Por Walter Bernal.
A veces la fe y la sospecha rezan bajo el mismo techo.
Anónimo Benedictino.
Fue una mañana alborotada como todas, típica de la época en la que vivíamos. Llegué a las ocho en punto, y mientras revisábamos los sumarios y coordinábamos las tareas operativas, me convocó el jefe de la dependencia —el Ruso Sablich, a su despacho.
Sin mediar palabras, soltó:
—Convoca a toda tu brigada. Los quiero ya en la ciudad de Diamante, Entre Ríos.
Allí, según la información, se ocultaba la banda del Ruso Lorman. Estarían escondidos en una vivienda de un barrio de casas idénticas, cerca de una iglesia. Era todo lo que teníamos.
—Me llamó el doctor Gustavo Veliz —agregó el jefe—, Ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos (durante el gobierno de Néstor Kirchner). Me pasó la información personalmente. Una vez en el lugar, hagan inteligencia, ubíquenlos y aguarden órdenes.
—¿Por cuánto tiempo, jefe? —pregunté.
—Por un día. Van y vuelven. Llévense la Renault Master, que tiene capacidad y equipamiento para operaciones.
El Ruso Lorman era un delincuente peligroso, conocido por la ola de secuestros que azotaba el país. Se le atribuía el del joven correntino Cristian Schaerer, ocurrido el año anterior. En mi escritorio descansaban varios sumarios con casos vinculados a su banda.
Sin perder tiempo, reuní a cinco de mis hombres. Tomamos la camioneta y, con lo puesto, emprendimos viaje hacia Diamante. El jefe nos había asignado viáticos por un día —una ayuda importante, más aún siendo fin de mes—. Llamé a mi esposa y le avisé que regresaría al día siguiente.
Llegamos en horas de la siesta, con el calor sofocante de febrero. Nos costó poco encontrar el lugar, la ubicamos enseguida. La referencia era clara: la Iglesia “Abadía del Niño Dios” (fundada en 1899 por monjes benedictinos llegados de Francia). La abadía se erguía sobre una colina, con un amplio estacionamiento frente a ella. Desde allí, podíamos observar el barrio de viviendas llamado Laudigna.
No había dudas de que ese era el lugar. Comenzamos con las primeras averiguaciones, turnándonos para recorrer el barrio y detectar vehículos o movimientos sospechosos. Debíamos hacerlo con total cautela: todos se conocían, y cualquier rostro ajeno podía llamar la atención.
Las primeras indagaciones fueron infructuosas. Al caer la noche, con algo de dinero todavía en el bolsillo, decidimos cenar y retomar el trabajo al día siguiente —total, en teoría, debíamos volver a Buenos Aires—.
Fuimos al Hotel Restaurante El Molino, un lugar exclusivo, elegante, con una ambientación muy cálida y un pianista que interpretaba temas de jazz. Un sitio de ensueño. Esa noche, creo que gastamos todos los viáticos.
Con la panza llena, regresamos al estacionamiento de la abadía y pasamos la noche durmiendo por turnos dentro de la Master. Solo percibíamos el silencio del lugar, interrumpido apenas por los grillos.
Al día siguiente reanudamos las investigaciones, pero sin resultados. Ya se habían cumplido veinticuatro horas en Diamante. Informé las novedades al jefe, quien me dijo:
—Aguarden instrucciones. Seguro te va a llamar el Ministro. Quiero que estés atento.
Pasaban las horas, el teléfono no sonaba y el ánimo comenzaba a flaquear. Se hacía de noche y nosotros, sin un peso. Ante mi insistencia, el Sablich, volvió a repetirme:
—No se muevan del lugar. Esperen órdenes.
Así transcurrió la segunda noche, entre mates y galletitas, bajo el mismo cielo estrellado que iluminaba la abadía. Los monjes nos miraban con curiosidad, como si fuésemos peregrinos perdidos. Nosotros, con hambre y paciencia.
Recién al tercer día, cuando el cansancio ya se mezclaba con la frustración, sonó el teléfono. Era el ministro Veliz. Le informé de las novedades y tras escucharme en silencio, dijo:
—Bueno, quédese en el lugar y continúe con la investigación.
