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Las imágenes que nos piensan

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Por José Mariano.

No es que el mundo se haya vuelto más pobre en experiencias, sino que nuestras formas de percibirlo han cambiado.

Walter Benjamin, Sobre algunos temas en Baudelaire.

En algún momento, sin que lo advirtiéramos, dejamos de mirar el mundo y empezamos a ser mirados por él. No fue un quiebre brusco ni una revolución tecnológica espectacular. Fue algo más simple y más complicado a la vez. Las imágenes empezaron a moverse más rápido que nosotros. Ganaron velocidad, ganaron autonomía y, de a poco, se pusieron por encima de nuestra capacidad de interpretarlas. Hoy ya no las leemos, ellas nos leen primero.

Y ahí cambia todo.

La política, por ejemplo, sigue actuando como si todavía dominara el campo de la percepción pública. Como si sus palabras alcanzaran para organizar lo que vemos. Pero llega tarde, a destiempo. Habla lento o habla de más. Usa categorías que alguna vez funcionaron, pero que ahora parecen objetos olvidados en un estante: izquierda, derecha, república, institucionalidad. Las pronuncia por inercia, sin advertir que el mundo ya fue capturado por otro ritmo, otra lógica, otra textura visual.

Lo mismo pasa con la educación. Cree que el problema es la falta de atención, la desconexión, el cansancio. Propone reformar programas, actualizar contenidos, incorporar plataformas. Pero no entiende lo principal, que los chicos viven en un régimen perceptivo distinto. Se formaron dentro de un tipo de imagen que no espera ser comprendida. No buscan traducir la realidad, buscan sobrevivir a la velocidad.

Aquí aparece el verdadero desafío pedagógico, enseñar que toda imagen es un recorte. Que lo importante no es solo lo que se ve, sino lo que quedó afuera del cuadro, los costados, lo que está arriba, lo que queda atrás. Una educación que no forme esa capacidad de leer el encuadre —de identificar qué muestra, qué omite y por qué— está formando espectadores, no sujetos críticos. Educar hoy no es pedir distancia, sino ofrecer herramientas para pensar desde adentro de la imagen, detectando cómo el recorte organiza el sentido antes de que ellos puedan intervenir. Sin esa alfabetización visual, todo intento pedagógico se vuelve tardío.Y lo tardío en un mundo acelerado se vuelve irrelevante.

Cuando Bifo Berardi dice que “la mente se ha modificado más rápido que nuestras palabras”, está hablando de esto, de un sistema nervioso que ya no encuentra tiempo para elaborar nada. De una percepción que quedó sin intervalo. De una mente que perdió la pausa necesaria para entender qué está viendo. Un niño de ocho años procesó más imágenes que un anciano en toda su vida. Eso no podía no tener consecuencias.

La estructura de la mente humana ha cambiado.

Y ahí entra Harun Farocki. No como autor de culto, sino como alguien que la vio venir. En Desconfiar de las imágenes un libro genial y necesario, mostró que lo visual dejó de ser un espejo. Las imágenes ya no representan la realidad, sino que operan dentro de ella. No la acompañan, la producen, la reconfiguran, la reinventan. No esperan interpretación, actúan antes que nosotros. Farocki registró ese instante en el que la imagen se emancipó del ojo humano y empezó a funcionar sola, a decidir sola, a pensar sola. El mundo se llenó de cámaras que no miran nada, simplemente calculan todo. Las imágenes ya no ilustran lo que muestran, gobiernan en la velocidad.

En ese contexto, ¿qué pueden decir la política o la educación?
Muy poco. O casi nada.

Siguen hablando como si fueran las voces que organizan el sentido, cuando en realidad están intentando competir con algo que no controlan. Son instituciones hechas para un mundo que requería interpretación humana. Y ese mundo ya no está. La educación insiste en transmitir contenidos, cuando lo urgente es enseñar a descifrar los recortes del mundo, cómo una imagen construye su encuadre, qué deja afuera y qué efectos produce esa ausencia.

Por eso digo que son las imágenes las que nos piensan. Porque llegamos después. Porque ya están procesando la realidad cuando nosotros recién empezamos a verla. Porque deciden qué vemos y cómo lo vemos antes de que tengamos siquiera la posibilidad de intervenir.

Pero la salida no está en pedir un reinicio, ni en restaurar lo que está roto, ni en añorar un tiempo en el que la mirada tenía más autoridad. Ese mundo no vuelve. La alternativa —si existe— pasa por asumir la velocidad como condición y trabajar desde dentro de ella. No retirarnos del flujo, sino usar su misma materia para abrir un espacio propio.

Y ahí es donde la interrupción se vuelve necesaria. No como gesto nostálgico ni como pausa contemplativa, sino como una técnica dentro del vértigo. Una interrupción que no desacelera para escapar, sino que corta, redirige y reconfigura lo inmediato. Una operación mínima, y vital, que crea un margen en plena marcha, un punto de decisión dentro de aquello que nos arrastra.

No se trata de frenar el mundo, sino de intervenir su velocidad. De producir lucidez en movimiento. De pensar mientras las imágenes ya están actuando, no después. De usar lo inmediato como herramienta, no como condena.

Tal vez ahí empiece otra forma de inteligencia, una que sostiene la aceleración sin perder la dirección; una que no se deja escribir por completo, que no frena la velocidad, pero tampoco se entrega a ella. Un modo de existir que, aun en medio del cálculo continuo, encuentra un borde, un desvío, una fuga.

 

Bienvenidos a la Edición 36.

UNAS DE CAL Y OTRAS DE ARENA

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Por Daniel Posse. 

Todo aquello que no se puede decir, no hay que callarlo, hay que escribirlo.
Jacques Derrida.

En los territorios de la Cal

En los inicios de noviembre tuvo lugar el XXXIII Encuentro Nacional de Escritores de Monteros, Tucumán: “Manuel Aldonate”, un evento muy significativo que es una suerte de umbral, que funciona desde hace años como un disparador expansivo sobre cómo se piensa o concibe la cultura y sus hacedores, y sobre todo a los escritores y cantautores, desde sus miradas y desde sus concepciones. Es una suerte de resonador, necesario y esencial.

De forma interesante y magistral, el encuentro se ha mantenido en el tiempo, a pesar de algunas interrupciones, pero siempre fue un espacio donde el debate se convocó intentando ser fiel al ideal del iniciador de este, el escritor Manuel Aldonate. Siempre fijando una posición progresista, donde las ideas de la justicia social parecían ser un eje central. Una posición en la que los vectores sociales y, sobre todo, los protagonistas de la cultura local y a nivel regional y nacional fueron y son los protagonistas. Al final de dicho encuentro se redacta un documento llamado “Manifiesto”, donde se centra y condensa la mirada, las opiniones y el posicionamiento crítico con respecto a la política cultural, a la cultura y a sus protagonistas, ya sean gestores oficiales o independientes, artistas o académicos.

Es de destacar que dicho encuentro es un producto del esfuerzo de la “Peña El Tejar”, del “Municipio de Monteros” y de algunos descendientes de Manuel Aldonate, que parecen aportar desde las ganas y su linaje su esfuerzo para que este espacio de encuentro y debate perdure a través del tiempo. No puedo dejar de nombrar a Silvia Ojeda y a Emilio Núñez, que me invocaron desde la paciencia y desde las ganas. A la ofrenda de la amistad de Mirta Cuarterón y la Fundación SUMA, que vino con su artillería de medios y de contactos, y que desde afuera del encuentro estuvieron acompañándome. Al encuentro con Teresita Albarracín y Rosario Rodríguez Mena, que se conectaron conmigo desde la causalidad y la palabra. Con la pericia y esfuerzo de Ricardo Rivas, que registró todo, en un esfuerzo silencioso, periodístico y feroz.

En esos territorios donde se desarrolla el evento, lo positivo es cómo el mismo se desarrolla en instituciones educativas, donde la participación de los alumnos es muy activa, y los procesos de aprendizaje se vuelven experiencias fructíferas y de enorme impacto en las nuevas generaciones. En mi caso en particular, fui entrevistado por un grupo de alumnos de la Escuela Superior de Comercio General San Martín, entrevistas coordinadas por el periodista y escritor Manuel Rivas, donde los estudiantes actuaron no como meros aprendices, sino como profesionales inquietos y llenos de curiosidad, hasta tal extremo que generaron en mí una profunda emoción y conexión. Todos los talleres y lecturas de escritores, y la actuación de los cantautores, fueron organizados de esa forma, para que la interactuación entre artistas y público fuera una experiencia de profunda comunión.

