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Gobiernan sin nosotros: la crisis de representación en Argentina (y en Tucumán)

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No es que no nos escuchen. Es que ya no hablan nuestro idioma.”

La grieta real no es ideológica, es existencial

La democracia argentina se enfrenta a una de sus crisis más profundas y silenciosas: la de la representación. No se trata solo de descontento, ni de apatía ciudadana. Se trata de una ruptura mucho más radical: la sensación cada vez más extendida de que quienes gobiernan no representan a nadie, o peor aún, que se representan únicamente a sí mismos. Esta fractura no es nueva, pero se profundiza con cada elección, con cada discurso vacío, con cada promesa incumplida. La distancia entre gobernantes y gobernados dejó de ser simbólica para volverse estructural. Y aunque atraviesa a todo el país, en Tucumán se muestra con una crudeza difícil de disimular.

Durante años se habló en Argentina de una «grieta» política entre bandos ideológicos enfrentados. Pero hay una grieta más profunda, menos visible, que no pasa por los colores partidarios ni por las banderas ideológicas. Es la que separa a una clase política profesionalizada, blindada en privilegios, de una ciudadanía que sobrevive al margen del poder real. Ya no se discute qué modelo de país queremos. Se discute si todavía hay un país en común. Una comunidad de destino. Una voz colectiva. Lo que hay, cada vez más, son monólogos desde arriba y murmullos resignados desde abajo.

«La representación democrática es una fórmula inestable entre delegación y control. Cuando se quiebra ese equilibrio, deja de ser democrática.» — Bernard Manin

En este contexto, el lenguaje político se volvió un código cerrado. Una jerga que no interpela. Que no traduce la experiencia cotidiana. Que no escucha. El poder habla, pero no conversa. Y cuando la política deja de escuchar, la ciudadanía deja de hablar.

Votar no es participar

La legitimidad democrática no se agota en el sufragio, pero sin él tampoco se sostiene. Sin embargo, el voto ha perdido su poder simbólico y transformador. Muchas veces se vota con bronca, con miedo, con resignación. Como quien tira un mensaje en una botella, sabiendo que probablemente nadie lo lea.

En Tucumán, esta desconexión es palpable. Los mismos apellidos se repiten en los cargos ejecutivos y legislativos. Las estructuras de poder son sólidas, clientelares, endogámicas. La alternancia es muchas veces una ficción. El ciudadano vota, pero no elige. Participa, pero no decide.

Representan intereses, no voluntades.”

«La democracia representativa está en crisis porque los ciudadanos ya no se sienten parte del proceso. Votan, pero no gobiernan. El sistema funciona sin ellos.» — Guillermo O’Donnell

La política deja de ser entonces un espacio de lo común, y se convierte en un circuito cerrado, donde las reglas no se tocan y las decisiones ya están tomadas antes de la votación.

Tucumán como síntoma (y como advertencia)

Tucumán no es una excepción, pero sí un espejo aumentado. La provincia, rica en historia política y en luchas sociales, vive hoy una paradoja amarga: cuanto más se consolida el poder, más se desdibuja la representación.

El aparato político se sostiene a través de redes clientelares que se mezclan con lo social, lo económico y lo judicial. Las oposiciones se vuelven funcionales. Las alternancias, calculadas. Y el acceso a los derechos básicos se negocia, se fragmenta, se administra como si fuera un favor y no una obligación del Estado. Mientras tanto, la vida cotidiana en Tucumán se mueve entre la inflación, la precariedad laboral, la inseguridad, el colapso de los servicios públicos. No se trata solo de una distancia simbólica: se trata de realidades que ya no se tocan.

El poder, cuando se aleja del cuerpo social, comienza a gestionarse a sí mismo.”Michel Foucault

La representación se vacía porque el vínculo se rompió. Y cuando el vínculo político se rompe, lo que queda es desconfianza, sospecha, indiferencia. Y a veces, miedo.

La clase dirigente: una nueva aristocracia hereditaria

Esta estructura de poder se sostiene, en parte, por la conformación de una nueva clase social: la clase dirigente. No se trata solo de una elite económica o empresarial. Se trata de un núcleo político que ha convertido los cargos públicos en herencias familiares, los ministerios en feudos personales, las legislaturas en extensiones del apellido. Como si gobernar fuera un privilegio que se transmite por sangre, y no una responsabilidad que se renueva por mandato popular.

La clase dirigente no se define por una ideología, sino por su capacidad de sostenerse en el poder. Puede vestirse de progresismo o de conservadurismo según convenga. Lo importante es no salir nunca de la mesa chica. En Tucumán, esa lógica es visible en la repetición de nombres, en las alianzas cruzadas, en la cultura del acomodo. Esta forma de reproducción del poder erosiona la idea misma de democracia. Porque si gobernar se vuelve hereditario, la ciudadanía deja de ser sujeto político y pasa a ser simple espectadora.

No es apatía: es lucidez

Muchos analistas hablan de desinterés, de apatía política. Pero tal vez se trate de algo más profundo: una forma de lucidez social. Una inteligencia emocional colectiva que detecta el simulacro, que no se deja arrastrar por el guion repetido de las campañas. La distancia no es ignorancia: es defensa. Es saber que el juego está armado y elegir no participar de él. La participación política no desaparece: se transforma. Se vuelve ironía, sarcasmo, risa amarga. Una forma de resistencia simbólica frente al cinismo.

«Cuando el ciudadano percibe que la política es un juego de máscaras, deja de querer participar del teatro.»Chantal Mouffe

Esta lucidez puede ser una trampa, si se convierte en parálisis. Pero también puede ser semilla, si se transforma en otra cosa: en organización, en pregunta, en fuga.

¿Qué viene después del desencanto?

La crisis de representación no es el fin de la política. Es la oportunidad de pensar otra política. Una que no se base en delegar, sino en compartir. Que no consista en hablar por otros, sino en crear condiciones para que hablen todos.

Tal vez no haya que esperar otra clase dirigente. Tal vez haya que construir nuevos lenguajes, nuevas mediaciones, nuevas formas de decir nosotros” sin que suene hueco. Tal vez la presencia valga más que la representación. Tal vez ya no se trate de ocupar bancas, sino de recuperar voces. En esa grieta, en ese intersticio entre la desafección y la esperanza, nace Fuga.

No para ofrecer respuestas, sino para devolver las preguntas al lugar que les corresponde: la calle, la plaza, la mesa, la voz.

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