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Cambio de época

Por José Mariano. 

Todo cambio profundo comienza cuando el cansancio supera al miedo.

Emil Cioran.

Después de las elecciones que sorprendieron hasta a los ganadores, el país despertó en el mismo lugar, pero con otro aire. No hubo estallido ni alivio, solo una sensación de extrañeza, como si todo siguiera igual, pero bajo una luz distinta. El oficialismo se consolidó, el peronismo entró en su laberinto, los medios improvisaron nuevas lecturas. Sin embargo, detrás de esa coreografía, algo más profundo se mueve, el presentimiento de un cierre. El final de una época que ya no encuentra sus palabras.

Durante años, la política argentina se sostuvo sobre un pacto tácito, la resignación de la ciudadanía a cambio de una dosis mínima de esperanza. Ese contrato simbólico se rompió. No fue un gesto heroico, sino un desgaste natural. Una saturación de discursos, un cansancio que se acumuló como polvo en los márgenes del tiempo. Las consignas ya no emocionan, las banderas ya no convocan, los cánticos resuenan huecos. Lo que alguna vez fue mística se volvió ruido.

El voto joven encarnó ese hartazgo. No porque represente una ideología nueva, sino porque expresa un deseo de ruptura. Una generación que creció entre la precariedad y el cinismo, que ya no cree en la pureza de las causas ni en los próceres reciclados del poder. Hijos del desencanto, educados por internet, saturados de información y desinformación a la vez, decidieron salirse del guion. Su elección no es necesariamente por algo, sino contra algo. Contra la continuidad de la mentira, contra el tedio de lo previsible. No fue un voto de fe, sino de cansancio.

Mientras tanto, los viejos mecanismos del poder siguen intentando funcionar como si nada hubiese cambiado. Reparten promesas, apelan a la emoción, operan con miedo o con dádivas, confiando en un reflejo que ya no responde. Lo que no terminan de entender es que el contrato de obediencia se rompió. Que la gente puede aceptar la ayuda y aun así votar en contra. Que la fidelidad se volvió líquida, imprevisible, descentrada. Ese cambio invisible —esa erosión del control simbólico— es el verdadero acontecimiento político de esta época.

Y en medio de ese desplazamiento, los medios de comunicación quedaron expuestos. Durante semanas instalaron la certeza de una derrota, calcularon escenarios, repitieron encuestas, construyeron ficciones. El domingo los desmintió. Lo que se desmoronó no fue solo una estrategia editorial, fue una forma entera de interpretar el mundo. La prensa que se creyó oráculo descubrió que ya nadie la escucha como antes. El algoritmo la reemplazó sin avisar. Y las redes, con su lenguaje fragmentado y su ironía corrosiva, ocuparon el lugar del relato. Hoy la verdad compite con la viralidad, y el poder con la atención.

El país atraviesa una zona incierta. Las reformas prometidas pretenden dinamizar al Estado, pero chocan con un inconsciente colectivo que aún asocia lo público con refugio. La tensión entre productividad y bienestar se volvió ideológica, casi espiritual. La sociedad está exhausta, y todo cambio corre el riesgo de parecer amenaza. El Estado, ese viejo animal fatigado, debe mutar, pero sin devorarse a sí mismo. Porque la aceleración que se impone desde el mundo —esa lógica de eficiencia que todo lo mide y todo lo justifica— puede volverse también una forma de violencia. La prisa como nueva moral, el cálculo como nueva fe.

Lo que se juega en este tiempo no es solo un cambio de gobierno, sino una transformación del sentido político de la vida. Durante décadas, la política fingió representar algo más que su propia supervivencia. Hoy ese disfraz se cayó. Lo que emerge, todavía informe, es una nueva gramática social que mezcla desencanto, ironía y deseo de pertenecer a otra historia. Un deseo que no sabe a dónde ir, pero que ya no quiere volver atrás.

La pregunta es qué haremos con eso. Si seremos capaces de leer el cambio como posibilidad o si lo volveremos tragedia. Porque un cambio de época no se decreta, se encarna. No ocurre de un día para otro, se infiltra, se respira, se vuelve costumbre. Empieza cuando las palabras de antes ya no sirven, y todavía no nacieron las que vienen.

El país no está dividido entre buenos y malos, entre pasado y futuro, sino entre los que todavía creen en los rituales del poder y los que ya no. Lo nuevo no garantiza esperanza, pero lo viejo dejó de ser posible.

Lo que viene dependerá, más que de las reformas o los liderazgos, de la capacidad de comprender que el verdadero cambio no está en las leyes ni en los ministerios, sino en la conciencia.

El cambio de época no es político. Es mental.

Y ya empezó.

 

Bienvenidos a la Edición 33. 

Esto es Fuga.

La peste del olvido

4

Escribimos para salvar lo que se escapa.

Marguerite Duras.

Tu escritura tiene una serenidad que contrasta con la velocidad del mundo. ¿Qué te llevó a escribir? ¿La necesidad de contar o la necesidad de callar de otra manera?

Daniel Posse — Creo que mi escritura —de verdad lo creo— no posee una serenidad, y sí sé que la quietud o aparente quietud aparece por instantes, pero es un momento de enormes movimientos contenidos. Esa contención es un impulso que se esparce como una suerte de peste, que me despierta en mí unas ciertas bestialidades.
Sí poseo una enorme necesidad de contar; esa necesidad siempre estuvo dada por una velocidad propia, ambigua, precoz y ambivalente. Creo, o por lo menos me concibo, explosivo. Creo que eso es parte de mi herencia: la sangre italiana, mezclada con la andaluza, la mestiza, ciertos rastros judíos, me han convertido en un alud potencial, al que logro desbordar en mi escritura. Una vez mi analista me dijo que en mi escritura mato mucha gente, y sí, es verdad. Sublimo allí mi violencia.
En cuanto a qué me llevó a escribir, creo que fue la necesidad de poder decir todo aquello que me molesta, todo aquello a lo que no me atrevo. Mi escritura es una forma de salvataje, donde anclo a través de ella la mente en la cordura, para que la enajenación no me domine. Hay una necesidad de decir, de contar, de estrujar las palabras, de acariciarlas, de sentir su peso, su elasticidad y su dureza. Siempre creí que existe en mí una dualidad, donde habita la necesidad de contar y, al mismo tiempo, otra de callar, como si en la palabra escrita, en la frase, en el párrafo cohabitaran las dos de forma intrínseca, absolutas y reducidas: la de decir y la de hacer silencio. Será por eso que creo en la síntesis de la palabra hecha imagen, metáfora, analogía, oración.

En tus relatos hay una constante tensión entre el azar y la memoria. ¿Creés que los escritores inventan lo que recuerdan o recuerdan lo que inventan?

Daniel Posse — Es verdad, existe esa tensión entre lo azaroso y la memoria, pero lo concibo desde una suerte de aleación, en la que se funden y, a la vez, se convierten en una suerte de ironía. Será porque siempre me molestó lo fortuito y, a la vez, la negación. No solo en mí, sino en nosotros en general, como sociedad.
Somos un pueblo que sufrimos, de forma constante, de la peste del olvido, como en Cien años de soledad, de García Márquez. Con la diferencia de que aquí, en nuestra cotidianidad, también les ponemos nombres a las cosas, y aun recordando las palabras y sus significados, las negamos. Somos una suerte de ciegos que nos negamos a ver; por eso una y otra vez cometemos los mismos errores.
Bueno, creo que las fuentes son las dos: que los escritores inventamos lo que recordamos y recordamos lo que inventamos, y que en ese proceso lo resignificamos, y en ese acto nos convertimos en una suerte de profetas, de oráculos, de herejes, hombres apócrifos y, a la vez, certeros decidores, donde en la mayoría de los casos, como en el mío, no llegamos a decir nada esencial.

Naciste en Tucumán, una provincia que siempre estuvo cargada de historia y de contradicciones. ¿Cómo influye ese territorio en tu modo de mirar y de escribir?

Daniel Posse — Sí, nací en Tucumán, y en el sur de Tucumán, donde el realismo mágico se vuelve más palpable, más feroz, donde al final lo que nos hablaba es poder decir, usar la palabra como un eco y un grito, donde el eco de otras palabras nos abrazaba, como lo hacen los gestos y el amor.
Los tucumanos, en general, sentimos el peso abrumador de la historia y sus contradicciones en nuestros cuerpos y nuestros silencios. El miedo todavía me abraza y me carcome, no solo a mí: a todos los que habitamos esta tierra, creo. Las contradicciones nos atraviesan y las palpamos, las respiramos y se vuelven pulmón y embrión de nuestros actos cotidianos, y la influencia de ese territorio en mí es devastadora, porque al mirarlo quiero escapar. Por eso creo que vivo en Buenos Aires. Pero el desarraigo me estruja y, al hacerlo, mi mirada se vuelve esquiva y certera, ambigua, resiliente y ácida, y eso se traduce en mi escritura, desde un lugar de furia y, a la vez, de serenidad.
Todas las mañanas salgo a mi terraza en Flores, en CABA, y busco el cerro al oeste, y a veces prefiero confundirlo con un nubarrón que me muestra su cuerpo gris.

Me has dicho alguna vez que te interesa lo invisible, lo que no se dice. ¿Sentís que la literatura todavía puede revelar aquello que la sociedad prefiere ocultar?

Daniel Posse — Sí, claro. Creo que la destreza de la palabra te lleva a hacer visible lo invisible, pero no de forma directa, sino que es un juego, donde lo lúdico importa, donde decir lo que no se dice importa tanto como la hilaridad y la fe, donde los dogmas se transmutan para develar una metamorfosis que puede llegar a engullir y a devorar y, a la vez, hacerte nacer y parir.
La literatura es una herramienta y una destreza que, sin lugar a dudas, es una revelación y una rebelión ante aquello que intenta negarse, taparse, destruirse, y a la vez es una suerte de rebelión que puede ayudar a cambiar los paradigmas y desarmar las paradojas.
Somos una sociedad que todo el tiempo nos inventamos máscaras y escenografías que tapan y ocultan la realidad. La literatura es un arte que combate eso, aun cuando lo hace desde una aparente argumentación que sostiene este andamiaje. Solo mirarnos de verdad como somos, lo que somos, nos hará mejores, aun si ese intento nos descarna las vísceras y nos desintegra hasta los huesos.

Tus textos suelen moverse entre la melancolía y la lucidez. ¿Qué relación tenés con el paso del tiempo, con esa sensación de que todo está por irse?

