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Interrupción

Por José Mariano. 

“La crítica no es una negación del mundo, es la interrupción que lo hace pensable.”

Walter Benjamin.

Hay palabras que surgen de una urgencia, no de una moda. Interrupción es una de ellas. No pertenece al lenguaje de la productividad ni al de las campañas; no promete eficacia ni rendimiento. Pertenece al gesto humano que se resiste a la velocidad del mundo. Y es, tal vez, una forma de auténtica libertad.

Hoy nadie puede dudar de que vivimos en un tiempo donde la política se ha convertido en espectáculo. Las pantallas no informan, con suerte entretienen. Los debates ya no buscan argumentos, sino simplemente reacciones. Los candidatos no ofrecen ideas, sino escenas. Todo se transforma en contenido, en meme, en tendencia, en performance. Y los medios —cada vez más dependientes de la lógica del entretenimiento— se convierten en escenografía de ese teatro que confunde la representación con la realidad.

La política argentina vive en un espiral de promesas recicladas. Las ciudades se llenan de obras que nunca se terminan, calles cortadas sin aviso, plazas abiertas a medias, proyectos que comienzan y se disuelven. Lo inconcluso ya no sorprende, forma parte de nuestra cultura. Aprendimos a convivir con la interrupción no como posibilidad, sino como fracaso. El país parece condenado a repetir su propio borrador.

Pero hay otra interrupción posible, una que no nace del abandono, sino del pensamiento. En una época gobernada por la continuidad —del trabajo, de la información, del espectáculo—, interrumpir no es detener, es revelar. Es permitir que el sentido aparezca. Como si, al frenar la inercia, emergiera algo que siempre estuvo ahí, pero que el movimiento constante nos impedía ver.

Walter Benjamin comprendió que el progreso no era una flecha, sino una tormenta. El siglo XX desmintió el mito del progreso ascendente. En sus Tesis sobre la historia, escribió que el acto verdaderamente revolucionario no consiste en acelerar el tiempo, sino en interrumpirlo, detener el tren del progreso que avanza dejando ruinas a su paso. El pensamiento, para Benjamin, es ese relámpago que ilumina el desastre.

Desde esa perspectiva, Fuga no intenta seguir la actualidad, intenta suspenderla. Cada editorial fue un gesto benjaminiano, una pausa en el flujo para mirar lo que la velocidad deja atrás. Porque el presente, cuando no se interrumpe, se convierte en un mecanismo de olvido.

Michel Foucault mostró cómo el poder moderno ya no se ejerce desde arriba, sino desde adentro. Se filtra en los cuerpos, en los hábitos, en los discursos. Byung-Chul Han llevó esa intuición más lejos, vivimos bajo una psicopolítica que no reprime, sino que estimula. Se nos invita a producir, a opinar, a compartir, a “ser nosotros mismos”, y en esa aparente libertad nos disciplinamos solos. La sociedad del rendimiento no necesita censura, basta con la hiperactividad. El sujeto agotado no piensa, porque pensar interrumpe.

Por eso la interrupción es una práctica de libertad.

Pero esa libertad no puede pensarse sin la presencia del otro. Toda emancipación que no incluya la alteridad se vuelve mero aislamiento.
En tiempos donde la palabra libertad ha sido secuestrada, convertida en eslogan o en marca, recuperarla implica resistir su vaciamiento. No se trata de una libertad que excluye, sino de una que se abre, la que nace del encuentro, no del dominio.
Decir no al flujo, no a la sobreexposición, no a la exigencia de rendimiento, es recuperar una zona de autonomía. Fuga nació en esa grieta, no como negación del mundo, sino como afirmación de otra temporalidad, donde la palabra pueda pensarse antes de pronunciarse.

Heidegger advirtió que el pensamiento moderno fue capturado por la técnica. El hombre ya no piensa, calcula. El mundo se volvió una reserva de recursos y el tiempo, un instrumento de gestión. El verbo dominante pasó a ser “optimizar”. Pero el pensamiento auténtico, decía Heidegger, comienza donde el cálculo se interrumpe. Pensar es demorarse ante lo que se presenta, dejar que el ser —o el sentido, podríamos decir hoy— hable.

La lógica de la técnica busca continuidad; la lógica del pensamiento, interrupción. De ahí la paradoja contemporánea: cuanto más conectados estamos, menos comprendemos. La interrupción, entonces, es una forma de reparación, recupera la posibilidad de experiencia.

Neil Postman advirtió que moriríamos entretenidos. No por censura, sino por exceso de estímulos. Guy Debord lo había anticipado, el espectáculo no es una colección de imágenes, sino una relación social mediada por imágenes. En esa estructura, la conciencia se convierte en audiencia. Todo es visible, pero nada se ve.

La política del espectáculo reemplazó el ágora por el set televisivo. Las ideas se miden por reacciones, los liderazgos por reproducciones. El pensamiento dejó de buscar lo verdadero para buscar lo viral. Y en ese pasaje, la democracia se vuelve entretenimiento de sí misma.

Frente a ese vértigo, la crítica no grita: interrumpe.

En Clairvoyance, René Magritte se autorretrata pintando un pájaro mientras observa un huevo. No pinta lo que ve, sino lo que puede llegar a ser. Esa distancia entre la mirada y la imagen es el espacio de la interrupción, el lugar donde el pensamiento reemplaza la reproducción por la creación. Frente a un presente que solo repite sus propias formas —sus gestos políticos, sus consignas vacías, sus noticias recicladas—, Fuga elige el gesto de Magritte, mirar el huevo y ver el vuelo. No conformarse con el dato, sino buscar el sentido que todavía no existe.

Hannah Arendt decía que la acción —la única forma de vida verdaderamente política— es la que introduce lo nuevo en el mundo. Pero para que algo nuevo nazca, primero hay que detener el ciclo de lo mismo. Interrumpir no es retirarse, es crear las condiciones de lo inédito.

La continuidad sin sentido es la forma más sofisticada del estancamiento. Nada se detiene, pero nada cambia. En un país que vive entre la urgencia y la improvisación, Fuga elige el tiempo largo del pensamiento. Cada texto es una forma de demora frente a la velocidad del ruido. Porque toda conciencia comienza cuando algo se interrumpe.

Treinta números después, lo que celebramos no es la continuidad, sino las interrupciones. Cada semana fue una detención en la maquinaria del presente; cada palabra, un intento de reparar la conciencia desgastada por el espectáculo.

Si el siglo XIX creyó en el progreso y el XX en la revolución, el XXI deberá aprender a creer en la interrupción: no en la espera pasiva, sino en la pausa creadora.

Haber sostenido, durante treinta semanas, un espacio donde el pensamiento interrumpe el ruido ya es, en este país, una forma de resistencia. No es una victoria, es una insistencia.

Una libertad que no se ejerce contra el otro, sino junto al otro.

Porque cuando la libertad se separa de la otredad, deja de ser emancipación y se vuelve ideología. La interrupción también es eso: frenar el abuso de las palabras para devolverles su sentido.

Y esa insistencia —la de pensar, la de escribir, la de no callar ni correr— es, quizás, lo más cercano que tenemos a la libertad.

 

Bienvenidos a la Edición 30. 

Esto es Fuga.

ENTRE LA FARSA, EL CIRCO Y LA NÁUSEA

Por Daniel Posse. 

Decir que los hombres son personas, y como personas son libres, y no hacer nada para lograr concretamente que esta afirmación sea objetiva, es una farsa.

Paulo Freire.

Iniciar este texto me hace sentir que intento no sucumbir ante los eventos públicos. Para mí, hacerlo fue un proceso ambiguo, quizá porque en el fondo no considero que esté preparado. Pero la pregunta —¿cuándo lo estaré?— es una constante que me atraviesa y que debo afrontar de forma inevitable. Claro está que creo que es necesario hacerlo, y como siempre, al hacerlo debo definir en primer lugar qué es una farsa, como punto de partida.

Una farsa es una acción que se realiza para fingir o aparentar algo que no es verdad: un engaño o una mentira. También puede ser una pieza teatral cómica y burlesca, basada en situaciones exageradas, malentendidos y personajes estereotipados. Su objetivo es hacer reír, a menudo mediante el humor físico o el absurdo.

A partir de allí, como una suerte de anclaje, siento que eso es lo que estamos viviendo. Solo hace falta mirar el espectro social y político para sentir que estamos inmersos en una farsa. No es que nunca haya sentido que el poder político o la clase política nos hacen partícipes de una farsa, pero pareciera que la decadencia y la precariedad de este escenario se han vuelto más burdas, más precarias. Uso estas palabras porque me parecen las únicas posibles para entender que lo que percibo es real.

Hace mucho tiempo que la clase gobernante parece disociada de la realidad social y cotidiana que la gente vive día a día. Pero creo que esta disociación se ha vuelto extrema. La evidencia es visible: basta observar el espectáculo cirquero que hizo el presidente en el Arena para presentar un libro que solo muestra un espejismo en el que él cree. La sensación que tengo es que la mayoría de la sociedad, y del espectro político —tanto oficialistas como opositores—, no lo creen, pero se permiten permanecer inmersos o expectantes. Ni hablar de la sociedad en general.

Uso la palabra cirquero porque circense me parece demasiado y equívoca. En la primera, lo extravagante y payasesco abunda; en la segunda, la calidad puede ser una virtud. Lo burdo y grotesco nos han acompañado durante parte de nuestra historia, pero este último evento lo ha resignificado a un extremo alarmante. Un acto donde las prácticas terminan siendo peores que las que su discurso criticaba, como el pago o la dádiva para asistir, el traslado de gente en transportes alquilados, como si fueran un rebaño más, cooptado por medios económicos o empujado por el odio y el resentimiento hacia el otro. Porque al final, reconocer y aceptar la otredad como parte de la sociedad parece no entrar en la resignificación de la palabra “libertad” que ellos hacen.

Escuchar intentar cantar al primer mandatario, rodeado de una corte de diputadas coristas, entre músicos, luces, humo y efectos especiales, me recordó a los actos circenses donde la decadencia parece ser el lenguaje común y masivo. En mi caso particular, hacía mucho tiempo que no sentía tanta vergüenza ajena al verlo. Mientras tanto, la economía parece no tener un rumbo claro y las elecciones legislativas se aproximan con la sensación de que quizás no puedan cambiar de verdad el panorama general.

Si bien lo burdo, repito, nos ha acompañado a lo largo de la historia —como también lo ha hecho lo grotesco—, sentir que la náusea se ha vuelto una constante, que fluye fértil, no como un instante sino como un estado, ante una realidad que abruma, me deja exhausto. Pero navegar y transitar entre la farsa, el circo y la náusea se ha vuelto un sendero casi obligado, donde convergemos —o por lo menos converjo—, y donde parece que lo único válido para mitigar esos efectos y ese andar, por ahora, es la fuga. Porque, al fin y al cabo, la fuga posee un efecto revelador.

El liderazgo que perdimos

Por Javier Habib.

(Basado en un discurso pronunciado en la Legislatura de Tucumán, el 22 Septiembre de 2025, en ocasión de unas jornadas Alberdianas)

A comienzos del siglo XX, un señor llamado Enrique de Vedía, entonces director del Colegio Nacional de Buenos Aires, visita Tucumán con el propósito de recabar información para su libro Geografía argentina: “De todas las ciudades del Norte, Tucumán es la más hermosa, la más adelantada, la más ciudad. Su población desde 1890 se había duplicado, y en la misma proporción ha progresado en todo sentido. El alumbrado público es eléctrico, cuenta con coches de plaza, un servicio de tranvías y teléfonos, posee hospitales, plazas públicas, estaciones de ferrocarril y un magnífico cuartel de bomberos.” El autor destacaba la limpieza de nuestras calles, la civilidad de nuestros habitantes y los avances en materia educativa: si en 1890 había 127 escuelas, en 1902 ascendían a 240.

