Por Nicolás Salvi.
En el punto más agitado de la revolución rusa, cuando todo parecía aún posible y el porvenir no estaba domesticado por los planes quinquenales, surgieron propuestas que no cabían en ningún programa ni podían ser capturadas por ninguna consigna. Proyectos que no hablaban solo de cambiar el mundo, sino de reinventar la vida desde sus cimientos. Fue allí, en el torbellino de la historia desatada, donde emergió el biocosmismo: una corriente que combinó anarquismo, cosmismo y una imaginación desbordante para impugnar no solo al Estado y al capital, sino a la innombrable fatalidad universal: la muerte.
El biocosmismo no fue un movimiento “organizado”. Mucho menos algo jerarquizado. Fue más bien un archipiélago estelar de gritos, manifiestos y delirios lúcidos. Su figura más emblemática fue un tal Alexandr Agienko (Алекса́ндр Агие́нко, 1889-1937), más conocido por su seudónimo Alexandr Svyatogor (Алекса́ндр Святого́р), tomado del legendario héroe de fuerza descomunal de la mitología eslava. Poeta, revolucionario anarquista, expropiador, místico anticlerical, teólogo sin dios, editor de panfletos incendiarios, zelote de la Iglesia del Trabajo Libre, agitador del lenguaje y fundador de un movimiento que se propuso, sin rubor, llevar a cabo la tarea más ambiciosa del imaginario de todo buen cosmista: abolir la muerte y conquistar el espacio.
Más cierto es, la perspectiva biocosmista es distinta a la de los anteriores camaradas cósmicos. Su esperanza no estaba puesta en un banco de sangre universal, como lo era para Bogdanov. Tampoco su fe estaba puesta en las fórmulas matemáticas inscriptas en los astros, como para Tsiolkovski. Ni siquiera la respuesta estaba en los archivos infinitos de Fiodorov. Svyatogor proponía una insurrección del lenguaje. Un alzamiento de lo poético contra lo real. La muerte es un dogma que debe ser derrotado por el deseo, la pasión y el arte. Si la ciencia no alcanza, entonces será la poética la que invente los medios.
Se nota que Svyatogor fue muchas cosas. Y quizás, también, muchas personas.
Los exegetas de Svyatogor no dejan de sugerir que este fue una invención comunal, un seudónimo múltiple, un experimento de escritura coral cual colectivo artístico contemporáneo. Como el Subcomandante Marcos décadas más tarde, Svyatogor funcionó como máscara simbólica. Un nombre para hablar desde lo impersonal, para encarnar una voz que no era de nadie y de todos a la vez en este punto perdido de la Vía Láctea. Su nombre aparecía en manifiestos, folletos incendiarios, poemas esotéricos, y papers de lo más desopilantes. La más clara firma en fuga.
Este dispositivo de autoría mutante puede justificarse por el periodo de represión que se vivía por parte del cada vez más totalitario aparato bolchevique. Pero era también una declaración poética: si el sujeto moderno debía morir para dar lugar a la comunidad futura, entonces el yo autoral debía disolverse en una polifonía de intensidades políticas y cósmicas. La biografía de Agienko/Svyatogor es difusa no por error, sino por diseño. Era un personaje críptico que se escribía a sí mismo como multiplicidad.
Desde todo ese bagaje, en esta pluri-historia, es que se alzó un grito volcánico: ¡Abajo Kant!
La modernidad en sus verdades individuales absolutas y simplificadoras era la enemiga. Svyatogor embiste contra el filósofo del proyecto ilustrado. Se adentraba virtualmente en las calles de Königsberg con una violencia que mezcla lirismo, rabia y subversión filosófica. “Ciego, elevó su ceguera a principio”, escribió. “Es un gran mentiroso, porque dijo que la razón es una cárcel eterna”. El prusiano –y lo prusiano- representaba todo lo que debía ser demolido. El dogma de los límites, la mística de la impotencia, la domesticación del deseo de re-conocer.
“Toda la pequeñez que ha colonizado la tierra descansa en Kant como en su dios”. Es obvio que este ataque no era contra un simple profesor no asiduo a los viajes, sino contra una forma entera de pensar. Contra la sumisión a lo dado, contra la modestia del pensamiento burgués, contra el ideal ilustrado de la razón como medida de lo posible. Para los biocosmistas, pensar era abrir grietas en el cielo y entrar como partisanos para liberarlo. Svyatogor escribía como si estuviera lanzando piedras contra los astros con fe de amansarlos.
Sus textos son una revuelta espiritual contra los límites de la carne, del Estado, de la muerte. En lugar de resignarse a la finitud, proclama el deber de superarla. Todo esto por medio de la técnica y de la imaginación materialista. Hicieron propia la bandera de la inmortalidad para todos, su canción e himno de lucha. Un nuevo camino libertario hacia la revolución del súper-todo.
Ahora bien, a diferencia del anarquismo clásico, que ponía el foco en la horizontalidad política y la organización social, el biocosmismo –¿o anarco-biocosmismo?- proponía una expansión ontológica. No bastaba con abolir el Estado. Era deber ácrata abolir la muerte y liberar la propia materia universal. Por eso el biocosmismo hablaba de comunas interplanetarias, ingeniería de resurrección y lenguajes interestelares.
Desde esta perspectiva, la poesía, que se puede pensar como un adorno, era en realidad un artefacto de transformación. Svyatogor redactaba como quien prueba fórmulas alquímicas. Sus panfletos desbordaban de neologismos, consignas de plegarias técno-mísiticas y versos que eran algoritmos de desorden organizado. Un arte para sabotear la realidad y dominarla en clave colectiva. Reescribirla desde un deseo que no aceptaba finales.
La deriva final de Svyatogor es la regular de las figuras disidentes de esta época. El vocero biocosmista desapareció de los registros en 1937, probablemente víctima de la represión estalinista. Al menos Agienko, seguramente, murió cumpliendo sentencia en un campo de trabajos forzosos. Pero su obra fragmentaria, polifónica y desbordada sigue ahí, como una cápsula temporal de una revolución que quiso ser más que anticapitalista. Una revolución cosmopoética. Una insurrección de los cuerpos, las palabras y las estrellas.
¿Qué hacemos hoy con esa herencia? ¿Cómo leer a un poeta que escribió desde el futuro para una humanidad aún por nacer? No creo que sea poco mantener este experimento de anarquía imaginativa que aún no ha terminado. Un poema vivo. Como afirma Julián Axat, una ficción política que reclama su traducción en cada época.
Si algo nos enseñan los biocosmistas es que a veces hay que escribir como si el universo estuviera escuchando. Que el lenguaje puede abrir portales interestelares. Que no hay revolución verdadera sin utopía desatada. Que la muerte no es un destino ni último dogma, sino una hipótesis factible de refutar, un delirio a desasnar.
Y que la barricada más poderosa no siempre se construye con piedras.
A veces se escribe con volcánicos versos.