Daniel Posse — Sí, mis textos navegan en una melancolía, pero que aparece acotada, virulenta, predestinada, y una lucidez hambrienta, escéptica y estoica.
La relación que poseo con el paso del tiempo es una sensación de hábitat mezquino, donde el surcarlo me hace sentir constantemente que la pérdida es inminente, que es inevitable y necesaria, que nada nos puede salvar, pero que en esa sensación también anida la salvación, como una suerte de efecto colateral y único. Sé que no hay nada nuevo bajo el sol, pero prefiero no darme cuenta. Me gustan las frases hechas.

¿Qué te inspira más: la vida cotidiana, con sus gestos pequeños, o los grandes temas —la política, la historia, la fe, la muerte— que la literatura no deja de interrogar?

Daniel Posse — Las fuentes de mi inspiración pueden ser muy diversas, pero la verdad, no creo en las musas irreversibles de la inspiración: creo en el trabajo arduo y la disciplina. Yo escribo todos los días, sobre todo los fines de semana. No quiere decir que todo lo que escribo sea bueno; después transito el sendero continuo de la corrección y de tachar y volver a empezar.
Es más, me cuesta sentirme poeta o escritor; prefiero definirme como un trabajador de la palabra.
Claro que el vivir el día a día, con sus gestos cotidianos —que pueden parecer grandes o pequeños para el mundo—, me da material para intentar escribir sobre algo. No creo que existan temas grandes o pequeños: existen temas, circunstancias. Por ejemplo, el desamor, que para algunos puede ser insignificante, para otros puede ser una tragedia mortal.
La política se la vive, se la siente en el día a día; la historia la hacemos todo el tiempo; la fe es algo que nos invoca y provoca, y claro que la literatura no deja de interrogar: es así como lo hace, porque la literatura es intrínseca a todo lo que hacemos.
Es como pensar qué es la cultura, y cultura es todo: por ejemplo, es cómo amamos, cómo comemos, cómo hacemos el amor, etc. Y está bueno que la literatura y el arte interroguen todo, porque las obras literarias funcionan como una suerte de espejos y reflejos donde podemos mirarnos y, tal vez, desde allí, intentar ser mejores. Las transferencias pueden ser un ejercicio salvador.

En tiempos donde todos opinan y todo se publica al instante, ¿cómo se sostiene la paciencia del escritor? ¿Cómo se escribe sin apuro?

Daniel Posse — Sí, vivimos el tiempo de los ilustres desconocidos y de los opinólogos, donde todos creen tener la razón y todos se abrogan el poder de saber y decir y condenar, prejuzgar y establecer metonimias y falacias como grandes verdades, y todo es efímero, todo es válido e instantáneo.
Allí creo que la paciencia del escritor se sostiene desde la reflexión, el trabajo aún más intenso, y dejar que todo madure, para que el fruto de la distancia del texto te lleve a ver los defectos e intentar mejorarlo, intentar hacerlo mejor.
En mi caso escribo un texto, lo guardo, lo dejo reposar y voy sacándolo de vez en cuando, releyéndolo. Dejo que la distancia me ayude a ser objetivo, entendiendo que no se abandona nunca la subjetividad de forma total. Lo dejo añejar, madurar, hasta que siento que puede estar en el punto justo.
Claro que esa sensación me dura unos minutos, porque incluso después de publicarlos, quiero seguir corrigiéndolos. Creo que esa es la forma de escribir sin apuro. Hablo de la literatura; el periodismo posee otros tiempos.

Has ganado premios fuera del país, pero seguís escribiendo desde el norte argentino. ¿Qué significa para vos “pertenecer” en la literatura: una geografía, una lengua, una sensibilidad?

Daniel Posse — Sí, sigo haciéndolo, porque nunca perdí el sentido de pertenencia. Para mí, pertenecer es ser parte, es hablar desde allí y como se habla allí, es sentir los olores, los rostros amigos, los gestos, los colores, los paisajes, lo que nos molesta, lo que nos une como región.
Lo que nos marca y nos condiciona, lo que nos asusta, lo que nos negamos y lo que sufrimos. Vuelvo a decirlo: es mirar el cerro al oeste, es sentir la yunga, es sufrir el dolor de no ser, palpar las negaciones y las cegueras, es el eco de nuestras sorderas y de nuestros anonimatos, es respirar la periferia. Todo eso es mi geografía, todo eso es mi lengua y todo eso es parte de mi sensibilidad.
Pero ahora, como también transito el desarraigo, a veces me salen textos ambientados en Buenos Aires, pero no es algo que sea cotidiano.

Muchos de tus cuentos parecen escritos con la respiración de quien escucha antes de decir. ¿Qué papel cumple el silencio en tu proceso creativo?

Daniel Posse — El silencio es esencial. Sin él no se puede entender el ruido; sin él las palabras no tienen sentido. La vida es ruido y silencio, como lo es el día y la noche, el amor y el desamor, la vida y la muerte.
En mi caso, el silencio es el cuerpo donde creo y donde invoco el peso de las palabras que necesito en mi proceso creativo. Es el oxígeno en el que respiro las frases, los párrafos, las ideas y donde se gesta lo que quiero contar. Desde allí surge el eco, el clamor, el grito, donde habitan mis ganas y también mi desgano.

Y para terminar, si pudieras dejarle una sola frase a alguien que empieza a escribir, no un consejo técnico sino una especie de certeza, ¿cuál sería?

Daniel Posse — Escribí. Hacelo. Que nada te detenga. Dejá el alma en el intento. Volvé a hacerlo una y otra vez, hasta que sientas que se desmorone el cuerpo. Después habrá tiempo de decirlo mejor. Y claro, leé todo lo que puedas, pero detente en cada palabra, en cada párrafo y observá.

 

La hora del desinterés

Por Fabricio Falcucci. 

Cuando las urnas hablan menos que el hastío.

 

En cada elección hay ganadores y perdedores. Son las postales habituales de un domingo político. Pero a veces las luces de alarma se encienden por otro motivo: no por quién ganó o perdió, sino por cuántos dejaron de votar. En esta Argentina, el silencio en las urnas empieza a aturdir y a ser más fuerte que los discursos de cualquier campaña.

La última elección dejó un dato que no debería pasar inadvertido: la Cámara Nacional Electoral informó que la participación fue del 68,3 %, la más baja desde 1983. En la primera vuelta de 2019 había sido del 80,4 %. La tendencia descendente se repitió en las legislativas de 2021: solo el 71 % del padrón acudió a votar.

¿Qué nos está diciendo ese número? ¿Qué significa, en un país de voto obligatorio, que casi un tercio de los ciudadanos haya elegido no elegir?

El vacío en las urnas

La abstención, en su sentido más profundo, no es un simple acto de omisión, sino una forma de decir algo cuando ya no se cree que alguien escuche. En la historia argentina, las maneras de ausentarse siempre tuvieron contenido político, aun cuando parecieran gestos de silencio.

El voto obligatorio, masculino y universal, nació con la Ley Sáenz Peña de 1912, impulsada por el presidente Roque Sáenz Peña y su ministro del Interior, Indalecio Gómez, quienes buscaron poner fin a décadas de fraude electoral y garantizar un sufragio limpio y representativo. En sus primeros años, la participación fue masiva: un hecho inédito para un país acostumbrado al voto cantado y la coacción política.

Durante los años de proscripción del peronismo, entre 1955 y 1973, el voto en blanco se transformó en una forma de resistencia silenciosa, una manera de estar presentes en la ausencia. Perón, desde su exilio en Puerta de Hierro, alentaba a sus seguidores a votar en blanco como gesto de desafío ante un sistema que prohibía elegir a la mayoría. Cada sobre vacío era una forma de desobediencia política. No era apatía: era un acto de fidelidad. El ciudadano no podía votar a quien quería, pero tampoco aceptaba legitimar un orden que lo excluía.

Con la recuperación democrática en 1983, el país vivió su momento más luminoso. Más del 85 % del padrón votó, una cifra que simbolizó el reencuentro entre política y ciudadanía. El voto fue una celebración colectiva, la restitución de una voz que había sido silenciada. Cada boleta representó un gesto de memoria y esperanza. Pero con el correr de los años, esa energía se fue diluyendo. Las promesas incumplidas, la corrupción y la distancia entre dirigentes y votantes erosionaron la confianza.

La crisis de 2001 marcó un punto de inflexión. Las urnas comenzaron a vaciarse y los votos nulos o en blanco se multiplicaron. “Que se vayan todos” no fue solo un grito en las calles, también se expresó en la abstención y el desencanto. La gente ya no veía en la política un medio de transformación, sino un espejo del fracaso. La desafección se volvió estructural y afectó a todas las fuerzas, más allá de ideologías.

Hoy el vacío tiene otro significado. No hay proscripción ni dictadura, pero hay una fatiga cívica extendida. La pandemia profundizó el desapego y consolidó un voto más individualista, más reactivo, menos esperanzado. Lo que se proscribió esta vez no fue un partido, sino la ilusión de que el voto pueda cambiar algo. La abstención y el voto en blanco ya no expresan resistencia, sino agotamiento. Reflejan una sociedad que mira la política desde lejos, con una mezcla de ironía y resignación.

El desafío de la Argentina es devolver sentido al acto de votar: que la participación vuelva a ser una expresión de confianza y no un trámite burocrático. La democracia no se sostiene solo con urnas llenas, sino con ciudadanos convencidos de que su voz importa. Recuperar esa fe es una tarea colectiva, tan política como moral. Mientras eso no ocurra, cada elección será menos un ejercicio de esperanza y más un espejo de desencanto.

Desafección y desconfianza

El voto fue durante décadas un acto de afirmación colectiva, una forma de creer que la decisión individual podía transformar el rumbo del país. Hoy, para muchos, se ha vuelto un gesto rutinario, sin eco en la realidad. La política perdió su capacidad de prometer futuro, y cuando no hay futuro, la ciudadanía se desdibuja. Como advierte María Esperanza Casullo, la gente no vota menos porque le haya dejado de importar, sino porque ya no cree que algo cambie. Esa pérdida de fe es el núcleo del problema.

El ausentismo electoral no expresa indiferencia, sino decepción. Lo que antes era entusiasmo ahora se transforma en una retirada silenciosa. El ciudadano ya no percibe que su esfuerzo tenga recompensa ni que su voto encuentre respuesta en políticas concretas. En ese punto se instala lo que Giovanni Sartori describía como una espiral de desconfianza: un ciclo en el que la falta de resultados erosiona la participación, y la desmovilización, a su vez, agrava la ineficacia del sistema.

Esa desconfianza se alimenta, además, de una lógica que Guillermo O’Donnell denominó “democracia delegativa”. Los votantes depositan su confianza en un líder con la esperanza de que solucione todo y luego se retiran, como si la democracia fuera un contrato de entrega y no una práctica de participación. Cuando las promesas se frustran, el ciudadano responde retirando su voz. La abstención se convierte así en la forma más contundente de expresar el desencanto: una suerte de revocación simbólica de la representación.

