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El ocaso de los ídolos

Por José Mariano. 

El hombre es algo que debe ser superado.
Así habló Zaratustra.

Nietzsche escribió que la humanidad sería apenas un puente entre el animal y el superhombre. No habló de tecnología, ni de inteligencia artificial, ni de algoritmos, habló de un tránsito espiritual. Ese tránsito ha comenzado, aunque de una manera que ni siquiera él hubiera imaginado. Ya no se trata de la muerte de Dios, sino de algo más radical: la muerte del hombre que lo mató.

El siglo XX edificó sus ídolos en el altar del progreso. La ciencia se convirtió en religión, la política en redención, la educación en moral, el derecho en justicia laica. Fue el siglo que creyó que podía explicarlo todo: la vida, el alma, el tiempo. Creyó que la razón era suficiente para ordenar el caos, que la historia era una línea ascendente, que la técnica nos haría libres. Pero los dioses del siglo XX —la razón, el progreso, el conocimiento, el mercado— se han vuelto obsoletos. No murieron por ataque externo. Se devoraron a sí mismos.

Las democracias se diluyen en pantallas; la ley se dispersa en tecnicismos; el conocimiento se desangra en datos. El hombre, que durante siglos creyó ser el centro, ahora es apenas una interfaz.

El sujeto moderno -ese que se pensaba soberano- ha sido reemplazado por un usuario, alguien que ya no actúa, sino que interactúa. Y en esa sustitución comienza a insinuarse otra especie que todavia no tiene nombre, pero sin embargo sobrevive a la obsolescencia de sus propias categorías.

Las redes sociales son el nuevo Olimpo. Allí, entre algoritmos y pantallas, el ser humano se observa, se juzga y se inmola a sí mismo. No se construyen ideas, se fabrican ídolos efímeros.
Cada día nace un nuevo profeta del instante, un mártir del trending topic, un dios de 24 horas.
El escándalo es la nueva misa; la indignación, la forma más rápida de pertenencia. Ya no pensamos, solamente reaccionamos. Y en ese vértigo, el tiempo deja de tener dirección y se convierte en un espiral de estímulos.

Los medios tradicionales no escaparon a la mutación. Perdieron su papel de oráculos y se volvieron entretenimiento, coros del ruido general. Ya nadie los mira para informarse, sino para no pensar. El noticiero no ofrece saber lo que pasa en el mundo, ofrece distracción. La verdad, que alguna vez fue una conquista, hoy se mide por visibilidad. El pulso de lo real no surge del análisis, sino del algoritmo, es en el celular donde el mundo respira, se indigna, y se olvida.

El conocimiento, que durante siglos fue un camino, se ha vuelto un flujo continuo de información. Acumulamos sin comprender, aprendemos sin memoria, decidimos sin pausa. La inteligencia artificial replica nuestras pasiones y amplifica nuestras miserias. Hemos trasladado el alma a las máquinas, pero ellas nos devuelven solo una caricatura, eficiencia sin conciencia. La razón, ese orgullo de la modernidad, se ha transformado en cálculo. Y el cálculo, en poder. El saber ya no busca iluminar, busca administrar.

Creo que Nietzsche vio venir este tiempo. Anunció que, tras la muerte de Dios, vendría la era del último hombre, el ser satisfecho, cómodo, incapaz de crear valores nuevos. Hoy, ese último hombre somos nosotros, conectados, informados, entretenidos. No creemos en nada, aunque necesitamos creer en algo, en la novedad, en la visibilidad, en la promesa de una mejora constante. Hemos sustituido la trascendencia por la actualización. Ya no adoramos dioses, adoramos sistemas. El rebaño moderno no peregrina, actualiza su estado.

Y en ese acto repetido, el tiempo se acelera hasta volverse ruido.

Pero incluso en medio de este colapso, algo germina. Todo ocaso es también una forma de claridad, cuando los ídolos se derrumban, algo se revela. Quizás lo que está ocurriendo no sea el fin del mundo, sino el final de una versión del hombre. El posthumano no es un androide ni un dios digital, es el resto que queda cuando el sujeto moderno se disuelve. Un ser sin centro, pero con conciencia; sin certezas, pero con lucidez. Tal vez la tarea que se nos impone no sea resistir el cambio, sino aprender a existir sin ídolos.

El desafío es inmenso, mirar el abismo sin miedo a caer, y, aun así, decidir crear. Aceptar que no hay verdad última, pero sí mundos posibles. Entender que la humanidad no es una esencia, sino una transición. El siglo XX creyó haber alcanzado la cima de la historia; el XXI, en cambio, nos enfrenta con lo desconocido. Ya no somos el fin de la evolución, somos su intermedio.

Vivimos el ocaso de los ídolos, pero también el nacimiento de algo que aún no sabemos nombrar.

Quizás, por primera vez, lo humano empiece a comprenderse desde su límite —y no desde su soberbia. Quizás, por primera vez, el hombre empiece a intuir que sobrevivir no basta, que hay que volver a inventarse.

 

Bienvenidos a la Edición 34. 

Esto es Fuga.

No todo es político

Por Javier Habib.

aunque mi ensayo sí lo es. 

 

Los esclarecidos repiten y repiten esta frase trillada: “todo es político…”

Se alude con esto a que toda acción, toda institución y artefacto —incluso aquellos que parecen inocentes o neutrales— implican una posición respecto al orden social y de poder.

Si tu abuelita te dice “Más vale malo conocido que bueno por conocer”, tu abuela te inculca una actitud conservadora, ya que desalienta el cambio y consolida el statu quo. 

Si los bancos de una plaza se dividen por apoyabrazos intermedios, el municipio no elevó un sostén para el descanso de los brazos, sino que decidió deliberadamente excluir a los sin techo. 

Las escuelas que ordenan el uso de guardapolvos favorecen la igualdad formal o suprimen la autenticidad, según quien mire…

Para el ojo sociológico, nada escapa a lo político; los ejemplos aparecen como hipóstasis allí donde se mire.

Yo quiero argumentar en este escrito que no todo es político.

Para mirar lo no político, basta con dar un nuevo giro a la interpretación. Así como se educa a percibir lo que es político, también podemos enseñar lo que no es. Mirar lo no político, para mí, no es solo posible, sino que necesario en nuestra actualidad.

1. Marxismo cultural

Un breve repaso de ciertas ideas de la filosofía nos permitirá entender mejor el sentido y funcionamiento de la frase.

Marx es famoso por haber observado que la manera en que viven, gozan y necesitan los individuos está, en gran medida, determinada y explicada por circunstancias materiales. Se piense en una persona cuya vida laboral se resume en golpear un objeto con un pesado martillo durante largas y sucesivas jornadas laborales. Es evidente que la repetición constante de un solo gesto va a inflamar ciertos músculos y debilitar otros. Su condición material determina y explica la fisonomía de su cuerpo. Lo mismo puede ocurrir con sus deseos, argumenta Marx. Como esa persona trabaja hasta el agotamiento, no tiene un tiempo libre activo. Su descanso es dormir y su diversión es fugaz (bebida, espectáculo, juego). Marx demuestra que la producción fabril no sólo produce objetos de consumo para el sujeto, sino que también hace sujetos de trabajo para los objetos.

Antonio Gramsci tomó esta idea y fue más allá. Los sujetos también estamos condicionados por el medio cultural que nos circunda. Una educación primaria que exalta la obediencia prepara al alumno a cumplir con el jefe de su futuro trabajo. El lenguaje natural que dice “María le dio trabajo a Pedro” revela una suerte de generosidad por parte de María. Los avisos publicitarios mostrarán que el éxito se logra con cierto consumo, o que la belleza se asocia a cierta etnia. De manera inadvertida, las cosas del mundo nos enseñan a ser, desear y frustrarnos.

Intelectuales posteriores continuaron desarrollando esta reveladora idea. Henri Lefebvre, por ejemplo, se abocó a describir y teorizar sobre la falta de inocencia en el diseño de la ciudad, la arquitectura y el mercado inmobiliario. Kate Millett y Carol Hanisch subrayaron que las relaciones sexuales, domésticas y afectivas reproducen estructuras de dominación patriarcal. En nuestro propio medio, cabe recordar el ascenso del lenguaje inclusivo y los embates actuales de la nueva derecha.

En suma, el punto es que quien enseña, esculpe, escribe o simplemente habla está —quiera o no— sedimentando o desafiando un orden político.

2. No todo es político”

Para desarrollar esta tesis me resulta imprescindible explicar mi manera de entender el mundo. ¿Qué hacemos cuando decimos que algo es algo?

Las cosas —el banco de una plaza, una persona trabajando, la pieza de un museo— aparecen a nuestros sentidos desprovistas de significado. En otras palabras, cuando mirás el banco de una plaza, en realidad no estás mirando el “banco de una plaza”, sino barras de hierro unidas o, aún mejor, un objeto sólido. Vos lo caracterizás como el “banco de una plaza” porque alguna vez tu mamá te enseñó a sentarte ahí y, más tarde, supiste que se trata de un “banco de una plaza”.

Las cosas del mundo tienen un significado en virtud de los conceptos que refieren a ellas, dándoles sentido. El cúmulo de conceptos que interiorizamos durante el curso de nuestra educación —“banco de plaza”, “trabajador”, “pieza de museo”, etc.— hace a nuestro entendimiento y manera de juzgar el mundo.

Ahora bien, las cosas existen con independencia de los conceptos que les dan sentido. En otras palabras, las barras de hierro enclavadas en el piso de una plaza muy probablemente sean mejor calificadas como el banco de una plaza. Pero una persona en situación de calle también puede verlas como el mejor lugar posible para pernoctar. 

(En mi caso personal, durante muchos años practiqué skateboarding, y cuando miro el banco de una plaza solo miro un buen o mal obstáculo para deslizar.)