El evento convoca, pero no todos son invitados; serlo es una suerte de elevación en el cosmos literario y artístico, lo que genera diatribas y competencias que muchas veces están más allá del espíritu del encuentro y de los organizadores. Pero quizá lo más relevante sea el intercambio, los actos de camaradería, donde en cada cena y almuerzo el encuentro se corporiza más allá de las lecturas compartidas, y la música y el arte de los cantautores se expanden en un eco que comulga desde las palabras y la música. Este acto expansivo, que culmina en una redacción de un manifiesto, termina siendo una suerte de piedra basal que se renueva y que expresa el sentir de un sector de los hacedores de la cultura, ante una crisis que parece haberse vuelto cada vez más áspera y violenta, donde el poder de turno arremete. Este manifiesto parece ser una suerte de estandarte y resistencia, y tal vez una trinchera. Quizá la virtud más lograda de este encuentro sea haberse mantenido a través del tiempo. En esta ocasión buscó y busca reivindicar su esencia primigenia, convocando actos que recuperan los talleres y los concursos anteriores.

Este documento final habla de cómo accionar contra un neoliberalismo que intenta anular la intervención de un Estado necesario, que regule y sea un actor central en el armado de un andamiaje que, al final, medie, coordine, sostenga y contenga como un punto de apoyo a la cultura y sus actores.

En los Territorios de la Arena

En este territorio donde la cal aparece como todo lo positivo, también estuvo la arena, que con su aridez y sordera arrebató y anuló muchas de las voces presentes. Pareciera que eso de incluir la diversidad fuera más una frase hecha que una actitud real. Como un hombre de izquierda, progresista, me pregunto: ¿no estaríamos cayendo en lo mismo que intentamos combatir o enfrentar? Muchas de estas sorderas y cegueras me recuerdan, hablo por mí mismo, a esa izquierda estructurada, misógina y homofóbica, autoritaria y tradicional, y no a esa izquierda que abrazo y que fue, en gran medida, la que luchó y lucha por la memoria, la inclusión y los derechos humanos, esa que tiene que ver con las vanguardias, esa que en cierto tiempo nos sacó del ostracismo al que había caído la izquierda tradicional.

Debo remarcar que estos episodios no estuvieron armados desde la organización, porque de entrada ellos tuvieron la apertura de invitar e incluir a todos. Estuvo orquestado por los egos enormes y cerrados, en extremo individualistas y atomizados, de un sector de los participantes, que más se regodearon en ellos mismos, en sus propias palabras, en sus propios ecos, en su vanidad, que en escuchar a otros. Un claro ejemplo de esto fue que en las jornadas de lecturas, quienes habían leído muchas veces se marchaban o no asistían a escuchar a otros, y si lo hacían, lo hacían desde la controversia, desde el enfrentamiento, donde la descalificación parecía el lugar común donde un cierto sector caía.

Otro ejemplo fue que algunos de los que participaban, que venían desde los claustros académicos, intentaron dar ejemplos y hablaron de la necesidad de volver a la significancia esencial de palabras como “libertad”, sin poseer la memoria de que cuando navegaban en esos espacios académicos —y el poder detentado por ellos mismos— el autoritarismo y la censura pululaban. Cuánta falta de memoria me asusta y abruma. Y olvidaron que al lado de la palabra libertad deberían ir palabras como tolerancia, respeto, inclusión, equidad, empatía.

Esos seres atomizados y enajenados, que solo se escuchaban a ellos mismos, creían poseer la autoridad de insultar, descalificar con la misma virulencia verbal con que el poder que ahora ocupa el gobierno nacional ejerce una violencia discursiva atroz y encarnizada hacia todo aquel que piensa o cree en algo diferente. ¿No será que la naturalización de la crueldad es algo que, de forma intrínseca, también la practican quienes parecen estar más de nuestro supuesto lado? ¿Y que la acción es parte de una reacción, donde el ida y vuelta parece un rito continuo y casi interminable que se reproduce y hace un eco constante para retroalimentarse?

Al escuchar definiciones que rotulaban a otros como “enfermos”, “infradotados mentales”, me recordaban más a los discursos del actual presidente que a quienes se intentan revalorizar y recuperar desde una tradición poética e intelectual que tuvo siempre el ideal de luchar por un mundo más justo y equitativo. Escuchar o ver registrar egos grandilocuentes, que antes de decir “hola” prefirieron hacer una larga lista de supuestos libros publicados y un currículum que la verdad poco y nada me interesaba escuchar, porque desde la empatía no tenían nada que ofrecer, era como ver a coristas de un escenario periférico y decadente.

O quizás ante las preguntas de un grupo de jóvenes ansiosos a los que les interesaba aprender cuestiones respecto al mercado editorial, en mi caso particular tuve que soportar los gestos obscenos y agresivos de una supuesta poeta ante mi alocución. No le respondí, porque seguro que si lo hacía me acusaría de una supuesta violencia de género; por eso intenté mantenerme al margen, pero pasado un tiempo necesité responder de alguna forma. O quizás esos otros que se autodenominaban historiadores, pero solo hacían referencia a sí mismos o a un sesgo ideológico diminuto y al eco ensordecedor de su soberbia. Allí recordé una definición de ese pecado capital que alguna vez me dio María Sondereguer: “La soberbia es el orgullo de los débiles.”

No pude dejar de recordar a Nicolás Casullo cuando, en unas largas charlas sesudas de café, me repetía una y otra vez que si uno analiza el discurso y el texto —lo lingüístico, lo paralingüístico, lo extralingüístico y lo metalingüístico— siempre vas a saber quién es de verdad ese otro que lo emite. Tal vez muchos de ellos ignoran que el discurso único, cuando se consolida como único, hace implosión, porque solo la resistencia real legitima.

La no-memoria o la memoria selectiva también puede ser una peste. Recuerdo que la Revolución Cubana, una vez que llegó al poder, encarceló a los intelectuales homosexuales que la apoyaron desde una clandestinidad peligrosa; y si dudan de eso, pregúntenle a Lezama Lima, Reinaldo Arenas o a tantos otros. No me importan las justificaciones que seguro saldrán a criticar lo que digo. Soy de izquierda, pero hay cosas que se hicieron en nombre del progresismo que me avergüenzan. Necesitamos de una verdadera autocrítica, si no seguiremos cometiendo los mismos errores de siempre. Y en esos errores los extremos se tocan.

O quizá escuchar a supuestos gestores culturales y artífices de un camino que más estaba ligado a la pereza, o a hablar del mercado de forma negativa, pero que son los primeros mercaderes en aprovecharse de los recursos del Estado para, al final, no hacer nada o hacer solo para ellos. Lo sé: eso no hace mella en el enorme esfuerzo de un grupo de gente que busca revalorizar y mantener un espacio cultural esencial y necesario. Pero necesito decirlo: estaría bueno buscar la forma de debatir sin agresiones ni descalificaciones, estaría bueno buscar la forma de generar espacios de procesos de aprendizaje, donde la experiencia acumulada y las trayectorias generen una suerte de retroalimentación a las nuevas generaciones. Porque si no lo hacemos, nos encontraremos siempre en la situación actual y en un camino que parece bestial, donde las cosas van de mal en peor cada día.

En algo hemos fallado si nos permitimos usar los métodos de quienes criticamos y a los que resistimos, y terminamos siendo parte del mismo engranaje.

Tal vez aún es tiempo de preguntarnos qué hicimos mal, de tener una profunda autocrítica. Mahatma Gandhi decía: “Si vamos ojo por ojo, acabaremos ciegos.” Bertrand Russell, en su libro Los caminos hacia la libertad, decía: “Si obligas a un hombre a hacer el bien, suscitarás en él los caminos legítimos de la libertad, porque él debe hacer el bien porque lo siente, lo piensa y lo ama.” Quizás el camino sea ese: el de enseñar de verdad, el de dejar un legado que no quede solo en palabras acumuladas en el papel o en algún estante.