A comienzos del siglo XX, todo parecía prometedor en Tucumán. De Tucumán habían surgido artistas, intelectuales y políticos de influencia nacional. Baste recordar a Lola Mora, Juan Bautista Alberdi y a Roca y Avellaneda, ambos presidentes durante la denominada belle époque de la nación. Con el impulso de la “Generación del Centenario”, Tucumán incorporó actividades productivas, infraestructura pública, e instituciones educativas y culturales que todavía dejan frutos. Baste mencionar la industria azucarera, la Universidad Nacional de Tucumán, el teatro San Martín y el Parque 9 de Julio. Tucumán supo ser vanguardia indiscutida del Norte argentino, y atraer estudiantes, trabajadores y profesionales no solo de Salta, Jujuy y Catamarca, sino también de Perú, Bolivia y Paraguay.

Una propuesta liberal-desarrollista

Cuando evocamos esta gloria y orgullo, los tucumanos lo hacemos con nostalgia, como si se tratara de un capítulo cerrado en nuestra historia provincial. Pero ¿por qué esto debe ser así? 

¿Podemos dar continuidad a esa gloria del pasado?

Mi propuesta parte de una lectura poco ortodoxa de nuestro más ilustre prócer tucumano—Juan Bautista Alberdi. 

En mi interpretación, Alberdi no era un liberal en el sentido libertario de entender que el Estado debe limitarse a proteger la propiedad privada y nada más. Alberdi abogó por el liberalismo porque creía que esa teoría política era la que traería desarrollo, riqueza y prosperidad a estas tierras.

Su matiz desarrollista se visibiliza en sus reclamos de fomento a la inmigración, promoción del transporte ferroviario y a una activa diplomacia internacional. 

Me permitiré decirlo, Alberdi era un “liberal-desarrollista”. Liberal, porque confiaba en el poder creativo de la iniciativa privada; y desarrollista, porque su intención no fue que vivamos libremente y ya, sino que transformemos estas tierras desoladas en envidia de las naciones extranjeras. 

Desde esta perspectiva, y focalizado en el Tucumán de hoy, desarrollaré una propuesta en forma de mensajes: uno dirigido al sector público y otro al sector empresarial.

Al sector público

El sector público debería internalizar en su agenda la misión de implementar lo que denominaré “burocracia de la facilitación”.

En la actualidad, el emprendimiento de cualquier actividad privada (producción, comercialización, enseñanza, venta de servicios, construcción, etc.) requiere de permisos, habilitaciones y conformidades a una maraña de reglamentaciones que en muchos casos parecen copiadas de los países más desarrollados del planeta. 

Pienso en organismos como el Catastro Municipal, la Dirección de Personas Jurídicas, las normas de tránsito vehicular, el IPLA y tantos otros. Las abultadas guarniciones de empleados y reglamentaciones que dan vida a estas agencias del estado funcionan como valladares a la iniciativa individual. En lugar de potenciarla, la limitan y aplacan; mitigan el deseo empresarial.

A diferencia de lo que se propone a nivel nacional de cerrar oficinas públicas y dejar en la calle a empleados del estado, yo propongo repensar el rol de nuestra burocracia. 

Nuestra burocracia debe repensarse en términos de una óptica que entienda que los órganos técnicos del estado son un instrumento de promoción, apoyo, encuentro y estimulación del emprendedurismo.

Aquí una lista de las promesas y beneficios de una burocracia facilitadora: 

Organizar y proveer información

Orientar al interesado en el uso eficiente y sustentable de recursos

Capacitar recursos humanos

Impulsar y articular encadenamientos productivos

Promover innovación y transferencia tecnológica

Servir de puente con instituciones financieras

Arbitrar entre intereses privados en conflicto

Gestionar riesgos colectivos

Coordinar investigaciones e inversiones estratégicas

Concertar con ministerios relevantes

Una tal resignificación del sector público puede ser mucho mejor para los tucumanos que su llana eliminación. 

Al sector empresarial

Pero claro está que estas plataformas no son suficientes para actualizar el potencial de Tucumán. En paralelo, el sector empresarial debe asumir su rol de agentes del progreso. 

En un interesante informe producido para el “Proyecto Aconquija” de la Fundación Federalismo y Libertad, el historiador tucumano Carlos Segura, describe una clara crisis de liderazgo en nuestra sociedad civil.  Tucumán vivió un momento de esplendor durante la “Generación del Centenario”, con la industria azucarera como motor económico, y un rol cultural destacado en la región. 

Sin embargo, desde el “industricidio” de los once ingenios en 1966, las elites económicas no lograron recuperar su rol de protagonistas del desarrollo económico, social y cultural de la provincia. Segura plantea que Tucumán necesita una renovada clase dirigente y una narrativa de futuro; un horizonte que movilice las energías sociales hacia un Tucumán del siglo XXI.

Una más precisa radiografía del paralizado sector privado puede leerse en el informe para el mismo proyecto del dirigente empresarial Máximo Bulacio. 

Bulacio describe una cultura empresarial abigarrada, con liderazgos dominados por el miedo, la desconfianza, el oportunismo y la falta de cooperación. Además, observa resistencia al cambio y falta de diversificación, con una oferta poco adaptada a las nuevas tendencias de consumo mundial. 

En mi libro Una propuesta para el gobierno provincial: pragmatismo político, derecho liberal y filosofía aristotélica, argumenté que el liberalismo no funciona sólo con reglas de propiedad. Esas reglas necesitan de individuos con virtudes liberales. El individuo liberal no es uno que crea fortuna con recursos facilistas; es alguien que cultiva el pensamiento crítico, asume riesgos, trabaja duro y ama la civilización. En Tucumán supimos tener empresarios que cultivaban ese ethos liberal. No compraban y vendían productos importados, sino que inventaban industrias pesadas donde no las había. Solo en sociedades pobladas por individuos como estos es que el liberalismo puede echar raíces. En la actualidad—me da la sensación—todavía gastamos la fortuna de esos buenos abuelos.

Cuatro casos para el desarrollo

Terminaré con cuatro ejemplos sobre cómo la sinergia entre un sector público facilitador y un empresariado valiente y virtuoso podría impulsar el desarrollo en Tucumán.

El primer ejemplo trata sobre la actividad agropecuaria; el segundo sobre nuestra urbanidad; el tercero toca el tema de energía; y el último versa sobre el mercado del arte.

Todos los casos son tomados de informes escritos por profesionales para el Proyecto Aconquija de la Fundación Federalismo y Libertad.

1. Erogaciones totalmente innecesarias

En su informe dedicado al estado de la actividad agropecuaria en Tucumán, el ingeniero Roberto Sopena advierte que la Provincia padece una balanza comercial negativa en materia ganadera. Más específicamente, de toda la carne que consumimos los tucumanos, unas 270 mil cabezas de ganado provienen de otras provincias productoras. Para dimensionar los efectos perniciosos de este desequilibrio, Sopena argumenta que un equivalente al 45% del dinero que nos ingresa de nuestra exportación citrícola es erogado en “importación” de carne a otras regiones productoras del país. 

En este contexto me pregunto, ¿qué están haciendo los políticos y empresarios que no se ponen de acuerdo para revertir esta catástrofe? ¿Cómo es posible que, contando con tantos organismos, empleados y normas de derecho provincial, ocurra esto con algo tan básico y fácil para un argentino como la cría de ganado? Una burocracia facilitadora debería tener por misión persuadir al empresariado local de producir carne vacuna para que el dinero que nos ingresa de los limones pueda ser reutilizado en la provincia.

2. Decadencia en la ciudad de San Miguel de Tucumán 

En su informe dedicado a la cuestión metropolitana, Facundo Cabral advierte que, en los últimos 40 años, la ciudad de San Miguel de Tucumán tendió a expandirse, primero hacia el municipio de Yerba Buena, y luego hacia San Pablo, aumentando la denominada “mancha urbana”. 

En este proceso de dispersión, la ciudad de San Miguel de Tucumán, que era el lugar donde históricamente se desarrollaba el comercio, la cultura, la recreación y la educación, ha quedado progresivamente desolada y desaprovechada.

¿Por qué nos ha pasado esto? En su informe sobre desarrollo urbano, Ezequiel Coletti revela pistas que resuenan con el diagnóstico recién enunciado. Por un lado, parálisis del sector público (nuestro Código de Planeamiento Urbano está desactualizado) y, por otro lado, actividad privada sin visión (el negocio es construir desordenadamente barrios cerrados que profundizan la fragmentación espacial y social).

Debemos repensar nuestra ciudad de San Miguel de Tucumán. ¿Cómo es que, con una Facultad de Arquitectura y Urbanismo, con una DAU, un Colegio de Arquitectos, Catastros, Cámaras de la Construcción, etc. etc. etc., no tengamos plan maestro para revertir la situación horrible que se vive en esta ciudad llena de potencia? Todo cambiaria con un solo concierto entre organismos estatales facilitadores y empresarios con deseo de dejar algún legado significativo.

3. El problema eléctrico

Tucumán paga una energía cara y sufre cortes y limitaciones al suministro eléctrico. Esto ocurre en una geografía en la que abundan recursos hidroeléctricos, solares y biomásicos. ¿A qué se debe esta catástrofe? 

La respuesta del especialista en mercados de energía Santiago Yanotti es consecuente con lo que venimos diciendo: La provincia no ha logrado atraer inversiones privadas por carecer de una regulación energética consistente y de plazo largo. Ejemplo de ello es Tucumán no ha logrado reglamentar su adhesión a la Ley 27424, de RÉGIMEN DE FOMENTO A LA GENERACIÓN DISTRIBUIDA DE ENERGÍA RENOVABLE INTEGRADA A LA RED ELÉCTRICA PÚBLICA. Yanotti argumenta que, con una reglamentación inteligente de esta normativa, Tucumán podría movilizar hasta 800 millones de dólares hacia la recuperación de su potencial hidroeléctrico, el desarrollo de energía solar en los valles y áreas urbanas, y la construcción del mercado de biomasa. Esta sinergia entre el sector público y el privado no solo redundaría en creación de miles de empleos, sino que además permitiría transformar los actuales residuos industriales—hoy: contaminación—en bienes de intercambio con otras provincias.

4. Mercado del arte

Terminemos con un tema que puede llegar a sonar exótico, pero que es quizás el más interesante. 

El arte es, por antonomasia, una actividad privada. Un artista (el productor) realiza una obra (el bien) que puede obtener valor pecuniario en un mercado. La obra obtiene valor cuando alguien paga dinero por ella en una compraventa. Si una persona X adquiere un cuadro de un estudiante de nuestra Facultad de Artes por diez millones de dólares, ese estudiante puede—con total legitimidad—decir que su obra vale 10 millones de dólares. Pero, aunque las compras espontaneas pueden suceder (y de hecho suceden todo el tiempo), el mercado ha desarrollado instituciones que facilitan la exposición y valorización de obras. Una de esas instituciones es el museo de arte contemporáneo.