Como resume Luis Tonelli, la política perdió su capacidad de imaginar y proponer un mañana posible. En un país donde las elecciones ya no movilizan esperanzas, el riesgo es que la democracia se transforme en un ritual sin sentido, donde el acto de votar deja de ser una herramienta de cambio para convertirse en un reflejo del desánimo colectivo. A ello se suma un fenómeno cada vez más visible en la Argentina contemporánea: el voto ya no se orienta hacia quien genera adhesión, sino contra quien genera rechazo. Votar “anti” se volvió una forma de defensa más que de convicción, un modo de resistir al otro antes que de construir un proyecto común. Esa dinámica, tan extendida como peligrosa, consolida el desencanto y deja a la política atrapada en un círculo sin salida, donde el miedo reemplaza a la esperanza.

La pandemia como inflexión

La crisis sanitaria global no solo aisló cuerpos: también aisló voluntades. El confinamiento prolongado, la incertidumbre económica y la sobrecarga emocional deterioraron el tejido de confianza entre la ciudadanía y las instituciones. Durante meses, el Estado ocupó todos los espacios de la vida cotidiana, decidiendo quién podía salir, trabajar o circular. Esa omnipresencia, que al principio pareció un gesto de protección, terminó desgastando su autoridad. La gestión de la pandemia, marcada por improvisaciones y desigualdades, dejó una herida más profunda que la sanitaria. Lo que se quebró fue la percepción de que la política podía cuidar, ordenar o dar respuestas sensatas en medio del miedo.

Esa ruptura no cicatrizó. La Argentina pospandemia sigue envuelta en una inercia de desconfianza, una especie de niebla emocional que impide mirar hacia adelante. La inflación desbordada, la precariedad laboral y la fragmentación social prolongan el estado de emergencia en cámara lenta. Vivimos como si la pandemia no hubiese terminado del todo, atrapados en la lógica del “sálvese quien pueda”, sin un horizonte común que convoque.

Los partidos políticos siguen hablando con los lenguajes del pasado: ofrecen soluciones técnicas a un malestar que es, sobre todo, existencial. No logran interpretar el cansancio social ni el escepticismo profundo que atraviesa a una ciudadanía que siente que nada cambia, que los liderazgos se repiten, que la política se volvió un escenario de gestos sin contenido. En ese contexto, la abstención no es simple apatía, sino la traducción silenciosa de un desencanto que los discursos políticos ya no consiguen revertir.

A menor participación, además, mayor polarización. Quienes permanecen activos en las urnas suelen ser los más convencidos, los más duros, los que militan su voto con intensidad ideológica. La consecuencia es un mapa político dominado por minorías ruidosas, donde el consenso se convierte en un bien escaso y la conversación democrática se degrada en una sucesión de enfrentamientos.

Esa combinación de baja legitimidad y polarización conduce a una fragilidad democrática que se siente incluso fuera del plano institucional. Cuando las urnas dejan de convocar, las calles se transforman en el nuevo escenario de decisión política.

En ese contexto, algunos sectores impulsan cambios en el método electoral —como la boleta única o el voto electrónico— bajo el argumento de modernizar el sistema o hacerlo más transparente. Sin embargo, como advierte el politólogo Andy Tow, esas reformas suelen tener un componente interesado: benefician a quienes las promueven sin garantizar una mejora real en la participación. Lo técnico no sustituye lo simbólico. La confianza en el voto no depende del formato de la boleta, sino del sentido que le damos al acto de elegir.

Reconstruir el sentido

Las cifras de ausentismo no son solo una estadística electoral: son un diagnóstico social. Hablan de una ciudadanía que no encuentra eco en la política, de una democracia que no logra ofrecer esperanza.

El desafío es ontológico. La dirigencia debe volver a demostrar que el voto transforma, que elegir vale la pena, que el cuarto oscuro sigue siendo un lugar de poder y no un vestigio de otra época. Que sigue siendo real la consigna de que con la democracia se come, se cura y se educa.

La pandemia nos dejó un espejo incómodo donde se refleja el desencanto. La pregunta, todavía abierta, es si seremos capaces de volver a mirarnos y reconocernos en él.

Con el diario del lunes

Por Enrico Colombres.

Las elecciones legislativas recientes dejaron una radiografía cruda de la Argentina contemporánea. Más allá de los discursos de ocasión y de los festejos partidarios, el dato duro que debe mirarse sin maquillaje es la participación: de los más de 36 millones de ciudadanos habilitados para votar, apenas un 66 % se presentó a las urnas. Eso significa que más de 12 millones de argentinos decidieron no participar, que la mitad de los jóvenes no sintió incentivo alguno para hacerlo y que el cansancio político se ha vuelto una forma de abstención cívica. Ese número no solo mide votos, mide confianza, mide fe en el sistema.

Esa falta de convocatoria, ese vacío en las urnas, no puede leerse como apatía sin contenido político. En esa ausencia se esconde un mensaje de decepción y desconfianza. La mitad de los ausentes no son indiferentes, son escépticos. Son quienes no encuentran en la oferta electoral un proyecto que los convoque ni una dirigencia que los represente. Y ese grupo silencioso, que parece no existir porque no se cuenta en porcentajes, puede ser determinante en la próxima elección. Si decide volver a las urnas, puede cambiar el rumbo político del país con el mismo peso con el que hoy se lo da por ausente.

El país votó dividido, pero sobre todo frustrado. La mayoría acompañó una propuesta que capitalizó la bronca, la decepción y la sensación de hartazgo frente a un modelo agotado. El oficialismo perdió la iniciativa política y la oposición tradicional no logró encarnar una alternativa creíble. Así emergió el voto libertario como una suerte de grito colectivo, una válvula de escape: una expresión que, más que adhesión ideológica, fue en muchos casos una forma de castigo a todo lo anterior.

Con el diario del lunes, podemos decir que la bronca le ganó a la empatía. Le ganó a la sensibilidad por el otro, a la comprensión de lo que viven millones de compatriotas que no caben en los números del ajuste: jubilados que cobran menos de lo que gastan en medicamentos, personas con discapacidad que pelean cada mes por un trámite que les reconozca lo que por ley les corresponde, docentes que enseñan con salarios de miseria, médicos que sostienen un sistema de salud pública al borde del colapso. También científicos e investigadores que ven cómo se les recortó todo el presupuesto mientras el discurso oficial promete eficiencia a costa del conocimiento nacional.

No se puede negar que el ajuste era necesario en ciertos aspectos. El despilfarro y la corrupción estructural del gasto público exigían una corrección. Pero otra cosa muy distinta es convertir el ajuste en un dogma. Hoy el país se enfrenta a un escenario donde el discurso de la libertad individual se usa para justificar la desprotección colectiva. Y esa es la verdadera paradoja: se votó “libertad” para muchos, pero lo que asoma es una libertad vaciada de sentido, sin Estado, un mercado sin justicia y un futuro sin horizonte claro.

El nuevo Congreso refleja esa tensión. Las fuerzas que lo componen garantizan un delicado equilibrio que convierte al Poder Legislativo en un terreno de negociación permanente. Ningún bloque tiene mayoría absoluta, pero sí hay una nueva geometría política que le asegura al Poder Ejecutivo capacidad de veto en algunos temas y dependencia de pactos en otros. La tan anunciada reforma laboral y las políticas de desregulación económica deberán atravesar ese laberinto parlamentario, donde cada voto tiene precio político y costo social.

Mientras tanto, el país vuelve a mirar hacia el norte en busca de salvación económica. El vínculo con Estados Unidos aparece nuevamente como la tabla de rescate financiero, en un contexto en el que las reservas del Banco Central apenas alcanzan para sostener importaciones básicas. Pero toda ayuda externa viene con condiciones. El endeudamiento, los compromisos con fondos internacionales y las promesas de inversión extranjera suelen llegar atados a exigencias que comprometen soberanía. La historia argentina es pródiga en ejemplos de cómo los “auxilios” terminan hipotecando el futuro.

En medio de este panorama, resurgen las voces que promueven nuevas privatizaciones. Algunos las presentan como modernización, otros como simple liquidación de activos. Lo cierto es que detrás de ese discurso hay una intención clara de transformar el patrimonio nacional en mercancía. En ese lote vuelve a aparecer el nombre de YPF, esa empresa que no solo produce energía, sino que simboliza independencia y control de recursos estratégicos.

Vaca Muerta, con sus gigantescos yacimientos de petróleo y gas, es hoy una de las pocas cartas reales que tiene el país para generar divisas genuinas. Su potencial no se mide solo en barriles o metros cúbicos: se mide en capacidad de desarrollo, en soberanía tecnológica, en puestos de trabajo calificados y en la posibilidad de pagar deuda externa con recursos propios, sin entregar el subsuelo. Privatizar YPF o permitir que intereses privados concentren el control sobre Vaca Muerta sería, lisa y llanamente, amputar la última esperanza de autonomía económica. No hay argumento técnico que justifique semejante suicidio nacional.

La energía no puede ser solo negocio: es estructura de nación. Y cuando se cede ese control, se entrega mucho más que una empresa. Se entrega el poder de decidir sobre el destino del país. La política energética es, en última instancia, una política de soberanía. Sin YPF estatal, sin planificación a largo plazo y sin control público del recurso, la Argentina se condena a ser proveedora barata de materia prima y compradora cara de tecnología extranjera.

Pero si hay algo que este proceso electoral volvió a mostrar, es que el eje decisivo del sufragio argentino sigue siendo el voto peronista disidente. Así lo defino yo: ese sector oscilante que no se siente representado por el kirchnerismo duro ni por el liberalismo económico, y que cada cuatro años decide —por presencia o por ausencia— el destino del país. Fue ese mismo voto el que acompañó a Mauricio Macri en 2015, el que se volcó por Alberto Fernández en 2019 y el que hoy, fragmentado, le permitió al oficialismo libertario alzarse con el triunfo. Esa porción del electorado, compuesta por millones de trabajadores desencantados, jubilados decepcionados y clases medias agotadas, no responde a estructuras partidarias: responde al pulso del bolsillo y al desencanto.

Allí reside, en definitiva, el futuro político de la Argentina: en ese voto disidente y en el no concurrente. En esa porción de ciudadanos que no se sienten representados por nadie, que votan para castigar más que para construir, que cambian de signo político buscando respuestas que no llegan. Si ese sector decide rearticularse, puede definir no solo la próxima elección sino el rumbo institucional del país. Si, en cambio, persisten la fragmentación y el desencanto, el sistema político continuará en manos de minorías intensas que gobiernan con legitimidades menguadas.