Cuando los intelectuales dicen “todo es político”, lo que hacen es forzarnos a poner en práctica una manera muy precisa de mirar: es instigarnos a desplazar el sentido común del lenguaje para encontrar intencionalidades de opresión/liberación, que son las categorías desde donde opera esta gran ideología.

Pero es crítico entender que esa no es la única manera de mirar el mundo. Existen otras maneras de mirar, o culturas epistémicas.

Un herrero no penetrará profundo hacia la política social del municipio que ordenó hacer el banco, sino que mirará las técnicas implementadas en su construcción. Cualquiera haya sido el propósito del banco (político o no), el artesano que lo construyó aplicó técnicas de herrería consolidadas. Un tercer herrero observador, en virtud de haber sido imbuido en ese mismo oficio milenario, podrá ponerle nombres a las cosas: soldaduras, curvaturas, tipo de forja, etc. Su mirada estará centrada en cosas que no tienen mucho sentido desde el punto de vista político.

Es verdad, la mirada del marxista tiene gran calado. Dirá que la herrería y los herreros son producto de un orden económico-social determinado, y que sus técnicas, conocimientos e instrucción no hacen más que perpetuar ese modelo. Pero el relato marxista no es del todo verdadero. Y es que esa misma manera de mirar el mundo asume cosas que otros podrán cuestionar. (Basta con preguntarle a un biólogo evolucionista lo que piensa sobre la mirada marxista. Decir, por ejemplo, que entre los humanos no existe lo que denominamos “libre voluntad” es decir que no tenemos forma de escaparnos de nuestro orden social; que, como los animales, hemos nacido determinados por un instinto de supervivencia que nunca cesa y que nadie será capaz de cambiar.)

Como sea, desde mi visión del mundo particular, elijo creer que las cosas del mundo son susceptibles de relatos yuxtapuestos y, al mismo tiempo, que hay relatos mejores y peores. Más específicamente, acepto que X pueda ser político y que pueda no serlo también. Podemos construir relatos del banco de una plaza tanto en su versión política como en su versión artesanal. Por supuesto, la condición particular de X admitirá en mayor grado relatos políticos que relatos no políticos, y viceversa.

En este ensayo intentaré ensanchar la mirada de lo no político.

3. Dos buenos ejemplos de lo no político: el jurista convencido y el político profesional

El juez es alguien que, en su quehacer cotidiano, se enfrenta a dilemas sociales que a cualquiera estimularían sus más profundas convicciones morales y políticas. ¿Entrega la guarda del niño a la madre que sufre problemas de alcoholismo o a los abuelos por parte del padre recién fallecido? ¿Hace cumplir la letra del contrato, imponiendo gravosas consecuencias a una persona en situación de vulnerabilidad, o anula esa cláusula apelando a principios de ética humanista? ¿Permite que en la escuela se exhiba un crucifijo o inclina la balanza hacia la laicidad?

Como cualquier abogado hábil admitirá, los jueces siempre cuentan con recursos argumentativos institucionalizados que les permiten evadir la letra de la ley: declarar la inconstitucionalidad de la norma, encontrar otra regla aplicable o integrar sentido no originario en algún término ambiguo. Por ello, muchos estudiosos sostienen que los jueces muchas veces resuelven los casos no según derecho, sino según su propio sentir ético y político. Se trata de la política en su más sigilosa aplicación.

Pero existe, al mismo tiempo, una manera de ser jurista que es interesantemente apolítica. Para estos juristas, el juez tiene un rol muy definido en el sistema: aplicar la regla establecida para el caso. En ciertos casos trágicos, estos jueces podrán escribir en sus sentencias que reconocen que la aplicación de la ley lastima al sentimiento de justicia. Sin embargo, también dirán que no es su oficio legislar, sino aplicar el derecho establecido (ver la opinión del Procurador Fiscal en el caso “Saguir y Dib”).

Respecto a aquellos casos en que no hay una respuesta legal definida —los llamados “vacíos legales”—, estos juristas entienden que existe un orden de procedimiento predeterminado para darles solución. Primero acuden a la letra de la ley y, en caso de silencio, proceden a juzgar según el fin de la norma (ver el art. 16 del Código Civil de Vélez Sarsfield), lo que demanda un estudio histórico (de la intención del legislador) o un estudio contextual. De hecho, conozco muchos estudiosos que verdaderamente creen que existe una inteligencia inmanente en el derecho, que ellos pueden descubrir a través del estudio sistemático de sus distintos elementos.

La “apoliticidad” de estos juristas se exacerba en dos situaciones muy particulares. La primera se da cuando el jurista en cuestión es, al mismo tiempo, un intelectual público que disfruta de vociferar sus convicciones éticas en notas periodísticas y programas de televisión (se piense en el polémico juez supremo norteamericano Antonin Scalia). En muchas ocasiones sucederá que el juez tiene que aplicar leyes que van directamente en contra de sus propias convicciones. Sin embargo, estos jueces dirán que, aunque no estén a favor de ese tipo de soluciones, su trabajo es aplicar la ley.

También puede ocurrir que el legislador, en un cambio abrupto de visión política, decida reformar un sector del derecho. Habrá juristas que critiquen el cambio desde el punto de vista de las consecuencias en la economía o desde algún punto de vista social. Sin embargo, los juristas apolíticos evaluarán el cambio en función de su coherencia con el sistema establecido, su técnica legislativa o la calidad de la redacción legal. De esto hay mucho en Argentina. Se trata de verdaderos estudiosos de su tradición.

Por supuesto, siempre se podrá decir que esta posición no es apolítica en cuanto esconde una posición conservadora que defiende un statu quo. Podrá decirse eso. Sin embargo, creo que es más adecuada otra interpretación: en el quehacer del juez que se autorrestringe y se esfuerza por aplicar la letra de la ley existe una práctica —y una manera de ser de estas personas— que evidencia un arte regido por reglas de oficio. Podríamos decirlo: es la expresión más pura del derecho y del jurista.

4. Continuación: el político profesional

Lo más natural sería decir que, cuando hablamos de un político profesional, pensamos en una persona que enarbola ideales sobre los que estudia y reflexiona; un “político socialista”, parado en la tradición de Juan B. Justo, que se candidatea para proponer medidas redistributivas en el Congreso; un desarrollista, que insiste en que el crecimiento se logra a través de incentivos a sectores; un liberal; nacionalista; lo que sea.

A juzgar por mi experiencia, creo que un político profesional es otra cosa.

En mi provincia, la gran mayoría de los políticos no mantienen convicciones muy estables acerca de lo justo y de lo injusto, de la economía y de las relaciones internacionales. La mayoría modifican su discurso en función de lo que creen que vale hablar en el momento. Quizás sean pragmáticos (en el sentido de Rorty) o quizás, en realidad, no piensen tanto en “La” política, sino que vivan de ella. Es decir, su vocación está en mantener o incrementar poder y, por lo tanto, sus convicciones, afiliaciones, alianzas y sociedades fluctuarán en pro de esa supervivencia. Tan alejados están estos hombres y mujeres de la teoría política que, en mi provincia (Tucumán), hay muchos que quizás nunca vivieron circunstancias que les demandaran hablar de alguna filosofía política; sus palabras dicen absolutamente nada sobre eso: “aquí estamos en el asunto de la gestión de todos los días”; “voy a defender los intereses de los tucumanos”; “no nos gusta que nos metan palos en las ruedas”; etc.

Maquiavelo escribió el manual de esa manera de ser político. Cuando aconseja al príncipe comportarse como un león o un zorro según las circunstancias, no está hablando de valores políticos. Está describiendo a los hombres que efectivamente adquieren y conservan el poder. Estos velan por sus propios intereses; rompen sus palabras cuando les conviene; les va mejor si mienten, engañan y conspiran. Ese es su ajuar de profesión: las reglas “no políticas” de la política. 

Autores contemporáneos como Robert Greene (Ver Las 48 reglas del poder) han dado continuidad a la tradición de pensamiento maquiavélico: “Nunca le hagas sombra a tu superior”; “oculta tus verdaderas intenciones”; “llama la atención a cualquier precio”; “aplasta completamente a tu enemigo”; “sé informe, cambiante, imprevisible, como el agua”; “descubre la debilidad de las personas”; “golpea al pastor y las ovejas se dispersarán”. Cualquier político que quiera subirse al juego debería conocer y dominar estas máximas de oficio.

Y aquí va el punto que a mí me interesa destacar: estos políticos no son políticos en el sentido de la frase. Su misión es exclusivamente técnica, y sus servicios pueden servir a un ideal o a cualquier otro; eso es irrelevante.

5. ¿Por qué ampliar lo no político?

Hace poco escuché a la más alta autoridad jurídica argentina decir (en un teatro atestado de jueces, intelectuales y funcionarios, en ocasión de que se le concediera un doctorado honoris causa): “Me asusta ver que los jóvenes estén perdiendo interés por lo social”. Lo primero que pensé —como ex joven— fue: “¡no nos podría estar pasando algo mejor!”.

Como egresado del Gymnasium Universitario (un instituto secundario comparable en este punto al Pellegrini de Bs. As.), viví en primera persona lo que es tener conciencia política desde temprano. Desde el ingreso al instituto (5.º grado o 1.º año) éramos aleccionados —formal e informalmente— sobre los horrores de la dictadura, Martínez de Hoz, lo avanzada que estaba la medicina en Cuba, las proezas del Che Guevara, el materialismo histórico y un largo etcétera. Recuerdo un semestre en que la profesora de filosofía nos pedía que la acompañásemos a la protesta que se hacía en el horario de su clase. Y eso no era excepcional. De hecho, entre nosotros había una suerte de “cultura de la marcha”: teníamos un banderín de madera, bien pintadito, para que lo portase “el presidente” de los estudiantes; gritábamos cánticos políticos que todos sabíamos de memoria y, en los momentos de silencio, se escuchaban historias de estudiantes de otros años que, por alguna hazaña política, habían devenido míticos, siempre todo en modo nostalgia de la honrosa valentía que poco a poco se mitiga.