En una entrevista al marchante tucumano Segundo Ramos—publicada en Fuga del 27 de junio de 2025—quien escribe estas líneas preguntaba. “Segundo: ¿cómo hacemos para potenciar el mercado del arte en Tucumán?” Y la respuesta de Segundo fue contundente: “la Provincia tiene que fundar un museo de arte contemporáneo”. La lógica es la siguiente:

Cuando un artista gana espacio en el museo su obra adquiere legitimación sin que los coleccionistas tengan adquirir su obra. Podríamos hacer miles de críticas a este sistema de asignación de valor. Pero los efectos positivos en un contexto como el tucumano están a la vista:

Tucumán tiene una robusta Facultad de Artes; galeristas muy profesionales; grandes maestros, artistas contemporáneos consolidados, y artistas emergentes; Tucumán tiene un ministerio de cultura; y tiene algo de turismo. El hecho de que Tucumán funde un emblemático museo de arte contemporáneo haría que la obra de los artistas tucumanos obtenga valor y exposición inmediata. El turista que mira un cuadro expuesto en el museo inmediatamente sabe que esa obra tiene valor garantizado. Lo mismo puede decirse de los empresarios que quieran refinar la clase de sus lujos.

Ante la lamentable carencia de una elite económica culta con deseos de trascendencia suficiente como para fundar con su dinero un museo en la provincia (se piense en el caso de Eduardo Costantini en Buenos Aires) no es otro sino el Estado provincial quien debe dar el primer paso. Ese museo no consistiría en “asistencialismo” para artistas. No. Ese museo sería una plataforma de mercado que permitiría que los artistas, con sus propios esfuerzos, busquen lograr exhibir para dotar de valor a su producción individual. Este es otro ejemplo más de un liberalismo con matiz desarrollista.

 

Contra la indiferencia política

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Por Enrico Colombres.

La indiferencia es el peso muerto de la historia.

Antonio Gramsci.

Argentina se acerca a un nuevo proceso electoral a fines de este octubre. Una vez más, los ciudadanos se encontrarán frente a la urna con la responsabilidad de decidir el rumbo del país. Pero esta vez el clima es diferente: las encuestas marcan apatía, bronca contenida y un ausentismo creciente. El voto, que debería ser el símbolo máximo de soberanía, aparece debilitado frente a un electorado cansado y descreído. Cada vez más argentinos se ausentan de las urnas, convencidos de que “nada cambia”, sin advertir que ese vacío fortalece aún más a quienes viven de la política sin rendir cuentas. El voto no puede ser abandono, porque cuando el pueblo se retira, la política se entrega por completo a los intereses de unos pocos.

Sobre esta base resultaría que la dominación de la clase dominante encuentra expresión en el campo intelectual, pues todo lo que se dice bajo formas teóricas —esto es, como si una verdad estuviera siendo intencionada— referente al derecho, a la política, a la moral, a la religión, al arte, a la educación, a la historia y a la filosofía, no sería en rigor teoría de nada, sino sólo el enmascaramiento de aquella relación de dominación clasista, en la medida en que a la relación de dominación se la hace aparecer concordando con la presunta teoría y como si a ésta una verdad la confirmase en ello. […] Tal sería la ideología por su origen y por su función. La ideología se disfraza con la verdad porque se presenta con su lenguaje y con su actitud intencional, aunque de hecho sólo es la defensa enmascarada de los intereses de la clase dominante en el plano intelectual.”

Carlos Cossio, Ideologías, colaboraciones, gnoseología del error, 1966, p. 76.

Carlos Cossio advertía ya en 1966 que la ideología no es teoría ni verdad, sino un enmascaramiento de los intereses de la clase dominante, disfrazados bajo el lenguaje de las ciencias y de la política. Su diagnóstico sigue teniendo plena vigencia en la Argentina actual: los discursos de campaña, las promesas de cambio y hasta las reformas que se presentan como “técnicas” o “inevitables” no son otra cosa que el ocultamiento de intereses sectoriales, económicos o partidarios que se legitiman como si fueran verdades objetivas. Así, se nos vende el ajuste como necesidad técnica, la privatización como solución mágica o el endeudamiento como única salida, cuando en realidad son decisiones cargadas de ideología, que favorecen a minorías privilegiadas y perjudican al conjunto.

Frente a este disfraz constante, el ciudadano común tiene la obligación cívica de no conformarse con la retórica y de exigir mecanismos concretos: blindaje presupuestario en educación, salud, jubilaciones y discapacidad; referéndums vinculantes para proteger el patrimonio estatal; eliminación de fueros e impunidad política; y organismos de control ciudadano reales. Solo así será posible edificar una base de justicia e igualdad en los aspectos más esenciales de la vida digna en sociedad, y romper con esa falsa conciencia que denunciaba Cossio, donde la ideología pretende hacerse pasar por verdad.

El sufragio debe ser entendido no como un trámite, sino como el inicio de un compromiso civil que trasciende la elección misma. Votar es rebelarse contra la resignación; es ejercer la memoria de las luchas históricas y abrir la posibilidad de un futuro distinto. Recordemos que el voto secreto, universal y obligatorio en Argentina no fue una dádiva, sino una conquista plasmada en la Ley Sáenz Peña de 1912, tras décadas de fraudes y exclusiones. Desde entonces, el sufragio ha sido el instrumento por el cual el pueblo intentó torcer el rumbo del poder. A lo largo del siglo XX, en dictaduras y en democracias restringidas, la ciudadanía luchó por sostener ese derecho. Hoy, paradójicamente, lo descuidamos al transformarlo en un mero acto administrativo, vaciado de sentido por la apatía y la inconcurrencia.

Es necesario recuperar la conciencia de que el voto es apenas el primer paso, pero un paso indispensable. El ciudadano entrega legitimidad a quienes lo representan, pero al mismo tiempo asume la obligación de exigirles responsabilidad, transparencia y capacidad. Durante décadas, la política argentina se nutrió de ese cheque en blanco que se firmaba en cada elección y que luego se convertía en impunidad y privilegios. La indiferencia ciudadana alimentó ese círculo vicioso. Romperlo exige que el sufragio vuelva a ser entendido como compromiso civil, no como una rutina.

La Argentina necesita construir una nueva política ciudadana activa, basada no en promesas efímeras, sino en políticas de Estado claras y blindadas frente a los vaivenes coyunturales. No se trata de slogans de campaña, sino de convenios soberanos estables que fijen objetivos inalterables: educación de calidad, un sistema de salud sólido, jubilaciones dignas, inclusión plena de las personas con discapacidad y blindaje presupuestario en áreas sensibles. El presupuesto para estos derechos debe estar protegido por ley, de modo que ningún gobierno pueda utilizarlo como variable de ajuste. Así como la Constitución de 1853 consagró la propiedad, la seguridad y la igualdad ante la ley como principios básicos, es hora de garantizar con la misma fuerza legal los derechos sociales esenciales.

El blindaje debe ir más allá del presupuesto, pero blindar ese presupuesto es indispensable. Por otro lado, el patrimonio del Estado —que pertenece al conjunto de los argentinos— debe ser protegido de los caprichos de turno. Las experiencias de privatizaciones en la década de 1990 dejaron heridas profundas: empresas públicas vendidas a precio vil, pérdida de soberanía en áreas estratégicas, despidos masivos y deterioro de los servicios básicos. No se trata de negar toda forma de reforma, pero sí de imponer un principio inquebrantable: cualquier venta o privatización de bienes estatales solo podrá realizarse mediante un referéndum vinculante en el marco de elecciones generales. El patrimonio nacional no puede depender de la firma de un ministro ni de la negociación secreta de un presidente con corporaciones extranjeras. Debe ser el pueblo, con su voto, quien decida. Esa es mi propuesta lógica.

Para lograr estos cambios no bastan leyes ordinarias: se necesita una reforma constitucional profunda. La Constitución vigente, nacida en 1853 y reformada en 1994, ha quedado corta frente a las demandas actuales. La reforma del 94 incorporó derechos de tercera generación y reforzó organismos de control, pero también habilitó la reelección presidencial y consagró pactos de poder que hoy muestran su desgaste. Es momento de discutir una nueva arquitectura institucional que blinde presupuestos sociales, que establezca la obligatoriedad de referendos para decisiones estratégicas, que elimine fueros parlamentarios —hoy escudos de impunidad— y que exija formación certificada para quienes aspiren a cargos públicos.

La historia argentina demuestra que cada reforma constitucional estuvo vinculada a grandes transformaciones: en 1860 se adaptó el texto para incorporar a Buenos Aires; en 1949 se introdujeron derechos sociales; en 1957 se restauró parcialmente el texto original, y en 1994 se aggiornó al contexto de globalización y derechos humanos. Hoy el desafío es otro: diseñar un sistema que no dependa del capricho de los dirigentes, sino de un verdadero convenio soberano entre Estado y ciudadanía.

Dentro de ese marco también resulta ineludible una reforma electoral. La apertura a nuevos partidos, la afiliación digital, la conformación virtual de agrupaciones y la transparencia en el financiamiento son medidas que pueden oxigenar la democracia. No podemos seguir en un esquema donde los partidos tradicionales monopolizan el poder y los ciudadanos sienten que su voto es apenas un trámite que no incide en nada. La política debe abrirse, permitir nuevas voces e incorporar a las generaciones más jóvenes mediante herramientas tecnológicas que ya forman parte de su vida cotidiana.

La nueva política ciudadana también exige terminar con la impunidad. Los fueros parlamentarios, concebidos originalmente para proteger la libertad de expresión, se convirtieron en refugio de corruptos. Es necesario limitar esos privilegios únicamente a los presidentes de las cámaras legislativas, al presidente y vicepresidente de la Nación y a los embajadores en funciones. El resto de los representantes debe responder como cualquier ciudadano ante la Justicia. Asimismo, quienes tengan condenas penales firmes por corrupción, delitos contra la administración pública o violencia —en general o de género— deben ser inhabilitados de por vida para ejercer cargos públicos.

Pero ninguna reforma institucional será suficiente si no se acompaña de un cambio cultural profundo. La viveza criolla, el cinismo frente a la corrupción y el fanatismo ciego que convierte a líderes políticos en ídolos intocables son males que degradan la vida democrática. La política no puede seguir reducida a un espectáculo televisivo o a una pelea de tribunas, como si se tratara de un partido de fútbol. Se necesita una reeducación social. La política es el espacio donde se definen los destinos colectivos, y el compromiso civil exige asumir esa responsabilidad.

El ausentismo electoral es un síntoma alarmante. Cada elección reciente muestra un crecimiento en la cantidad de votantes que deciden no presentarse. Este octubre, cada argentino tendrá en sus manos una boleta única; y esa boleta, por más insignificante que parezca, es la herramienta más poderosa que nos queda. No será perfecta, no resolverá de inmediato los problemas estructurales, no detendrá la inflación ni borrará la pobreza de un día para otro. Pero sí puede ser el primer paso hacia la construcción de un nuevo pacto político basado en soberanía, responsabilidad y justicia.

El voto, lejos de ser un trámite, es un acto de memoria y de futuro. Es la afirmación de que no aceptamos la política como está y de que exigimos un país distinto, una política diferente. La cuestión es clara: ¿vamos a seguir entregando el destino nacional a quienes saquean, venden y privatizan sin consultar, o vamos a recuperar el poder soberano para decidir, mediante una Constitución renovada, qué rumbo queremos como pueblo?