Sus palabras me cayeron como un mazazo. No estaba preparado para quedarme, y lo más difícil sería decírselo a mi personal, que ya mostraba un evidente descontento. Había que contenerlos… y seguir esperando.
No solo nosotros estábamos furiosos, también nuestras familias. Ya era casi fin de mes y había cuentas que pagar. Debían enviarnos viáticos por cinco días más, y seguíamos investigando la nada misma: sin dinero, sin ropa y con la moral por el suelo.
Decidí ponerme en contacto con los monjes, a ver si podían ayudarnos. Me presenté en la abadía y me llevaron ante el Primer y Segundo Abad, las máximas autoridades de la congregación. No podía darles demasiada información, pero les expliqué que estábamos investigando a una banda vinculada al secuestro de Cristian Schaerer, cuya noticia era de público conocimiento.
Los abades decidieron ayudarnos. Me acompañaba el sargento Álvarez —alias Makanaki—, un tipo pícaro, de calle, capaz de interpretar cualquier papel: abogado, médico, vendedor… un verdadero actor, un chamullero.
Nos hicieron pasar a un sector restringido al público, el corazón de la abadía. Allí, nos condujeron a un salón inmenso, de puertas altas y pesadas, donde el aire olía a cera y a historia. Era como retroceder en el tiempo: un castillo del siglo XV. Una mesa rectangular, maciza, con candelabros encendidos; sillas de madera con tapizado de cuero; y, en la cabecera, un sillón más grande, reservado para el Primer Abad.
En las paredes colgaban escudos, cuadros y estatuillas de santos, junto a estantes repletos de libros antiguos. Aquel silencio monástico tenía una gravedad que imponía respeto.
Llamaron a dos monjes más, quienes trajeron un plano con la ubicación del barrio Laudigna y la identificación de todos sus propietarios. Qué mejor inteligencia que la de los propios monjes: ellos habían sido los gestores y administradores de aquel barrio.
Les preguntamos si habían visto personas extrañas en los últimos días. Dijeron que no, pero el Segundo Abad —el padre Paco— tuvo una idea brillante:
—Conozco a alguien que sabe todo el chismero del barrio —dijo, con una sonrisa—. Llamen a Luisa.
Luisa era una empleada de limpieza de la abadía. Interrumpimos su tarea y, apenas le hicimos unas preguntas, empezó a soltar detalles como si hubiera estado esperando ese momento. Describió los movimientos en la casa de la familia Benítez: autos que entraban y salían, hombres comprando bebidas, haciendo asados y poniendo música a todo volumen.
Según los Benítez, se trataba de familiares que habían venido de visita por unos días. Nos miramos entre todos. Era evidente: eran ellos. Los habíamos encontrado.
Hasta los monjes se involucraron en la investigación. Extendimos el plano sobre la mesa y marcamos la vivienda sospechosa, planificando las tareas que debíamos llevar a cabo. El padre Paco designó a uno de los monjes para acompañarnos al barrio, bajo el pretexto de realizar una visita pastoral a las casas.
¿Quién se iba a oponer? Era una actividad habitual… y esta vez, sería nuestra mejor cobertura.
Salimos los tres a caminar por el barrio: el monje, con su túnica y capucha negra, llevando un crucifijo de madera colgado al cuello, y nosotros, vestidos en forma similar con los atuendos que nos había prestado el padre Paco.
Así recorrimos varias casas, golpeando puertas por puerta y saludando a los vecinos con el respeto que inspiraba el hábito del monje. Nadie sospechaba nada. Hasta que llegamos a la vivienda que nos interesaba: la de la familia Benítez.
Nos permitió el acceso una mujer, acompañada de una niña. El monje nos presentó como hermanos de la congregación, y mientras ella preparaba unos mates, el religioso comenzó a preguntarle por la familia y por su esposo. La mujer respondió con naturalidad que él había viajado con unos parientes a Rosario y que volvería en los próximos días.
Nos retiramos sin apuro, fingiendo serenidad. Pero por dentro, sabíamos que el círculo se había cerrado. Ya teníamos el lugar. Solo restaba esperar.
Al volver a la abadía, el padre Paco, nos esperaba ansioso. Le conté lo sucedido, las mismas novedades que debía transmitir a mi jefatura. Los monjes estaban más que dispuestos a ayudar, así que aproveché la ocasión y le comenté nuestra situación: vivíamos en situación de calle, en la camioneta y sin dinero.