Soy un convencido de que aprender a hablar sobre culpables de injusticias no trae beneficio perdurable a nadie: ni a los que saben encontrarlas, ni a los que las padecen, ni a los terceros que nada tienen que ver con el asunto.

Ahora se me ocurren dos razones para engrosar el tema de lo no político:

La primera busca, curiosamente, darle una función precisa a lo político. Porque si todo es político, nada —ni el sustantivo al que se apunta ni el adjetivo que califica al sustantivo— lo es. En otras palabras: si, como suele decirse, “todo en el arte es político”, entonces el oficio del artista se diluye en lo político y lo que debería suscitar una sesuda deliberación social deviene del todo trivial. (Esto que digo no es un logicismo vano, sino que ocurre toda vez que los artistas apoyan políticos que usan partidas sociales para comprar voluntades, o universitarios que marchan pidiendo dinero para gestores sospechosos de haberse robado una mina de oro). Para que haya cosas que sean políticas en serio, tienen que haber cosas que definitivamente no lo son. No todo debe ser político.

La otra razón que me impulsa alude a la experiencia del hacer. Más allá de la política, existe una cultura viva del oficio, de las virtudes morales, del amor, de la ciencia, de la excelencia física, de las virtudes intelectuales, de la amistad, del comercio, de la producción de cosas útiles, de la agricultura, el paisajismo y un inabarcable etcétera. Todas las prácticas que se realizan en la vida de una profesión u oficio tienen mucho más para ofrecer al mundo que querer cambiarlo con política. ¿Para qué indagar sobre el rol social que cumple un joven que hace música electrónica si ese muchacho se ha perdido en la belleza del sonido? Existe algo sublime en esa práctica; una suerte de inmanencia en el hacer; un estar-en-el-mundo de Heidegger; el vitalismo de Ortega y Gasset; la voluntad de poder perder el sentido del tiempo; olvidarse de las consecuencias; contemplar sin intención instrumental o militante.

Divide y vencerás

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Por Enrico Colombres. 

La verdadera derrota de un pueblo comienza cuando deja de defender lo que es de todos.

Rocco Carbone.

El punto de partida para comprender este tiempo no está en los mercados ni en las encuestas, aunque podemos tomar como referencia el pensamiento de Rocco Carbone: filósofo y analista político italiano, naturalizado argentino, dedicado al estudio del poder mafioso, la filosofía de la cultura y los procesos políticos de América Latina. Desde ese lugar incomoda a todo poder, porque no ve al gobierno actual como una simple expresión de derecha, sino como algo más profundo y peligroso. Carbone sostiene que no se busca destruir el Estado en sí, sino el Estado de lo social, de lo público, de lo común. Es decir, se quiere desmantelar la universidad pública, la escuela pública, el hospital público, la vereda que nadie posee pero todos recorren. Se quiere transformar lo que pertenece a todos en un negocio para unos pocos. Y lo más inquietante es que ni siquiera se trata de favorecer a la burguesía local, sino a una aristocracia tecnológica, financiera, monopólica y global, sin rostro ni territorio.

Carbone estudia el poder mafioso como una estructura cultural y política. Algunos dicen que la palabra mafia surge de la frase “Morte Ai Francesi Italia Anela” —Italia desea la muerte a los franceses—; otros afirman que proviene del término toscano maffia, que significa miseria. Más allá de su exactitud histórica, ambas explicaciones revelan algo central: violencia, resentimiento y humillación convertida en poder. La mafia no se impone donde el Estado es fuerte, sino donde se retira o está ausente. No aparece donde reina la justicia, sino donde crece la necesidad. Es una forma de organización que ocupa el vacío, que reemplaza la ley por el miedo y el vínculo social por la obediencia.

Desde ahí se entiende mejor lo que ocurre hoy en las villas y en el narcotráfico, aun cuando este discurso logra permear y seducir votantes en esas mismas zonas. El relato oficial celebra la libertad, pero esa libertad parece consistir únicamente en la posibilidad de comprar, vender, acumular y sobrevivir por cuenta propia. Lo social estorba porque supone comunidad y pertenencia; lo público molesta porque limita el negocio. Se repite que el Estado fue secuestrado por una casta —crítica que puede tener algo de verdad—, pero lo que se propone como alternativa no es justicia, sino desmantelamiento. No se busca mejorar la educación, se busca arancelarla. No se intenta modernizar la salud, se pretende privatizarla. No se corrige el gasto público, se elimina. No se combate la burocracia, se destruye la idea misma de derechos. Bajo el disfraz de la libertad, se ejecuta un plan de vaciamiento que abre la puerta a nuevos dueños sin bandera.

Desde la óptica crítica que venimos explorando sobre el vínculo entre Estado, tecnología, capitalismo y poder, el plan de reforma laboral que se impulsa en Argentina se revela como una pieza central de la estrategia para transformar lo que hoy llamamos trabajo digno en mera mercancía. Bajo la bandera de la “flexibilidad” se pretende que los contratos colectivos queden obsoletos, que la jornada laboral sana se diluya, que la indemnización por despido pierda su fuerza y que el registro laboral se convierta en algo residual. Un gobierno que proclama la libertad impulsa una reforma que busca reducir la antigüedad como protección, habilitar acuerdos por empresa en lugar de por rama de actividad, permitir fraccionar vacaciones y extender horarios con el pretexto de la productividad. En ese marco, el trabajador se vuelve prescindible, la empresa cliente, y el salario un costo variable. Esta reforma no surge de un reclamo ciudadano, sino de un diseño que garantiza que los beneficios fluyan hacia el capitalismo más crudo, mientras el ejercicio de derechos se convierte en excepción. No es un ajuste técnico, sino una ofensiva estructural: se debilitan los sindicatos, se fragmenta la negociación colectiva, se flexibiliza el despido y se normaliza la precariedad laboral. Cuando lo común del trabajo se degrada a contrato temporal y el descanso deja de ser derecho para volverse opción empresarial, lo que se vulnera no es solo el bienestar del trabajador, sino la idea misma de una vida digna compartida.

Carbone insiste en que esto no encaja del todo en las categorías tradicionales de derecha o ultraderecha. Lo llama fascismo latente: un fenómeno que nunca desapareció del todo. No requiere uniformes ni desfiles. Hoy se presenta con memes, slogans y promesas de mercado. El fascismo moderno no grita “patria o muerte”, sino “eficiencia y libertad”. Pero opera desde el odio. Aristóteles decía que el odio no se cura porque no busca compensación, sino eliminación. Quien odia no quiere justicia, quiere desaparecer al otro. Y cuando un gobierno hace del odio una herramienta de poder, el vínculo social se rompe. Ya no hay adversarios, hay enemigos. Ya no hay ciudadanos, hay ganadores y perdedores. Ya no hay comunidad, hay sobrevivientes.

El discurso político actual se sostiene sobre la burla al pobre, el escarnio al docente, el desprecio por el artista, el insulto al científico y el ataque al periodista. No es solo violencia verbal: es una estrategia. Se busca aislar al otro hasta volverlo inerme. Se demoniza lo público para justificar su entrega. Se ridiculiza la solidaridad para que nadie se atreva a ejercerla. Se hace del éxito individual una religión y de la empatía una debilidad. En ese marco, el poder no necesita censurar, porque logra que los propios ciudadanos se conviertan en fiscales del pensamiento ajeno.

Al mismo tiempo, emerge un Estado bajo otra forma. No desaparece: se reconvierte. Pasa de ser garante de derechos a ser garante de negocios. Ya no regula para proteger al débil, sino para asegurar que nada frene al fuerte. Se digitaliza, se automatiza, se tecnocratiza. El ciudadano deja de ser sujeto de derecho para convertirse en dato, perfil, cliente o riesgo crediticio. La identidad se convierte en número; el acceso a servicios, en algoritmo. El control ya no se ejerce con censura o fuerza, sino mediante plataformas que administran la vida cotidiana. Lo público se vuelve interfaz. El poder ya no necesita bayonetas: le basta el consentimiento pasivo.

El odio cumple otra función clave: desactiva la posibilidad de resistencia. Un pueblo dividido es un pueblo más fácil de colonizar. Carbone sostiene que cuanto más debilitado esté el lazo social, más colonizables nos volvemos. Y eso parece estar ocurriendo. Mientras discutimos entre pobres si el otro merece o no una ayuda social, se entregan los recursos naturales a empresas extranjeras. Mientras se acusa a un docente de ser un parásito, se desfinancia la universidad que educa a millones. Mientras se ridiculiza la ciencia pública, se firman contratos que hipotecan el agua, el litio y los bosques. La verdadera batalla no es cultural, es material: se decide quién será dueño del futuro y quién quedará al margen.

Pero esta lógica necesita un territorio experimental, un espacio donde se pueda probar qué sucede cuando todo se privatiza. Argentina se ha convertido en ese laboratorio, un país observado para verificar si es posible destruir lo común sin que se produzca un estallido inmediato. Se experimenta con un pueblo que vota entre el hartazgo y la esperanza, que cree que dinamitarlo todo puede ser una forma de renacer. No advierte que los efectos no serán solo económicos, sino también culturales y espirituales. Porque cuando se destruye lo público, no solo se pierde educación o salud: se pierde identidad, historia, pertenencia. Se pierde la noción de que hay cosas que no se compran ni se venden.