Y si no vamos a votar, si elegimos la comodidad del sofá y el cinismo de la queja en redes sociales, entonces que nos quede claro: estamos renunciando a decidir y entregándonos mansamente a los mismos de siempre. No nos quejemos después cuando el país se venda al mejor postor, cuando la política siga siendo un negocio privado y cuando nuestros derechos se vuelvan letra muerta. Porque, en democracia, quien se abstiene no protesta: abdica.

La respuesta está en nuestras manos, en nuestro compromiso civil, en nuestro voto, en nuestra potestad de organizarnos y decir no. Y esta vez, más que nunca, no podemos permitirnos desperdiciarla.

Entre la tregua y el fuego

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Por María José Mazzocato.

Incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar una cierta iluminación.

Hannah Arendt.

Desde el 7 de octubre de 2025, fecha que coincide con los dos años del ataque de Hamás a territorio israelí, el mundo asiste a un nuevo intento de tregua entre enemigos irreconciliables. Israel y Hamás, con mediación de Estados Unidos, Qatar, Egipto y Turquía, firmaron la primera fase de un acuerdo de paz que promete el fin de las hostilidades, el intercambio de prisioneros y una hoja de ruta hacia la reconstrucción de Gaza. Sobre el papel, es un avance histórico. En la práctica, un tablero de poder tan frágil como explosivo.

El acuerdo —anunciado el 8 de octubre y ratificado por el gabinete israelí al día siguiente— prevé un alto el fuego inmediato, la liberación de unos 1.700 prisioneros palestinos a cambio de los rehenes israelíes aún en manos de Hamás y la retirada gradual de las tropas de Israel hacia una línea fronteriza acordada. Washington se posiciona como garante simbólico, mientras los mediadores árabes se comprometen a supervisar la entrega de ayuda humanitaria y el inicio de la reconstrucción. Pero nadie ignora que los acuerdos en Oriente Medio siempre se escriben entre falsedades y con tinta de pólvora.

Porque la paz, en esta región, nunca es solo el final de una guerra; siempre suele ser el inicio de otra disputa. Cada tregua reconfigura el mapa de poder entre facciones palestinas, entre partidos israelíes y entre las potencias que compiten por influencia. Por eso, más allá del cese del fuego, lo que se juega es quién controlará el futuro de Gaza, qué papel tendrá la Autoridad Palestina y hasta qué punto Estados Unidos y sus aliados usarán este proceso como plataforma geopolítica en medio de un mundo multipolar en ebullición.

Donald Trump —de vuelta en la Casa Blanca— presentó este plan como el “camino definitivo” hacia una solución duradera. Su gobierno actúa como arquitecto y árbitro, pero también como actor interesado, en busca de recuperar protagonismo global, contener la influencia iraní y proyectar liderazgo en un escenario donde China y Rusia ganan terreno diplomático. Para Washington, el acuerdo no es solo humanitario: es estratégico. Garantizar estabilidad en Gaza significa también asegurar rutas energéticas, controlar el flujo migratorio hacia Europa y reconstruir su poder de mediación en la región.

Del lado israelí, el primer ministro Benjamín Netanyahu se mueve sobre un campo minado político. Su coalición de extrema derecha amenaza con fracturarse si la liberación de presos se percibe como una concesión. Ministros como Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich rechazan cualquier trato que deje viva la estructura de Hamás. Netanyahu, sin embargo, necesita resultados urgentes: su imagen se erosiona por las protestas internas, los juicios por corrupción y la presión internacional que exige un cese definitivo de los bombardeos. La tregua es, para él, tanto una necesidad política como un riesgo mortal.

En el campo palestino, la fragmentación persiste. La Autoridad Palestina, con base en Cisjordania, mira con recelo el protagonismo de Hamás en las negociaciones. Si el acuerdo consolida el control de la organización sobre Gaza, se profundizará la división que hace años impide un frente unificado. Sin unidad política, hablar de un Estado palestino sigue siendo una aspiración abstracta. Los mediadores lo saben muy bien: el Estado palestino solo será posible si surge una administración legítima, capaz de integrar a Fatah, Hamás y los sectores civiles que hoy sobreviven entre ruinas.

Pero Gaza no necesita solo legitimidad: necesita reconstrucción. Las estimaciones hablan de más de 50.000 viviendas destruidas y un sistema sanitario colapsado; se necesitarían más de 30 años para la reconstrucción de una ciudad entera, y ni hablar del costo económico. La comunidad internacional promete millones en ayuda, pero esos fondos llegarán con condiciones que, en algunos casos, se consideran extremas, ya que exigen supervisión externa, transparencia financiera y reformas institucionales. En otras palabras, quien financie la reconstrucción controlará buena parte del destino político del territorio. Así, la paz se transforma también en un negocio de contratos, influencia, concesiones energéticas y presencia militar bajo el disfraz de cooperación.

¿Y Palestina? ¿Podrá finalmente tener un Estado soberano?

Las señales son ambiguas. El texto del acuerdo no menciona explícitamente la creación de un Estado palestino, aunque deja abierta la puerta a un “mecanismo de gobernanza transicional” que podría evolucionar hacia una entidad autónoma reconocida internacionalmente. Para muchos analistas, se trata de una fórmula ambigua que busca ganar tiempo y calmar presiones sin resolver lo esencial: la autodeterminación del pueblo palestino.

El dilema es histórico. Israel no confía en que un Estado palestino garantice su seguridad; Hamás no acepta coexistir con Israel en condiciones de subordinación. Y la comunidad internacional, entre el pragmatismo y la fatiga, prefiere un armisticio imperfecto antes que una guerra sin fin. Por eso, este acuerdo es tanto un paso hacia la paz como una pausa en la guerra. Su éxito dependerá de que las partes cumplan no solo las cláusulas militares, sino las políticas: desarme real, elecciones transparentes, reconstrucción efectiva y control civil del territorio.

Aun así, la pregunta persiste —al menos para mí—: ¿será esta vez diferente?

Los antecedentes no invitan al optimismo. La historia reciente de Gaza está plagada de acuerdos rotos y promesas deshechas. Pero incluso en esa larga noche de conflictos, esta tregua contiene una posibilidad. Una paz incierta, sí, pero posible. Y a veces, en el laberinto del poder, lo posible —aunque precario— es el único punto de partida para imaginar un futuro mejor.

LAZOS SOCIALES Y FILOSOFIA

Por Susana Maidana.

Una larga tradición filosófica eligió dos grandes formas de definir al hombre: una, como animal racional; la otra, como animal político. Ambas parten de una concepción sustancial y natural del ser humano: una acentúa su esencia racional, la otra su ser político y social.

Fue en la modernidad cuando se comenzó a percibir la gravitación del lenguaje en la constitución de lo social. En el siglo XVI se derrumbó la idea de que el Estado era el resultado de una evolución natural que comenzaba con la familia y culminaba en la sociedad civil, pasando por la tribu. El Estado dejó de concebirse como algo natural para entenderse como el producto de un pacto, gracias al cual los hombres consensuaban pasar del estado de naturaleza —prepolítico— al estado civil, mediante el lenguaje.

Spinoza y Hegel, por su parte, pusieron el acento en el deseo como factor que produce el reconocimiento de la subjetividad, a través de la mirada y de la palabra del otro.

En el siglo XIX, los maestros de la sospecha desconfiaron del lenguaje y percibieron su doble capacidad: mostrar y expresar, pero también engañar y embrujar. Marx sospechó de la transparencia de la mente humana al sostener que los intereses de clase oscurecían y desfiguraban las imágenes del espejo. Nietzsche desplazó a la ciencia —producto de la Razón— de su sitial, concibiéndola como una fábrica de engaño y simulacro, al trabajar con conceptos que habían dejado atrás la riqueza y particularidad de lo real. Freud, finalmente, afirmó que no era la razón la que guiaba nuestras conductas, sino el inconsciente.

En nuestro tiempo, Hannah Arendt cuestionó la tradicional caracterización del hombre como ser político y, con el mismo énfasis, criticó la concepción cristiana del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Según Arendt, el ser humano es precisamente a-político, porque la política nace en el espacio que se configura en la relación entre los hombres.

La acción humana nos instala en el mundo con los otros y crea un espacio habitable, tejido de relaciones sociales. Los lazos sociales se configuran en el espacio del entre, del diálogo intersubjetivo que presupone el lenguaje como base.

Nos enfrentamos, entonces, a dos desafíos: el primero, alertar sobre el poder del lenguaje y su afán homogeneizador, que iguala la diversidad y ahoga las diferencias; el segundo, recuperar el rol de la argumentación en la estructuración de la trama social, como vía para promover la convivencia entre las diferencias en función de fines que trasciendan los intereses meramente individuales.

Simone de Beauvoir subrayó el afán generalizador del lenguaje y se pronunció contra el envilecimiento que produce convencer a una mujer de que no vale nada, para que efectivamente sienta que no vale nada. Hannah Arendt, por su parte, caracterizaba a los totalitarismos como ruedas que arrastran a las personas hasta que dejan de pensar, quitándoles libertad, autonomía y conciencia moral. Los totalitarismos son muros que impiden estrechar lazos con el otro.

El lenguaje, entendido como estructurante de las relaciones sociales, es la tierra donde germina la acción humana y el espacio público que se constituye en el seno de la pluralidad.

La identidad personal, como la social, se construyen a partir del reconocimiento del otro: del diálogo y del disenso que admiten la diversidad cultural y axiológica, y que aceptan las diferentes formas de vida. Frente a la pregunta sobre cómo podremos vivir juntos en medio del dilema que representa la configuración de una sociedad diversa, Touraine propone poner al sujeto en el centro de la reflexión, del diálogo y de la acción.

La acción humana requiere, entonces, del lenguaje, que no se reduce a lo dicho, sino que incluye lo no dicho y al silencio como modo de hablar. Según Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, mejor es callar”. El reino de lo personal, lo ético, lo estético, lo religioso y lo poético no se pueden decir, sino mostrar.

El lenguaje es bifronte: abre la posibilidad del encuentro, pero también lo obtura, porque rotula y encasilla, obstaculizando los lazos sociales. Resulta sugerente pensar cómo, en el término griego logos, estaban contenidos todos estos matices. El Diccionario Griego lo define así: “todo aquello que se comunica de palabra: orden, mandato, intimación; palabra dada, promesa, condición; decisión, pretexto fútil…”. Y agrega: “razonar, argumentar; presentar como más fuerte el argumento más débil”. Vemos, entonces, cómo el logos incluía las ideas de comunicar, promover, prometer, pero también de engañar y ocultar.

Wittgenstein observó que el uso ordinario del lenguaje embriaga a los hombres y los sumerge en un “sopor mental”, del cual emergen los problemas de la metafísica. Esta idea resuena en Hannah Arendt, cuando subraya la dificultad que entraña hablar del hombre en general, en lugar de hablar de cada hombre y cada mujer en particular, con el consiguiente desprecio por las singularidades.

Las generalizaciones, advierte, tienen efectos éticos. Por ejemplo, quienes mantienen identidades comunitarias y definen a los actores sociales por su naturaleza, su color de piel o su religión —y no por su rol social— establecen muros que separan, en lugar de posibilitar el encuentro.

El uso cosificador del lenguaje aparece recurrentemente en manuales y textos escolares, donde se cristalizan nociones como “patria”, “nación”, “familia”, “mujer” o “identidad”, concebidas como categorías a-históricas, atemporales y naturales, olvidando que son productos de una construcción socio-lingüística.