Que no quede en una dirigencia que usa y usó nuestros discursos para enriquecerse y olvidarse de quienes los llevaron al poder. Que es tiempo de terminar con los nepotismos y de avanzar en la consolidación de una nueva generación de dirigentes que respondan a nuestros ideales. Porque si no, todo termina en un juego vacío de discursos, que en la contienda electoral se enfrentan al poder, pero después son parte de la estructura que mantiene a ese poder en su política de vaciar nuestra cultura y nuestros derechos y logros.

Una cosa más que me parece esencial aclarar desde mí: el mercado es parte esencial, como lo es el Estado. Ambos deben estar. Lo que debemos discutir es la distribución de las riquezas y la toma de conciencia de un plan donde las oportunidades deben ser equitativas, justas e inclusivas. Necesitamos un Estado fuerte y con reglas claras que arbitre. Seguro esta columna va a generar molestias, por eso tardé un tiempo en escribirla. Me prometí a mí mismo que no me importaría la descalificación ni los improperios de los hipócritas. Por eso me quedo con estos versos de Borges, en su poema Fragmento de un Evangelio Apócrifo, que dicen: “Resiste al mal, pero sin asombro y sin ira. A quien te hiriere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor.”

Al final me quedó el eco de los versos de casi cien poetas y de canciones de artistas extraordinarios; me quedaron los versos de Sergio Lizárraga, de Manuel Rivas, de Guadalupe Albornoz y de María Angélica Albornoz, con la voz y la poesía de Candelaria Rojas Paz y de Jorge Cerrizuela, con los versos rescatados del inmortal Manuel Aldonate por parte de su hija Graciela, que siguen haciendo eco en mi memoria, entre otros. Me quedo con el abrazo de los afectos y la curiosidad intensa de los jóvenes, tanto alumnos como poetas.

Me quedó con la curiosidad de Lucas Ybañez y de Iván Urueña, con los que no estoy de acuerdo, pero festejo poder intercambiar ideas e intentar mostrarles que podemos pensar diferente, pero que no somos enemigos: quizás tal vez solo adversarios, y por qué no, algún día amigos. Que cambiar es posible y que mirar al mundo juntos puede ser un camino. Fuimos tantos entre tantos otros, que hicieron e hicimos de este encuentro algo inolvidable para mí, y que espero volver a ser invitado el año próximo.

Crónica de un País que Tolera su Propia Decadencia

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Por Fernando M. Crivelli Posse.

Dedicado, post mortem, al Dr. Emidio Posse Vallejo, mi tío abuelo, abogado y ex magistrado, cuya claridad, modestia y rectitud marcaron mi formación esencial en mis primeros años. Su vida enseñó que la verdadera justicia no es un ejercicio de poder, sino un deber que exige valentía y sacrificio. Me advirtió que mientras las estructuras del Estado permanezcan intactas, la justicia seguirá siendo un simulacro y la decadencia se volverá destino. Este artículo es un homenaje a su ejemplo y a su convicción de que enfrentar la injusticia siempre tiene un precio, y que ese precio debe pagarse sin vacilación.

“La injusticia que toleras se convierte en la ley que te gobierna.”  Marco Aurelio

Hay países que no se desploman con estrépito, sino con bostezo. Caen lentamente, sin tragedias espectaculares, hasta que un día amanecen rotos sin recordar cuándo comenzó la fractura. Lo verdaderamente alarmante no es la corrupción en sí misma, sino la resignación que la rodea. La decadencia no irrumpe: se instala.

La corrupción no necesita cañones ni ejércitos. Le basta con la indiferencia. Es un parásito que prospera en la comodidad y en la falta de coraje moral. Primero mancha, luego corroe, finalmente derrumba. Y mientras esto sucede, parte de la sociedad mira para otro lado con una mezcla de cinismo, apatía y fatalismo, como si el desgaste del país fuera un hecho inevitable, inmutable, casi natural. Montesquieu advertía que “cuando el poder se enlaza con la impunidad, la tiranía se disfraza de legalidad”. Hoy podemos verlo con claridad: las instituciones están intactas en apariencia, pero vacías de sentido y autoridad moral.

Durante décadas, se debatió el problema de la corrupción como si fuera un asunto de individuos: “los políticos corruptos”, “los jueces vendidos”, “los empresarios oportunistas”. Esa es solo la superficie. La corrupción ha dejado de ser un conjunto de delitos aislados; se ha convertido en un ecosistema. Una máquina aceitada donde cada engranaje -político, judicial, económico, mediático y ciudadano-  cumple su función en la danza de la impunidad.

Cuando un sistema integra el delito en su lógica interna, cuando ya no solo tolera la podredumbre sino que la normaliza, la decadencia se vuelve estructural. No son manzanas podridas: es el árbol entero el que está enfermo. Y dentro de ese árbol, los legisladores ocupan un papel insoslayable: muchos, por acción o por inacción, se han convertido en cómplices estructurales del delito. Al posponer reformas esenciales o proteger zonas grises legales, actúan como autoboicots del sistema que supuestamente deberían salvaguardar. La ausencia de decisiones firmes en el Congreso, la demora crónica en actualizar el Código Penal, la tolerancia institucionalizada a la impunidad: todo ello revela que la complicidad puede ser tan dañina como la acción misma del corrupto.

Pensemos: ¿cómo puede un país sostenerse si quienes legislan, quienes deberían blindar al Estado contra el abuso, deliberadamente postergan normas, simplifican delitos, suavizan penas y justifican indulgencias? Es una traición silenciosa que mina la legitimidad de las instituciones y envía a la sociedad un mensaje devastador: la corrupción es rentable, y el Estado protege a quienes lo saquean. Tocqueville lo señalaba con claridad: las democracias no caen por enemigos externos, sino por la decadencia interna de sus ciudadanos, inducida a menudo por la misma indiferencia de quienes detentan el poder.

Las penas ridículas para delitos como cohecho, prevaricato, abuso de autoridad o administración fraudulenta no son casualidades técnicas. Son pactos tácitos de autoprotección. Son mensajes que dicen: “Puedes saquear, puedes abusar, nadie te tocará.” Y mientras los corruptos actúan con impunidad, la sociedad observa y aprende. La corrupción no necesita que todos sean corruptos, solo que los decentes sean pasivos.

La pasividad social es la mayor aliada de esta decadencia. Cada “no es tan grave”, cada “siempre fue así”, cada “es un mal necesario” fortalece el tejido de la impunidad. El deterioro moral sigue un patrón: primero se tolera, luego se normaliza, después se justifica y finalmente se defiende. Y en ese punto, la línea entre lo correcto y lo conveniente se difumina, confundiendo mérito con privilegio, picardía con inteligencia, abuso con astucia.

Ahí emerge el daño más grave y silencioso: el daño intergeneracional. La corrupción no destruye solo presupuestos o instituciones: destruye símbolos, y los símbolos son los cimientos invisibles de toda nación. Los niños aprenden más de los hechos que de los discursos. Si observan que el corrupto asciende y el honesto queda atrás; que el que roba desde el Estado se enriquece; que quien cumple la ley es “ingenuo”, entonces el modelo simbólico queda instalado, y con él la aceptación social de la irregularidad. Una generación que aprende a normalizar la corrupción perpetúa la decadencia.

Una nación que premia la picardía forma ciudadanos sin ciudadanía. Jóvenes que creen que saltar la norma es audacia. Niños que incorporan la corrupción como método de ascenso social. Ese daño no se repara en una generación: se hereda. La corrupción produce pobreza moral, y la pobreza moral produce pobreza material. ¿Cómo se reconstruye un país cuando quienes deberían sostenerlo modelan desde la cuna la indiferencia hacia la ley y la ética?

Sin embargo, incluso en este panorama oscuro hay un principio que no muere: la integridad. Aún existen ciudadanos, jueces, abogados y servidores públicos que creen en el deber. Que entienden que enfrentar la injusticia exige un precio y que ese precio debe pagarse sin vacilar. Son pocos, sí, pero en la historia las minorías rectas han salvado más países que las mayorías complacientes.

Este artículo, más que un lamento, es un diagnóstico profundo: la radiografía de un país que toleró demasiado, que confundió estabilidad con resignación, y que aceptó que la decadencia se transformara en identidad. Los legisladores, al dilatar reformas y proteger privilegios, no solo han fallado en su deber: han contribuido a sembrar la cultura de impunidad que hoy nos gobierna.