El capitalismo financiero y tecnológico no busca solo recursos, busca subjetividades. Necesita individuos aislados, conectados solo por pantallas y deudas. Necesita que el otro sea un obstáculo y no un hermano. Necesita que la patria sea una empresa y no una comunidad. Y necesita que aceptemos que la única verdad es el mercado, que la vida es una guerra y no un derecho, que la justicia es un costo y no un valor, que el Estado no debe cuidar sino retirarse, que el futuro ya no se construye, se alquila.

Frente a todo esto, Carbone no propone nostalgia. No idealiza un Estado perfecto que nunca existió. Advierte que hay una lucha por lo común. Y que esa lucha no se libra solo en elecciones, sino en cada gesto cotidiano: en no aceptar que el odio sea el lenguaje de lo público, en no permitir que la miseria se vuelva paisaje, en defender la escuela aunque no tengas hijos, el hospital aunque no estés enfermo, la universidad aunque no hayas pasado por sus aulas. En recordar que lo común no es caridad: es derecho. Y que un pueblo sin lo común se convierte en tierra de nadie.

El final no puede ser cómodo, porque lo incómodo es lo que obliga a pensar. Entonces la pregunta es directa: ¿vamos a seguir entregando lo público a cambio de una falsa promesa de libertad individual? ¿Vamos a aceptar que la patria se transforme en un negocio donde el que no compra no existe? ¿Vamos a callar mientras el odio vacía lo que generaciones construyeron con esfuerzo y solidaridad? Tal vez todavía haya tiempo. O tal vez no. Pero si elegimos el silencio, si miramos para otro lado, entonces no podremos decir que no sabíamos. Sí sabíamos. Y aun así elegimos no hacer nada. Y ahí, en ese acto de resignación, empieza la verdadera derrota de un pueblo.

El tercer estado de la norma

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Por Pablo Neme.

Donde la ley se vuelve ambigua, el poder encuentra su refugio.

En la Argentina, las leyes no se cumplen ni se derogan, simplemente se administran. Se transforman en atmósferas, en zonas de ambigüedad donde la norma está vigente pero su aplicación es opcional, donde el derecho existe pero su fuerza depende del momento, del actor, de la oportunidad.

A ese territorio movedizo lo llamo el tercer estado de la norma, la condición en la que una ley ni se cumple ni se abroga, sino que permanece suspendida en una suerte de limbo operativo que le permite al poder actuar sin violar formalmente el orden jurídico. Es un espacio intermedio entre el texto y la práctica, donde la incertidumbre se vuelve un recurso político.

La ambigüedad como forma de gobierno

En teoría, las instituciones existen para generar previsibilidad. En la práctica, sin embargo, en muchos países de América Latina —y especialmente en Argentina— la ambigüedad institucional ha dejado de ser una falla para convertirse en un método.

El tercer estado no surge por incapacidad, sino por conveniencia. No es una disfunción del sistema, sino una estrategia deliberada. Permite al Estado mantener una norma en los libros, cumplir con compromisos internacionales, sostener su fachada de legalidad, y al mismo tiempo relajar su aplicación para evitar costos políticos o sociales. Es el arte de sostener la apariencia del orden mientras se gobierna desde la excepción.

Las leyes no se incumplen porque sean imposibles, sino porque es útil que su cumplimiento sea incierto. La discrecionalidad se vuelve un instrumento de control, al no saber cuándo ni a quién se aplicará la norma, todos se comportan como si pudiera aplicárseles. Es un disciplinamiento sin coerción sistemática, una vigilancia que opera a través del miedo difuso y de la imprevisibilidad.

La legalidad como espejismo

El Decreto 353/2025 ilustra con precisión este fenómeno. Presentado como una herramienta de simplificación administrativa para incentivar la inversión y el consumo, mantiene formalmente las normas que obligan a justificar el origen de los fondos y a los funcionarios a reportar irregularidades fiscales. Pero, al mismo tiempo, introduce por vía reglamentaria una flexibilización implícita: la promesa de que esas exigencias no se aplicarán con rigor, al menos mientras el objetivo económico sea “dinamizar” la economía.

El resultado es un esquema de convivencia contradictoria: el Estado proclama el respeto a la legalidad mientras suspende su aplicación efectiva. El mensaje es doble, a los organismos internacionales se les ofrece formalidad jurídica; a los actores económicos, indulgencia práctica.

En ese equilibrio —entre la letra y la conveniencia— aparece la verdadera función del tercer estado de la norma, permitir al poder navegar las tensiones sin asumir costos políticos. La ambigüedad jurídica se convierte así en el lubricante que hace posible un sistema donde la ley es menos un límite que una herramienta.

El poder de lo incierto

En este contexto, la previsibilidad jurídica deja de ser una garantía para convertirse en una amenaza.
La norma, que debería brindar seguridad, se transforma en un mecanismo de control flexible.
El empresario, el funcionario, el ciudadano: todos viven bajo la sombra de la potencial aplicación de la ley. Nadie sabe cuándo se activará ni con qué criterio, y esa incertidumbre genera una forma de obediencia silenciosa.

El Estado no necesita sancionar sistemáticamente, basta con conservar el poder de decidir cuándo hacerlo. Es el equivalente político del “shock eléctrico intermitente”: la irregularidad del castigo es más eficaz que el castigo constante.

De ese modo, la debilidad institucional no es simple incompetencia: es una tecnología del poder.
Permite castigar sin gobernar, gobernar sin sancionar, sancionar sin legislar.

El tercer estado como síntoma estructural

Guillermo O’Donnell describió la democracia delegativa como un régimen donde el presidente gobierna como intérprete único de la voluntad popular, sin contrapesos reales.
En ese marco, las instituciones se vuelven decorados, se mantienen para legitimar decisiones unilaterales, pero su eficacia depende de la voluntad del Ejecutivo.
El “tercer estado” de la norma prolonga esa lógica. Permite que el poder político conserve su aura republicana mientras despliega prácticas de excepción.

El Estado argentino funciona, desde hace décadas, en ese modo flotante, crea marcos legales ambiciosos que rara vez aplica con rigor. Así, el discurso de la legalidad se vuelve parte del espectáculo del poder. Se promulgan leyes para tranquilizar a las audiencias externas, pero su ejecución se negocia con las internas. Se gobierna desde el intersticio entre lo escrito y lo tolerado.

Ambigüedad y desigualdad

En una sociedad tan desigual como la argentina, la ambigüedad jurídica no afecta a todos por igual.
El poder de la discrecionalidad siempre beneficia al que puede negociar. Las normas se aplican con más rigor sobre los débiles —los que no tienen acceso a redes, contactos o protección política— y con más flexibilidad sobre los poderosos. El “tercer estado” perpetúa esa asimetría, una ley que se cumple selectivamente es una ley que distribuye poder.

Al mismo tiempo, esa selectividad también puede operar cómo política social encubierta: tolerar la informalidad, por ejemplo, permite sostener la subsistencia de miles de trabajadores sin modificar la estructura tributaria o productiva. El Estado, incapaz de reformar la economía formal, regula el caos mediante la ambigüedad.

La república en suspenso

La consecuencia más profunda de este fenómeno no es jurídica, sino simbólica. Cuando las normas existen pero su cumplimiento depende de la oportunidad, el Estado pierde su autoridad moral.
La ley deja de ser un pacto colectivo y se convierte en un instrumento de coyuntura. La república, entonces, se vuelve un ritual vacío, todos invocan sus principios mientras los incumplen.

La vigencia parcial de las normas, su uso selectivo y su ambigüedad deliberada son síntomas de una crisis más amplia,  la del significado mismo de lo público.
Cicerón decía que la república es “la cosa del pueblo”, pero ¿qué pueblo puede reconocerse en leyes que no se cumplen, en derechos que se suspenden, en obligaciones que se aplican solo a algunos?

El “tercer estado” es el espejo en el que se refleja una democracia que aún pronuncia el lenguaje de la legalidad, pero que ya no cree en él.

Epílogo

Las leyes pueden cumplirse o derogarse. En América Latina, sin embargo, se ha consolidado un tercer destino, la supervivencia ambigua. Un estado intermedio donde la norma no ordena, pero tampoco desaparece; donde la legalidad persiste en el papel mientras su aplicación depende de la oportunidad, la coyuntura o la conveniencia.

Este trabajo no describe una rareza argentina, sino una forma estructural de gobernanza que atraviesa la región, una debilidad institucional que ha sido naturalizada y que opera como instrumento de poder. Al conceptualizarla como “el tercer estado de la norma”, lo que se busca es nombrar y visibilizar un fenómeno recurrente —darle identidad analítica y contexto político para que pueda ser reconocido, discutido y, sobre todo, confrontado.

En ese intersticio se mueve el poder, invisible, discrecional, adaptable. Y mientras tanto, la sociedad aprende a vivir entre la norma y su sombra, entre la promesa de un orden y la certeza de su incumplimiento.

Tal vez ahí radique la verdadera tragedia institucional de nuestro tiempo, no la ausencia de leyes, sino su abundancia estéril. Porque en este país, lo que falta no son normas. Lo que falta es creer que alguna vez podrían cumplirse.

Acoples en fuga

Por Nadima Pecci.

Cuando las reglas de la representación se vuelven una forma de permanencia.

 

De nuevo, todo el mundo empezó a hablar del sistema electoral de Tucumán.
El acople, el enganche, la colectora: vuelven a estar en boca de todos.

Este sistema, anclado en nuestra Constitución provincial como un mecanismo de permanencia en el poder de la clase dirigente del momento —y que también sirvió a quienes la sucedieron—, ha sido un elemento indispensable para evitar la alternancia en Tucumán.