El padre Paco, sin dudarlo, nos ofreció los dormitorios destinados a los peregrinos, con una sola condición: debíamos adaptarnos a las normas del monasterio. Las puertas se cerraban a las siete de la tarde —nadie podía salir después de esa hora— y debíamos levantarnos a las cinco de la mañana para rezar.
Obviamente aceptamos. No teníamos otra salida… y la idea de una ducha caliente y una cama limpia después de cuatro días era casi un lujo.
Cenamos junto a los monjes, en el mismo horario en que cerraban las puertas. Nos prestaron ropa de donación mientras lavábamos la nuestra. Aquella noche dormimos como hacía tiempo no lo hacíamos.
A la mañana siguiente, el sonido de las campanas nos despertó. Participamos del rezo matutino, una experiencia que me dejó maravillado. Era lo más parecido a un retiro espiritual… pero con acción e intriga. Rezaban cantando en latín, sentados en forma de tribuna y enfrentados, con las capuchas cubriéndoles el rostro. Un rito monástico fascinante, solemne, casi hipnótico. Y lo repetían dos veces al día, al amanecer y al atardecer.
Por fin llegaron los viáticos y nos dimos un lujo: compramos zapatillas, medias, ropa interior, remeras y jogging para estar más cómodos mientras esperábamos a que volvieran los viajeros a la casa de los Benítez. Llevábamos en dos bolsos armas de todo tipo y calibre, chalecos antibalas, fusil FAL, escopetas y ametralladoras —listos para una guerra si era necesario —; no nos separábamos de ese equipo ni un segundo.
Makanaki, había descubierto un puesto de observación en el campanario del monasterio desde donde se veía todo el barrio y, en especial, la casa que vigilábamos. Organizamos turnos de vigilancia y nos turnamos con los binoculares; lo cual nos facilitaba muchísimo el trabajo.
Paco, curioso por el peso de los bolsos, nos preguntó:
—¿Qué llevan ahí que pesa tanto?
—Armas —le respondimos.
—¿Puedo ver? Nunca toqué un arma —dijo, con la ingenuidad de quien no imagina lo que eso implica.
Descargamos una ametralladora FM K3 y se la mostramos. Él cruzó la correa por el torso y, como un niño que juega a ser policía, comenzó a dar pasos largos con su sotana, fingiendo disparar. Fue una imagen cómica y extraña a la vez: un religioso en el campanario, desfilando con un arma que no sabía qué era, y nosotros conteniendo la risa mientras terminábamos de preparar los turnos.
Así pasaron nueve días sin novedades, hasta que nos comunicaron que debíamos volver a Buenos Aires. Al despedirnos y después de agradecer toda la ayuda brindada, Paco me entregó un papel con la patente de un vehículo que había estado en la casa de los Benítez, como la consiguió fue una intriga aunque sospechamos de Luisa. El conductor coincidía con la descripción de uno de los integrantes de la banda: el Petiso Abanico.
Solicitamos el dominio por sistema y dimos con el titular. Con esos datos, Makanaki lo llamó por teléfono haciéndose pasar por un tercero que había chocado su auto. El hombre respondió que lo había vendido hacía unos días… y agregó que el nuevo dueño era el mismo que nos interesaba: el Petiso Abanico, el vehículo estaba limpio.
Con esa información clave emprendimos el regreso a Buenos Aires para seguir la investigación. Ya estábamos cerca; no se nos podía escapar.
El padre Paco me despidió con una bendición y una sonrisa.
—Que Dios los acompañe —dijo.
Quizás lo hizo, porque volver significaba entrar de nuevo en el infierno.
Habíamos estado nueve días entre monjes y oraciones, y ahora íbamos tras un hombre que no conocía ni la fe ni el perdón
Mientras volvíamos con la información fresca y la certeza de estar cada vez más cerca. La pista del Petiso Abanico, nos llevaba por fin a un terreno firme. Solo era cuestión de tiempo.
Pero hubo una frase de Makanaki, que me quedó dando vueltas:
—Te apuesto que este tipo no se va a entrega fácil.
Tenía razón. Todavía no lo sabíamos, pero el final de aquella historia iba a terminar a los tiros.