Por María José Mazzocato.
El reloj marcaba las cinco y cuarente, llegue tarde y el pasillo ya era otra cosa. No era pasillo, era fila. Una fila que respiraba, que se estiraba y se encogía, que murmuraba frío, cansancio, espera. Una fila que no era nueva: todos sabíamos que había que llegar con el amanecer si queríamos tener alguna posibilidad. Lo sabían las señoras con bastones, los jubilados de mirada resignada, los padres que cargaban bebés dormidos y los que, como yo, solo necesitábamos un psicofísico para cumplir un trámite.
Pase por tres hospitales y decido hacerlo cerca de casa, por que igual sabia que iba a llevar unos largos dias. Ya estaba cansada de intentar sortear un sistema que no fue pensado para funcionar, sino para resistir a los que lo necesitan. Cansada también de pagar con tiempo lo que el bolsillo no cubre: porque el psicofísico no es gratuito. Cuesta 16 mil pesos. Una ironía más de un Estado que exige sin ofrecer, que regula sin garantizar.
Pero el precio no es solo económico. El precio también es la mañana completa, es el desayuno ausente, es el madrugón sin certeza. Porque, para completar el psicofísico, hay que conseguir turno con varios especialistas. Y resulta que los cardiólogos y oftalmólogos del sistema público entregan solo 10 turnos por día. Diez. Como si la demanda fuera mínima. Como si después de esos diez pacientes pudieran descansar tranquilos el resto del día. Y uno, desde la fila, los ve irse a tomar café con la secretaria mientras la gente sigue esperando. Como si el tiempo de los demás no valiera.
Y aun así, los médicos que trabajan en este sistema no son los enemigos. Lo entendí cuando hablé con varios de ellos: psicólogos, fonoaudiólogos, clínicos, radiólogos. Muchos entraron por concurso, se ganaron su lugar. Atendían entre 20 y 40 personas por día. Sin pausas, sin garantías laborales. Están más precarizados que quienes gozan de la tranquilidad de una planta permanente por acomodo político. Son quienes sostienen con el cuerpo y la paciencia lo que el Estado abandonó hace tiempo.
Una médica me dijo: “Los que trabajan son los que no tienen coronita”. Otra, resignada, me explicó que en realidad las instituciones ya no tienen presupuesto, y que cada sector sobrevive como puede. El resultado está a la vista: servicios colapsados, trámites eternos, profesionales quemados, pacientes frustrados. Y sin embargo, nadie deja de ir. Porque no hay otra opción.
En esa clínica, esa mañana, la fila era el síntoma más claro de la crisis. Era visible, tangible, incontestable. Había más de 50 personas antes de que amaneciera. Adultos mayores, en su mayoría. Algunos en silencio, otros con la queja a flor de piel. La mayoría dependía del PAMI, que cada vez ofrece menos especialistas. Muchos iban al hospital simplemente para que los viera un cardiólogo.
Ahí me pregunté, ¿qué pasa con la salud pública en Tucumán? ¿Qué pasa cuando el derecho a la salud se vuelve una carrera de obstáculos? ¿Qué pasa cuando los hospitales se llenan de pacientes que no buscan una operación, sino apenas un turno? Lo que pasa es lo que vivimos cada día: el hartazgo, la resignación, la bronca.
Pero no es un problema nuevo. Ni es solo culpa del actual gobierno. Es una herencia, un desmoronamiento acumulado. Años de desinversión, de desidia, de mirar para otro lado. El sistema sanitario está roto, y quienes más lo sienten son los que no tienen obra social, los que trabajan en negro, los jubilados, las madres solteras, los jóvenes precarizados. Es decir: la mayoría.
Hay algo profundamente injusto en obligar a las personas a pagar por un estudio que exige el propio Estado. Más injusto aún cuando ese estudio está atado a un sistema que no responde, que no alcanza, que excluye. Nadie debería tener que pagar para demostrar que está apto para trabajar. Nadie debería tener que levantarse a las cinco de la mañana para ver si tiene suerte.
Y sin embargo, lo hacemos. Porque no hay alternativa. Porque los que no podemos pagar una clínica privada nos sometemos al peregrinaje del sistema público. Porque el derecho a la salud, en este país, se volvió un privilegio.
Vi cómo el hospital se despertaba con la ciudad. Vi cómo la fila crecía y crecía, como si tuviera vida propia. Vi cómo los turnos se agotaban en minutos. Vi cómo el sistema se tragaba las horas, las fuerzas, las ilusiones. Y entendí que esta no es solo mi historia. Es la historia de miles.
Hoy me fui con el psicofísico hecho. Pero también con una certeza amarga: en Tucumán, el sistema de salud no está en crisis, está al borde del colapso. Y cada día que pasa sin que se haga algo, es un día más en el que el derecho a la salud se convierte en una carrera contra el tiempo, contra la burocracia, contra la desigualdad.