El voto de la bronca, sin proyecto ni contención, es una espada de doble filo que, ante la presión, puede cortar una cabeza para cualquiera de los dos lados. Puede servir para castigar a los responsables del deterioro, pero también puede herir a quienes más necesitan del Estado. Y cuando la espada cae, no siempre distingue entre culpables y víctimas. En la presión de ese filo se balancea hoy la Argentina, entre la necesidad de cambio y el riesgo de autodestrucción.

La bronca no construye, apenas destruye. Puede ser un punto de partida, pero nunca un programa. Y eso es lo que hoy está en juego: si esa energía social se transforma en impulso reformista o en catarsis destructiva. El gobierno, fortalecido por los resultados, intentará avanzar con su plan de reformas estructurales. Lo hará con el respaldo de quienes esperan un orden nuevo, pero también con la resistencia de quienes verán amenazados derechos básicos conquistados en décadas de lucha.

La sociedad, mientras tanto, observa. Mira con una mezcla de esperanza y temor: esperanza de que algo cambie de una vez por todas, y temor de que cambie todo para mal. Porque el cambio por sí mismo no garantiza progreso, y el progreso sin equidad termina siendo un privilegio para pocos.

Argentina se encuentra ante una encrucijada histórica, entre el cansancio de un pasado que no supo corregirse y el vértigo de un futuro que promete libertades que muchos no podrán ejercer. Lo que se vote de ahora en más —en el Congreso, en la opinión de la calle, en la conciencia colectiva— definirá si esta etapa será recordada como el inicio de una reconstrucción o como el preludio de una nueva frustración nacional.

El desafío es comprender que ninguna nación se salva desde la revancha. Que el país no puede ser gobernado desde la furia ni desde el desprecio a lo público. Que las reformas necesarias deben construirse sobre justicia, no sobre el despojo. Que no se puede hablar de libertad cuando millones dependen de un Estado que retrocede.

Si algo demuestra esta elección es que la representatividad política está en crisis, pero que aún persiste una sociedad dispuesta a manifestarse. Ese descontento, bien orientado, podría convertirse en el germen de un nuevo civismo, de una ciudadanía que deje de votar por resignación y empiece a exigir rendición de cuentas. Pero si la bronca continúa siendo el único motor, el riesgo es que la democracia se transforme en un plebiscito permanente del enojo.

Y ahí está el peligro. Porque el poder que nace de la furia puede volverse contra quien la desata. La espada de la bronca puede cortar la cabeza de quien la blande. La historia argentina, tantas veces escrita con sangre, lo sabe de sobra. Por eso, antes de celebrar victorias circunstanciales, conviene recordar que los pueblos no se miden por la rabia que expresan, sino por la justicia que logran construir.

El país necesita políticas de Estado, no estados de ánimo. Necesita preservar su energía, su ciencia, su educación y su dignidad. Necesita mirar a Vaca Muerta no como un botín, sino como una oportunidad colectiva. Y necesita entender, de una vez, que la patria no se vende ni se subasta.

Ahora, con el diario del lunes, queda claro que la bronca fue el combustible de una elección que cambiará el rumbo del país. Pero todavía estamos a tiempo de decidir si ese combustible servirá para movernos hacia adelante, cual maquinaria de progreso, o para prender fuego lo poco que queda en pie.

La verdad ante el Areópago

Por Fernando M Crivelli Posse. 

La soberanía de los pueblos no se conquista con discursos, sino con actos firmes y justos.
José de San Martín.

El domingo 26 de octubre, Argentina vivió una jornada que trascendió las urnas. Con un 40,7 % de los votos, la ciudadanía no solo mostró confianza en el gobierno nacional, sino que dejó un mandato claro: ética, responsabilidad y acción concreta. Los argentinos exigen líderes que actúen con coherencia, integridad y compromiso, y que no confundan la política con un teatro de palabras vacías. La sociedad demanda hechos, progreso real y políticas que permitan que el trabajo rinda frutos y que las familias prosperen, enfrentando un sistema históricamente marcado por la corrupción, el clientelismo y la fragmentación institucional.

En este escenario, el Presidente de la Nación tomó la iniciativa de impulsar el cumplimiento del Pacto de Mayo, dejando atrás los discursos violentos y soeces para privilegiar la inteligencia del consenso y las formas que la ciudadanía reclama. El electorado no busca ideologías extremistas ni enfrentamientos partidarios: exige un republicanismo sólido, basado en la verdad, la transparencia y la ética. Los argentinos quieren progresar, que su trabajo tenga valor y que sus familias prosperen. Reclaman líderes serios, responsables, éticos y coherentes, comprometidos con la Patria y con toda la ciudadanía.

El Pacto de Mayo se presenta como una hoja de ruta histórica para refundar el contrato social argentino, inspirado en los principios fundacionales de la Nación. Firmado en San Miguel de Tucumán, busca superar las antinomias del pasado y establecer un gobierno que coloque a la ciudadanía en el centro de todas las decisiones, con compromisos tangibles y verificables que trasciendan las palabras y se conviertan en hechos concretos. Este documento no es un simple llamado a la retórica: es una invitación a la acción ética, moral y patriótica, que exige que la política deje de ser espectáculo y vuelva a ser herramienta de transformación social.

Las diez cláusulas del cuerpo normativo constituyen un marco claro de acción: garantizar la inviolabilidad de la propiedad privada; mantener un equilibrio fiscal innegociable; reducir el gasto público a niveles sostenibles; implementar una educación moderna, útil y sin abandono escolar; reformar el sistema tributario para reducir la presión impositiva y fomentar el comercio; revisar la coparticipación federal para terminar con modelos extorsivos hacia las provincias; avanzar en la explotación responsable de los recursos naturales; promover el trabajo formal; garantizar la sostenibilidad previsional y respetar a quienes aportaron; y abrir el comercio internacional para que Argentina recupere protagonismo global. Cada medida refleja una visión pragmática y responsable, diseñada para fortalecer al país desde sus bases económicas, sociales e institucionales.

Este contrato social no se limita a ideas: propone la creación del Consejo de Mayo, un organismo plural compuesto por representantes del Poder Ejecutivo, del Congreso, de las provincias, de los gremios y del sector empresarial. Este consejo actúa como instrumento de transparencia y control ético, asegurando que las decisiones no queden en palabras, sino que se traduzcan en acciones concretas. Simboliza un cambio profundo: el poder no puede ejercerse sin responsabilidad moral ni compromiso con la ciudadanía.

El llamado presidencial a este nuevo contrato social de refundación nacional, tras los comicios, refleja una lectura madura de la política: reconocer que la soberbia, la arrogancia y la mezquindad ideológica retrasan el progreso. La prioridad es construir un republicanismo sólido, basado en la cooperación, el consenso y la acción responsable, donde todos los argentinos se beneficien del proyecto nacional sin discriminaciones ni privilegios.

Este enfoque encuentra un paralelo histórico en los Padres Fundadores de Estados Unidos, quienes construyeron una república democrática basada en el Estado de Derecho, la separación de poderes y la protección de los derechos individuales. Jefferson, Adams, Franklin, Hamilton, Jay, Madison y Washington comprendieron que la estabilidad y el progreso requieren tanto instituciones sólidas como liderazgo ético. Diseñaron un federalismo equilibrado, donde cada Estado conservaba competencias propias y autonomía interna, mientras el gobierno central contaba con autoridad suficiente para garantizar la defensa común, regular el comercio interestatal y mantener la cohesión nacional. Este equilibrio permitió que ni los Estados ni el poder federal ejercieran autoridad ilimitada, estableciendo una república fuerte y estable. La Argentina de hoy enfrenta un desafío similar: fortalecer sus instituciones, garantizar la separación de poderes y asegurar que los líderes actúen con integridad dentro de un sistema federal equilibrado.

La política argentina, marcada históricamente por la corrupción y el clientelismo, exige un cambio radical. Los dirigentes deben actuar, no solo hablar, y hacerlo con coherencia y firmeza. Esto implica avanzar con transparencia, implementar auditorías rigurosas, controlar el gasto público, condenar todas las formas de corrupción y establecer un sistema de “ficha limpia” que depure a quienes traicionan la confianza ciudadana. La acción ética no es opcional: es la base para reconstruir la credibilidad institucional y ofrecer resultados concretos.

El pacto nacional propone un nuevo inicio social. La educación y la formación laboral son pilares fundamentales para empoderar a las nuevas generaciones y asegurar una ciudadanía activa, capaz de supervisar la gestión pública. La reducción del gasto y la reforma tributaria buscan un Estado eficiente, donde cada recurso se utilice de manera racional y transparente. La apertura al comercio internacional y la explotación responsable de los recursos naturales integran a la Argentina en la economía global, generando oportunidades sostenibles de desarrollo.

Más allá de las reformas económicas y sociales, este llamado a la unificación nacional representa un imperativo moral: superar la arrogancia, la mezquindad y los intereses sectoriales para construir un proyecto nacional inclusivo y sólido. La ciudadanía no demanda asistencialismo ni prebendas; exige resultados, integridad y justicia. Cada acción del gobierno debe reflejar estos principios, demostrando que una patria libre y próspera no se construye con privilegios ni favoritismos, sino con ética, responsabilidad y visión de largo plazo.

La lucha que propone este documento nacional es ética, moral y concreta. No se trata de enfrentamientos ideológicos: se trata de garantizar que la Argentina funcione, que sus instituciones sean fuertes y que los ciudadanos recuperen la confianza en su gobierno. El mensaje que dejó la ciudadanía el domingo pasado es claro: los argentinos demandan liderazgo responsable y coherente, políticas que se cumplan y un Estado que trabaje para todos.

El Pacto de Mayo no es un documento más: es la brújula que puede refundar la Nación. Si se aplica con rigor, transparencia y liderazgo responsable, marcará un antes y un después en la historia argentina. La responsabilidad no recae únicamente en el Presidente, sino también en los gobernadores y en todo dirigente comprometido con la Patria: todos ellos deben garantizar la ejecución efectiva de sus principios. La verdadera transformación no termina en el discurso; comienza en la acción concreta, en el cumplimiento de promesas y en la implementación de medidas que modifiquen de manera real y positiva la realidad social, económica e institucional del país.

El futuro de la Patria depende de nuestra acción colectiva. Que la Argentina se levante con instituciones fuertes, líderes éticos y ciudadanos comprometidos. Que el Pacto de Mayo no sea un ideal lejano, sino la realidad palpable de un país que recupera su dignidad, su libertad y su grandeza. Este es nuestro tiempo, nuestra oportunidad histórica: que la Nación renazca unida, libre y soberana, y que la historia recuerde que los argentinos supimos actuar con valor, ética y patriotismo para construir la Argentina que todos soñamos.