Queda abierta la pregunta: ¿cuánto tiempo más puede sostenerse un país cuya legalidad está subordinada a la comodidad del poder y cuya moralidad depende de la pasividad de sus ciudadanos?

En el artículo siguiente intentaremos arrojar mayor claridad sobre el tópico expuesto, buscando acercarnos a una respuesta a esta interrogante. Lo haremos desde la reflexión serena y con la humildad de quien sabe que en la ciencia no existen verdades absolutas, sino caminos por explorar.

Continuará…

 

La industria del juicio

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Por Enrico Colombres.

En la Argentina contemporánea se ha vuelto habitual que ciertos discursos, impulsados desde sectores de poder político, económico y mediático, operen como dispositivos de domesticación social. Uno de los más eficaces como contemporáneos es el de la supuesta “industria del juicio”. De repente, influencers, funcionarios y opinologos improvisados repiten de manera casi coreográfica un mantra, el trabajador es el responsable del estancamiento productivo, de la falta de inversiones y del cierre de empresas. Este invento deliberado del eje causal no es casual; es funcional. Se ha construido un enemigo simbólico que permite ocultar la verdadera naturaleza del colapso económico actual.

Para quienes trabajamos en el campo jurídico, la evidencia empírica es incontrastable. En Argentina existen alrededor de veinte millones de personas en condiciones laborales efectivas reales. De ese universo, aproximadamente la mitad está fuera de toda registración formal. Diez millones de trabajadores sumergidos en un régimen de informalidad estructural que viola derechos elementales. Sin embargo, en 2024 se iniciaron alrededor de cien mil acciones laborales. Cien mil, frente a diez millones de situaciones potencialmente litigables. La proporción es tan ínfima que destruye de raíz la narrativa de una litigiosidad descontrolada. Si verdaderamente existiera una “industria”, los juzgados laborales estarían desbordados por millones de expedientes. No por unas pocas decenas de miles.

La evidencia que originó esta reflexión lo explica de forma directa, la enorme mayoría de quienes trabajan no quiere iniciar un juicio. No es por desinterés, ni por ingenuidad, ni por benevolencia. Es por miedo. Miedo a la represalia, a la estigmatización, al desempleo permanente en un mercado laboral cada vez más precarizado y escaso en plazas. Miedo a quedar marcado como “conflictivo”. El trabajador argentino litiga únicamente cuando ya no tiene margen de acción, cuando la injusticia es evidente y cuando la ruptura del vínculo laboral lo obliga a defender lo poco que tiene. Esa es la verdad que cualquier análisis serio reconoce, aunque el relato oficial intente borrarlo del mapa.

Si este país padeciera una “industria del juicio”, el conflicto sería otro, estaríamos analizando la saturación del sistema. Pero no. El conflicto real es la negación sistemática de derechos laborales en un contexto económico que se desmorona. La consigna de la industria del juicio funciona como un biombo, una cortina de humo diseñada para invisibilizar la destrucción de la estructura productiva nacional.

Hoy la Argentina atraviesa un proceso de desindustrialización acelerada. Se multiplican los cierres de empresas, tanto multinacionales, que se van del país por falta de rentabilidad, como pymes que son las que sostuvieron históricamente el entramado económico del país. Las importaciones indiscriminadas no son una política comercial; son un torniquete que asfixia la producción local. En lugar de planificar, se desmantela. En lugar de proteger, se entrega. En lugar de generar condiciones para el empleo, se destruyen las fuentes de trabajo existentes. La ecuación es tan absurda que merece ser formulada con toda crudeza, ¿cómo se supone que se generará empleo destruyendo el ecosistema que lo hace posible?

El relato oficial promete inversiones que llegarán cuando se “libere” al mercado laboral de las cargas que supuestamente lo tornan inviable. Pero la economía no funciona con deseos ni con consignas. Funciona con estructuras, incentivos, mercados internos robustos y confianza en la estabilidad jurídica. A ningún inversor serio le resulta atractivo un país que destruye su industria nacional y empobrece su mercado interno (con ciertas excepciones evidentes). La apertura comercial indiscriminada es compatible con modelos económicos basados en manufacturas de punta o en niveles salariales extremadamente bajos. Argentina no pertenece a ninguno de esos grupos. La apertura sin estrategia solo produce una consecuencia, la demolición de su aparato productivo nacional.

Mientras las pymes cierran, las fábricas se vacían y los comercios bajan sus persianas, el gobierno hace equilibrio sobre una combinación explosiva de malestar social y precarización laboral. Es como hacer malabares con nitroglicerina. Tarde o temprano, algo va estallar. La historia argentina es pródiga en ejemplos de lo que ocurre cuando se rompe el equilibrio social entre capital y trabajo. Y no existe reforma laboral alguna que pueda evitar el conflicto cuando la injusticia se naturaliza desde arriba.

Desde una perspectiva empática de sentido común, no es difícil identificar el mecanismo discursivo que opera aquí. Se construye una explicación causal invertida. La crisis económica no se debe a políticas erráticas, ni al endeudamiento, ni a la fuga de capitales, ni a la destrucción del mercado interno. Se debe, según este relato, a los trabajadores que reclaman. La imputación de responsabilidad al eslabón más débil del sistema es una estrategia clásica en procesos de disciplinamiento social. El trabajador es interpelado como amenaza. El Estado se corre. El mercado dicta las reglas. Lo público es reemplazado por lo empresarial. Y el conflicto, lejos de resolverse, se agrava.

Lo más preocupante es que gran parte de la población replica esta narrativa sin contrastarla con la realidad. Trabajadores informales, precarizados, mal remunerados, repiten que los juicios laborales destruyen empresas. Esa es la eficacia más profunda del discurso dominante, logra que quienes sufren las consecuencias del modelo económico se conviertan en defensores de quienes lo imponen. La colonización simbólica e idolologica es tan contundente que muchos trabajadores terminan culpando a otros trabajadores de un sistema que los perjudica a todos.

A nivel jurídico, la discusión es todavía más absurda. Existen mecanismos para reducir la litigiosidad sin recortar derechos. Existen sistemas de seguros laborales, tribunales especializados, cuerpos técnicos imparciales y procesos administrativos previos que garantizan celeridad y equilibrio. Nada de esto requiere flexibilizar, precarizar o desproteger. Requiere voluntad política, profesionalización institucional y un Estado activo. Pero la reforma que se impulsa no va en esa dirección. Va hacia la reducción de garantías, hacia la transferencia de riesgos al trabajador, hacia la disminución del costo laboral sin análisis de impacto productivo. Se trata de un ajuste encubierto bajo la retórica de la modernización.

La pregunta es entonces inevitable, ¿cuánto tiempo puede sostenerse este modelo sin que la conflictividad social se dispare? La respuesta, si uno observa la historia laboral argentina, es clara, no mucho. Cuando se vulneran derechos adquiridos, cuando se degrada la negociación colectiva, cuando se empobrece al trabajador y cuando se destruye la industria nacional, el estallido es cuestión de tiempo. Ninguna sociedad soporta indefinidamente un modelo que le exige siempre a los mismos. Y menos una sociedad como la argentina, donde la tradición de lucha, organización y resistencia forma parte constitutiva de su identidad.

El discurso de la industria del juicio cumple una función política precisa. No busca describir una realidad. Busca justificar una reforma laboral regresiva. Busca disciplinar. Busca preparar el terreno para la pérdida de derechos. Pero la operación es tan burda que solo se sostiene en la repetición incesante de una mentira estratégica. Porque la verdad es molesta, el verdadero problema no son los juicios laborales, es la falta de medidas productivas, económicas que propicien generar empleo registrado y favorecer a las pymes con estas políticas. El verdadero problema será la destrucción del trabajo y sus derechos.

La Argentina necesita un debate serio, con datos, con rigurosidad teórica y con perspectiva histórica. No necesita consignas vacías ni enemigos imaginarios. Necesita reconstruir su estructura productiva, fortalecer su mercado interno, incentivar la formalización laboral y consolidar un marco protector que dé seguridad tanto al trabajador como al empleador. No hay crecimiento posible sin justicia social. No hay desarrollo posible sin industria. No hay futuro posible sin trabajo digno.