En la sociedad de la comunicación generalizada asistimos al vaciamiento de la palabra: una elocuencia hueca que, en lugar de comunicar, aísla e instaura la lucha darwiniana, contaminando los lazos sociales.

Sin embargo, las voces de la contracultura se levantan contra los encasillamientos y hacen oír sus reclamos y reivindicaciones. Vemos emerger nuevas palabras, un nuevo decirse más allá del lenguaje impuesto, en los espacios ocupados. Aparece un lenguaje nuevo en barrios y suburbios que escapan —casi— al control policial y mediático, y que muestran su hostilidad al lenguaje establecido. En ese mismo argot reconocemos un lenguaje poético en contraposición al lenguaje del poder.

Quizás podamos entender por qué el hombre actual no es proclive a la formulación de utopías, sino de distopías, en las cuales se describe el horror de un mundo que se ha vuelto inhóspito precisamente porque se han disuelto los lazos sociales, porque todo lo sólido se ha deshecho en el aire.

 

Amistad y anarquismo en Macedonio

Por Elina Ibarra.

Todo el desperdicio sin gracia que es la ciudad de las esquinas electorales,

los ministerios inaugurantes, los Periodistas en falsete de entusiasmos

humanitarios, los tiesos Jueces solemnes y vendidos al Ascenso, 

los Conferencistas, los Proselitistas de todo lo que no se les importa, 

los falsos Cientistas, se desperdigarán por el campo y volverán a ser

buenamente seres humanos.

Macedonio Fernández.

1. 

La figura de Macedonio Fernández ha sido descripta por la tradición académica como la de un  escritor trashumante, asistemático, alejado del afán editor y de las estridencias de tapas y críticos literarios, pero aún así, es considerado el fundador de la literatura argentina del siglo XX. 

A lo enigmático de su personalidad retraída y su tendencia al aislamiento, que lo recluían por meses en las soledades de cuartos de pensión, se agrega la extraña aventura que lo llevara entre 1897 y 1898 al Alto Paraná, cerca de la frontera con el Paraguay. Hacia allí se dirigió Macedonio, con la intención de fundar una comunidad anarquista, junto a un grupo de amigos, entre quienes se encontraban Julio Molina y Vedia, Arturo Múscari y Jorge Guillermo Borges, padre del Jorge Luis Borges.  Del anecdotario de esta aventura, cabe señalar que, el padre del escritor no pudo participar activamente de ella, porque estaba a punto de casarse.

El proyecto se llevaría a cabo en “una isla selvática del Paraguay”. La sola elección de una isla donde poder realizar tal emprendimiento, delata cierta inscripción en una tradición de proyectos de sociedades que pretendían fundarse fuera de la civilización.  Desde la Utopía de Moro, en adelante, una isla donde poder encontrar lo incontaminado, lo todo por realizar, porque aún no llegó hasta ella el mal de la sociedad a la que, quienes buscan refugio, están dando la espalda. 

El vasto proyecto de una sociedad organizada por fuera de las instituciones gubernamentales, y que busca fundarse en aspectos morales y estéticos. Y es allí donde puede rastrearse la conexión con aquél proyecto de juventud. Esos aspectos están relacionados con la importancia que la amistad adquiere en ese nuevo orden, como elemento aglutinante, generador de compromisos, que vuelven organizada la convivencia.  A modo de ejemplo puede citarse que las uniones de los matrimonios estarían oficiadas por los amigos de la pareja, y que ellos serían la sola garantía de esa unión.  La validez de tal ceremonia se extendería hasta que la pareja así lo decida. El compromiso tiene sentido siempre y cuando haya cariño entre los esposos, de lo contrario, esta unión quedaría disuelta inmediatamente. Estaría prevista alguna cláusula que estableciera alguna suerte de seguridad, en caso de que haya hijos para poder garantizar su manutención. Pero en todo momento, se indica la importancia de la mujer en este proceso, no como subordinada a las directivas de hombres iluminados, sino como motor de esta nueva sociedad, en la que iría a la par de los hombres.

2.

En el mismo año que realiza esta incursión, pocos meses antes, había sido aceptada su tesis llamada “De las Personas”, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, y con ella obtiene el grado de Doctor en Jurisprudencia y de Abogado. Esta tesis anticipaba sus inquietudes sociales que ya estaban poniéndose de manifiesto. Su investigación incluía cuestionamientos sobre la igualdad de la mujer. Sobre ello consideraba que no había nada que justifique su inferioridad respecto del hombre y denunciaba el sometimiento a las tareas del hogar como una condena. En la misma línea se ocupa de la relación de “servidumbre” cuya figura era cuestionada también como la del “proletario”, situaciones de una profunda desventaja jurídica. 

Pero Macedonio continuará hablando de las personas en otros escritos, indicando desde su constitución molecular hasta la relación de estas con el Estado y la Administración de Justicia.  Por ello, para hablar de la comunidad de amigos, debemos comenzar por su Psicología Atomista (Quasi-Fantasía). Ésta consiste en un análisis de lo existente pero desde sus niveles atómicos-moleculares. 

Ferri, De Roberty, Spencer, Guyau, toda la escuela biosocial moderna, repite que el átomo no vive, que todo lo que vive es una asociación. Comprendo perfectamente que sea socialista o asociacionista: mi átomo está muy dispuesto a serlo, pero sólo como un modus-vivendi […].

Nada vive absolutamente disociado. Todo lo que vive es el resultado de una asociación. De estas afirmaciones provenientes de una teoría molecular, orgánica, Macedonio parece deducir una teoría política. Aunque está en concordancia con el vitalismo modernista de finales del Siglo XIX.  Y así define a los hombres: 

Un organismo humano es una asociación de millones de átomos […] La conciencia aparece sólo en ciertas asociaciones de átomos llamadas seres vivos; toda conciencia, todo “yo”, no obstante su unidad subjetiva tiene, pués, un susbstractum complejo; […] una multitud de células.

 

La muerte, será por lo tanto, la disolución de esa asociación, equivalente a la no-asociación. Como así también será lo contrario a lo que da en llamar el “átomo libre” que vaga por el universo. Algo así como una mónada, el extremo individualista de lo existente, que no es vivo. Muestra lo insostenible de una individualidad extrema, que será algo, más no será vida.  Pero este asociasionismo constitutivo de lo vivo tampoco consiste en una disolución de lo individual en el todo:

Cuando los átomos se asocian, permanecen tan individuales como antes; su integridad no queda menoscabada por el hecho de su aproximación más o menos estrecha y durable; […] 

Así es posible también que, los “yo” individuales, al asociarse, mantengan su individualidad, en los que coincide el “yo” individual y el social. Esa tensión es la que representan las dos “terapeúticas” sociales: el socialismo y el anarquismo. Una propondría la asociación y disolución de la individualidad; mientras que la otra propondría una afirmación de la singularidad inviolable. Ambas son equívocas en sus versiones absolutas. La tradición también se ha debatido entre dos respuestas: una en la que el individuo busca el bien por sí mismo y así contribuye al bien de los demás –Macedonio los llama “hedonistas”– y los otros, donde la acción resulta de una energía superabundante y es benéfica para el individuo cuanto más benéfica para la especie –Macedonio los llama “energistas”–. Su conclusión es que:

Tarde, asombrados antes las embriagueces del heroísmo, los hedonistas [y los energistas] constatando emocionados las coincidencias de la felicidad individual y la felicidad social, los energistas descubriendo en la acción el desbordamiento inevitable del exceso de energía que todo ser encierra […].

La preocupación de Macedonio y los amigos con quienes compartió esta aventura, era precisamente, la de poder propiciar las condiciones para tener una “Buena vida”.  La comunidad sería esa ocasión para la asociación respetuosa de la particularidad. Este objetivo puede rastrearse en el análisis que hace, en un escrito de 1896, es decir, un año antes de la incursión al Alto Paraná, llamado El problema Moral. En él se pregunta sobre lo que considera central en el pensamiento contemporáneo: fijar las bases de la moral.  La respuesta está en hallar el punto en el que alguien se preocupe por sí mismo y por su esfera cercana de seres existentes, de modo tal que se desborden sus beneficios: algo así como un punto intermedio entre la asociación y la individuación:

El hombre que se desvive por la Humanidad y aún por su patria, es una mentira; lo verdadero y lo que se necesita y hasta para que todo ande bien es querer mucho a sí mismo, su familia y amigos, algo a sus vecinos y la ciudad, un poco de algo a su país, algo casi nada a la Humanidad, y nada a la Especie, a la Humanidad de otra época.

El anecdotario referido a Macedonio, está saturado de relatos en torno al cultivo de la amistad, donde los cafés de Buenos Aires fueron testigos privilegiados de la actividad intelectual de pensadores porteños en esas tertulias de noctámbulos. Vale recordar que  Borges se había hecho cliente de los bares del Once: La Perla, El Rubí y otras joyas de la zona, porque allí andaba Macedonio Fernández dictando cátedra de Metafísica. La certidumbre de Borges de que, el sábado en una confitería del Once lo oiría explicar qué ausencia o qué ilusión era el yo, bastaba para justificar la semana. Y en ocasión de su muerte dirá: La amistad era una de las pasiones de Macedonio. 

En una suerte de anarco-individualismo-asociacionista, Macedonio sostendrá como Thoreau, Reclús, Proudhon, Stirner y Molina y Vedia, la centralidad de la persona.  Recordemos el tema de su tesis de doctorado: la persona en el Derecho.  El individuo descripto por Macedonio, es pensado desde una antropología no-esencialista, que confía en los hábitos y en las prácticas cotidianas, como la sede de la fraternidad, basada en un autoconocimiento del carácter y la fortaleza y en la capacidad del disfrute de la mera organicidad. Podríamos concluir en un hedonismo hipocrático.  Las buenas costumbres, la educación naturalista y anti-dogmática, serán la condición de posibilidad de la fraternidad humana. 

Hay que ser presentista, y antiespecieísta y futurista. Vivir para su amor, su Hogar, sus amigos y tener compasión y simpatía para todo prójimo que tengamos cerca en cuerpo y persona, y veamos sufrir y necesitar ayuda: no para y por los demás, no para la Humanidad.

En este proceso de asociación-individuación, el Estado es un obstáculo a sortear, ya que dinamita la asociación, que debe ser entendida en términos de mera obediencia y profundiza una individualidad paranoica y mezquina.  Este planteo debe leerse a la luz de las apariciones, ya ineludibles, de los socialismos en la Argentina y del anarquismo. 

No hay que creer en los grandes sacrificios de nadie; se es político, negociante, sabio, artista, porque esa actividad nos entretiene no por servir a los otros ([…] escribir, predicar, politiquear, manejar negocios, manejar personas, gobernar); lo que queríamos era Hacer el trabajo que nos gusta, ni Hacer el bien ni el mal.

En relación con la tradición que concibe al Estado como garante del Bienestar social, sus escritos serán agudas observaciones sobre esa torpe intervención que éste realiza en pos de mantener el “orden”, en su mal entendido “Bienestar”. Batallará literariamente a favor de las libertades individuales, tarea que devela un espíritu ilustrado, que promueve la tolerancia y el respeto por las diferencias. 