Continuará…

¿Por qué nos gobiernan los peores?

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Por Pablo Neme.

Coparticipación Federal.

Mientras la constitución de la República Argentina es similar a la de Estados Unidos de América, grandes diferencias nos separan. Compartimos la separación de poderes, la existencia de tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, la independencia de poderes, el sistema de frenos y contrapesos, el sistema bicameral de representación territorial y representación por habitantes, etcétera, pero algunas diferencias que ha ido perfilando el tiempo son definitorios del estado de desarrollo y prosperidad económica. Uno de ellos es el sistema de reparto de recursos fiscales.

¿Cómo es el sistema de reparto de recursos fiscales en Argentina?

El federalismo. Cobran especial importancia en esta dimensión el criterio de distribución de las transferencias fiscales a las provincias, el grado de dependencia fiscal respecto del Estado Nacional derivado a su vez de las diferencias de recursos productivos regionales y finalmente de las relaciones rentísticas de algunas provincias. Es necesario tener en cuenta que las diferencias en las variables institucionales tienen lugar en un contexto caracterizado también por enormes desigualdades regionales en la distribución de las dotaciones económicas y en el desempeño de los indicadores sociales. 

Argentina se caracteriza por importantes diferencias en el tamaño, nivel de desarrollo y la distribución de recursos económicos entre sus provincias. El informe del PNUD del año 2002 destaca que tan solo cinco provincias argentinas (Buenos Aires, Ciudad de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza) concentran el 80% del Producto Bruto Geográfico. Las diferencias en las tasas de mortalidad infantil provincial reflejan la dimensión social de estas desigualdades. En un país donde el promedio nacional de la tasa de mortalidad infantil es de 1,14 %, la tasa de mortalidad infantil en Corrientes es de 1,97 %, mientras que en la Ciudad de Buenos Aires es 0,62 %. 

El objetivo del federalismo es atenuar estas diferencias y promover un desarrollo equilibrado fundado en la solidaridad. Sin embargo se puede observar que el sistema implementado por la Ley de Coparticipación Federal no beneficia a las provincias más necesitadas, sino a provincias con menor densidad poblacional. De acuerdo con este sistema de coparticipación, el gobierno central recauda los impuestos y los reasigna a las provincias través de una compleja combinación de mecanismos automáticos “formales”, así como “discrecionales”, mientras las autoridades provinciales establecen sus presupuestos, administran sus fondos y transfieren sus ingresos a los municipios de acuerdo con sus propias prioridades. Los gobiernos provinciales gastan alrededor del 50 por ciento del gasto público nacional consolidado y cobran sólo el 20% de sus ingresos consolidados (Braun y Ardanaz, 2008). En algunas provincias escasamente pobladas, las transferencias federales de coparticipación constituyen el 80% de los ingresos provinciales (Ardanaz, Leiras y Tommasi, 2012). 

Cuadro II.1: Desequilibrio fiscal: Transferencias 

Federales como% del total de ingresos (2008)

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Fuente: Secretaría de Coordinación Fiscal con las Provincias (apud Ardanaz et al, 2012).

Como definen estos autores: “Los políticos provinciales disfrutan de una gran porción de los beneficios políticos del gasto, no obstante, sólo contribuyen con una pequeña fracción del costo político de la tributación”. 

¿Cómo es el sistema?: «Caja Única»

Existe una «caja única» donde se vuelcan la mayoría de los impuestos más importantes que se recaudan en todo el país. Luego, por ley, se define un porcentaje de esa caja que le corresponde a la Nación y otro a las provincias, y dentro de la parte de las provincias, se establece cómo se reparte entre cada una de ellas.

¿Qué Impuestos se Coparticipan?

No todos los impuestos van a esta «caja única». Los principales impuestos que SÍ se coparticipan son:

  • Impuesto a las Ganancias (de personas y empresas)
  • Impuesto al Valor Agregado (IVA)
  • Impuestos Internos (sobre ciertos productos como cigarrillos, alcohol, nafta)

Los impuestos que NO se coparticipan son, por ejemplo:

  • Derechos de Exportación e Importación (retenciones): Son exclusivos de la Nación.
  • Impuesto Inmobiliario o a los Sellos: Son exclusivos de las provincias.
  • Ingresos Brutos: Es un impuesto provincial, aunque su recaudación es muy criticada por generar distorsiones.

El Proceso de Distribución 

El proceso sigue estos pasos, establecidos principalmente por la Ley 23.548 (de Coparticipación Federal de 1988) y pactos posteriores:

Paso 1: Recaudación Nacional: El gobierno federal (a través de la AFIP) recauda todos los impuestos coparticipables en todo el territorio argentino.

Paso 2: La «Masas de Fondos Coparticipables»: El total recaudado forma la «masa» a distribuir.

Paso 3: Primera Deducción – Aportes del Tesoro Nacional (ATN): Antes de cualquier reparto, se descuenta un 1% para los Aportes del Tesoro Nacional (ATN). Este fondo discrecional es utilizado por el gobierno nacional para asistir a provincias con necesidades financieras urgentes o desequilibrios no previstos.

Paso 4: Segunda Deducción – Fondo de Reparación Histórica: Se descuenta otro porcentaje (originariamente del 2.38%) para el Fondo de Reparación Histórica, creado para beneficiar específicamente a las provincias que se consideraron menos desarrolladas. Este fondo fue clave para que algunas provincias aceptaran el sistema.

Paso 5: El Reparto Primario (Nación vs. Provincias): De lo que queda después de los descuentos, se aplica el porcentaje de reparto:

  • 42.34% para el Gobierno Nacional.
  • 54.66% para el conjunto de las 23 provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
  • El 3% restante se destina a crear un fondo para la Provincia de Buenos Aires 

Paso 6: El Reparto Secundario (Entre las Provincias): Este es el punto más crítico y político: ¿Cómo se reparte el 54,66% entre las 24 jurisdicciones? La ley establece criterios de distribución, pero los porcentajes fijos se fueron definiendo por acuerdos políticos a lo largo del tiempo. Los criterios son:

  • Población (60% de ponderación): Es el factor más importante.
  • Densidad Poblacional (% no fijo): Busca compensar los mayores costos en zonas con poca población.
  • Equidad Interjurisdiccional (% no fijo): El objetivo central de reducir la desigualdad. Favorece a las provincias con menor capacidad tributaria propia.
  • Desarrollo Relativo (% no fijo): Similar al anterior, considera el nivel de desarrollo económico.

Además, existen «pactos fiscales» que otorgan porcentajes fijos adicionales a algunas provincias. Por ejemplo, la Ciudad de Buenos Aires recibe un 3.5% extra por haber sido la capital federal, y otras provincias tienen asignaciones especiales.

El Envío Final

Una vez determinados los porcentajes, la Nación le envía mensualmente a cada provincia su parte correspondiente. Estas transferencias son, para muchas provincias, la principal fuente de financiamiento, superando ampliamente la recaudación de sus propios impuestos (como Ingresos Brutos o Inmobiliario).

¿Cómo se divide la renta tributaria en USA?

El sistema dual de impuestos. En Estados Unidos, tanto el gobierno federal como los gobiernos estatales (y locales) tienen el poder de recaudar impuestos de manera independiente y paralela. No hay un sistema de coparticipación como el argentino, donde un ente central recauda y luego redistribuye.

Gobierno Federal: Cobra sus propios impuestos directamente a los ciudadanos y empresas.

Gobiernos Estatales: Cobran sus propios impuestos directamente a los ciudadanos y empresas dentro de su territorio.

Gobiernos Locales (Condados y Ciudades): También pueden imponer sus propios impuestos.

No hay una transferencia obligatoria de recaudación de los estados al gobierno federal ni viceversa de la manera estructurada de la coparticipación.

Principales Impuestos y Quién los Cobra

Nivel de Gobierno Impuestos Principales que Recauda
Gobierno Federal 1. Impuesto sobre la Renta (Income Tax): Es el más importante. Lo paga toda la población según escalas progresivas.
2. Impuesto a las Ganancias de las Empresas (Corporate Tax).
3. Contribuciones a la Seguridad Social (Payroll Taxes): Para financiar jubilaciones y Medicare.
Gobiernos Estatales 1. Impuesto sobre la Renta Estatal (State Income Tax): No todos los estados lo tienen. Por ejemplo, Texas, Florida, Nevada y Wyoming no tienen este impuesto estatal.
2. Impuesto sobre las Ventas (Sales Tax): Nuevamente, no todos los estados lo tienen (ej: Oregon, Delaware). La tasa varía enormemente entre estados.
3. Impuestos a la Propiedad (a nivel estatal) y otros.
Gobiernos Locales 1. Impuesto a la Propiedad (Property Tax): Esta es la principal fuente de financiación para escuelas, policía y servicios municipales.
2. Impuestos sobre las Ventas Locales: que se suman al impuesto estatal.

 

¿Cómo se Financia la Desigualdad? 

Si no hay coparticipación, ¿cómo se ayuda a los estados más pobres? Aquí es donde el gobierno federal interviene, pero no con dinero en efectivo sin condiciones, sino a través de dos mecanismos clave:

  1. A.Transferencias Condicionadas (Grants-in-Aid): Esta es la herramienta principal. El gobierno federal otorga fondos a los estados y gobiernos locales para programas específicos que decide Washington. Los estados deben cumplir ciertas reglas y, a menudo, aportar una contraparte de fondos («matching funds»).

Ejemplos: Medicaid (programa de salud para personas de bajos ingresos), construcción y mantenimiento de carreteras interestatales, educación pública, vivienda, etc.

Aquí hay un elemento redistributivo: Los estados con mayores niveles de pobreza o necesidades reciben más fondos federales per cápita para estos programas.

  1. B.Fórmulas de Distribución: Dentro de los programas de transferencias, el Congreso usa fórmulas que suelen tener en cuenta factores como la población, los niveles de pobreza y los ingresos medios para determinar cuánto dinero le toca a cada estado. Esto, en cierta forma, intenta compensar las desigualdades.

¿Qué incentivos genera el sistema en Estados Unidos?

El sistema de recaudación en Estados Unidos crea unos incentivos tremendamente poderosos para que los gobernadores y alcaldes actúen como verdaderos «vendedores» o «CEO» de sus estados y ciudades, con el objetivo principal de atraer y retener negocios, inversiones y residentes con alto poder adquisitivo.

Estos incentivos son mucho más directos y fuertes que en un sistema de coparticipación como el argentino. 