El gobierno actual parece empeñado en insistir con un experimento que ya fracasó en el pasado. Pretende disciplinar al trabajador mientras la economía se derrumba. Pretende atraer inversiones mientras el mercado interno se contrae. Pretende generar empleo destruyendo las condiciones que lo hacen viable. Es un contrasentido tan evidente que solo se sostiene mediante el blindaje discursivo. Pero los discursos no generan trabajo. Los discursos no producen riqueza. Los discursos no sostienen un país cuando la realidad lo golpea de frente.

Por eso es necesario decirlo con todas las letras. En Argentina no existe ninguna industria del juicio, solo unos cuantos vivos mal intencionados y algunos tantos caranchos. Lo que existe es una industria del verso. Una maquinaria discursiva que pretende convencernos de que el problema somos nosotros los trabajadores. Pero con el pueblo no se jode. Y tarde o temprano, la realidad termina imponiéndose sobre cualquier relato, vaisese maestro.

 

El Escudo y la Sombra

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Por María José Mazzocato

Chile, Argentina y el Balotaje que Dobla la Cordillera.

Chile se prepara para un balotaje que no es simplemente un trámite electoral, sino un momento de vértigo histórico. El 14 de diciembre, dos proyectos incompatibles se enfrentan como dos placas tectónicas, de una lado, Jeannette Jara, representante dura pero pragmática de la izquierda chilena, y del otro José Antonio Kast, emblema de una derecha que ya no se disfraza de moderada. El país entero está atrapado en ese claroscuro o una intensificación del modelo social del oficialismo, o un giro brusco hacia la mano dura, la austeridad y el soberanismo de fronteras.

Pero la elección no es un movimiento aislado. Cuando Chile tiembla, Argentina escucha. Cuando Chile elige, la región se ordena o se desordena. Y cuando surge un Kast, la pregunta se hace inevitable ¿qué pasa con la relación binacional si la derecha triunfa?

Kast no habla de fronteras, habla de escudos. Su “Plan Escudo” no es una metáfora poética, sino su doctrina política. Una zanja de tres metros, una valla de cinco, sensores, drones, Fuerzas Armadas en los pasos fronterizos. No es solo seguridad: es un relato. Un país que se defiende, un país sitiado, un país que se concibe como fortaleza.

El espejo de la cordillera, ¿qué significa Kast para Argentina?

Aquí empieza la primera fuga, ya que las ideas cruzan la frontera. No preguntan permiso.

Un gobierno Kast no solo cambia a Chile; cambia el juego de fuerzas en la región. Y Argentina, inevitablemente, entra en ese tablero.

Un Chile gobernado por la derecha dura crearía un polo conservador relevante en el Cono Sur. Argentina tendría, del otro lado, un socio que prioriza la seguridad, la disciplina fiscal estricta y una visión nacionalista de la migración.

¿Sintonía?

Depende del color político de Buenos Aires.

Si el gobierno argentino está más a la derecha, se generaría un eje pragmático, donde existiría cooperación en seguridad, intercambio de datos sobre crimen organizado, articulación discursiva sobre “orden” y “control fronterizo”.

Si Argentina tiene un gobierno progresista, la fricción será inevitable. Kast no es un conservador suave: es un conservador que incomoda.

Aquí puede nacer el vínculo más sólido. La visión de Kast sobre la criminalidad es transversal, él identifica al crimen organizado como la gran amenaza transnacional. Y Argentina comparte esa preocupación.

Un Chile kastista exigiría coordinación estrecha:

– Inteligencia compartida.

– Operativos conjuntos.

– Tecnología fronteriza cooperativa.

– Combate a redes de narcotráfico que cruzan la cordillera.

Paradójicamente, en lo policial, los dos países podrían acercarse más que nunca. Seguridad sin ideología. Seguridad como lenguaje común.

Este será el punto más tenso. Migraciones…

Argentina, históricamente más abierta y más permeable a flujos humanos, podría chocar con la lógica del “escudo” chileno. Si Kast implementa expulsiones masivas, centros de detención o protocolos de deportación acelerada, Argentina será uno de los países implicados en absorber, procesar o responder a esos movimientos.

Además, cualquier ciudadano argentino migrante en Chile quedaría sujeto a un nuevo clima político de menos tolerancia, más control, más sospecha.

Y el gobierno argentino, según su ADN político, podría reaccionar desde la diplomacia prudente… o desde la condena abierta.

Kast promete un Chile más abierto al inversor, más rápido en trámites, más liviano en impuestos. A las empresas argentinas, eso podría resultar atractivo, menos burocracia, más previsibilidad.

Pero el recorte del Estado también recorta las áreas de cooperación bilateral:

– Menos proyectos sociales compartidos.

– Menos programas de políticas públicas binacionales.

– Menos iniciativas conjuntas en educación, salud, cultura o integración territorial.

Comercio sí.

Estado social compartido, menos probable.

Si Kast decide gobernar con decretos, tensar al Congreso o adoptar un estilo presidencial más verticalista, Argentina observará con una mezcla de inquietud y cautela.

La historia regional es sensible a líderes que deciden “pasar por arriba” de las instituciones. Una deriva autoritaria en Chile proyectaría sombra sobre toda la región, y Argentina no podría mirar hacia otro lado.

Aquí podría surgir el mayor distanciamiento diplomático, defensa de la democracia como frontera moral.

El triunfo de Kast reconfiguraría algo más profundo que los acuerdos y los tratados. Cambiaría el clima emocional entre los dos países.

Chile se miraría como fortaleza, ya que Argentina, como vecino obligado a leer entre líneas, es allí que nuestra cordillera, queda de límite convertido en trinchera simbólica.

Pero no todo sería distancia.

La geografía no negocia, somos países encajados uno con otro. Y, a veces, los contrastes generan los mejores equilibrios.

Un Chile duro puede obligar a una Argentina más dialogante. O puede empujar a una Argentina más desafiante.

Depende del momento histórico.

Depende del gobierno argentino.

Depende de cuánto viento sople sobre la cordillera.

Si Kast gana, la relación bilateral no se rompe; se redefine.

Habrá cooperación en seguridad.

Habrá tensión en derechos humanos y migración.

Habrá oportunidades económicas.

Habrá sombras democráticas que exigirán diplomacia fina.

Pero sobre todo, habrá un nuevo relato,

el relato de un Chile que levanta un escudo

y una Argentina que deberá decidir si lo acompaña,

si lo discute

o si lo mira como advertencia.

La cordillera, una vez más, será frontera y espejo.

Para vos ¿Quién ganará el balotaje en Chile?

 

La era del vacío y la sociedad de la simulación

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Por Susana Maidana.

Vivimos en una época en que la realidad ya no se refleja en los espejos, sino en las pantallas.
Jean Baudrillard.

En la entrega anterior analizamos el ocaso de la razón moderna, la crisis del sujeto y el fin de las grandes narrativas que sostenían el proyecto ilustrado. En esta segunda parte abordaremos los rasgos más visibles de la postmodernidad: la sociedad de la simulación y la cotidianidad vacía, donde la experiencia se disuelve en el consumo y la comunicación.

c) La sociedad de la simulación

Gianni Vattimo sostiene que, junto con el fin del colonialismo y del imperialismo, la irrupción de la sociedad de la comunicación fue decisiva para disolver la idea de historia y clausurar la modernidad. Los medios masivos —televisión, cine, prensa— multiplicaron las representaciones del mundo, democratizando la información, pero también alterando profundamente nuestra relación con la realidad.

El propósito inicial de los medios era volver más transparente el mundo. Sin embargo, en la práctica lo volvieron opaco. La realidad se fragmentó en imágenes, relatos y simulacros. El sujeto dejó de ser partícipe para volverse espectador. Como anticipó Baudrillard, vivimos en la “sociedad del simulacro”: un universo de signos que ya no remiten a nada real, sino a otras imágenes.

El reality show es su emblema: una ficción de lo real que sustituye la experiencia viva por su representación. En este nuevo régimen visual, el sujeto se convierte en un receptor vacío, un consumidor de apariencias desarraigado de la experiencia concreta.

El efecto de esta transformación no se limita a la vida cotidiana: alcanza la forma misma del conocimiento. La cultura de la imagen ha desplazado al libro, ha sustituido el análisis por la inmediatez visual. Cuanto mayor es la oferta de información, menor parece nuestra capacidad de elección. La abundancia se convierte en parálisis; la comunicación, en fin en sí misma.

