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La trampa de la izquierda y la derecha: “Hemiplejía moral” en la Argentina


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En la Argentina de hoy, parecería que no existe otra elección que ser de “izquierda” o “derecha”. La política se viste de consignas, y los ciudadanos, entre la decepción y la bronca, se sienten atrapados en la obligación de tomar partido. ¿Pero de dónde surge esta consigna tan rígida? José Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, recurre a la metáfora de la “hemiplejía moral” para describir ese estado en que solo se ve la mitad de la realidad ética, condenando a unos y absolviendo a otros por idénticas faltas. Esta parálisis del sentido moral no es un error menor: se convierte en el combustible que alimenta la polarización y que, a la larga, termina hipotecando nuestro futuro colectivo.

Esta “hemiplejía moral” no es una abstracción: basta observar cómo, durante la reciente crisis económica de 2023, las discusiones sobre la inflación récord y la pobreza creciente se diluyeron rápidamente en un intercambio estéril de culpas partidarias. Mientras la sociedad exigía respuestas urgentes, los políticos se limitaban a señalar la responsabilidad del bando opuesto, perpetuando así la parálisis que Ortega denunció hace casi un siglo.

La manipulación domina al escenario; ¿Por qué esta polarización otorga tanto poder a los gobernantes? Porque en un clima de rivalidad encarnizada, la discusión pública se reduce a meros eslóganes. Cada bando justifica sus propios atropellos y se ensaña con los del contrario, sin el menor reparo en la coherencia. Esta “hemiplejía moral” —que Ortega denunció con fuerza— hace que la sociedad no pueda unirse en los reclamos esenciales, como mejorar la educación, la salud o el empleo, sino que se enrede en disputas con sabor a revancha histórica.

Mientras tanto, el anhelo más sencillo —el de progresar, cuidar a la familia y vivir en paz— queda subordinado a la lógica de dos banderas opuestas. El político, cualquiera sea su color, obtiene una armadura simbólica: su electorado se niega a condenar sus errores y su adversario carece de credibilidad moral a ojos de la facción opuesta. Y así, la obra de gobierno se vuelve más un espectáculo de consignas que un compromiso real con la construcción de un país digno.

¿Cuántas veces hemos visto a personas de a pie, que solo quieren un ingreso digno y un futuro para sus hijos, obligadas a definirse como “progre” o “facho”? La mayoría de los argentinos —incluso en medio de la desesperanza— aspira a resolver problemas inmediatos: acceso a un sistema de salud que funcione, mejoras concretas en la calidad de la educación, oportunidades laborales. Sin embargo, la clase política —experta en levantar trincheras— insiste en enredar al ciudadano en un fuego cruzado, donde todo parece cuestión de credo ideológico.

Ortega señalaba este peligro de la hemiplejía moral: al centrarnos en un solo lado, nos queda inhabilitado el otro. Se convierte en un círculo vicioso: en nombre del “nosotros”, se perdona lo imperdonable, y en nombre del “ellos”, se exagera el más mínimo desliz. El pueblo, que solo anhela algo de sosiego y progreso, es sometido a un baile sin compás, privado de debates auténticos y consensos que trasciendan la fiebre del presente.

No es fantasía sostener que el país vive una emergencia ética. La hemiplejía moral es una enfermedad colectiva que reduce toda conversación a una elección de bando. La historia de la Argentina, plagada de enfrentamientos estériles, debería alertarnos: cada vez que la polarización se intensifica, crece el desencanto y se diluyen las soluciones de fondo.

Este empobrecimiento del debate público recuerda a lo que Hannah Arendt identificaba como la banalización del discurso político. Cuando los ciudadanos se acostumbran a una política reducida a la mera confrontación entre bandos, las palabras dejan de significar realidades concretas y pierden poder para generar acción y cambio. Arendt advertía que esta banalización no solo empobrece nuestra capacidad crítica, sino que prepara el terreno para formas más profundas de deshumanización política. El mayor acto de rebeldía, hoy, es exigir que las reglas del juego no se decidan en torno a bandos irreconciliables, sino a valores universales. Significa decirle “basta” al doble rasero y negarse a ser cómplices de esa parcialidad moral. Ortega, con su insistencia en la coherencia ética, nos recuerda que la sociedad entera se embriaga de consignas y olvida sus problemas más básicos cuando se somete a este espectáculo de agresiones.

En este sentido, el filósofo Neil Postman también advertía sobre cómo los medios de comunicación, al reducir el debate público a un simple espectáculo de antagonismos, contribuyen decisivamente a trivializar la política. Cuando la información se convierte en entretenimiento y la confrontación en el eje del discurso, lo verdaderamente importante pierde relevancia frente al ruido mediático. Esta espectacularización refuerza aún más la hemiplejía moral descrita por Ortega.

Urge, pues, rechazar la obsesión con los rótulos de izquierda y derecha, no para negar la riqueza de las ideas, sino para impedir que la manipulación y el resentimiento coloquen a la nación en una trampa eterna. La construcción de una Argentina viable no depende de consignas simples, sino de un compromiso real con la justicia, la integridad y la posibilidad de vivir mejor. Salir de la hemiplejía moral implica una hazaña colectiva: abrir los ojos a la totalidad de la realidad, negarse a seguir discutiendo quién tiene el relato más puro y enfocarnos, en cambio, en lo que verdaderamente importa. Porque la gente —en su desesperación y su esperanza— necesita un país que funcione, sin preguntar si se halla en la acera “correcta” de la ideología, sino si vive con dignidad y con proyectos de futuro compartido.

Romper este círculo vicioso podría empezar por actos cotidianos tan simples como negarse a reproducir mensajes cargados de odio en redes sociales o elegir espacios de diálogo donde prime la escucha antes que la etiqueta ideológica. En lo político, apoyar iniciativas ciudadanas transversales, aquellas que trascienden colores partidarios y apuntan directamente a problemas específicos, como proyectos para mejorar la calidad educativa, la atención primaria en salud o la transparencia institucional, podría ser una forma efectiva de recuperar el sentido común. Estas pequeñas rupturas, sumadas a muchas otras, pueden ir construyendo lentamente un nuevo consenso ciudadano basado en la dignidad, el respeto y el compromiso con lo concreto.

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