por María José Mazzocato.
El domingo 18 de mayo, Buenos Aires volvió a ser laboratorio. No el de la ciencia ni el de la política ilustrada, sino el de la bronca convertida en voto. La Libertad Avanza se impuso como la fuerza más votada en las elecciones porteñas y redibujó el tablero con un mensaje claro: el electorado ya no compra ideologías, compra rechazos. Sin embargo, la victoria no fue un arrase, con apenas el 49% del padrón participando, la mitad de la capital decidió directamente no votar. El desgano democrático se expresó con más fuerza que cualquier partido.
En esa misma escena, el peronismo jugó su papel habitual y la UCR, fiel a su tradición, desapareció en su propio laberinto interno. Pero lo que pasó en CABA no es solo postal porteña. Tucumán, esa provincia donde el poder todavía funciona a la antigua, empieza a mostrar síntomas parecidos. No por casualidad, sino porque el laboratorio ya tiene sucursales en el interior y ya están operando.
El peronismo tucumano intenta vender una imagen de cohesión que no resiste una lupa. El gobernador y armador del oficialismo, consolidó su posición con alianzas estratégicas: se unió con Germán Alfaro, que terminó jugando para su campo, y recibió también el apoyo de Roxana Chala, ex compañera de Alfaro en el alfarismo, quien giró hacia donde hoy se ejerce el poder real, las paredes cuentan qué el oficialismo busca unirse nuevamente como un Peronismo uniforme, pero con esa misma lógica de antaño. Pero ni con esas sumas el PJ logra unificarse. Porque detrás de esa fachada, el exgobernador Manzur sigue jugando su partido propio, con operadores legislativos, manteniendo espacios clave en la Legislatura. La interna nunca terminó, solo bajó el volumen, cerraron la puerta, aunque no cambiaron de cerradura.
Javier Noguera, desde Tafí Viejo, todavía no definió si seguirá orbitando cerca del jaldismo o se arrimará al armado que intenta reconstruir Mariano Campero. Noguera podría ser la carta que defina las alianzas de los partidos. La UCR, por su parte, continúa digiriendo la ruptura que significó la salida de Campero. Sin liderazgo claro, sin discurso atractivo y con el comité hecho trizas, no logró ni siquiera instalar nombres.
Campero, por su parte, intenta capitalizar el vacío con una alianza amplia de centro-derecha, pescando en las aguas revueltas de lo que fue Juntos por el Cambio. Su frente suma voluntades pero no genera entusiasmo. No hay relato, ni épica, ni candidato definido. Como todo el escenario tucumano: está en modo stand-by. A pesar de que 2025 es año electoral, nada parece moverse con el ritmo de la urgencia. Las elecciones están ahí, pero se sienten lejanas, como si el pueblo tucumano mirara otro canal, ¿Será el mismo sentimiento de letargo qué en CABA? ¿Se repetirá lo mismo? No podemos dejar de preguntarnos.
Incluso La Libertad Avanza, que viene de “triunfar” en la capital, aparece en Tucumán como una fuerza aún sin forma definida. El espacio está dividido entre figuras que no logran representar más allá de sus propios círculos. Por un lado, Ricardo Bussi ya no conduce el proyecto; por otro, emerge el nombre de Sebastián Catalán, un tucumano con más rosca en Buenos Aires que presencia real en su provincia. Lo acompaña Manuel Guisone, director de la Fundación Federalismo y Libertad, un perfil técnico más vinculado a la gestión en medios que a la construcción política. También se suma José Macome, quien inició junto a Catalán pero hoy camina por separado. Ninguno de ellos ha logrado consolidarse como el rostro visible de un espacio que, aunque canaliza cierto descontento, carece de liderazgo y estructura.
Y en medio de todo esto, un detalle no menor: ningún partido, ni el oficialismo ni la oposición, ha oficializado un solo nombre para las internas. Nadie pone primeras fichas. Todos negocian en off, hacen cálculos, tantean encuestas, pero ninguno se anima a salir a jugar.
El otro elemento que condimenta este caldo es el voto electrónico. Una supuesta innovación que, en la práctica, puede volverse un obstáculo más que una solución. Tucumán es tierra de punteros, de votos cantados, de coerción disfrazada de asistencia, de militancia partidaria a punta de espada. La digitalización no borra esas prácticas: las transforma. El celular reemplaza al sobre, el código QR al apretón de manos. Y sin una alfabetización digital real, el nuevo sistema electoral corre el riesgo de excluir más de lo que incluye.
Pero el problema va más allá de la tecnología. Es político. ¿Quién va a encarnar el malestar? ¿Quién va a traducir la bronca en propuesta, el desencanto en alternativa? Porque si hay algo que dejó claro la elección porteña es que el modelo anti-casta ya no necesita estructura: necesita clima. Tucumán tiene todos los condimentos para que ese clima se instale: pobreza estructural, dirigencias oxidadas, partidos vacíos, juventudes sin fe en nada y un aparato estatal más dedicado a disciplinar que a incluir.
Y lo peor es que nadie parece ver el incendio. La dirigencia sigue negociando candidaturas cómo si la gente esperara un salvador. Pero lo que se percibe en las calles, en los colectivos, en los hospitales, es otra cosa. La gente no está esperando nada. Está harta. Harta de ver cómo se reparten el poder los mismos de siempre, harta de votar por descarte, harta de que les prometan futuro cuando no pueden garantizar ni el presente.
Lo que pasó en CABA no es un fenómeno aislado. Es una señal de lo que se nos pasará como ciudad. Tal vez un espejo, tal vez y solo tal vez, Tucumán puede mirarse ahí y elegir si sigue el mismo camino o si decide hacer otra cosa. Pero para eso necesita más que pactos. Necesita política. De la que incomoda, de la que propone, de la que piensa un modelo de provincia que no repita el siglo XX en bucle.
Porque si la elección se resume en “quién se queda con qué”, lo que se pierde no es una interna: es una generación entera que ya no cree que votar sirva de algo, tema que puedo dar fe, ya que hable con la ciudadanía, y el hartazgo es descomunal ‐ ya no se siente lo democrático en nada ‐ me comentaron. Y en esa pérdida, todos —incluso los que hoy ganan y se quedan con una gran parte de la torta— están eternamente condenados a perder.