Difícil suerte la del hombre postmoderno —dice Susana—: perseguimos infinitas imágenes que nos atraen y seducen, pero que permanecen lejanas, inalcanzables. La escuela, por su parte, a menudo permanece al margen de esta cultura visual, ajena al nuevo entramado simbólico en el que conviven, con igual fuerza, rasgos modernos y postmodernos.

d) La cotidianidad postmoderna

Gilles Lipovetsky describió a nuestro tiempo como la era del vacío: una cultura cool, descentrada, hedonista, fragmentaria. En contraste con la rigidez disciplinaria de la modernidad, la cultura postmoderna se vuelve flexible, irónica y ambivalente. Es —dice Lipovetsky— “descentrada y heteróclita, materialista y ‘psi’, porno y discreta, consumista y ecologista, espectacular y creativa”. Ya no busca resolver las contradicciones, sino convivir con ellas.

Este cambio implica una segunda revolución individualista. El individuo busca liberarse de toda traba, expresar sus deseos, experimentar el placer inmediato. Vive en un presente continuo, desligado de todo compromiso social o trascendencia. El goce sustituye al sentido, y la comunicación se convierte en un acto sin finalidad más allá de sí misma.

Pero esta personalización tiene dos caras. Por un lado, la libertad de elección frente al mercado, vivido como un gran supermercado simbólico. Por otro, la necesidad de pertenecer, de afirmarse en una identidad. Así proliferan los grupos que buscan reconocimiento y visibilidad: minorías sexuales, étnicas, lingüísticas, culturales. En ambos casos, la lógica del yo domina la escena.

Lipovetsky advierte que esta emancipación aparente puede devenir en un nuevo tipo de vacío: un individualismo sin proyecto, un narcisismo de la comunicación sin contenido. Vivimos —dice— entre la hiperconexión y la desconexión afectiva, entre la libertad de elegir y la imposibilidad de desear algo duradero.

Epílogo

La postmodernidad no es solo un diagnóstico cultural; es una condición existencial. Exige una mirada crítica capaz de discernir entre emancipación y simulacro, entre libertad y banalidad. No se trata de negar la razón, la ciencia o la técnica, sino de pensar sus límites y sus derivas.
Solo así podremos evitar quedar atrapados —como diría Platón— en la caverna de las sombras, confundiendo las imágenes con la verdad.

Las Reformas que se vienen

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Por Rodrigo Fernando Soriano.

Mi verdadera gloria no está en haber ganado cuarenta batallas; Waterloo borrará el recuerdo de tantas victorias. Lo que nada borrará, lo que vivirá para siempre, es mi Código Civil.

Napoleón Bonaparte.

 

Con mucha razón, Ricardo Lorenzetti dijo que el Código Civil y Comercial de la Nación es como la Constitución de la vida privada de las personas. En ella se imprime como debemos ser, como nos relacionamos y hasta como nos van a tratar una vez muertos. Por eso reformar un código nunca estará en el orden de lo inocente. No se cambia un solo artículo, sino que se cambia la idea del ser social que queremos en nuestro país. Reemplaza una filosofía, un modo de transitar la vida en libertad, en la justicia, en como el Estado debe intervenir en la vida de las personas. Y eso es, justamente, lo que hoy se pone en juego con el intento de revisar el ochenta por ciento del Código Civil y Comercial de la Nación: una reescritura del alma jurídica de la Argentina.

La semana pasada, Manuel García Mansilla, quien fuera nombrado por Javier Milei mediante un decreto en comisión como ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, acompañado de María Ibarzabal Murphy, exfuncionaria macrista, hoy secretaria del departamento “Legal y Técnica” cercana a Santiago Caputo, fueron entrevistados en un canal de streaming llamado “Fundación El Faro”, con la noticia de los comienzos de la reforma casi completa de la ley nro. 26.994, o más conocida como “Código Civil y Comercial de la Nación”.

Entre las principales reformas anunció que existía en Argentina una fuerte y urgente necesidad de iniciar reformas estructurales en el país que abarcaran los planos jurídicos, económicos, fiscales y políticos. Indicaron que el ordenamiento jurídico argentino es una «maraña regulatoria» que socava la iniciativa privada, impide la inversión y dificulta el desarrollo. Declararon también que intentan limitar las facultades del juez en casos de lagunas legales. En especial, fortalecer la autonomía de la voluntad y la libertad de contratar. Instaurar el sistema de bancarrotas de los Estados Unidos, o conocido como el Chapter 11 (U.S. Bankruptcy Code) que funciona como el concurso preventivo sin el control de legalidad de los jueces. 

Lo más llamativo es la intención de volver al sistema clásico de jerarquización de la autonomía de la voluntad, que si bien, retóricamente luce como una alternativa que se compadece con los derechos y garantías que se postulan en la Constitución Nacional, en la práctica aprendimos que no eran suficientes sin un papel de protección por parte del Estado para con los individuos. 

En toda reforma hay ganadores y vencedores. En el año 2012, fecha de presentación del anteproyecto del Código Civil y Comercial de la Nación, representó la clara derrota de la doctrina clásica de nuestro país. De aquellos que sostienen a rajatabla la doctrina de Vélez Sarsfield respecto al liberalismo impreso en el código. De aquellos que aún del dictado de la ley 17.711, llamado “Código Borda”, y los intentos de reformas del año 1998, siguen negando la importancia de tener una parte general del derecho que otorgue la libertad interpretativa de los jueces con el objeto de proteger a las personas.

El Código Civil de autoría de Vélez Sarsfield tuvo siempre una dogmática liberal decimonónica, que alienta al libre tráfico de los negocios, y en protección absoluta a la autonomía de la voluntad, en una concepción individualista de igualdad jurídica en las relaciones. Dentro de esa matriz, el proceso judicial se concebía como un ámbito de igualdad abstracta, sin reconocer asimetrías reales ni colectivos vulnerables. Los métodos de interpretación y aplicación de normas eran por las palabras, el “espíritu” (distinto a la noción de finalidad teleológica de la actualidad). En caso de duda, se debía resolver por principios generales del derecho, teniendo en consideración del caso (art. 16 CC).

Por su lado, la filosofía impresa del Código Civil y Comercial de la Nación significó una ruptura con la dogmática liberal, adoptando lo que Richard Thaler y Coss Sunstein llamaron paternalismo libertario, fórmula que supone a un individuo que transita libremente por el mercado y a un Estado que lo ayuda a tomar decisiones, sobre todo, del orden patrimonial. De la protección al vulnerable según la filosofía de Luigi Ferrajoli que postula a los derechos fundamentales como «la ley del más débil contra la ley del más fuerte».

Se pasa de una filosofía iusprivatista a una iusconstitucional. De una interpretación positivista de la norma, a una neoconstitucional. De la noción de un “Estado de Derecho” a una de “Estado Constitucional”. El art. 1 CCCN establece que las normas deben interpretarse conforme a la Constitución Nacional y los Tratados de Derechos Humanos incorporados a la Constitución, introduciendo así el principio de constitucionalización del derecho privado. A su vez, el art. 2 CCCN incorporó una interpretación sistemática, finalista y conforme a los valores y principios del ordenamiento jurídico, lo que trasladó el eje de la norma desde la forma hacia la función social del derecho. La mirada no está puesta en el negocio jurídico, sino a la protección de la persona. Asimismo, el paradigma del Código Civil y Comercial de la Nación incorporó a la noción del derecho no como imputación de conducta sino como un instrumento de tutela efectiva, promoviendo la igualdad real por sobre la formal. Ya no se parte de sujetos abstractos e iguales, sino de sujetos reales en contextos de desigualdad.

Como dije, se destaca del Código Civil y Comercial la fuerte protección a los sujetos vulnerables, que en Argentina representa un punto central. Tal idea proviene de la filosofía de Luigi Ferrajoli que elaboró una tesis diferenciada para defender los derechos de los más débiles. En los códigos del siglo XIX regularon los derechos de los ciudadanos sobre la base de una igualdad abstracta, asumiendo la neutralidad respecto de las asignaciones previas del mercado y la sociedad. Superando esta visión el Código Civil y Comercial considera a la persona concreta por sobre la idea de un sujeto abstracto y desvinculado de su posición vital. Se busca la igualdad real, y desarrolla una serie de normas orientadas a plasmar una verdadera ética de los vulnerables.