El Incentivo Principal: Competir por la Base Imponible

Como los estados dependen de sus propios impuestos, su capacidad para financiar escuelas, policía, infraestructura y servicios depende directamente de la salud económica de su jurisdicción. Esto genera una competencia interestatal feroz por:

  • Atraer Empresas: Una nueva fábrica, sede corporativa o centro de distribución significa:
    • Impuestos sobre la Renta Corporativa: Directamente a las arcas estatales.
    • Puestos de Trabajo: Que generan…
  • Atraer Trabajadores Cualificados y Ricos: Cada nuevo residente con un buen salario significa:
  • Más Impuesto sobre la Renta Estatal: Si el estado lo tiene.
  • Más Impuesto sobre las Ventas: Porque gastan más en bienes y servicios.
  • Más Impuesto a la Propiedad: Porque suelen comprar viviendas más caras.

Las Herramientas que Usan los Gobernadores para Competir

Para lograr esto, los gobernadores despliegan un arsenal de políticas:

A. Competencia Tributaria («Guerra Fiscal»):

  • Reducir Impuestos: Los estados frecuentemente compiten bajando las tasas del impuesto sobre la renta estatal, el impuesto corporativo y los impuestos a la propiedad para ser más atractivos.
  • Ejemplo: Texas, Florida y Nevada no tienen impuesto estatal sobre la renta personal, lo que es un imán enorme para empresas y residentes de alto patrimonio.
  • Incentivos Fiscales Específicos: Ofrecen exenciones fiscales, créditos y subsidios directos a empresas específicas para que se radiquen en su estado. El caso más famoso fue la sede de Amazon HQ2, donde decenas de ciudades compitieron con paquetes de incentivos multimillonarios.
      1. Inversión en «Bienes Públicos» de Calidad: Para atraer a las empresas y los trabajadores que ellas quieren emplear, los estados deben ofrecer una alta calidad de vida. Esto los incentiva a invertir en:
  • Educación: Un sistema educativo y universitario de primer nivel es una de las herramientas de marketing más importantes. Las empresas quieren instalarse donde puedan encontrar mano de obra cualificada.
  • Infraestructura: Buenas carreteras, puertos, aeropuertos y banda ancha son cruciales para los negocios.
  • Seguridad y Servicios: Parques, bibliotecas y un bajo índice de criminalidad hacen que un estado sea deseable para vivir.

C. Flexibilidad Laboral y Regulatoria:

  • Algunos estados se promocionan como «estados con derecho al trabajo» (right-to-work), donde es más difícil para los sindicatos organizarse, lo que atrae a ciertas industrias.
  • Otros simplifican las regulaciones y trámites burocráticos para abrir negocios («hacer negocios es fácil aquí»).

¿Qué incentivos genera el sistema en Argentina?

Teniendo en cuenta la estructura descentralizada del gobierno federal y la autonomía provincial para prestar servicios públicos y para instrumentar políticas, el sistema de transferencias intergubernamentales no sólo ha conspirado con su perfil expansivo, sino también conspira contra la cooperación intergubernamental tanto vertical como interprovincial (Mark, Saiegh, Spiller y Tommasi; 2002 y Fenwick, 2010). Debido a estas condiciones el principal objetivo de las provincias para asegurar recursos provenientes de la Nación, consiste en proveer votos para facilitar la aprobación de leyes en el Congreso de la Nación que le faculten la gobernabilidad al ejecutivo nacional. Pero el gobierno central no puede garantizar el uso y destino de los recursos por parte de las autoridades provinciales. 

La tensión generada alrededor de la distribución de recursos a provincias es utilizada por los presidentes para construir poder y gobernabilidad, lo que explica que la discrecionalidad en la distribución de fondos nacionales no se funde en criterios geográficos ni sociales (Ardanaz et al, 2012: 27). Esto en la práctica demuestra que los gobernadores aliados se ven beneficiados hasta un 60% más que los no aliados.  Para las provincias pobres esta vía de financiación (la provisión de votos) se ha constituido en la principal herramienta para la consecución de recursos. Estas condiciones han generado en las provincias ejecutivos necesariamente fuertes, que en muchos casos, siguiendo la lógica del aporte de votos en el Congreso y ante la necesidad de dar respuestas a su electorado, se han volcado abiertamente a desarrollar su vocación hegemónica en sus propias provincias, subsumiendo a las legislaturas y a las judicaturas provinciales. En tal sentido Gervasoni (2011) ha argumentado:

Por un lado, algunas provincias argentinas son auténticos estados rentísticos: recaudan escasos impuestos propios pero reciben grandes sumas del gobierno federal, muy superiores a las que obtendrían aun si hicieran un gran esfuerzo recaudatorio propio (Gervasoni, 2011).

La consecuencia de este desfase provoca que las provincias destinen un altísimo porcentaje de su coparticipación en gasto público sin fomentar las actividades productivas. Este sistema se ha constituido en una valiosa herramienta para el entramado de actividades clientelares a través del “empleo público” o planes sociales, en el entorno de economías poco competitivas, gran desocupación, y alto grado de necesidades sociales. 

La relación de dominación que se establece en provincias donde la mayoría de la población económicamente activa depende del empleo público, se explica por el temor a perder su fuente de ingresos si un opositor llegara a ocupar su cargo. Peor situación aún se verifica en las provincias puramente rentísticas (Santa Cruz, Neuquén, La Rioja y San Luis).  Así en La Rioja (el 93% de sus ingresos provienen del Estado Nacional), el 75% de los habitantes dependen directamente del Estado Provincial, quien asegurando la provisión de recursos al empleo público, asegura la fidelidad del voto local. 

Características Clave y Críticas al Sistema

Solidaridad Interjurisdiccional: Es el principio rector. Las provincias más ricas (en términos de recaudación) «subsidian» a las más pobres. Por ejemplo, por cada peso recaudado en CABA o Buenos Aires, una gran parte se redistribuye a otras provincias.

Dependencia Fiscal de las Provincias: Las provincias dependen críticamente de los fondos que decide y envía la Nación, lo que les quita autonomía.

Alta Politización: La distribución es constantemente objeto de debate y conflicto político. Las provincias con mayor representación en el Senado (que es igual para todas, sin importar su población) suelen tener un poder de negociación fuerte para defender sus recursos.

Falta de Transparencia y Eficiencia: Los criterios se han ido complejizando con el tiempo, haciendo opaco el sistema. Además, se critica que no siempre incentiva a las provincias a ser más eficientes en su gestión o a aumentar su propia recaudación, ya que una parte importante de ese esfuerzo se «pierde» en el pozo coparticipable.

Comparación del Sistema Norteamericano con el Sistema Argentino

En Argentina (Coparticipación): El incentivo para un gobernador es, sobre todo, negociar políticamente con el gobierno federal para obtener una porción mayor de la coparticipación o más aportes del tesoro. La riqueza se «redistribuye» después de ser recaudada.

En EE.UU. (Sistema Dual): El incentivo para un gobernador es competir en el «mercado interestatal» para hacer crecer la torta económica dentro de las fronteras de su propio estado. La riqueza se «crea» y se «captura» localmente.

En conclusión, el sistema estadounidense genera gobernadores que se comportan como emprendedores y vendedores, cuya principal métrica de éxito es el crecimiento económico de su estado. Mientras que el sistema de coparticipación argentino genera gobernadores que actúan más como administradores y negociadores políticos, cuya habilidad clave es asegurar los recursos que otros recaudan. Tal cual lo resumen Ardanaz et al (op. cit.), el principal efecto del sistema argentino es la necesidad prioritaria del envío de fondos desde la Nación. En esta carrera loca por la consecución de fondos se recurren a todas las prácticas posibles. Lo que en definitiva deriva en que nos gobiernen los peores.

 

El filósofo esclavo

Por Fabián Soberón.

   Epicteto es esclavo y es filósofo. Al lado está su amo, Epafrodito, el liberto. Epicteto no escatima en decir una vez más una idea sobre su condición de mortal. El amo no es un pensador. Sin embargo, paladea las palabras como un viejo glotón en un banquete imperial. El amo conoce el arte de la oratoria y, quizás por eso, sabe que su esclavo es un filósofo que no repite un esquema verbal sino que arma una serie conceptual única. El amo siente que el consejo de su esclavo lo desestabiliza y lo ayuda a pensar la degradación de su tiempo.

   Epicteto, estoico, se levanta de la silla y se acerca a la ventana. No lleva grilletes ni tiene las manos atadas. Su servidumbre es invisible. Ha nacido con la daga de la prisión en su pecho y el horror y la estulticia son marcas inseparables de su condición.

   Con la cara de frente al sol, el esclavo se regodea en el calor que le baña los ojos. Está ciego de luz. Prefiere el día: la oscuridad de la noche está asociada a la pesadumbre y al azar de la pasión. Por lo demás, nunca es libre pero de noche, a veces, recibe latigazos simbólicos e inútiles. Lo principal es seguir la guía de la razón. Esta es la única garantía de la felicidad. 

   Gira sobre su cuerpo. El amo, seguro de sí mismo, le pide que vuelva hacia él. Epicteto obedece.

   El amo le pide que baje la cabeza. Epicteto agacha su cuerpo como un ovillo frágil y deja que los ojos se peguen al piso. Siente que esa es la posición correcta. Y no debe modificarla. A decir verdad, no quiere ir en contra de la naturaleza. El pelo grueso y profuso cae sobre su frente como una huida falsa. 

   Ni bien cumple con la acción, agrega unas palabras a su prédica serena. Sabe que nada hay de bueno en la actitud de ostentación y en el vano elogio del lujo. El amo escucha con atención. Epicteto repite lo que ha dicho incontables veces: el bien existe y el sentido de la vida se juega en el abandono de la osadía y de la arrogancia funesta.

   Fútil, el tiempo ataca a los hombres con pie equitativo, agrega. 

   Después de haber recibido la lección diaria, el amo se levanta y camina hacia el umbral. Le hace una seña. Epicteto lo sigue como un perro dócil.

   En la calle, lejos, el amo y el filósofo ya son dos sombras nítidas en el horizonte violáceo.

   La habitación ha quedado vacía. El sol entra por la ventana, impúdico. El mundo seguirá girando cuando Epicteto y su amo ya no estén en este mundo. Esa constatación no lo turba. Al contrario: Epicteto siente que la muerte es la forma real de la libertad.

Veo-veo

1

Por Albana Morosi.

 Lo dejaron sentado en el balcón, detrás de las rejas negras, de espaldas a la persiana de madera, como en penitencia. Ni siquiera podía ver la alfombra azul del living donde jugaban con Rita, cuando ella lo adoraba, porque, él, Igor, era su peluche favorito. Pero de buenas a primeras, una tarde, fue a parar al balcón. 

     ¿Es que Rita ya no lo quería? ¿Desde cuándo? ¿Habría dejado de quererlo porque se lo regaló Pablo y después se fue? Tal vez, al verlo, la mamá de Rita extrañaba a Pablo y eso la hacía llorar.    

