Por José Mariano.
Los unos y los otros, unitarios y federales, han vivido en perpetua guerra, sin más objeto que destruirse recíprocamente.
Domingo F. Sarmiento (1845)
En Argentina la política logró algo que parece imposible, transformar la pasión en doctrina y la doctrina en dogma. No fueron las ideas ni los programas los que moldearon la vida pública, sino más bien fue la exaltación de nuestras emociones. Desde el comienzo, lo político se sostuvo en el romance de odios heredados y en amores que no se olvidan. La política argentina se canta como un himno, se celebra como una fiesta y se llora como una tragedia íntima. En una cancha o en una plaza el ritual es idéntico, banderas, gargantas, promesas que se gritan como eternas. Con el tiempo, esa lógica se convirtió en regla, un lenguaje del que nadie puede escapar.
La grieta no es un accidente ni un invento reciente, es la forma en que se organizó nuestra vida pública. Cada época le dio sus nombres, unitarios y federales, civilización y barbarie, pueblo y antipueblo, kirchneristas y antikirchneristas. Pero los nombres son lo de menos. Lo que permanece es la estructura, un espejo en el que siempre vemos al otro deformado. Una maquinaria que convierte la pasión en frontera y la emoción en trinchera.
En 1810, mientras Buenos Aires discutía cómo gobernar el Río de la Plata, ya había dos bandos irreconciliables. Moreno, radicalizado por las ideas de la Ilustración, llamaba “enemigos de la patria” a quienes dudaban; Saavedra, más moderado, pedía prudencia y espera. Esa tensión explotó en los periódicos, en los cafés, en las calles. La política nació así, no como un debate abierto, sino como una pedagogía del odio, donde cada parte necesitaba demonizar al otro para afirmar su propia existencia.
Lo que vino después no hizo más que profundizar esa lógica. Unitarios y federales transformaron al país en un escenario de guerra civil casi permanente. El siglo XIX fue un laboratorio de la grieta, degüellos, proclamas que invocaban el exterminio, consignas que convertían la diferencia en barbarie. Rosas lo entendió mejor que nadie “Federación o Muerte”. Y los unitarios respondieron con la misma furia. El poder se construía sobre la base del miedo —al caos, a la disolución, al enemigo interno— y de la esperanza —la promesa de que una facción traería orden, civilización.
Ya con la Nación organizada, la división reapareció en otro terreno, la educación. La sanción de la Ley 1420, que establecía la enseñanza común, gratuita, obligatoria y laica, encendió la mecha de un país dividido entre modernización y tradición, Estado y Iglesia. Los púlpitos se convirtieron en trincheras, los periódicos en armas. Una vez más, el miedo y la esperanza fueron los motores, miedo a perder la fe, esperanza en el progreso. La pasión no se apagaba, encontraba nuevos campos donde desplegarse.
La política argentina se había convertido en un artefacto que exigía elegir siempre un bando. No pensar en matices, no buscar síntesis, sino asumir la fractura como identidad. Esa lógica se volvió una pedagogía de masas. Ser argentino significaba, en gran medida, definirse en contra de alguien.
La irrupción de Perón llevó la grieta a su clímax. Para millones fue el líder redentor, la encarnación de la justicia social. Para otros, un tirano populista, un peligro para la república. Pueblo contra antipueblo, descamisados contra gorilas. La política se convirtió en una liturgia de pasiones desatadas.
El odio alcanzó su punto más alto en 1955, cuando bombardearon la Plaza de Mayo y dejaron más de 300 muertos. El poder había descubierto que el miedo podía usarse no sólo como recurso discursivo, sino como estrategia de gobierno, miedo a la violencia, miedo al peronismo, miedo a la revancha. Después vino la proscripción, durante 18 años, nombrar a Perón era delito. La esperanza se dosificó como mercancía electoral, la promesa de un regreso, el mito del líder ausente. La grieta se volvió rutina, cada década reeditaba la fractura con nuevos nombres y viejas cicatrices.
Brecht hablaba del analfabeto político como aquel que no comprendía que todo lo que hacía tenía consecuencias. En la Argentina, el analfabetismo político adoptó también otra forma, no sólo era la indiferencia, sino la pasión sin pensamiento. Un fervor heredado, repetido como camiseta de fútbol, donde el adversario no se discute, se odia. El ciudadano convertido en hinchada.
El siglo XXI no inventó la grieta, la bautizó. En 2008, el conflicto del campo cristalizó una división que venía de antes. Kirchneristas y antikirchneristas se miraron como enemigos irreconciliables. Los medios se alinearon como ejércitos, Clarín y La Nación de un lado, Página/12 y C5N del otro. Hubo periodistas que admitieron estar haciendo “periodismo de guerra”. En las calles, los insultos reemplazaron a los argumentos, “negros choriplaneros” contra “gorilas vendepatria”. Cristina y Macri se convirtieron en símbolos de trincheras opuestas.
La ciudadanía quedó atrapada en un ring donde cada golpe mediático reforzaba la sensación de que el otro no era adversario, sino enemigo. La política se transformó en espectáculo, y la grieta en mercancía. El miedo al otro y la esperanza en el propio bando se volvieron productos de consumo masivo.
Nuestra historia puede leerse como una sucesión de ruinas, guerras civiles, proscripciones, dictaduras, crisis que nunca terminan. Y sin embargo, esas ruinas fueron narradas como progreso, como si cada fractura fuese un precio necesario del futuro. Walter Benjamin recordaba que el progreso no es una marcha triunfal, sino un huracán que acumula escombros. La grieta argentina está hecha de esos escombros, presentados como inevitables sacrificios en nombre de la modernidad.
Hoy, con Milei agitando a la “casta” y las oposiciones atrincheradas, la pregunta vuelve como un fantasma ¿podemos escapar de este ciclo o estamos condenados a repetirlo una y otra vez? La grieta es mito fundante y prisión al mismo tiempo. Es el idioma en el que aprendimos a discutir, pero también el barro en el que seguimos atrapados.
El desafío es interrumpir esa repetición. Romper el espejo. Pensar de otro modo. Porque lo que nos une —la memoria compartida, los sueños postergados, la rabia por las injusticias que persisten— siempre fue más fuerte que lo que nos divide.
El problema no es la grieta. El problema es creer que no hay otro modo de mirar.
Bienvenido a la Edición 29.
Esto es Fuga.