En la parte de regulación del derecho de familias tuvo una mirada a favor de la persona, y de la progresividad de derechos, adoptando la legislación a la nueva concepción de las relaciones familiares. Distinto en cuanto a los contratos entre empresas, que se amoldaron a los principios Unidroit, para adaptar nuestra legislación a la del mercado exterior. Pero a su vez, fue fuerte la protección en el derecho del consumo para tratar de palear las desigualdades estructurales que las existen entre consumidor y las empresas proveedoras de bienes y servicios. En cuanto a los derechos reales, o a la relación entre personas y las cosas, se crearon nuevos y modernos derechos como ser el conjunto inmobilario para intentar amoldar los desarrollos inmobiliarios en barrios cerrados. 

En palabras de Aida Kemelmajer de Carlucci, en una conferencia que dio en Tucumán, el Código Civil y Comercial Común no fue una imposición de una escuela doctrinaria, ni de una idea política, sino que vino a normativizar lo que en la realidad ya se estaba dando. 

Por ello volver a lo clásico, tal como se pretende, es volver a fortalecer los desequilibrios, las desigualdades. No se trata de amoldar una legislación local en pos de atraer nuevas inversiones exteriores. No se debe resignar el valor de la equidad para dar lugar a la tan ansiada seguridad jurídica del sector empresario sin encontrar un balance entre ellos. No debemos resignar nuestros derechos y garantías constitucionales y convencionales previstas para que unos pocos puedan sacar provecho económico de nuestro país.

Un Código no es una suma de normas, es una declaración sobre el tipo de humanidad que aspiramos a proteger. Y en tiempos donde la palabra “reforma” suena a eficiencia, conviene recordar que la justicia no se mide en velocidad, sino en dignidad. Reescribir el Código Civil y Comercial no debería ser una operación contable sobre las libertades, sino un ejercicio de memoria sobre los vínculos. No se trata de hacer más liviano el derecho, sino más humano.

Porque si Napoleón se enorgullecía de su Código como la obra inmortal de su tiempo, nosotros deberíamos defender el nuestro como el testamento moral de una sociedad que decidió poner a la persona -y no al mercado- en el centro de la ley. Reformar el Código Civil y Comercial no es cuestión de técnica: es decidir qué país somos cuando nadie nos mira.

 

La religión de los que creen en la Nada

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Por Catalina Cervantes.

Quien cree haber matado a Dios, suele terminar adorando su propia sombra.

E. M. Cioran.

Buenos días, hombres libres.
Me presento: soy una esclava.
No porque alguien me haya encadenado, sino porque cada uno de mis pensamientos responde —aun sin quererlo— a un antiguo dios que todavía habla a través de mí. Los suyos también hablan a través de ustedes. No crean que están a salvo: nadie lo está.

La frase más repetida de la modernidad dice: “Dios ha muerto.”
Pero quienes la celebraron como una liberación no entendieron la advertencia. Nietzsche no estaba descorchando un vino: estaba abriendo un abismo. Cuando un dios cae, no se libera el mundo: queda un hueco que exige otro dios inmediatamente.

Ese gesto —ese querer negar un absoluto para instalar otro— es la religión más antigua del ser humano: la religión de los que creen en la Nada.

No voy a defender ni atacar al ateísmo. Eso es teología secundaria. Lo que importa no es la posición, sino el mecanismo. Desde Stirner hasta Marx, desde Feuerbach hasta Freud, todos quisieron desmontar la arquitectura divina. Pero a cada negación le nacía un nuevo altar: el Hombre, la Historia, la Razón, la Ciencia, el Progreso, la Revolución. Todos dioses vestidos de civil.

La negación de Dios nunca fue un acto de libertad.
Fue un cambio de amo.

¿Qué nos diferencia, realmente, de los primeros cristianos que despreciaron a los dioses paganos? ¿O de los hijos de Yavhé que arrasaron templos porque no coincidían con su Ley? El mecanismo es idéntico: se destruye una verdad para entronizar otra, se desplaza un símbolo para custodiar uno nuevo. La “muerte de Dios” es solo la muerte de una forma de la Verdad, no de la necesidad humana de una Verdad.

El ateo que proclama con orgullo su emancipación repite el dogma que cree haber superado:
confunde ausencia de fe con ausencia de servidumbre.

Se sienten libres porque ya no rezan, porque ya no temen al Infierno, porque sus vidas no están escritas por un libro sagrado. Pero ignoran que siguen obedeciendo otros mandamientos: productividad, eficiencia, libertad de mercado, derechos individuales, sentido común, racionalidad, identidad, patria, justicia, ciencia.
Palabras que funcionan como ídolos.
Verdades que exigen sacrificios.
Sistemas que piden devoción.

Sartre dijo: “Estamos condenados a ser libres.”
Yo digo: estamos condenados a tener un amo.

Porque no existe humanidad sin un centro de gravedad simbólico. Siempre adoramos algo: Dios, la Nada, la Nación, el Dinero, el Yo. Cada una de esas abstracciones tiene su liturgia. ¿O no es un rito moderno despertarse para producir, consumir, obedecer, indignarse a horario y dormir para repetirlo al día siguiente? ¿No es un credo la idea de que todo puede explicarse científicamente? ¿No es una fe creer que somos individuos autónomos cuando toda nuestra subjetividad está moldeada por instituciones invisibles?

El mundo contemporáneo no abolió la religión: la dispersó.
Cada gesto es un rezo.
Cada elección de consumo es un templo.
Cada indignación automática es un dogma.
Cada algoritmo es un confesor.
Cada identidad es una iglesia.

La humanidad que quemó templos sigue construyendo otros.
La humanidad que negó a Dios sigue buscando absolutos para evitar enfrentarse al horror que más teme: que no hay fundamento.

Pero incluso ese horror se vuelve religión: la religión del vacío.
El ateísmo resentido no destruye al dios que niega: lo reemplaza por su fantasma.
Y ese fantasma manda tanto como cualquier divinidad antigua.

No exagero: basta mirar la historia reciente para comprobar que los hombres matan con la misma devoción cuando creen en Dios que cuando creen en su ausencia. Cambia la máscara, no el impulso. Los Incontrolados que quemaron iglesias en España no eran menos religiosos que los soldados que tomaron Jerusalén.
El fuego no distingue teologías.

Vivimos rodeados de doctrinas, aunque no las llamemos así:
Progreso. Libertad. Igualdad. Identidad. Orden. Mercado. Nación.
Cada palabra una espada.
Cada palabra un altar.
Cada palabra una cadena.

Y observo ahora las máscaras que llevan puestas —sí, ustedes, lectores fantasmas detrás de sus pantallas—. Esa forma de hablar, de callar, de indignarse, de ironizar, de sentir: todo está moldeado por un panteón invisible que cargan dentro del pecho.

Somos herederos de miles de verdades absolutas.
Y no importa cuánto reneguemos de ellas: siguen mandando.

Por eso vuelvo a preguntar —y esta vez no para incomodar, sino para revelar—:

¿Cuál es tu Verdad?
¿Cuál es tu amo?

 

 

El arte de no perderse en diciembre

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Por Fabricio Falcucci.

La prisa es la máscara de una época que teme mirarse por dentro.

Anonimo.

Cuando el año se acelera, los libros detienen el ruido

El tramo final del año no se presenta, irrumpe. Ese periodo concentra en pocos días lo que quedó pendiente durante meses y despliega una intensidad propia que sorprende incluso a quienes llevan la agenda al día. Las oficinas y las aulas doblan su ritmo, los buzones se llenan de notificaciones y se multiplican los compromisos sociales que durante el resto del año podían posponerse. Al mismo tiempo, las revisiones, los balances y la exigencia de “cerrar” proyectos generan una sensación de última oportunidad que acelera decisiones y activa culpas postergadas. Es un clima general que empuja hacia afuera —más reuniones, más encuentros, más trámites— mientras adentro se percibe una cuenta regresiva que consume recursos emocionales y cognitivos.

Esa tensión tiene raíces prácticas, pero también simbólicas. Culturalmente, el cierre de ciclo implica balances morales: evaluar lo logrado frente a lo abandonado y, además, inscribirse bien en la narrativa pública del fin de año —acudir a eventos, compartir fotos, enviar saludos—. A eso se suman urgencias invisibles, como reconciliaciones pendientes o la administración de afectos en familia. Psicológicamente, la acumulación sostenida de demandas reduce la reserva atencional: la fatiga no es solo física, es también una dispersión del foco, una disminución de la capacidad para sostener proyectos de largo aliento. Diciembre, entonces, no es simplemente un mes: es una gramática social que nos exige justificar cada minuto de productividad, incluso cuando la energía ya no alcanza.

