pantallas.
El regreso de los teléfonos básicos no es una moda tecnológica, sino una señal cultural. Indica un hartazgo profundo ante la saturación informativa y la pérdida de control personal. Representa el deseo de volver a lo que no está mediado, a lo que no se puede manipular con un algoritmo. Es un recordatorio de que el progreso sin humanidad no es progreso.
Quizá estemos entrando en una nueva fase de la civilización digital, una etapa en la que la verdadera inteligencia consistirá en saber cuándo desconectarse. El futuro no pertenece solo a quienes inventan máquinas cada vez más rápidas, sino a quienes sepan mantener la mente clara en medio del ruido. El desafío no es acumular datos, sino conservar la lucidez.
En tiempos en que la información nos abruma, desinformarse puede ser un acto de sanidad. No para ignorar la realidad, sino para verla sin el filtro deformante de las pantallas. La desconexión, voluntaria o necesaria, se transforma en un refugio, un punto de equilibrio entre la tecnología y la humanidad.
Quizá el camino no sea apagarlo todo, sino aprender a encender lo necesario. Recuperar el control del tiempo, del pensamiento, de la palabra. Resistir la tentación de vivir a través de la pantalla. Reaprender a conversar, a mirar, a escuchar. Y en ese gesto, pequeño pero profundo, reencontrar lo que tanto nos falta: la paz interior.
En un mundo que grita, el silencio es revolución. En una era de desinformación y ansiedad digital, la desconexión puede ser el primer paso hacia una nueva forma de libertad. Porque, a veces, para volver a conectarnos con lo humano, no hay otra opción que apagarlo todo.
La desconexión también tiene su precio. En medio de tanto ruido y tanta mentira, la desconfianza se volvió norma y la indiferencia se hizo costumbre. Ya no se cree en la política, ni en la justicia, ni en los medios, ni siquiera en el otro. La sobreinformación primero confundió, luego cansó y finalmente desmovilizó. La desinformación terminó cumpliendo el sueño de los poderosos: un pueblo saturado, incrédulo y ensimismado. En esa fatiga colectiva se instaló una lógica perversa, la del “sálvese quien pueda”, donde el voto se vuelve trámite, la protesta inútil, la empatía un lujo y el interés por lo común una excentricidad. La gente se protege apagando pantallas, pero también apaga su compromiso. Se repliega, se encierra, se resigna.
Esa atomización social, funcional a quienes gobiernan entre sombras, convierte la desconfianza en la herramienta perfecta para perpetuar el control. No hace falta censurar cuando el cansancio logra que nadie quiera escuchar. No hace falta manipular cuando la desilusión hace que nadie crea. Así las cosas, mientras discutimos si conviene un teléfono inteligente o uno tonto, los que realmente manejan el tablero siguen moviendo las piezas negras que juegan primero, a oscuras. Y el riesgo más grande ya no es la desinformación: es el vacío que deja cuando la esperanza se apaga en cada uno de nosotros.