¿Y qué es exactamente?
El artículo 43, inciso 12, de nuestra Constitución provincial establece que los partidos, frentes o alianzas electorales podrán formular acuerdos para apoyar a un único candidato a gobernador y vice o a intendente. Allí se define técnicamente lo que popularmente se conoce como acople: una colectora que permite que partidos diferentes se enganchen o se cuelguen de un candidato a gobernador, a quien por ese enganche deben su lugar o su posición de poder.

El efecto que se busca —y que se obtiene— es evidente: mientras más partidos se acoplen, más chances tiene el candidato a intendente o a gobernador de salir electo. Son más las personas que traccionan para un único cargo.
Esa situación genera como consecuencia que los partidos hayan dejado de tener legitimidad y representatividad para transformarse en meros sellos que se enganchan a una fórmula fuerte.

Los partidos pasaron a tener nombre y apellido, y a deberle a ese candidato —a gobernador o intendente— la lealtad, confundiendo así el sistema representativo.

El efecto que sigue es la distorsión de la representatividad parlamentaria. No solo se pierden numerosos votos —sirva como dato de color que, en la última elección en capital, aproximadamente el 30% de los electores que efectivamente votaron por un candidato a legislador no obtuvieron representación parlamentaria—, sino que además se generan mayorías artificiales.
Por ejemplo, un candidato a gobernador que lleva acoplados, como en la última elección, más de sesenta partidos, obtiene como fórmula ejecutiva el 50% de los votos, pero el 75% de las bancas. Se quiebra así el equilibrio de poderes al afectar la representatividad, produciendo que los legisladores no representen a quienes los votaron, sino al candidato que los llevó acoplados.
El sistema republicano se ve severamente afectado, desdibujándose la división de poderes.

Al no existir —o ser ficticia— la división de poderes, se pierde el sistema de contrapesos y, con ello, el control que debe existir entre los tres poderes del Estado. Como consecuencia, se deteriora el manejo del dinero público y la eficiencia del Estado en la prestación de los servicios más básicos.

Claramente no se le pueden atribuir todos los problemas de la provincia ni las fallas institucionales al sistema de acople, pero, como se dijo al principio, ha sido una herramienta ideal para perpetuarlas.

En el libro El acople tucumano. Ingeniería electoral de la vieja política, publicado recientemente por la Fundación Federalismo y Libertad y la Universidad San Pablo-T, se realiza un exhaustivo análisis de esta situación. Allí se contemplan además otros factores que llevaron a la provincia a su situación actual, y se formulan varias propuestas para modificar el sistema y generar confianza en los mecanismos de representación.

No en vano todo el mundo está hablando de la necesidad de disminuir o modificar un sistema que ha puesto a Tucumán en las primeras planas de los medios nacionales por lo caótico, desprolijo y poco transparente.
Hoy parece haber consenso sobre la necesidad de modificarlo, y creo que este artículo —como también el libro y tantas otras opiniones que, a lo largo de casi veinte años de vigencia del sistema, se han ido desarrollando— puede ser un aporte para que entre todos logremos darle a Tucumán un sistema que legitime verdaderamente a sus representantes.

ZOHRAN, la sensación socialista algorítmica

Por María José Mazzocato.

Donald Trump, si me estás escuchando, que se que lo estas haciendo, solo te digo estás palabras: Subí tu volumen”.

Zoharan Mamdani. Discurso de celebración tras ser electo Alcalde de Nueva York 4/11/25.

Nueva York amaneció distinta. No porque el sol se filtra con otro brillo entre los rascacielos, sino porque el algoritmo lo decidió así. En las pantallas de millones de teléfonos, un rostro joven, de mirada obstinada y nombre con resonancia extranjera, ocupó el lugar de lo imposible. Zohran Mamdani, hoy, de tan solo 34 años, hijo de inmigrantes ugandeses, emigró a los Estados Unidos a los 7 años, se oficializó como ciudadano estadounidense el 2018, socialista declarado, rapero ocasional y ahora el alcalde más joven que tuvo la ciudad más capitalista del planeta, no una sensación,  un cambio en la historia de los norteamericanos.

El anuncio fue una notificación antes que una noticia. Una corriente de datos vibró en TikTok, en Reels, en las historias efímeras de Instagram. La victoria no se gritó en Times Square, sino que se deslizó en silencio, con los dedos, hacia arriba. Su campaña había nacido ahí, en ese territorio de pantallas donde el discurso se disuelve y se reconfigura en segundos. 

Mientras Donald Trump insistía con un retorno al orden perdido, Mamdani apostaba a la desobediencia organizada de los scrolls. Buscando conectar, entendió que la batalla cultural del siglo XXI no se libra ya en los debates televisados ni en las páginas editoriales, sino en los márgenes del algoritmo, donde la política se vuelve gesto, coreografía, sonido remixado.

Su estrategia consistió en hackear la emoción colectiva, en convertir la indignación en ritmo, el cansancio en consigna, la identidad en performance. En sus videos, Mamdani hablaba de renta justa, de transporte público gratuito, de la dignidad inmigrante, pero lo hacía bailando, rimando, interpelando a una generación que ya no distingue entre política y contenido. Cada publicación era una semilla algorítmica, repetible, adaptable, viral, incluso sin van a ver sus videos a Tik Tok, van a poder observar como la gente lo saluda, antes de ganar con un “hola alcalde” o “ el alcalde de Tik Tok, ya la fórmula algorítmica hizo efecto. 

En un país dividido entre la nostalgia trumpista y el desencanto progresista, su figura emergió como un glitch. No prometía volver a un pasado glorioso ni prolongar la tibieza liberal del presente. Mamdani proponía algo más simple y más radical, devolverle sentido a la palabra “nosotros”.

Y ese “nosotros” en Nueva York es una constelación de acentos, lenguas y cocinas. Es el inmigrante bengalí que maneja un taxi en Queens, la enfermera dominicana en el Bronx, el cocinero guatemalteco en Brooklyn. Son los que construyen la ciudad y, sin embargo, rara vez aparecen en las narrativas que la representan. Mamdani, con su español entrecortado y su biografía desbordante de exilios, encarnó ese relato que nunca había tenido voz, literalmente el picante que necesitaban los neoyorkinos.

Los medios tradicionales no supieron qué hacer con él. Lo llamaron “el alcalde TikTok”, “el candidato de los memes”, “el socialista viral”. Pero detrás del sarcasmo había miedo, ese miedo a un lenguaje que ya no controlan, a una retórica que no obedece a los códigos del discurso político clásico. En su victoria se condensa una mutación más amplia. la política se volvió estética, emoción, algoritmo. Lo que antes eran debates, hoy son narrativas superpuestas que compiten por atención.

El caso Mamdani revela hasta qué punto la política contemporánea se ha vuelto un campo de guerra semiótica. Lo algorítmico no es neutral: organiza, jerarquiza, invisibiliza. Pero también puede subvertirse. Y ahí, precisamente, reside la novedad de su triunfo. Su equipo comprendió que la única forma de resistir al algoritmo es hablar su idioma para desbordarlo. Si Trump había aprendido a manipular la furia digital en Twitter, Mamdani aprendió a tejer comunidad en TikTok. Uno gritó, pero no escuchó; el otro escuchó, constructo y conquisto.

Esa escucha digital es la clave. Mamdani no impuso un discurso,  lo ensambló con los fragmentos que encontraba, a través de su discurso wokista. Cada usuario, cada inmigrante, cada joven precarizado aportó una parte de su relato. La campaña fue un laboratorio de narrativas colectivas. Y, de algún modo, Nueva York votó por verse reflejada.

Hay algo profundamente filosófico en este proceso. La política, desde siempre, es una disputa por el sentido: quién nombra, quién define, quién habita la verdad. Pero hoy esa disputa ocurre dentro de un sistema algorítmico que decide qué merece ser visto y qué debe quedar en sombra. Mamdani desafió esa jerarquía desde dentro, con ironía y ternura, como si citara a Foucault y a Kendrick Lamar en el mismo scroll.

Su triunfo también interpela a otras geografías. En Tucumán, en Buenos Aires, en Quito o en Lima, se repite una escena similar,  jóvenes que ya no esperan salvadores, sino micrófonos. La política tradicional, encerrada en sus rituales, sigue sin entender que la autoridad ya no se construye desde arriba, sino desde la interacción. Lo que Mamdani encarna no es solo un cambio de ideología, sino una mutación en el modo de hacer política. La empatía como estrategia, el algoritmo como campo de batalla, la comunidad como fin.

Quizás, en el fondo, lo que Nueva York eligió fue una narrativa, de una ciudad que vuelve a reconocerse en su diversidad, una urbe construida por quienes llegaron sin nada y lo edificaron todo. Mamdani no solo habló de inmigración; habló desde la inmigración. Su voz es la de un hijo del desarraigo que convierte la marginalidad en potencia política.

Y tal vez ahí esté el núcleo de su mensaje. Frente al ruido populista de Trump, que promete grandeza individual, Mamdani propone la humildad del vínculo. Frente a la política del miedo, la política del cuidado. Frente a los muros, la red de contención, en un mundo olvidado y cruel.

Nueva York despierta en un nuevo ciclo. No será más tranquila ni menos desigual, pero quizá más consciente. Porque cuando el algoritmo te devuelve un reflejo inesperado – uno donde la diferencia se celebra y no se castiga -, algo cambia. 

Hoy Nueva York decidió decir basta al silencio, y eligió a su carne de cañón, un joven que no promete paz, sino voz, y una fuerte y clara.

Pero la pregunta verdadera será ¿es Zohran capaz de siempre mantener el mismo personaje? ¿O su algoritmo ya cambió? 

 

Del poder cautivo a la conciencia libre

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Por Fernando M. Crivelli Posse.

Sindicalismo Argentino

Los pueblos no se hacen fuertes por lo que conquistan, sino por lo que corrigen.