Tenía también algo de Kafka aquel juego de órdenes y contraórdenes entre el ex presidente de la Nación, el ex ministro del Interior y el ex jefe de policía. Se cerraban diarios, se prohibían audiciones radiales, se enclaustraban personas y cada uno de esos tres funcionarios remitía al otro y fingía sorpresa: no se ha sabido una sóla vez quién había dado la orden concreta de tal prohibición o secuestro.

O su queja sobre los cigarrillos que el Estado vuelve infumables, una verdadera calamidad cuyos autores son los burócratas que viven de los impuestos; o el intendente municipal que ha resuelto la creación de un Ministerio de las Escaleras, después del accidente sufrido al salir de la cancha de River; o su queja sobre el mal dar del rico y el de la burocracia: los dos dan mal, pero el del “gubernismo” es mucho pero, más enredado, costoso, incomodador y fomentador de los estériles y dañosos – con añadidura de modos farsantes y ruidosos.

Así es como su concepción antropológica se mezcla con una crítica a la civilización y al Estado, y halla su complemento en un voluntarismo que inunda sus escritos. En ellos se vuelve reflexivo, en una contorsión sobre sí de la conciencia, en la búsqueda de un saber sobre sí mismo, que se asume anclado en lo orgánico, circunstanciado, corporizado, y que al pensarse, logra burlarse de sí, y así logra evadirse de la materia misma. Por ello también su preocupación por la salud y la higiene. Su política podría resumirse en un “arte de vivir lo mejor posible”. En un escrito de 1897, llamado La ciencia de la vida, postula la necesidad de lograr un saber práctico que pueda dar una interpretación del universo, claramente más cerca del arte que de la ciencia:

El carácter no nace se forma totalmente, como se forma también todo nuestro conocimiento (secuencial), y el carácter continúa siempre mudable a cualquier edad, por los cambios forzosos de circunstancias y también por auto-esfuerzo.

Esta transformación, este progreso serían el resultado del cambio en las circunstancias cotidianas de la vida comunitaria. Macedonio daría el nombre de Ciudad-Campo, donde parece imponerse la referencia rousseauniana. El abandono de la ciudad podría remontarse a la Atenas de Diógenes, cuando los Cínicos renuncian a vivir en la polis, como así también Thoreau, quien se va a vivir solo al bosque de Walden. La búsqueda en la naturaleza, es la búsqueda de una vida cuidada-de-sí. El hecho de haber elegido una fiscalía en Posadas en 1910, ya parece no ser tan azaroso. Lo seducía la naturaleza, como quién vuelve a algo perdido, con una avidez propia de una necesidad vital.

Así parecen las esferas de lo bueno, lo bello y lo justo, volver a conjugarse. En una recomposición fundamental de algo que no debió haberse disuelto, porque en esa disolución se perdió al hombre. La política debe ser recuperada como una de las Bellas Artes, para así rescatar al hombre de una vida dogmática y por lo tanto, deshumanizada. A esta visión se la dio en llamar la “impolítica”, que consiste en una crítica seguidora y burlona, que desarma cualquier falacia que pretenda ante ella:

[…] abogados, la tonta y alegre gente de Tribunales, mitad de la Humanidad ocupada en lo estéril y en la destrucción de lo que Hacen otros…

Fue muy crítico del sistema de Justicia al que conoció como abogado. Cuenta Carlos Heras, en un seminario sobre Anarquía, en 1920, donde habla sobre Macedonio Fernández y dice: “habría que hacer una investigación sobre sus intervenciones como fiscal y “analizar sus argumentos y acusaciones”. Guardaba el extraño récord de que ninguno de los acusados fue condenado.   También la fuerza policial fue blanco de su sarcasmo:

En cuanto a la policía, [aconsejo] suprimir la persecución de quinielas, ruletas, cortesanas, etc…, que no hace más que corromperlas.

3. 

Propugnaba un mínimo de leyes y un mínimo de Estado, con un máximo de persona. Hay una carta a Marcelo Delmaso, su primo hermano, de 1920, “Cuando podríamos conversar, deseo hablarte de ciertos planes de acción política marginal (…)”. A lo que agrega que cuenta con el apoyo de unos amigos, jóvenes escritores, con los que se reunirá para tal asunto. Esos amigos que en 1927, lanzan en el Diario Crítica, la candidatura de Macedonio a Presidente, “como una crítica irónica a la política práctica”. 

Igualmente habría que proveer las condiciones ideales del full-time del presidente de la nación: un funcionario presidencial que inaugura estatuas y exposiciones de flores, y escuchara tedeums, y admirara soldados.

El razonamiento, que roza la humorada consiste en pensar lo siguiente: “Es más fácil ser presidente de la Nación que farmacéutico. Por la sencilla razón de que mucha menos personas se proponen ser presidentes que farmacéuticos.” Esconde, aunque no demasiado, una burla a las pretensiones de generar algún tipo de reflexión sobre lo absurdo de elegir a alguien, cuya capacitación para ese cargo era escandalosamente dudosa. 

Tomando las palabras de Piglia, podemos decir que toda la obra de Macedonio podría leerse como una crónica de aquella sociedad perdida en el Alto Paraná. Será entonces Macedonio, un idealista que buscó llevar a la práctica lo que pensaba, ya desde muy joven.

Es de buena probabilidad que la humanidad civilizada sea la especie viviente de vida más infeliz. También es probable que la risa y las refinadas ternuras (y quizá también el placer de la música) del animal llamado hombre civilizado, sean la compensación. 

 Pero el fracaso de ese proyecto no significó nunca su abandono, sino que transmutó en su escritura, en una escritura compulsiva, paranoica, asistemática, digna de un transhumante, un trotamundo de las letras, haciendo de la gramática su campo de batalla, desde donde lesionó gravemente los dogmas literarios, políticos y éticos, para rehacerlos lúdicamente en paradojas hilarantes, feroces y contagiosas.#

La Patria como destino

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Por Fernando M Crivelli Posse.

La gloria pertenece a los que luchan por la patria, no a los que la abandonan.

Antonio José de Sucre.

La historia demuestra que ninguna ideología basada en el terror, la manipulación o la desinformación se derrota únicamente con procedimientos legales. Las leyes y constituciones son indispensables, pero no sustituyen la conciencia y el compromiso moral de los ciudadanos. Las urnas, sin educación cívica y reflexión, se convierten en ritual vacío; la libertad, sin responsabilidad ni orden, degenera en libertinaje. Frente a doctrinas que hacen del engaño su dogma y de la violencia su motor, la defensa de la nación requiere más que formalismos: exige sacrificio, constancia y una concepción ética capaz de orientar la acción de quienes buscan la justicia y el bien común.

Como advertía Gramsci, el poder no se conquista solo con armas o votos: se construye con hegemonía cultural, penetrando la vida cotidiana, la familia, la escuela y la conciencia colectiva. Ortega y Gasset señalaba que un pueblo resignado a vivir de consignas pierde su capacidad de sostener su propio destino. Esa es la batalla que enfrentamos hoy: recuperar claridad de pensamiento, orden y confianza en nuestra propia fuerza. La defensa de la Patria no es abstracta; requiere comprender la totalidad de los elementos que sostienen su existencia, desde la moral y la educación hasta la economía y los recursos estratégicos que hacen posible la vida y la producción.

El obrero argentino ha sido, a lo largo de la historia, utilizado como bandera por quienes nunca compartieron su realidad. Desde los conflictos sindicales de principios del siglo XX hasta la instrumentalización del sindicalismo bajo el peronismo filomarxista y el falso progresismo de las últimas décadas, muchos trabajadores fueron simbolizados, pero no defendidos. Sin embargo, el trabajador no es patrimonio de nadie: es el corazón de la Nación. Cada jornada, cada esfuerzo silencioso y cada sacrificio construyen más a la Patria que cualquier discurso o promesa incumplida. La grandeza de un país se mide por la dignidad y el compromiso de quienes producen y sostienen la economía, y por la capacidad de los sindicatos de actuar como verdaderos representantes de sus intereses, autónomos, formados y éticamente responsables, evitando que sean cooptados por intereses políticos o corporativos que desvirtúan su función y debilitan la soberanía nacional.

La capacidad del trabajador de generar riqueza está indisolublemente ligada a la organización de la nación. El respeto a su labor no es un eslogan, es justicia y reconocimiento de su papel fundamental. La cultura del trabajo sostiene la economía y garantiza la continuidad del proyecto nacional. Sin embargo, la historia muestra que sectores políticos e ideológicos han intentado instrumentalizar al obrero y al sindicalismo para fines propios, muchas veces en detrimento de su bienestar, del empresario responsable y de la nación misma. La politización extrema de la fuerza laboral ha debilitado la productividad y fragmentado la sociedad, evidenciando que los verdaderos defensores de la Patria no son quienes manipulan al trabajador, sino quienes garantizan su respeto y desarrollo integral.

Así como el esfuerzo del trabajador sostiene la economía cotidiana, la correcta administración de los recursos estratégicos asegura que ese trabajo tenga un futuro seguro. Agua, energía, minerales, bosques, tierras fértiles y petróleo no son simples elementos de explotación: constituyen la base de la soberanía nacional. La debilidad en la gestión de estos recursos genera dependencia extranjera, pérdida de control sobre sectores clave y limita la capacidad del país para garantizar el bienestar de la población. La crisis hídrica en varias provincias argentinas, la falta de inversión en energías eficientes y la explotación minera sin planificación adecuada muestran cómo la negligencia en la administración de estos recursos puede afectar tanto la producción como la vida cotidiana de los ciudadanos.

Si observamos a las sociedades más avanzadas del mundo, veremos un patrón claro: preparación constante, educación de alto nivel, planificación estratégica y control efectivo de sus recursos. Desde Alemania hasta Japón, Estados Unidos y Corea del Sur, el éxito no se mide únicamente por capital acumulado, sino por la formación de sus ciudadanos y mandos, por la disciplina institucional y la visión a largo plazo. Estas naciones invierten décadas en educación, ciencia, innovación, tecnología y gestión de recursos estratégicos, garantizando que cada decisión tenga impacto en la soberanía y el desarrollo sostenible. Argentina ya está funcionando, en términos prácticos, como una colonia económica. Gran parte de su infraestructura productiva, sus recursos naturales estratégicos y sectores clave de la economía dependen de capitales, préstamos y decisiones de actores extranjeros. La falta de planificación, la dependencia tecnológica y la fuga constante de talento y divisas consolidan una situación en la que las políticas nacionales están subordinadas a intereses foráneos, y el país no ejerce plenamente su soberanía sobre su propio desarrollo.

La administración de estos recursos exige también mandos conscientes y responsables. No basta con que existan leyes o decretos: quienes ocupan posiciones estratégicas dentro del Estado, la industria o la gestión pública deben actuar como garantes de la Nación, no como gestores de intereses privados. La eficacia de una política de recursos depende del carácter, la preparación y la ética de quienes la conducen. Mandos indiferentes, improvisados o corruptos pueden convertir la abundancia en ruina, desperdiciando oportunidades históricas e hipotecando el futuro de generaciones enteras. La disciplina, la formación y la visión estratégica de los líderes son tan importantes como la riqueza de los recursos mismos.

El control responsable de los recursos no se limita al ámbito económico; tiene implicaciones políticas, sociales y culturales. La soberanía de un país se mide por su capacidad de decidir sobre lo que es suyo sin depender de concesiones externas o intereses particulares. Esto exige que los mandos de la nación comprendan que su rol no es temporal ni personal, sino un servicio a la comunidad, a la Patria y a las futuras generaciones. Cada decisión, cada política de explotación, conservación o inversión debe evaluarse bajo el prisma del bien común, no de la conveniencia momentánea.