Frente a ese panorama, hay gestos que funcionan como correcciones mínimas pero eficaces. Abrir un libro es uno de los más sencillos y, a la vez, de los más radicales: no detiene la agenda, pero reorganiza la percepción del tiempo. La lectura no opera como una máquina de evasión; actúa como un regulador interno. Cuando aceptamos seguir la cadencia de un texto, la urgencia externa pierde parte de su tiranía y la mente recupera un ritmo propio. Esa recuperación tiene efectos concretos: reduce la sensación de fragmentación, mejora la concentración y facilita una reposición emocional que, aunque discreta, influye en cómo afrontamos las obligaciones que permanecen.

Los libros que elegimos funcionan como instrumentos distintos para ese propósito. Hay lecturas que actúan como remedio breve —una novela corta o un volumen de ensayos para leer en fragmentos— y otras que exigen una atención sostenida, capaces de desplazar el calendario al ritmo de su propia lógica.

La tregua, de Mario Benedetti, por ejemplo, no compite con la agenda: restituye la atención a los instantes, muestra que ciertas pausas no solo son placenteras sino necesarias. El túnel, de Ernesto Sábato, trae la intensidad de la introspección y obliga a una lectura más lenta, justamente lo opuesto a la vorágine de diciembre. En terrenos más fantásticos, La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, propone una temporalidad alternativa que invita a desacelerar para desentrañar su enigma. Hesse, en Demian, vuelve la mirada hacia el interior como forma de resistencia a lo externo; y las observaciones fragmentarias de El libro de la almohada, de Sei Shōnagon, ofrecen trozos de calma para quienes necesitan pequeñas ventanas de respiro.

La literatura contemporánea también aporta variantes útiles: la voz intensa y comunitaria de Las malas, de Camila Sosa Villada, reclama una lectura afectiva y libre de apuros; la arquitectura narrativa de Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez, impone un paso lento que no puede ser apurado sin traicionar su atmósfera; María Gainza, en El nervio óptico, convierte la reflexión sobre arte en una práctica de observación que frena el impulso ansioso; Cabrera Infante, con su mapa del exilio, suspende los relojes sociales; y Pedro Mairal, en La uruguaya, muestra que incluso una confesión veloz puede transformarse en un espacio para la introspección y la pausa.

Más que escoger “los mejores” libros, el punto es identificar qué ritmo necesitamos: lo breve y fragmentario, o el relato que obliga a detenerse. La lectura es un espejo del propio estado interno: si el año nos partió en pedazos, tal vez convenga un libro que también pueda leerse en pedazos. Si diciembre impone un vértigo que no es propio, entonces conviene un libro que fuerce otra respiración.

Leer en esas semanas funciona también como un acto social en sentido inverso. Mientras aumentan los rituales colectivos, la lectura instala una disciplina íntima que traza una frontera entre lo público y lo propio. No es aislamiento: es una estrategia para sostener la autonomía de la atención. Y tiene consecuencias prácticas: quien recupera un fragmento de tranquilidad se entrega menos a la prisa que prioriza el trámite sobre la reflexión, y gana la posibilidad de tomar decisiones menos reactivas. En términos organizativos, leer permite recomponer la agenda mental, priorizar con claridad, identificar lo no negociable y reconocer lo que puede esperar.

Por supuesto, no se trata de romantizar la lectura como panacea. No reemplaza terapias, ni resuelve conflictos complejos ni convierte en milagro profesional lo que depende de políticas públicas o redistribuciones de carga doméstica. Pero sí es un recurso accesible y significativo: no exige más inversión que un rato al día y, bien usado, puede mejorar la calidad del cierre del año. La recomendación es simple: reservar espacios concretos de lectura —quince minutos después de la cena o un capítulo antes de dormir—, elegir textos según el ritmo que se necesita y tratar esa pausa como una tarea más, pero con un objetivo distinto: restituir, no consumir.

Cerrar el año con lucidez exige decisiones pequeñas y repetidas. Tomar un libro es una de ellas. En un contexto donde todo acelera, pausar deliberadamente es una forma de recuperar la agenda. Elegir qué leer es elegir desde dónde queremos llegar al próximo comienzo: con la atención más presente, con la mente más ordenada y con un ritmo que vuelva a ser propio, no impuesto.

 

¿Cómo construir un planeta propio?

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Por Virginia Calvi.

Entrevista a Benito Laren

¿La Embajada Laren es un refugio, un escenario o un país que existe solo cuando alguien lo mira?  

Larenland es el Pais con las Tierras mas prosperas de la Imaginacion. Es virtual y existe cuando alguien lo mira ciberneticamente.

Inventaste una biografía marciana y un territorio propio, Larenland. ¿Qué puede decir la ficción sobre vos que la biografía real no puede decir?

Larenland es una mas de mis multiples creaciones ya que Yo Escribo,pinto y canto. Hago cualquier cosa con tal de no Trabajar. En mi libro titulado Mis Delirios  escribi mi Biografia Autorrisada. Ya que todo lo que escribo es con Comicidad.

Tu técnica Pop Oh! Art” convierte el vidrio en brillo, reflejo y corte. ¿Buscás deslumbrar, herir o revelar algo que solo aparece cuando el ojo se lastima un poco?

Mi Tecnica » Pop Oh! Art » fue creada en 1987 y busca que la Gente se deslumbre con un Arte tan Marabrilloso. Espero que nadie salga lastimado.

En un mundo que premia lo serio, vos elegiste el exceso, el humor y el artificio. ¿Ese exceso es estética, defensa o ataque?

Confieso que no entiendo al Mundo del Arte Actual. Cuando yo comence se llamaba Bellas Artes pero ahora veo que la mayoria de las Obras son todo lo contrario. Supongo y espero que sea asi.Solo algo pasajero.Un momento para Olvidar.

La política del arte suele ser solemne, pero vos tenés taxi, videos, cochecitos, embajada. ¿Tu obra critica al sistema del arte o lo hackea desde adentro?

Yo soy un Marciano de Turismo en el Planeta Tierra y por tal motivo a todo lo que veo lo reinterpreto  con mi sello Personal.

Siento que puedo hacer cualquier cosa y mas ahora que existe la Inteligencia Artificial.

Después de 40 años de trabajo, ¿qué parte de vos es Benito y qué parte es Laren? ¿Hay una frontera o ya es imposible separar al artista del mundo que inventaste?

Es verdad  comence con el Arte de manera ininterrumpida desde Septiembre de 1987. Pasaron 40 Felices años.  Mi Apellido real es otro y tengo esa vida paralela. Pero Yo prefiero mas vivir la Vida de Benito Eungenio Laren.

 

https://www.youtube.com/watch?v=4RC00_19pP8

https://www.instagram.com/benitolaren/

 

Benito Laren es artista plástico, escritor y realizador de videos argentino.

Nació el 12 de enero de 1962 en San Nicolás de los Arroyos, Provincia de Buenos Aires, Argentina.

También se ha graduado como Técnico Químico en 1983.

Es conocido por su estilo extravagante y su intención de ser famoso y rico, llegando a inventar una biografía donde sus orígenes están en el planeta Marte y llamando a su mundo Larenland.

Sus obras se encuentran en colecciones importantes como la del Museo Nacional de Bellas Artes, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, el Corning Museum of Glass de Nueva York y el Blanton Museum of Art de la Universidad de Texas, entre otros.

Desarrolló una técnica de pintura sobre vidrio que denomina «Pop Oh! Art».

Actualmente vive en Caballito donde tiene su propia embajada Laren.

Tuve el honor de conocer su obra y espacio lleno de magia, me recibió en la embajada y me llevo de viaje recorriendo cada uno de los espacios contando sobre cada una de sus obras, luego tomamos té mientras mirábamos sus videos clip de sus temas musicales producidos por Nacho Marciano. 

De este año lo más importante que realizó fue el cochecito que le regale a la hija de Constantini

y que este año cumplió 40 años con el Arte.

Benito tiene su propio taxi que recorre la cuidad ploteado con su obra.