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El poder se come a si mismo: Historia política argentina

Publicado el

por José Mariano. 

La historia política argentina se caracteriza por una lógica trágica pero constante: quienes acceden al poder no preparan sucesores, los eliminan. No hay herencia posible en un sistema que repite, desde el siglo XIX hasta hoy, la misma mecánica de destrucción. Cada intento de renovación, cada impulso generacional, ha sido visto como una amenaza, no como una continuidad. Así, el poder se preserva negando el futuro: devora a sus hijos para no perder el control.

En el siglo XIX, la política argentina se construyó a partir de traiciones que no fundaron futuro. Juan Manuel de Rosas gobernó con mano de hierro y terminó derrocado por Urquiza, quien a su vez fue asesinado por López Jordán, su antiguo aliado. Nadie entregó el bastón: lo arrancaron a la fuerza. En 1896, Leandro N. Alem, fundador de la Unión Cívica Radical y símbolo de una generación frustrada, se suicidó al comprender que el régimen conservador era inmodificable desde dentro. Su carta final no sólo anticipa el fracaso de una reforma: anticipa una constante. La política argentina no tolera a quienes buscan abrir caminos. Prefiere cerrarlos.

La primera mitad del siglo XX no alteró esta lógica, sólo la modernizó. La Reforma Universitaria de 1918, uno de los movimientos juveniles más lúcidos del siglo, fue rápidamente encapsulada. Sus ideas transformaron estructuras, pero sus líderes quedaron fuera del poder. Hipólito Yrigoyen, dos veces presidente, fue derrocado en 1930 por un golpe militar que marcó el inicio del ciclo de interrupciones institucionales. No hubo transmisión ni continuidad: cada avance fue devuelto con violencia, cada irrupción popular fue contenida por las élites políticas y militares. La democracia argentina no maduró porque nunca le permitieron crecer.

En la segunda mitad del siglo XX, el poder dejó de marginar a sus hijos simbólicamente y empezó a eliminarlos físicamente. En 1973, apenas regresó al país, Perón condenó públicamente a los sectores juveniles que lo habían sostenido durante el exilio. El acto de Ezeiza marcó el quiebre definitivo: mientras el avión presidencial aterrizaba, se desataba una masacre entre facciones del propio peronismo. Un año antes, dieciséis militantes que habían intentado fugarse de la cárcel de Rawson fueron fusilados en Trelew por orden del Estado. Poco después, la dictadura del ’76 sistematizó el aniquilamiento: desaparecieron a una generación entera. La política argentina no integró a los jóvenes, los transformó en enemigos internos. Y cuando pudo elegir entre protegerlos o conservar el poder, eligió lo segundo.

Con el regreso de la democracia en 1983 se abrió una nueva etapa. El exterminio sistemático cedió lugar a formas institucionales de conflicto, y la política recuperó su legitimidad formal. Sin embargo, la cultura del poder no fue transformada: persistieron las lógicas de exclusión, la dificultad para construir relevos generacionales y la tendencia a vaciar de contenido los proyectos emergentes. La democracia frenó el aniquilamiento, pero no rompió del todo con la tradición de no dejar herencia.

La democracia trajo elecciones, alternancia y libertad de expresión, pero no logró consolidar una cultura política capaz de integrar lo nuevo sin neutralizarlo. Raúl Alfonsín, símbolo del retorno institucional, fue asfixiado por el mismo sistema que intentó regenerar. La Alianza, construida como una alternativa al bipartidismo, se desmoronó antes de cumplir dos años de gobierno. El kirchnerismo apostó a una renovación generacional con sello propio, pero terminó replicando las mismas lógicas de cierre y verticalismo que decía venir a reemplazar. Y el presente político argentino está marcado por un fenómeno sin antecedentes claros: la emergencia de un liderazgo que no reconoce herencia, ni tradición, ni linaje. No es continuidad, es fractura. Es el resultado previsible de décadas de poder ejercido como negación del porvenir.

En Tucumán, la política también repite esta coreografía del encierro. No hay sucesión, hay reciclaje. José Alperovich gobernó tres mandatos consecutivos y, cuando no pudo reelegirse, promovió a Juan Manzur —su entonces vice— como heredero. Pero la herencia no era tal: era una extensión de sí mismo, una forma de seguir gobernando desde las sombras. Con el tiempo, Manzur se emancipó, y cuando le tocó el turno de irse, repitió el gesto: impulsó a Osvaldo Jaldo, su vice, como sucesor. Así, el poder en Tucumán se disfraza de continuidad institucional, pero opera como una máquina de clausura. Lo nuevo nunca es verdaderamente nuevo: es lo mismo con otro nombre. No hay apertura ni construcción colectiva, sólo maniobras para no ceder el control. La política tucumana no construye futuro: administra herencias vigiladas.

En Argentina, el poder no se transmite: se impone. No se entrega: se defiende a cualquier costo. Por eso no hay proyecto político que dure más que una generación, ni construcción que sobreviva al que la inició. La figura que vuelve, una y otra vez, es la del líder que teme a sus propios discípulos, el partido que expulsa a sus militantes jóvenes, el sistema que prefiere la ruina antes que ceder espacio. Hasta que un día, lo nuevo dejó de pedir permiso. Milei no viene a heredar, viene a incendiar. Es el hijo que ya no reconoce padre, porque fue criado entre escombros. El resultado previsible de un país donde el poder, para no morir, se comió a todos sus hijos. La imagen está ahí, colgada, oscura, inolvidable. Y no es una pintura: es un espejo.

Bienvenidos a la Edición 10. 

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