No se trata de elegir entre marxismo o liberalismo salvaje. Ambos caminos han mostrado sus límites: el primero convierte al Estado en un instrumento de control que, bajo la retórica de igualdad, puede socavar la productividad y la autonomía; el segundo expone a la nación a la dependencia externa y la fragmentación económica. El verdadero camino argentino consiste en un pacto patriótico que integre Estado, empresarios nacionales y trabajadores. El Estado debe actuar como árbitro justo, garantizando reglas claras y seguridad jurídica. El empresariado debe invertir con visión, innovación y compromiso con la producción nacional. Los trabajadores, a su vez, deben recibir respeto, salario digno y oportunidades de educación para sus hijos, cimentando la continuidad del país.

Amartya Sen señala que el desarrollo verdadero consiste en ampliar las libertades reales de las personas. Ningún joven argentino debería verse obligado a emigrar porque su país le negó oportunidades. La prosperidad genuina es la que transforma recursos en empleo, tecnología y bienestar, permitiendo que los ciudadanos participen de manera activa en la construcción de la Nación. Esta visión requiere líderes preparados con autoridad moral y ética, y una población consciente de sus deberes y derechos.

El futuro de la Patria depende también de la gestión estratégica de los recursos naturales frente a desafíos globales crecientes. El agua, como ejemplo, se ha convertido en uno de los elementos más codiciados del planeta. Quien controle el agua controla la producción de alimentos, la generación de energía y la salud de la población. No es un recurso pacífico: es un eje estratégico de soberanía. La administración responsable del agua y otros recursos requiere reglas claras, planificación a largo plazo y mandos capaces de tomar decisiones difíciles pero necesarias. El manejo de embalses, ríos compartidos con países vecinos y acuíferos subterráneos exige previsión, inversión tecnológica y liderazgo comprometido. Cada error o concesión irresponsable pone en riesgo tanto la economía como la vida de millones de ciudadanos.

La disciplina, la preparación y el compromiso no son opcionales; son la base de toda política sostenible. La obediencia ciega a intereses privados o extranjeros es traición. La autoridad legítima se sustenta en la fidelidad al pueblo, la Patria y los recursos que sostienen la vida colectiva. Cada decisión sobre concesiones, inversiones o regulaciones debe orientarse a fortalecer la Nación, no a beneficiar a unos pocos. Las autoridades deben ser guardianes del destino de la Patria, con visión estratégica y compromiso ético, asegurando que la riqueza común se traduzca en bienestar y seguridad para todos.

Hoy abundan quienes se presentan como defensores del pueblo mientras hipotecan el futuro con contratos indignos o concesiones irresponsables. El capital extranjero no es en sí un enemigo; lo peligroso son los intermediarios que, sin patriotismo ni ética, entregan nuestros recursos a cambio de beneficios personales. Transformar recursos con capital extranjero, en producción, tecnología, innovación y empleo, dignifica a la población; entregarlos sin control a un modelo extractivista, degrada a la Nación.

El tiempo de los discursos vacíos y las promesas incumplidas ha terminado. Recuperar las fábricas, los campos y los recursos estratégicos no es una opción, sino un deber histórico. La Patria requiere que ciudadanos, empresarios y funcionarios actúen con coraje, orden y visión, consolidando un proyecto nacional que trascienda generaciones.

Nuestro deber es levantar la nación con certeza y decisión, asegurando que las próximas generaciones puedan vivir con dignidad en su propia tierra. La historia nos observa con ojos implacables: no importa si la amenaza proviene de ideologías internas o de actores externos; cualquier nación que encuentre nuestro suelo débil tendrá la oportunidad de imponerse. La ley, la ética y la sabiduría no son meros ideales, sino armas para defender la existencia y dignidad nacionales.

“El futuro no será de quienes se arrodillan ante intereses ajenos o privilegios individuales. Será de quienes, como nuestros héroes, se levantan con disciplina, sacrificio y amor a la Patria, reconstruyendo el país que aún debemos proteger. Ese es el deber de nuestra generación: salvar la Nación a cualquier costo, para que nuestros hijos jamás tengan que marcharse de su tierra.”

Continuará…

 

El legado de la ruptura

Por Fabricio Falcucci.

Aira y Schweblin en las puertas del Nobel reafirman la potencia universal de la literatura Argentina.

Argentina ha sido, desde hace décadas, una biblioteca infinita. Un territorio que convierte la literatura en destino colectivo y donde el idioma español alcanza su forma más inquieta. Este año, la promesa se siente más cercana que nunca. Si en el siglo pasado Borges y Cortázar exportaron al mundo una manera radical de pensar la ficción, hoy dos nombres —el maestro de la fuga y su heredera más perturbadora— hacen que la Academia Sueca vuelva la mirada hacia el sur. César Aira y Samanta Schweblin encarnan la doble vanguardia que mantiene viva la tradición de la ruptura, esa herencia de audacia que la Argentina convirtió en marca de identidad cultural.

El valor de una nominación

Al momento de leerse este artículo, es posible que la Academia Sueca ya haya anunciado al nuevo laureado. Pero incluso si el premio no llega, la sola mención de escritores argentinos entre los posibles candidatos al Nobel constituye un hecho de enorme relevancia simbólica. Es un reconocimiento de la comunidad internacional a la persistencia de un país que, pese a sus crisis, sigue produciendo pensamiento, arte y lenguaje de alcance universal. Cada nominación renueva la certeza de que la imaginación argentina conserva un lugar de prestigio en el escenario global.

Desde Bernardo Houssay y Luis Federico Leloir hasta Carlos Saavedra Lamas, Adolfo Pérez Esquivel y César Milstein, la Argentina ha sabido inscribir su nombre en la historia de los Nobel con una mezcla de ciencia, ética y creatividad. En literatura, la deuda de la Academia con Borges sigue siendo una herida abierta, pero también un impulso. Cada nueva candidatura reaviva la conversación sobre nuestra tradición, sobre esa capacidad de pensar desde el sur, de reinventar las formas y de convertir el idioma en pensamiento.

El legado de la ruptura

El llamado “legado de la ruptura” no solo remite a una transformación estilística, sino a un cambio de sensibilidad que marcó la literatura argentina y latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. La ruptura fue, ante todo, una forma de emancipación, una rebelión frente a los moldes narrativos europeos y las tradiciones conservadoras que habían definido el canon literario nacional.

En este proceso, la influencia del realismo mágico latinoamericano resultó decisiva. Autores como Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier y Juan Rulfo abrieron el camino hacia una escritura capaz de conciliar lo fantástico con lo cotidiano, lo mítico con lo político. Ese impulso liberador encontró en la literatura argentina una resonancia particular: la experimentación de Julio Cortázar, la poética metafísica de Jorge Luis Borges y el lirismo urbano de Adolfo Bioy Casares dieron forma a una estética del asombro y la extrañeza que situó al país en el corazón del boom latinoamericano.

Pero la ruptura no fue solo literaria: también fue cultural. En torno a figuras como Victoria Ocampo y publicaciones emblemáticas como la revista Sur, se consolidó un espacio de diálogo entre la tradición local y las vanguardias internacionales. Desde esas páginas se tradujeron y debatieron autores como Woolf, Eliot o Camus, insertando a la literatura argentina en una conversación global sin renunciar a su identidad. Sur fue mucho más que una revista: fue un laboratorio intelectual donde se pensó la modernidad desde el sur del mundo. Ocampo, con su lucidez y su audacia, tendió puentes entre Europa y América Latina, entre la cultura ilustrada y la sensibilidad criolla, entre la razón y la emoción.

Así, el legado de la ruptura se revela como una herencia doble: la del desafío estético que reconfiguró la narrativa latinoamericana y la del gesto cultural que impulsó una apertura cosmopolita y crítica. Ambos aspectos siguen siendo claves para comprender cómo la literatura del continente logró universalizar su voz sin perder su raíz.

En ese linaje se inscriben hoy Aira y Schweblin, aunque ninguno busca repetirlo. Ambos reinventan el gesto de ruptura con lenguajes distintos: él desde la ironía intelectual, ella desde la intensidad emocional. En los dos se adivina la misma fe en la potencia del relato como forma de interrogación del mundo.

César Aira, el maestro de la fuga continua

César Aira (Coronel Pringles, 1949) es una figura inclasificable y, a esta altura, inevitable. Autor de más de cien libros, ha hecho de la escritura un acto de movimiento perpetuo. Su método —esa “fuga hacia adelante” que rehúye la corrección y abraza la improvisación— es tanto una poética como una ética: avanzar siempre, sin mirar atrás. En palabras de El País, sus ficciones “parecen diseñadas para sorprender al lector por la espalda, haciéndolo víctima burlada de su docilidad ante las inercias de la ficción que se consume”. Esa voluntad de subvertir las reglas del pacto narrativo convierte su obra en un ejercicio de libertad pura.

La crítica ha visto en él tanto genialidad como distancia. En Rialta, un ensayo sobre su estética advierte que “su intelecto, de una rara calidad, le ha permitido analizar de manera brillante una miríada de objetos verbales pero no crear mundos imaginarios de primer orden”, como si la lucidez analítica operara en detrimento de la emoción narrativa. Pero esa tensión entre frialdad y desborde es precisamente lo que le otorga singularidad: Aira crea una literatura de riesgo, donde la inteligencia no sofoca el misterio, sino que lo empuja a sus límites.

Christopher Domínguez Michael, en la revista Santiago, lo describió como un autor que convierte cada procedimiento literario en “una papirola”, un experimento cuyo sentido está en el gesto de crear. Aira, dice, nos recuerda que “la literatura comienza cuando uno se ha vuelto literatura”. En esa paradoja reside su fuerza, el acto de escribir no busca representar el mundo, sino inventarlo cada vez.

Su lugar en el panorama contemporáneo es el del disidente que no se opone, sino que elude. En Transas, Alfredo Leal observa que su proyecto cuestiona el lugar de la literatura en la sociedad de consumo, al resistirse a convertirse en una mercancía. En esa estrategia de fuga se reconoce el eco de Borges y Macedonio: la literatura como acto de pensamiento, pero también como humor, ironía y desafío. En Cómo me hice monja, Aira logró que lo cotidiano y lo absurdo se fundieran en un mismo tono y transformar la rareza en una forma de lucidez. Esa mezcla de experimentación y ligereza lo convierte en un candidato tan insospechado como imprescindible: un escritor que recuerda que el verdadero valor de la literatura no es complacer, sino descolocar.

Samanta Schweblin, la inquietud que desvela al mundo

Si Aira representa la fuga, Schweblin encarna la concentración. Nacida en Buenos Aires en 1978 y residente en Berlín, su obra condensa el espíritu de una generación que transformó el cuento en un dispositivo de perturbación emocional. Desde Pájaros en la boca hasta Distancia de rescate y Siete casas vacías, su narrativa se sostiene en una tensión constante: nada sobrenatural ocurre y sin embargo todo se vuelve extraño. En Clarín se señaló que “el miedo en Schweblin no es un fantasma, sino un clima interno” y esa frase parece definir su universo, un territorio donde la amenaza no viene de afuera, sino del propio cuerpo, de la familia, del vínculo, del deseo.