Juan Bautista Alberdi.

La Argentina nació con un ideal de libertad, pero su vida moderna se ha convertido en una red de pertenencias obligatorias. Sindicatos, partidos, colegios profesionales o gremios se presentan como defensores de derechos, pero muchas veces funcionan como estructuras de control que aseguran privilegios a sus cúpulas. El trabajador -el verdadero motor de la Nación-  se ve atrapado en una maraña de sellos, cuotas y pactos que lo representan sin consultarlo. La coerción ya no lleva uniforme: se firma en planillas.

En su origen, el sindicalismo fue un acto de justicia. Surgió para equilibrar la desigualdad entre el capital y el trabajo, para darle voz al que no la tenía. Pero en la Argentina del siglo XXI, esa noble misión se ha degradado, en muchos casos, a un sistema de poder que sobrevive de sí mismo. La “solidaridad obrera” se volvió un discurso vacío, mientras dirigentes enquistados por décadas disfrutan de privilegios que ningún trabajador común podría imaginar. La paradoja es brutal: los sindicatos que nacieron para liberar hoy muchas veces oprimen.

No hay que caer en la ingenuidad de negarlo todo. El sindicalismo argentino logró conquistas históricas: la jornada de ocho horas, el aguinaldo, las vacaciones pagas, la seguridad social. Pero esos logros pertenecen al pasado heroico, no al presente burocrático. Hoy gran parte del sindicalismo actúa como una aristocracia cerrada, más preocupada por conservar su cuota de poder que por adaptarse a las nuevas realidades laborales. El dirigente promedio no pisa una fábrica; el trabajador, en cambio, ya no se siente representado.

La historia explica parte de esta distorsión. Desde el peronismo de mediados del siglo XX, el sindicalismo fue absorbido por el Estado. Lo que comenzó como una alianza entre el poder político y los trabajadores derivó en un matrimonio de conveniencia donde los gremios se convirtieron en el brazo movilizador del poder. El movimiento obrero pasó de ser fuerza moral a fuerza electoral. Con el tiempo, esa subordinación degeneró en complicidad. La causa obrera se transformó en plataforma de ambiciones personales y trincheras ideológicas ajenas al bienestar del obrero.

El resultado está a la vista: gremios que controlan recursos millonarios mientras los salarios se pulverizan; sindicatos con estructuras empresariales propias; afiliaciones “voluntarias” que en la práctica son coercitivas. Quien decide no afiliarse queda fuera de las negociaciones, sin protección ni voz. No es libertad; es servidumbre moderna. Friedrich Hayek lo anticipó con lucidez: “La planificación colectiva conduce inevitablemente a la servidumbre.” En la Argentina, esa servidumbre se disfraza de “solidaridad obligatoria”.

Sin embargo, el sindicalismo no está condenado al desprestigio. Puede y debe renacer, pero necesita una reforma ética y moral profunda. Debe recuperar su misión original: ser defensor del trabajo, no del poder. No se trata de disolver los sindicatos, sino de depurarlos, democratizarlos y devolverles la palabra a los trabajadores. Un sindicato sano no impone la adhesión: la inspira. No vive del conflicto: lo resuelve. No busca perpetuarse: se renueva.

Hay ejemplos luminosos, aunque escasos. En distintos rincones del país, algunos gremios han demostrado que el sindicalismo puede reinventarse sin corromperse. Experiencias como la Unión Informática, nacida desde la base en un sector joven y tecnológico; la Asociación del Personal de Organismos de Control, que combina defensa laboral con transparencia institucional; o ciertos movimientos cooperativos del MTE que priorizan la capacitación y la producción, prueban que la ética y la innovación no son incompatibles con la lucha obrera. Donde hay rendición de cuentas y liderazgo rotativo, el sindicato vuelve a ser escuela de formación, no de extorsión. El sindicalismo auténtico no teme a la libertad; la promueve. Educa al obrero en su dignidad y al empresario en su responsabilidad.

El siglo XXI exige un sindicalismo inteligente, no dogmático. Las plataformas digitales, la automatización y la precarización global han fragmentado el trabajo en formas impensadas. En este contexto, los viejos esquemas verticales son obsoletos. Se necesitan organizaciones ágiles, transparentes y horizontales que defiendan derechos sin servirse del miedo. No hay futuro sindical posible sin educación cívica, transparencia institucional y una ética del servicio.

El falso progresismo -esa máscara de empatía que encubre negocios personales y retórica vacía- ha hecho más daño que el propio capitalismo que dice combatir. Ha vaciado el contenido moral del sindicalismo, reduciéndolo a un mecanismo de manipulación política. Mientras tanto, el trabajador sigue esperando respuestas concretas: salario digno, estabilidad, formación profesional y respeto por su libertad individual.

La recuperación del sindicalismo no vendrá de decretos ni de reformas impuestas desde arriba, sino de un renacimiento moral desde las bases. Los trabajadores deben asumir el desafío de reconstruir sus organizaciones con conciencia, sin miedo a la crítica y sin dependencia del poder político. Max Weber hablaba de la “ética de la responsabilidad”: esa debe ser la bandera de un nuevo sindicalismo argentino, responsable, democrático, transparente y nacional.

El sindicalismo no debe ser enemigo del empresario, sino su contrapeso moral. Ambos son partes del mismo organismo económico que sostiene a la Nación. La justicia social no se logra con paros eternos ni con privilegios gremiales, sino con cooperación, educación real y productividad compartida. La huelga, en una sociedad madura, debería ser el último recurso, no el primero. El progreso no se impone; se construye.

Si el sindicalismo quiere recuperar su legitimidad, debe romper con los hábitos del poder, abandonar la complacencia y volver a mirar al trabajador a los ojos. La patria necesita sindicatos que eduquen, que organicen, que inspiren, no que chantajeen. Porque una Nación no se levanta sobre la amenaza, sino sobre la conciencia. Ningún país puede ser libre si sus trabajadores están sometidos a sus propios representantes.

Defender la libertad hoy significa reformar el sindicalismo desde adentro, arrancarle su ropaje político y devolverle su alma moral. Solo así el trabajo volverá a ser sinónimo de dignidad, y el sindicato, escuela de ciudadanía y no guarida de poder.

Porque, como dijo San Martín, “cuando hay libertad y se la sabe defender, todo lo demás se conquista.”

Continuará… 

Mensaje Desde la Capital de Occidente

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Por Fabricio Falcucci.

La noche del 4 de noviembre de 2025 puede leerse como un punto de inflexión en la política contemporánea. La llegada de Zohran Mamdani al gobierno de Nueva York no solo transformó el paisaje urbano de la metrópoli más poblada de Estados Unidos, sino que también reconfiguró el horizonte del pensamiento progresista global. Su ascenso, desde el activismo comunitario en Queens hasta la alcaldía, revela el agotamiento de los modelos clásicos de representación y la emergencia de una nueva forma de acción pública que coloca en el centro a trabajadores, inmigrantes, minorías y jóvenes como verdaderos sujetos de cambio.

Hijo del intelectual ugandés Mahmood Mamdani y de la cineasta Mira Nair, encarna una síntesis singular entre pensamiento crítico y acción colectiva. Su biografía condensa múltiples pertenencias y con ellas una energía transformadora que desborda las categorías identitarias convencionales. Como advierte Nancy Fraser, los movimientos emancipatorios del siglo XXI deben articular las demandas de redistribución y reconocimiento, comprendiendo que la justicia económica y la justicia cultural son dimensiones inseparables de una misma lucha. En esa clave, el joven socialista no simboliza solo una renovación generacional, sino la irrupción de una constelación social que busca repensar la democracia desde abajo.

Su proyecto parte de la convicción de que la ciudad no puede seguir administrándose como una empresa, sino que debe ser habitada como una comunidad. El programa que impulsa —congelamiento de alquileres, transporte accesible, vivienda digna, salud y educación garantizadas— se apoya en la idea de que los derechos sociales no son concesiones del mercado, sino expresiones de la dignidad humana. David Harvey ha señalado que la crisis urbana actual nace de la mercantilización del espacio y del reemplazo del valor de uso por el de cambio. Mamdani invierte esa lógica y busca devolver la ciudad a quienes la hacen posible, quienes la sostienen con su trabajo y fueron expulsados de los barrios que levantaron.

La gran manzana se convierte así en un espejo donde se proyectan las contradicciones del capitalismo tardío. La gentrificación, la precariedad habitacional, el deterioro del transporte y la fragmentación cultural son síntomas de un modelo que ha vaciado de contenido el ideal democrático. El socialista interpreta esta situación como una crisis de esperanza más que económica, una desconfianza profunda hacia una democracia reducida a la mera gestión de lo inevitable. Frente a ese desencanto, su liderazgo reintroduce la posibilidad de creer que la acción colectiva puede transformar la vida cotidiana y que la ciudad puede volver a ser un espacio de encuentro. En esa línea, como sugiere Jürgen Habermas, la política recupera su sentido deliberativo y la racionalidad comunicativa se impone sobre la lógica instrumental que domina los sistemas burocráticos y financieros.

El alcance de este acontecimiento trasciende el marco local. La figura del joven musulmán proyecta un mensaje hacia un progresismo mundial que atraviesa una encrucijada. En un escenario signado por el avance de la extrema derecha y el desencanto con la democracia liberal, su triunfo demuestra que el poder puede construirse desde la periferia, desde los márgenes, desde los cuerpos y las voces que la política institucional había relegado. Ernesto Laclau sostuvo que la hegemonía no surge de una ideología homogénea, sino de la articulación de demandas diversas bajo una bandera común. Esa convergencia se expresa hoy como una nueva exigencia de comunidad y de trabajo digno. Lo político ya no se define por grandes consignas abstractas, sino por la capacidad de tejer vínculos concretos entre quienes comparten las mismas desigualdades estructurales.