     El amor, ese sentimiento desconocido para Igor hasta que apareció Rita, crecía dentro de su corazón como si tuviese vida propia. Y aunque intentase quitárselo de adentro, era inútil. ¿Se podría cambiar la dirección del amor hacia otra persona? 

     Igor, como lo había bautizado Rita, no pasaba inadvertido fácilmente como para olvidárselo en el balcón. Era un mono chimpancé que superaba en altura a Lola, la mascota de Rita. Pero mejor no compararse con Lola, pensaba Igor, porque salía perdiendo. Por más toy que fuese aquella caniche podía seguir a Rita a todas partes y ladrar continuamente hasta que la dejaran dormir en el sofá del living. Igor no ladraba, su fuerte eran esos ojazos color miel, profundos y habladores. Fue por eso que cuando Rita lo vio en la vidriera de la juguetería y pudo oír lo que aquellos ojos le decían, se encaprichó con que se lo compraran. Y Pablo no tuvo más remedio.

     Desde entonces, Rita se la pasaba jugando con Igor al ludo, a los astronautas, a la pelota. Ella era la única que entendía lo que aquellos ojos de miel decían. Él, el único que no la obligaba a comer y a bañarse.  

     Un día cualquiera Igor se dio cuenta que Rita ya no lo miraba, y sus ojos no tuvieron a quien decirle; sintió que perdía el rumbo como un barco que pierde el norte. No era culpa suya que Lola le hubiese estropeado a mordiscos la piel de peluche. 

     En plena mudanza Igor quería correr detrás de Rita para que no lo dejase solo. Pero ella, entusiasmada con lo de la casa nueva, ayudaba a su mamá a desarmar el rompecabezas de sus vidas en ese departamento. Guardaba las piezas en cajas de mimbre: platos, libros, cuadros, todos los juguetes, menos Igor. ¿Lo dejaría atrás como dicen que se deja el pasado cuando se crece?

     Un sábado de invierno Igor oyó el portazo final, ese que dan los que se van para siempre. Y  el vacío de aquel hogar mudo lo inundó de silencio.

     Los días siguieron pasando con sus nubes por el pedacito de cielo que daba al balcón. Igor miraba pasar con su mejor cara de peluche inanimado, aunque por dentro oyera los ronquidos tibios de su amor adormecido.  

     Hasta que una mañana apareció una nena de pelo castaño en la ventana del edificio que daba su frente al balcón. Dejó migas de pan sobre el marco de la ventana y después desapareció detrás de una cortina blanca. Al rato, torcazas y gorriones bajaron a comer. A Igor le encantó ver aquella escena, que de allí en más se repetía todas las mañanas. El balcón donde estaba sentado Igor se transformaba en el mejor palco de un teatro; ver aquel espectáculo le devolvía el brillo a sus ojos.  

     La nena se llamaba Irene y estaba internada como pupila en un colegio. Igor no sabía que cada mañana, detrás de la cortina blanca, Irene apuntaba su larga vista hacia él y lo miraba un largo rato. “¿Quién se habrá olvidado un chimpancé tan lindo en el balcón?-se preguntaba-. “Si pudiera rescatarlo, pero cómo: con una grúa, diez escaleras atadas con elástico, un viento fuerte, una jirafa amiga.”.

     El viernes a la tarde encontraba a Irene con la mochila lista para volver a su casa. Pero un viernes tras otro su mamá llamaba por teléfono para decirle que iría el fin de semana siguiente, porque tenía mucho trabajo.

     Irene aguantaba las ganas de llorar que le daban cada viernes, se sentía muy sola en ese inmenso colegio, casi tan sola y olvidada como se sentiría aquel chimpancé del balcón, al que las lluvias azotaban y el sol decoloraba.  

     Lo que Irene no sabía era que mientras ella miraba con su larga vista al chimpancé, Ulises, un nene del balcón vecino al de Igor, con su larga vista la miraba a ella.

     Una mañana, por esas vueltas que da la vida, ambos larga vistas se cruzaron. 

Irene y Ulises se vieron de frente. Ojos marrones, ojos verde agua, nariz con nariz, sonrisa con agujerito, sonrisa con diente flojo. Dos puños se elevaron a la vez en un: ¿piedra, papel o tijera? La mano de Irene convertida en un papel pareció volar hacia el balcón de Ulises y cubrir por un segundo la piedra de su puño. Después hicieron palomas con sus palmas, practicaron distintos saludos y se despidieron jugando al pingpong con el sol que rebotaba de un espejito al otro.

     El día siguiente fue viernes. Como cada mañana, Irene apuntó su larga vista hacia el balcón del frente, buscó al chimpancé de punta a punta, pero no lo encontró. Había desaparecido sin dejar rastro. Miró hacia el balcón de Ulises y la persiana estaba cerrada. Entonces fue como si el mundo se hubiese caído, mudo, a sus pies, igual que una pelota rota. Parecía que un invierno repentino la congelara con su abrazo invisible, y las palabras, muertas de frío se volvían charquitos de escarcha. Iba a escribir aquellas espantosas impresiones en su diario íntimo, cuando Julia, la portera del colegio, le dijo que en la puerta de entrada preguntaban por ella.  Irene corrió para reencontrarse con su mamá, que ¡por fin venía a buscarla! Qué sorpresa se llevó cuando vio al chimpancé del balcón en brazos del chico de los ojos verde agua. Casi se desmaya de la alegría. Ulises le sonrió de oreja a oreja mientras dejaba en sus brazos al peluche que había pescado del balcón vecino, con la caña de pescar de su papá. 

     Irene abrazó a Igor tan fuerte que no le dio tiempo a pensar. Al sentir su abrazo, Igor se dio cuenta que si era posible cambiar la dirección de su amor hacia otra persona.

     Aquel viernes, tres corazones repicaban juntos. Igor, Irene y Ulises se miraron largamente a los ojos, ¡tenían tantas cosas que decirse!

 

La libertad de elegir la piedra

Por Alberto Dollera.

Hay que imaginar a Sísifo feliz.
Albert Camus.

En la mitología griega abundan los relatos donde los dioses castigan la audacia humana. Entre ellos, uno de los más fascinantes es el de Sísifo, el hombre que burló a la muerte y engañó a los dioses, sólo para ser condenado a una eternidad absurda: empujar una roca montaña arriba, verla caer, y volver a empezar. Esa repetición sin fin, ese esfuerzo sin propósito, se convirtió en una de las imágenes más potentes del pensamiento moderno.

Albert Camus tomó ese mito como punto de partida para preguntarse por el sentido de la vida. Si todo esfuerzo humano termina en la muerte —dice—, entonces la verdadera cuestión filosófica es el suicidio: decidir si la vida merece o no ser vivida. Pero en lugar de rendirse al absurdo, Camus elige enfrentarlo con dignidad. Afirma que el hombre rebelde no se resigna ni se entrega al sin sentido: se levanta, acepta su destino y continúa empujando la piedra. Por eso, dice, hay que imaginar a Sísifo feliz.

Camus no propone una felicidad ingenua. No se trata de negar el cansancio o la frustración, sino de encontrar en el mismo acto de empujar —en el movimiento mismo de la existencia— una forma de libertad. Sísifo sabe que la piedra volverá a caer, pero también sabe que esa piedra es suya, que su tarea le pertenece. Y en esa apropiación del destino, en ese gesto de seguir empujando a pesar de todo, se revela su victoria silenciosa sobre los dioses.

En la vida cotidiana, todos cargamos nuestras piedras. Repetimos rutinas, proyectos, intentos, amores, fracasos. A veces sentimos que nada cambia, que empujamos sin llegar. Pero si miramos con atención, descubrimos que cada ascenso tiene un matiz distinto: la montaña no es la misma, nosotros tampoco. La piedra, en el fondo, es una excusa para seguir caminando.

La libertad no consiste en abandonar la carga, sino en elegir cómo cargarla. En decidir qué sentido le damos a lo que hacemos, incluso cuando nadie lo aplaude ni lo ve. Desde el gesto más simple —levantarse cada mañana, preparar un café, escribir una línea— hasta los desafíos que parecen inútiles, cada acción puede ser una afirmación de vida. La repetición deja de ser condena cuando la asumimos como elección.

A diferencia de Sísifo, no somos castigados por los dioses. Somos nosotros quienes moldeamos la piedra que empujamos. Podemos tallarla, aligerarla, pintarla de otro color, o dejarla caer y empezar con otra. Podemos incluso aprender a amar el peso que nos da forma. Esa es la libertad última: no la de escapar del destino, sino la de habitarlo.

Si Sísifo puede ser feliz, empujando su piedra hacia un horizonte que nunca alcanza, ¿por qué nosotros no habríamos de serlo también? Quizás la felicidad esté, precisamente, en no llegar nunca a la cima, sino en la conciencia lúcida de seguir subiendo.

Los monjes detectives

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Por Walter Bernal.

A veces la fe y la sospecha rezan bajo el mismo techo.

Anónimo Benedictino.

Fue una mañana alborotada como todas, típica de la época en la que vivíamos. Llegué a las ocho en punto, y mientras revisábamos los sumarios y coordinábamos las tareas operativas, me convocó el jefe de la dependencia —el Ruso Sablich, a su despacho.

Sin mediar palabras, soltó:

—Convoca a toda tu brigada. Los quiero ya en la ciudad de Diamante, Entre Ríos.

Allí, según la información, se ocultaba la banda del Ruso Lorman. Estarían escondidos en una vivienda de un barrio de casas idénticas, cerca de una iglesia. Era todo lo que teníamos.

—Me llamó el doctor Gustavo Veliz —agregó el jefe—, Ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos (durante el gobierno de Néstor Kirchner). Me pasó la información personalmente. Una vez en el lugar, hagan inteligencia, ubíquenlos y aguarden órdenes.

—¿Por cuánto tiempo, jefe? —pregunté.

—Por un día. Van y vuelven. Llévense la Renault Master, que tiene capacidad y equipamiento para operaciones.

El Ruso Lorman era un delincuente peligroso, conocido por la ola de secuestros que azotaba el país. Se le atribuía el del joven correntino Cristian Schaerer, ocurrido el año anterior. En mi escritorio descansaban varios sumarios con casos vinculados a su banda.

Sin perder tiempo, reuní a cinco de mis hombres. Tomamos la camioneta y, con lo puesto, emprendimos viaje hacia Diamante. El jefe nos había asignado viáticos por un día —una ayuda importante, más aún siendo fin de mes—. Llamé a mi esposa y le avisé que regresaría al día siguiente.