Su prosa breve, precisa, limpia de adornos, construye una inquietud que perdura mucho después de leer. The Guardian destacó que “la franqueza y la claridad del lenguaje de Schweblin abren un terreno emocional único donde el miedo y la compasión se unen”. En ese equilibrio entre lo humano y lo siniestro reside su potencia. El horror como espejo moral. Joyce Carol Oates, al reseñar El buen mal, subrayó que su escritura produce “el impacto emocional de una novela en apenas unas páginas”, lo que explica por qué sus cuentos se leen en universidades y festivales literarios de todo el mundo.

Su reconocimiento internacional se consolidó con el National Book Award por Siete casas vacías y la nominación al Booker International Prize por Distancia de rescate, llevada al cine por Netflix con guion de la propia autora. Su traductora al inglés, Megan McDowell, fue clave para proyectar su voz a un público global, logrando que su español lacónico y exacto conservara su magnetismo en otras lenguas. En La Nación, se destacó “ha logrado lo que pocos: ser leída con fervor en el Norte sin perder su raíz rioplatense”, una rareza en el mapa literario global.

Schweblin, junto a escritoras como Mariana Enríquez y Claudia Piñeiro, ha demostrado que la literatura argentina ya no se define por géneros o generaciones, sino por una voluntad común de exploración. En su caso, esa exploración pasa por la fragilidad moral, la culpa y la vulnerabilidad, pero sin renunciar a la belleza. Su mundo es inquietante porque es verosímil: no hay monstruos, sino vecinos; no hay castigos, sino consecuencias.

Dos líneas del mismo pulso

Entre Aira y Schweblin no hay competencia, sino continuidad. El primero disuelve la forma; la segunda la condensa. Él se lanza al vacío de la invención; ella bucea en la intimidad de lo humano. Ambos expanden los límites del relato y convierten la literatura argentina en un mapa donde conviven la ironía, la filosofía y el temblor. Representan, en definitiva, dos modos de la misma rebeldía: escribir sin pedir permiso.

Que la Academia Sueca los tenga en consideración significa más que una posibilidad de premio. Es el reconocimiento de una tradición que nunca se resignó a ser repetición, que hizo de la experimentación su modo natural de existencia. Si Borges y Cortázar fueron las estrellas iniciales de esa constelación, Aira y Schweblin son sus nuevas luces. Distintas, personales, pero nacidas del mismo fuego.

El sueño posible

Un Nobel para cualquiera de ellos sería una reparación simbólica —Borges sigue siendo la gran deuda de la Academia—, pero sobre todo una celebración de la imaginación argentina como forma de resistencia. Sería reconocer que el Sur sigue produciendo lenguajes capaces de cambiar el modo en que el mundo se narra. En un tiempo dominado por algoritmos y modas efímeras, Aira y Schweblin nos devuelven a la esencia: el placer de leer algo que nos descoloca, nos inquieta y nos recuerda que la literatura todavía puede sorprender.

La sola posibilidad de que un argentino vuelva a sonar entre los Nobel reafirma la vigencia de una tradición que no envejece: la de un país que, cada tanto, logra hacer del lenguaje un acto de rebeldía. Argentina vuelve a ilusionarse. Y esta vez, la ilusión no es ingenua: es la certeza de que, en algún punto del mapa, entre la fuga y la inquietud, la palabra sigue siendo nuestra forma más alta de esperanza.

 

Así decide la Inteligencia Artificial. Así decidimos nosotros

Por Rodrigo Fernando Soriano.

Hay momentos en que creemos que decidimos libremente, cuando en realidad ya estamos montados en un tranvía que viene con las vías puestas. El dilema no es si accionamos la palanca o no: el dilema verdadero es aceptar que la mayoría de nuestras decisiones están condicionadas, moldeadas, o incluso delegadas. Y hoy, buena parte de esas delegaciones las hacemos hacia un sistema al que llamamos Inteligencia Artificial.

Es innegable, a pesar de que no queramos admitirlo, que delegamos la decisión a la Inteligencia Artificial. Es cuestión de navegar por las redes para corroborarlo. La pregunta más recurrente que se encontrará será «¿Es esto cierto, Grok?», para hacernos de datos “objetivos” y tener una decisión que parece, a priori, despojada de cualquier sesgo.

No sé si es por un hartazgo en la polarización de la ideología, o porque realmente depositamos la confianza en un modelo de lenguaje de gran tamaño para que resuelva aquellas controversias cotidianas. Las que son casi mínimas: quién tiene “razón” en una discusión con amigos, develar si lo que nos cuentan es verdad o no, chequear algún que otro dato, o quizá entender el contexto de un episodio que sale en los noticieros de redes. Por más insignificante que sea, el acto es delegar una decisión a la máquina. Aquí es clave detenernos para preguntarnos si la decisión humana es igual a la artificial.

El dilema del tranvía es uno de los experimentos mentales más conocidos en la ética moderna. Plantea una situación dramática: un tranvía fuera de control se dirige a toda velocidad hacia cinco personas atadas a la vía. El lector, observando la escena, tiene la opción de pulsar un botón o accionar una palanca para desviar el tranvía a otra vía diferente… pero en esa vía alternativa hay una sola persona atada. En esencia, la decisión es sacrificar una vida para salvar cinco o no intervenir y permitir que ocurra la tragedia mayor. Este dilema expone la diferencia entre causar un mal y dejar que ocurra un mal, y nos obliga a enfrentarnos a nuestras intuiciones morales más profundas. ¿Qué debería hacerse? ¿Pulsar el botón y matar intencionalmente a alguien para salvar a cinco, o no hacer nada y ver cómo mueren cinco personas por no haber intervenido? ¿Qué harías?

Mucho se ha hablado en filosofía sobre este dilema. Fue una creación de Philippa Foot en 1967, y popularizada con la variante del “hombre gordo” de Judith Jarvis Thomson. A lo largo de los años se han ofrecido numerosas explicaciones: algunos apuntan a que en el primer caso la muerte de la persona en la vía secundaria es un efecto secundario no deseado, mientras que en el segundo caso usar al hombre como freno lo convierte en un medio directo para lograr el fin de salvar a los demás. Esta diferencia alude a principios éticos clásicos, como la llamada doctrina del doble efecto en base a las ideas de Tomás de Aquino en el siglo XIII, que distingue entre consecuencias previstas y consecuencias intencionales de nuestros actos.

Lo que en este artículo quiero analizar no es lo que está bien o lo que está mal, sino cómo decide la IA. 

ChatGPT no posee creencias ni conciencia moral propias; no “siente” empatía ni aversión, ni está sujeto a un código ético interno como un ser humano. En cambio, su respuesta emergería de su entrenamiento con enormes cantidades de texto (libros, artículos, debates filosóficos, etc.) y de las instrucciones de alineación proporcionadas por sus creadores para evitar contenidos dañinos o tendenciosos.

El chatbot que utilizamos tiene en sus conocimientos el utilitarismo de Mill o Bentham; sabe de la deontología de Kant; y hasta podría emular a la ética clásica de Sócrates, Platón o Aristóteles. Puede leer en segundos la Suma Teológica de Santo Tomás, y aun así no podría decidir como un humano.

Los seres humanos medimos los pesos de una decisión con otros elementos que van más allá del dato que utiliza la IA. Somos valores, somos contexto, somos sesgos. El Dalai Lama, cuando se le preguntó el dilema del tranvía, contestó que se tiraría él mismo para salvar a todos. Ortega y Gasset nos dijo que el ser humano no se encuentra nunca solo: es él y su circunstancia. Robert Sapolsky en Decidido nos recuerda que cuando uno se comporta de una manera determinada, cuando el cerebro genera un comportamiento concreto, es debido al determinismo que le precede, que fue causado por otro determinismo anterior y el anterior a ese, y así sucesivamente. Bastaría en plantear este dilema en diferentes culturas, y se tendrán respuestas hasta inimaginables.

Será aún más difícil para el lector ahora: ¿Qué pasaría si la única persona atada sea el ser más querido para nosotros? ¿La decisión cambia o se mantiene para evitar el mal mayor?.

Aristóteles hablaba de la phrónesis o sabiduría práctica, la capacidad de deliberar bien sobre cómo actuar virtuosamente en cada caso particular. No se trata de aplicar una fórmula universal, sino de ponderar las circunstancias con juicio moral equilibrado. En un dilema tan extremo, incluso el virtuoso podría quedar dividido: cualquier opción parece trágica. Sin embargo, este enfoque resaltaría la importancia de las intenciones honorables.

Es importante destacar que ChatGPT no “razona” exactamente como un humano, porque carece de emociones, intuiciones viscerales y contexto personal. No experimenta el conflicto moral ni la carga emocional que un ser humano sí sentiría al decidir en la vida real. Como señalan analistas en ética de la IA, la ausencia de experiencia y sentimientos significa que a ChatGPT le falta esa dimensión de la sabiduría práctica (phrónesis aristotélica) que combina principios con compasión y comprensión del contexto. 

Pensemos por un momento en los automóviles autónomos. Sabemos de lo ocurrido en Waymo, donde dos automóviles guíados por algoritmos chocaron. Es cierto, la siniestralidad en nuestro país escala a índices que son preocupantes, pero no por eso vamos a quitar del medio al ser humano, y entregarlo todo.  

No es casual que nuestro sistema jurídico haya mutado del Iuspositivismo al Neoconstitucionalismo, a pesar de la gran resistencia que todavía vivimos. Es que no somos puramente normas, como lo postulaba Kelsen, sino somos conducta, imprevisibilidad, historia personal. No somos datos, somos valores. No somos estructuras, somos simplemente seres humanos. Y es por eso, por lo que una IA no puede decidir como decidimos nosotros.

Desde el lado jurídico, la autonomía privada —la facultad de los particulares de regir sus intereses mediante manifestaciones de voluntad— fue concebida como el basamento fundamental de la teoría del acto o negocio jurídico. Sin embargo, la autonomía de la voluntad, tal como se utiliza en la construcción del sistema jurídico, se ha convertido en una noción conceptual estrechamente vinculada a la economía y es una regla contra fáctica que ha perdido la centralidad que alguna vez tuvo en la teoría general del contrato. ¿Cómo puede llegar a pensarse que tengo intención, tengo voluntad y soy libre para firmar un contrato que ni siquiera leo, o que no puedo leer? La paradoja está servida: proclamamos libertad en el papel, pero nuestras decisiones reales —en los contratos, en la vida cotidiana, en las redes— están condicionadas por contextos, desigualdades y ahora también algoritmos.

Y aquí está el punto: la IA decide porque alguien le enseñó a decidir, y nosotros decidimos porque la vida nos obliga a hacerlo. Ambos caminos están lejos de la neutralidad.

La pregunta, entonces, no es si la IA decide mejor o peor que nosotros, sino qué lugar queremos darle en nuestra forma de decidir juntos. ¿Será apenas una herramienta, un espejo de nuestros valores, o terminará marcando la dirección de las vías por donde circula nuestro tranvía social?

Que la tecnología nos ayude: perfecto. Que nos jubile del pensar: inaceptable. No pido que renunciemos al auxilio algorítmico, sino que lo sometamos a la tensión propia de la vida pública: transparencias, audiencias, rendición de cuentas y, sobre todo, la posibilidad inalienable de equivocarnos en voz alta. El tranvía que avanza no es sólo de hierro; es también trazo de política, costumbre y olvido. No dejemos que sea la máquina la que nos recuerde lo que valemos; recordémoslo nosotros, insistente y públicamente.