Esta victoria más que un cambio de color es una reconstrucción simbólica del poder. En ella se advierte la voluntad de integrar a quienes quedaron fuera del contrato social como las minorías étnicas, la diversidad sexual y religiosa, los desposeídos y los excluidos del sistema. Su propuesta de crear una red pública de guarderías infantiles encarna esa idea de la política no como discurso, sino como práctica de equidad. Se trata de responder al desafío de un mundo multicultural y plural, donde lo urgente no es uniformar las diferencias, sino aprender a convivir con ellas.

Frente a una Europa tentada por el retorno al totalitarismo de la homogeneidad —la expulsión de lo distinto, el cierre ante el inmigrante—, el mensaje de Mamdani ofrece otra ética de asumir que la inmigración no es una amenaza, sino una realidad estructural de nuestro tiempo que puede dar impulso a las ciudades, que exige integración, tolerancia y solidaridad, no segregación, expulsión o negacionismo.

En este nuevo mapa global el triunfo neoyorquino es menos un hecho electoral que una declaración de principios. Afirma que el pensamiento progresista puede abandonar su retórica envejecida y volver a hablar el lenguaje del trabajo; que las ciudades, lejos de ser vitrinas del consumo global, pueden convertirse en espacios de reconstrucción democrática; que la política, cuando se aleja del cálculo tecnocrático y se reencuentra con el sentido de comunidad recupera su fuerza transformadora.

El mensaje que Nueva York envía al mundo no es solo un llamado a renovar las agendas políticas, sino una advertencia más profunda: la clase trabajadora no ha desaparecido y puede reconstituirse como sujeto político. En tiempos en que el mérito individual y la competencia disuelven los lazos sociales, este triunfo recuerda que el futuro no pertenece exclusivamente a las élites financieras, sino a quienes sostienen cada día la vida en las calles, los talleres, las escuelas y los hospitales. Desde esa base humilde y poderosa se levanta un nuevo horizonte de esperanza, una invitación a reconstruir desde abajo el sentido mismo de la justicia.

 

Fragmentos del futuro

El pasado viernes 31 de octubre, la Universidad San Pablo Tucumán cerró con broche de oro su tradicional Octubre Tecnológico con un desfile icónico que ya se consagra como uno de los eventos más esperados del año y, me atrevo a decir, uno de los más importantes de la provincia.

Este encuentro, que reúne durante semanas propuestas innovadoras de todas las carreras de la universidad, tuvo su cierre con “Fragmentos del Futuro”, una pasarela que deslumbró con más de 200 prototipos y modelos en escena.

En esta edición, conversamos con Nicolás Romano Saad, futuro Licenciado en Diseño de Indumentaria y Textil, quien compartió con nosotros su proceso creativo y cómo se vive, desde adentro, participar en un evento de tal magnitud.

  1. Nicolás, cuando pensamos en “Fragmentos del Futuro”, lo primero que surge es una idea potente y enigmática. ¿Desde dónde nace este concepto? ¿Qué buscaste fragmentar y, al mismo tiempo, proyectar hacia ese futuro que propusiste en la pasarela?
  • Desde mi punto de vista, el concepto Fragmentos del Futuro nació de una necesidad de mirar el presente con ojos del mañana. Siempre me llamó la atención la idea de que el futuro no es algo lejano, sino algo que ya se está filtrando en lo cotidiano, que ya está sucediendo. Siento que viene de la mano con la intención de romper esa línea que separa lo que fue, lo que es y lo que será, buscando unir tiempos distintos en un mismo espacio visual y emocional.

Un ejemplo claro de esto es mi trabajo práctico Transformable”, de la materia Diseño de Indumentaria V, donde uní el concepto barroco con el futurismo, centrando la mirada en lo que está por venir. El resultado fue un vestido que combina corsetería en la parte superior con una falda corta y voluminosa, acompañada por una sobrefalda tableada con una cola corta, mezclando diferentes texturas y tipos de telas. La propuesta se completa con un chaleco multifuncional que puede usarse de distintas formas: con capucha, sin capucha, tipo musculosa o con mangas tres cuartos; incluso puede transformarse en una falda voluminosa.

Intenté mantener la estructura y la elegancia de un vestido con estética barroca, pero adaptándolo a los tiempos actuales, haciéndolo más corto y cómodo. El uso de telas metalizadas aporta ese toque de modernidad que conecta con la estética futurista, logrando un equilibrio entre lo histórico y lo que está por venir.

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Fuente: sesión de fotos de la colección transformable”

  1. Tu propuesta dialoga con lo artístico más allá de la moda. ¿Cómo entendés la relación entre arte y diseño en tu proceso creativo? ¿Qué lugar ocupa la intuición, la emoción o incluso lo filosófico en la construcción de tus piezas?
  • Para mí, el arte y el diseño siempre estuvieron muy conectados. El arte me da libertad para crear sin pensar tanto en las reglas, y el diseño me ayuda a ordenar esas ideas para que puedan existir en algo real. Siento que los dos se complementan: uno nace desde la emoción y el otro desde la forma.

Cuando empiezo a trabajar, casi siempre lo hago desde una sensación o una imagen que me viene a la cabeza. Puede ser una textura, un color, o algo que me inspira sin saber muy bien por qué. Después, con el tiempo, voy dándole sentido y estructura. Ahí entra el diseño, que me permite transformar lo que siento en algo que se puede ver, tocar y vestir.

La intuición ocupa un lugar grande en todo mi proceso. A veces no tengo todo claro desde el principio, pero confío en lo que me va guiando. Me gusta dejar que las cosas fluyan, porque muchas veces lo mejor aparece sin pensarlo.

También creo que la moda tiene una parte emocional y reflexiva. No es solo hacer ropa linda”, sino decir algo a través de lo que uno crea. Cada prenda tiene una intención, una emoción o una historia detrás. A mí me gusta pensar que el diseño puede hacer sentir algo a quien lo mira o lo usa.

  1. Durante el desfile hubo un momento que rompió la linealidad del espectáculo… la aparición del cartel. ¿Qué significaba ese gesto? ¿Fue una forma de manifestar algo más allá de lo estético?
  • Más allá de lo estético, fue una manera de darle sentido y cierre al concepto. La moda tiene algo muy visual y rápido, todo pasa en segundos, y quería que el público se llevará una imagen clara, una frase que quedará en la mente. El cartel era simple, pero tenía peso: simbolizaba el pensamiento detrás del desfile, no solo su apariencia.

Para mí, fue una mezcla entre emoción y orgullo. Estábamos cerrando un proceso muy intenso, donde cada prenda, cada decisión y cada detalle tenían un porqué. Ese gesto fue mi manera de ponerle palabra a todo eso, de hacer visible lo invisible, de dejar en claro que lo que hicimos no fue solo una muestra de diseño, sino también una reflexión sobre cómo imaginamos el tiempo que viene.

  1. “Fragmentos del Futuro” no fue solo una creación individual. ¿Cómo se dio el diálogo con tus colegas? ¿Qué lugar tuvo la colaboración en la construcción del concepto y en la puesta final?
  • Fragmentos del Futuro” fue un evento que contó con la participación de todos los alumnos y docentes de la carrera.

Fue un trabajo muy colectivo. Como alumnos de tercer año de la carrera de Diseño de Indumentaria y Textil, y responsables de la organización del desfile junto con nuestros docentes, sentimos la necesidad de que este año el evento fuera completamente diferente a lo que se venía haciendo.

Para lograrlo, fue muy importante dividirnos en diferentes comisiones, lo que permitió agilizar tareas y que cada grupo pudiera enfocarse en un aspecto específico del proyecto.

Fue una experiencia que unió muchas miradas. Cada uno tenía una forma distinta de hacer las cosas, y fue muy lindo ver cómo las ideas se mezclaban y se potenciaban. A veces coincidimos enseguida, y otras veces había que encontrar un punto medio, pero siempre con respeto y con la idea de que todos trabajamos por un mismo objetivo.

Lo que más valoro es que cada uno aportó su identidad. Hubo una energía muy linda que se vio reflejada en el resultado final.

Cada uno fue un fragmento distinto, y cuando todos esos fragmentos se unieron, apareció un mensaje compartido y una emoción colectiva.

  1. ¿Qué rol creés que tuvo la Universidad San Pablo T en este proceso? ¿De qué manera el entorno académico influyó o acompañó el desarrollo de esta propuesta?
  • La Universidad tuvo un papel fundamental en todo este proceso. Desde el primer momento sentimos el acompañamiento de los docentes, no solo desde lo académico, sino también desde lo humano. Nos dieron libertad para crear, para experimentar y para llevar adelante nuestras ideas.

Lo que más destaco es que nos trataron como futuros profesionales, no solo como estudiantes. Confiaron en nosotros, nos dieron responsabilidades reales y eso hizo que cada uno se comprometiera aún más. La organización del desfile fue un desafío grande, pero también una oportunidad para poner en práctica todo lo que venimos aprendiendo durante la carrera.

Además, el entorno generó un espacio de trabajo muy lindo, donde se mezcló el aprendizaje con la emoción. Había momentos de estrés, de cansancio, pero también mucha alegría y orgullo por lo que estábamos construyendo juntos.

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Fuente: prensa Fuga.

  1. El desfile generó un fuerte impacto visual y simbólico. ¿Qué creés que tocó tan profundamente al público? ¿Qué quisieras que permanezca en quienes presenciaron “Fragmentos del Futuro”?
  • Creo que lo que más llegó al público fue la emoción real que había detrás del concepto. Fragmentos del Futuro no fue solo un desfile, fue una experiencia cargada de significado. Cada prenda, cada paso y cada mirada en la pasarela contaban algo. 