Llegamos en horas de la siesta, con el calor sofocante de febrero. Nos costó poco encontrar el lugar, la ubicamos enseguida. La referencia era clara: la Iglesia “Abadía del Niño Dios” (fundada en 1899 por monjes benedictinos llegados de Francia). La abadía se erguía sobre una colina, con un amplio estacionamiento frente a ella. Desde allí, podíamos observar el barrio de viviendas llamado Laudigna.

No había dudas de que ese era el lugar. Comenzamos con las primeras averiguaciones, turnándonos para recorrer el barrio y detectar vehículos o movimientos sospechosos. Debíamos hacerlo con total cautela: todos se conocían, y cualquier rostro ajeno podía llamar la atención.

Las primeras indagaciones fueron infructuosas. Al caer la noche, con algo de dinero todavía en el bolsillo, decidimos cenar y retomar el trabajo al día siguiente —total, en teoría, debíamos volver a Buenos Aires—.

Fuimos al Hotel Restaurante El Molino, un lugar exclusivo, elegante, con una ambientación muy cálida y un pianista que interpretaba temas de jazz. Un sitio de ensueño. Esa noche, creo que gastamos todos los viáticos.

Con la panza llena, regresamos al estacionamiento de la abadía y pasamos la noche durmiendo por turnos dentro de la Master. Solo percibíamos el silencio del lugar, interrumpido apenas por los grillos.

Al día siguiente reanudamos las investigaciones, pero sin resultados. Ya se habían cumplido veinticuatro horas en Diamante. Informé las novedades al jefe, quien me dijo:

—Aguarden instrucciones. Seguro te va a llamar el Ministro. Quiero que estés atento.

Pasaban las horas, el teléfono no sonaba y el ánimo comenzaba a flaquear. Se hacía de noche y nosotros, sin un peso. Ante mi insistencia, el Sablich, volvió a repetirme:
—No se muevan del lugar. Esperen órdenes.

Así transcurrió la segunda noche, entre mates y galletitas, bajo el mismo cielo estrellado que iluminaba la abadía. Los monjes nos miraban con curiosidad, como si fuésemos peregrinos perdidos. Nosotros, con hambre y paciencia.

Recién al tercer día, cuando el cansancio ya se mezclaba con la frustración, sonó el teléfono. Era el ministro Veliz. Le informé de las novedades y tras escucharme en silencio, dijo:

—Bueno, quédese en el lugar y continúe con la investigación.

Sus palabras me cayeron como un mazazo. No estaba preparado para quedarme, y lo más difícil sería decírselo a mi personal, que ya mostraba un evidente descontento. Había que contenerlos… y seguir esperando.

No solo nosotros estábamos furiosos, también nuestras familias. Ya era casi fin de mes y había cuentas que pagar. Debían enviarnos viáticos por cinco días más, y seguíamos investigando la nada misma: sin dinero, sin ropa y con la moral por el suelo.

Decidí ponerme en contacto con los monjes, a ver si podían ayudarnos. Me presenté en la abadía y me llevaron ante el Primer y Segundo Abad, las máximas autoridades de la congregación. No podía darles demasiada información, pero les expliqué que estábamos investigando a una banda vinculada al secuestro de Cristian Schaerer, cuya noticia era de público conocimiento.

Los abades decidieron ayudarnos. Me acompañaba el sargento Álvarez —alias Makanaki—, un tipo pícaro, de calle, capaz de interpretar cualquier papel: abogado, médico, vendedor… un verdadero actor, un chamullero.

Nos hicieron pasar a un sector restringido al público, el corazón de la abadía. Allí, nos condujeron a un salón inmenso, de puertas altas y pesadas, donde el aire olía a cera y a historia. Era como retroceder en el tiempo: un castillo del siglo XV. Una mesa rectangular, maciza, con candelabros encendidos; sillas de madera con tapizado de cuero; y, en la cabecera, un sillón más grande, reservado para el Primer Abad.

En las paredes colgaban escudos, cuadros y estatuillas de santos, junto a estantes repletos de libros antiguos. Aquel silencio monástico tenía una gravedad que imponía respeto.

Llamaron a dos monjes más, quienes trajeron un plano con la ubicación del barrio Laudigna y la identificación de todos sus propietarios. Qué mejor inteligencia que la de los propios monjes: ellos habían sido los gestores y administradores de aquel barrio.

Les preguntamos si habían visto personas extrañas en los últimos días. Dijeron que no, pero el Segundo Abad —el padre Paco— tuvo una idea brillante:
—Conozco a alguien que sabe todo el chismero del barrio —dijo, con una sonrisa—. Llamen a Luisa.

Luisa era una empleada de limpieza de la abadía. Interrumpimos su tarea y, apenas le hicimos unas preguntas, empezó a soltar detalles como si hubiera estado esperando ese momento. Describió los movimientos en la casa de la familia Benítez: autos que entraban y salían, hombres comprando bebidas, haciendo asados y poniendo música a todo volumen.

Según los Benítez, se trataba de familiares que habían venido de visita por unos días. Nos miramos entre todos. Era evidente: eran ellos. Los habíamos encontrado.

Hasta los monjes se involucraron en la investigación. Extendimos el plano sobre la mesa y marcamos la vivienda sospechosa, planificando las tareas que debíamos llevar a cabo. El padre Paco designó a uno de los monjes para acompañarnos al barrio, bajo el pretexto de realizar una visita pastoral a las casas.
¿Quién se iba a oponer? Era una actividad habitual… y esta vez, sería nuestra mejor cobertura.

Salimos los tres a caminar por el barrio: el monje, con su túnica y capucha negra, llevando un crucifijo de madera colgado al cuello, y nosotros, vestidos en forma similar con los atuendos que nos había prestado el padre Paco.

Así recorrimos varias casas, golpeando puertas por puerta y saludando a los vecinos con el respeto que inspiraba el hábito del monje. Nadie sospechaba nada. Hasta que llegamos a la vivienda que nos interesaba: la de la familia Benítez.

Nos permitió el acceso una mujer, acompañada de una niña. El monje nos presentó como hermanos de la congregación, y mientras ella preparaba unos mates, el religioso comenzó a preguntarle por la familia y por su esposo. La mujer respondió con naturalidad que él había viajado con unos parientes a Rosario y que volvería en los próximos días.

Nos retiramos sin apuro, fingiendo serenidad. Pero por dentro, sabíamos que el círculo se había cerrado. Ya teníamos el lugar. Solo restaba esperar.

Al volver a la abadía, el padre Paco, nos esperaba ansioso. Le conté lo sucedido, las mismas novedades que debía transmitir a mi jefatura. Los monjes estaban más que dispuestos a ayudar, así que aproveché la ocasión y le comenté nuestra situación: vivíamos en situación de calle, en la camioneta y sin dinero.

El padre Paco, sin dudarlo, nos ofreció los dormitorios destinados a los peregrinos, con una sola condición: debíamos adaptarnos a las normas del monasterio. Las puertas se cerraban a las siete de la tarde —nadie podía salir después de esa hora— y debíamos levantarnos a las cinco de la mañana para rezar.

Obviamente aceptamos. No teníamos otra salida… y la idea de una ducha caliente y una cama limpia después de cuatro días era casi un lujo.

Cenamos junto a los monjes, en el mismo horario en que cerraban las puertas. Nos prestaron ropa de donación mientras lavábamos la nuestra. Aquella noche dormimos como hacía tiempo no lo hacíamos.

A la mañana siguiente, el sonido de las campanas nos despertó. Participamos del rezo matutino, una experiencia que me dejó maravillado. Era lo más parecido a un retiro espiritual… pero con acción e intriga. Rezaban cantando en latín, sentados en forma de tribuna y enfrentados, con las capuchas cubriéndoles el rostro. Un rito monástico fascinante, solemne, casi hipnótico. Y lo repetían dos veces al día, al amanecer y al atardecer.

Por fin llegaron los viáticos y nos dimos un lujo: compramos zapatillas, medias, ropa interior, remeras y jogging para estar más cómodos mientras esperábamos a que volvieran los viajeros a la casa de los Benítez. Llevábamos en dos bolsos armas de todo tipo y calibre, chalecos antibalas, fusil FAL, escopetas y ametralladoras —listos para una guerra si era necesario —; no nos separábamos de ese equipo ni un segundo.

Makanaki, había descubierto un puesto de observación en el campanario del monasterio desde donde se veía todo el barrio y, en especial, la casa que vigilábamos. Organizamos turnos de vigilancia y nos turnamos con los binoculares; lo cual nos facilitaba muchísimo el trabajo.

Paco, curioso por el peso de los bolsos, nos preguntó:

—¿Qué llevan ahí que pesa tanto?

—Armas —le respondimos.

—¿Puedo ver? Nunca toqué un arma —dijo, con la ingenuidad de quien no imagina lo que eso implica.

Descargamos una ametralladora FM K3 y se la mostramos. Él cruzó la correa por el torso y, como un niño que juega a ser policía, comenzó a dar pasos largos con su sotana, fingiendo disparar. Fue una imagen cómica y extraña a la vez: un religioso en el campanario, desfilando con un arma que no sabía qué era, y nosotros conteniendo la risa mientras terminábamos de preparar los turnos.

Así pasaron nueve días sin novedades, hasta que nos comunicaron que debíamos volver a Buenos Aires. Al despedirnos y después de agradecer toda la ayuda brindada, Paco me entregó un papel con la patente de un vehículo que había estado en la casa de los Benítez, como la consiguió fue una intriga aunque sospechamos de Luisa. El conductor coincidía con la descripción de uno de los integrantes de la banda: el Petiso Abanico.

Solicitamos el dominio por sistema y dimos con el titular. Con esos datos, Makanaki lo llamó por teléfono haciéndose pasar por un tercero que había chocado su auto. El hombre respondió que lo había vendido hacía unos días… y agregó que el nuevo dueño era el mismo que nos interesaba: el Petiso Abanico, el vehículo estaba limpio.

Con esa información clave emprendimos el regreso a Buenos Aires para seguir la investigación. Ya estábamos cerca; no se nos podía escapar.

El padre Paco me despidió con una bendición y una sonrisa.

—Que Dios los acompañe —dijo.

Quizás lo hizo, porque volver significaba entrar de nuevo en el infierno.
Habíamos estado nueve días entre monjes y oraciones, y ahora íbamos tras un hombre que no conocía ni la fe ni el perdón

Mientras volvíamos con la información fresca y la certeza de estar cada vez más cerca. La pista del Petiso Abanico, nos llevaba por fin a un terreno firme. Solo era cuestión de tiempo.

Pero hubo una frase de Makanaki, que me quedó dando vueltas:

—Te apuesto que este tipo no se va a entrega fácil.

Tenía razón. Todavía no lo sabíamos, pero el final de aquella historia iba a terminar a los tiros.