Esa sensación de estar frente a algo conocido, pero al mismo tiempo distinto, fue lo que creo que tocó tan profundamente.

Además, el desfile fue muy emotivo porque el público no era ajeno a nosotros. Estaban los docentes y directivos que nos acompañaron durante todo el proceso, que nos vieron trabajar, experimentar, frustrarnos y volver a intentar. También había amigos, familiares y compañeros que ayudaban detrás de escena. Fue un momento de mucha cercanía, donde todos estábamos conectados por algo más grande que la moda, por el orgullo de ver cómo las ideas se transforman en realidad.

Cuando las luces, la música y los prototipos se unieron, se generó una energía muy fuerte, como si todo cobrara sentido. Era mucho más que una presentación final.

Me gustaría que el público se haya quedado con esa sensación de que el futuro no es algo lejano, sino algo que ya está en movimiento. 

Para mí, Fragmentos del Futuro dejó una huella porque logró hacer sentir algo, más allá de lo visual. Y si eso llegó al corazón de la gente, si alguien se fue con la cabeza llena de ideas, entonces todo el trabajo valió la pena.

Ingenieros del Caos

Por Rodrigo Fernando Soriano.

¿Y si el caos no fuera accidente, sino diseño? Vivimos en un tiempo donde la provocación se volvió método y la irracionalidad, estrategia. Donald Trump llegó a la presidencia del país más poderoso del planeta a fuerza de tweets incendiarios; Bolsonaro jugó a ser el mesías del machete mientras el Amazonas ardía; Milei convirtió una motosierra en símbolo político; y en Bolivia, Rodrigo Paz Pereira promete reinsertar su país en el mapa del poder global. ¿Y si todo eso —la rabia, la desmesura, la puesta en escena— no fuera voluntad popular, sino un guion escrito por manos invisibles que aprendieron a programar nuestras pasiones?

Vivimos donde el caos no es un accidente, ni siquiera una fuerza natural de las cosas. Es una orquestación estratégica. El ensayo en que me baso para escribir esta nota es “Ingenieros del Caos” de Giuliano Da Empoli, que me ha dejado sin palabras. Detrás de cada tweet polémico, de cada discurso que parece espontáneo, hay matemáticos del odio, físicos de la emoción y programadores del miedo. Lo que antes eran pasiones políticas hoy son datos. Y mientras creemos elegir, alguien mide cuántos segundos tarda nuestro enojo en volverse algoritmo.

Lo política, según Da Empoli, es un carnaval. De los personajes que antes nos reíamos, hoy son presidentes. Detrás de ese carnaval se encuentran los ya tan temidos algoritmos. Y preceden a éstos personas sumamente estudiosas que planifican junto con el Big Data para que el circo nunca pare. La idea central es esta: el caos vende. Y estas personas aprendieron a venderlo mejor que nadie. 

Así podemos reconocer figuras como Steve Bannon, que se reconoció como un soldado en la “batalla cultural” para hacer explotar occidente desde adentro. Sostiene que la globalización corrompió a los líderes políticos. Él es el que sostiene que para liderar primero debe darse batalla a la cultura, porque es la propia cultura que está primero antes que la política. Hasta ahora, mal no le fue.

Otro es Gianroberto Casaleggio, quien diseñó el primer partido exitoso de outsiders digitales del mundo: Movimiento 5 estrellas de Italia, hoy con representación en el parlamento italiano. Todo su modelo se basa en data, feedback digital, y una supuesta ausencia de ideología. Muestra lo que el usuario quiere, porque es propietarios de lo datos de cada persona. Usa el sesgo de confirmación en su máxima expresión. Cada clic, cada comentario, cada hate que efectuamos en redes, es una demanda política.

Dominc Cummings, es el genio del mal detrás del brexit. Fue precursor de dejar de contratar politólogos, y empezar a emplear ingenieros para las campañas políticas. Su fin era segmentar a los votantes. Logró mandar mensajes personalizados a cada votante, logrando un éxito arrasador.

También, encontramos figuras como Milo Yiannopoulos, un influencer británico que logró su fama básicamente por ser muy bueno en “hatear” (insultar en redes). En este mundo si alguien logra el enojo del sector progresista es un éxito asegurado. Cada mensaje será de gran repercusión digital. 

No nos olvidemos de Arthur Finkelstein, un asesor de campaña que ideó la teoría de que creer en lo absurdo es una muestra de lealtad. Inventó una formula que pregona lo siguiente: “Nosotros contra ellos, siempre”. Quizá sea familiar esta frase.

Entonces, no podemos afirmar que hubo una “avanzada” genuina de la derecha. Sino que hubo personas poderosas que estudiaron a cada individuo como si fuera un target de publicidad para poder diseñar estrategias que moldean hoy la política en el mundo. Saben a quién queremos, a quien odiamos, y a quien culpamos de todos nuestros males. Y si decidimos dejar de lado a nuestro candidato, justo nos llega ese meme, esa polémica, ese mensaje que nos llena de pasión y emoción para volver a rendirle lealtad a quien creemos que nos representa. Porque cuando sucede eso, compartimos. Mandamos ese meme a nuestro amigo en un grupo de Whatsapp, lo subimos a nuestras historias de Instagram, o lo citamos en X. Compartir da viralidad, hace más amplio el mensaje. No buscan llegar a un consenso, buscan generar enojos.

El mundo hoy se encuentra en una -podríamos llamar- paradoja: Todo es caótico. Nada es planeado. Lo cotidiano es tener noticias que antes parecían sorprendernos. Hace diez o veinte años si decíamos que un presidente estaría recorriendo las calles de la ciudad con una motosierra a cuestas, inmediatamente desecharíamos el mensaje por inverosímil. Por el otro lado, hablamos de ingeniería. El arte de la aplicación práctica de la ciencia, la búsqueda de la solución y el orden. El caos es la ausencia de estructura, la materia prima del nihilismo. Al fusionar ambos términos, Da Empoli nos presenta una nueva política. Ya no es el arte de lo posible como nos enseñaba Aristóteles, sino que podríamos decir es una ciencia de lo imposible: Imposible que un presidente pueda realizar maniobras que podrían llegar a considerarse delictivas en sus redes sociales; imposible que una persona pueda usar cuatro abrigos en primavera en Argentina. Imposible que una presidente de extraña jurisdicción nos condicione el sufragio.

Es que la ideología, término que hoy solo puede ser usado con connotaciones negativas, se convirtió en emoción pura. Si tenemos una ideología, no somos tenido en cuenta. Pero si accionamos desde la emoción, el desenfreno, la pasión, seguramente seremos escuchados. El mensaje de la emoción es más soluble ante el valladar de la ideología contraria. Generar permeabilidad en el otro. 

Todo esto es aprovechados por quienes tienen el monopolio de la información. Eligen qué mostrarnos. Creemos que lo que nos aparece en nuestros dispositivos móviles son aleatorios. Escuchamos a nuestros compañeros de trabajo pensando que son opiniones formadas, y no meras repeticiones de algún que otro tweet que leyó la noche anterior antes de acostarse. Estamos ante el triunfo de la post-verdad, que no es solo la mentira, sino la indiferencia calculada ante la distinción misma entre verdad y falsedad. Nos encontramos ante un ecosistema ideal para la viralización de un relato impuesto.

Las redes sociales se han convertido en laboratorios de manipulación emocional a cielo abierto. Lo que parece espontáneo, suele estar perfectamente calibrado para producir rabia, miedo o identificación. Cada reacción es un dato; cada dato, una herramienta; y cada herramienta, un arma. Los nuevos “ingenieros del caos” no llevan banderas, sino dashboards. No redactan manifiestos: diseñan engagements.

Da Empoli no escribe sobre política, sino sobre una mutación antropológica: la conversión del ciudadano en usuario, y del voto en clic. Una democracia programada por métricas, donde el caos ya no es lo imprevisible, sino lo necesario para mantenernos mirando la pantalla. Y lo peor es que funciona: el caos da clics, y los clics son poder.

Incluso, hasta hemos cambiado la forma de escribir. Usamos oraciones cortas. La respuesta debe ser inmediata. No existe espacio para aclaraciones, ni explicaciones. La idea debe ser enunciada sin fundamentar. Hasta en los medios audiovisuales cambiaron la manera de comunicar. Debe ser un impulso rápido, claro y conciso que pueda ser editado en escasos segundos para generar el “clip”. 

Así, el líder político que mejor se amolde a ello será el ganador. Sólo basta ver a Trump con una gran imagen levantando su puño luego de sufrir un intento de atentado. La fotografía es espectacular. No importa que ideología, ni que mensaje, ni que planes de gobierno tenga, esa fotografía puede hacer tambalear hasta el más férreo de los demócratas. 

La tesis de Da Empoli nos obliga a mirar más allá de los líderes histriónicos. Nos insta a reconocer que la crisis no es de personalidad, sino de estructura. El verdadero peligro no es el histrión en el estrado, sino el operador en las sombras que, utilizando el Big Data, atomiza la sociedad, destruye el terreno común del debate y convierte la complejidad del mundo en una serie de memes binarios y polarizantes. La política se reduce a un reality show permanente, un espectáculo donde la participación cívica se confunde con el engagement digital.

Si los algoritmos premian la estridencia y el antagonismo, estamos condenados a un perpetuo estado de guerra civil virtual. La única respuesta pasa por un acto de resistencia intelectual: reapropiarnos de la lentitud de la lectura, del rigor del análisis y, sobre todo, del valor de la verdad, no como un dogma, sino como el único cimiento posible para una vida en común. De lo contrario, seguiremos siendo los rehenes de un caos que no es espontáneo, sino, terroríficamente, de diseño.