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El centralismo fiscal y la amenaza de un país fragmentado

Publicado el

por Enrico Colombres. 

En la Argentina contemporánea, hablar de gobernabilidad sin hablar de federalismo es como pretender construir una casa sin cimientos. Y en esa arquitectura institucional tan desigual como persistente, los aportes del Tesoro Nacional (ATN) a las provincias ocupan un lugar neurálgico. No se trata solamente de números, partidas o planillas de Excel. Se trata de poder, de equilibrio, de supervivencia política, de rosca. Y, sobre todo, de una pregunta inquietante que nos recorre desde hace décadas, ¿es posible gobernar un país tan vasto, diverso y desigual, si el centro se reserva la llave del reparto y deja a las provincias como mendigos en su propia tierra?

En los últimos meses, el conflicto por los fondos nacionales volvió a emerger con fuerza. No por novedoso, sino por su crudeza. Las provincias denuncian un ahogo financiero, caída estrepitosa de la coparticipación, ausencia de ATN, paralización de obras, despidos en áreas clave y un ajuste que, aunque vestía ropaje tecnocrático, se volvió visceral en los territorios. Del otro lado, el Ejecutivo nacional responde con ortodoxia, déficit cero, superávit fiscal y responsabilidad institucional. En esencia funcional y necesario, pero esa dialéctica tensa y sin solución, a los reclamos de la llamada “copa” hace que lo que está en juego no sea un simple tironeo presupuestario. Es, ni más ni menos, el sentido mismo de la República Federal.

La historia argentina está plagada de momentos donde la Nación, con espíritu unitario, asumió facultades fiscales que nunca devolvió. La reforma constitucional de 1994 prometió una ley de coparticipación “nueva”, consensuada, equilibrada. Treinta años después, seguimos esperando. Mientras tanto, se gobierna con mecanismos transitorios, con decretos, con parches que dependen más del humor presidencial que del ordenamiento jurídico. Así, cada gobierno de turno se vuelve amo y señor de los recursos, premiando lealtades, castigando disidencias. Las provincias, lejos de ser socias, se transforman en clientas del poder central.

Esta realidad no solo profundiza las asimetrías regionales. Atenta directamente contra la gobernabilidad. ¿Cómo espera el Poder Ejecutivo avanzar con proyectos estructurales si los legisladores que deben aprobarlos representan territorios empobrecidos, asfixiados, sin margen de maniobra? ¿Quién puede construir mayorías estables cuando las necesidades básicas no están cubiertas en buena parte del país y los gobernadores ven cómo se les vacían las arcas ante necesidades obvias que atender, del otro lado silencio y sin explicación alguna? El caso del aumento jubilatorio, una demanda social urgente y justa, lo ilustra a la perfección. Si no hay acuerdo político para financiarlo, si las provincias no pueden aportar su parte ni condicionar votos en el Congreso, entonces todo queda atrapado en una pulseada estéril. Mientras tanto, los jubilados siguen esperando.

No se puede sostener un proyecto de país bajo el principio de “sálvese quien pueda”. El desarrollo nacional no es un discurso de campaña, ni una entelequia técnica. Es una decisión política que requiere coordinación, solidaridad interjurisdiccional y planificación estratégica. Los fondos del Tesoro no son un premio ni un gesto de generosidad. Son una herramienta clave para garantizar que un chico en Tucumán tenga la misma oportunidad educativa que uno en la Ciudad de Buenos Aires; que un hospital en Formosa no dependa de un milagro para funcionar; que un puente en el Chaco no quede a mitad de camino por falta de presupuesto. Son la traducción concreta del federalismo, no una palabra vacía, sino una práctica viva que sostiene la cohesión territorial.

En ese sentido, resulta peligroso e irresponsable creer que se puede gobernar por decreto, marginando a los gobernadores, ninguneando a los intendentes y apostando a una épica del ajuste sin escuchar a quienes todos los días gestionan la pobreza, la inseguridad y el abandono. Porque, nos guste o no, sin el aval político de las provincias no hay ley que pase por el Congreso, ni reforma que se sostenga en el tiempo. Pretender imponer un modelo económico sin anclaje territorial es como sembrar sobre arena.

Algunos argumentan que los fondos discrecionales deben eliminarse porque generan clientelismo. Y en parte tienen razón. Pero la solución no puede ser el vaciamiento, sino la institucionalización. Lo que hace falta no es quitar, sino regular, establecer reglas claras, mecanismos automáticos, criterios objetivos. Distribuir según necesidad, pero también según responsabilidad. Evaluar impacto, auditar resultados, premiar eficiencia. En definitiva, construir un sistema previsible y justo, que devuelva a las provincias la capacidad de planificar y decidir.

La cuestión de los ATN y los fondos fiduciarios es también una cuestión de confianza. ¿Qué puede esperarse de un sistema donde los mandatarios provinciales no saben si contarán con los recursos el mes próximo? ¿Qué política pública de largo plazo puede implementarse bajo semejante incertidumbre? En un país con más del 40% de su población bajo la línea de pobreza, donde las economías regionales sobreviven a duras penas y donde las brechas sociales se agrandan, la respuesta no puede ser el silencio desde el centro.

Es urgente retomar el diálogo institucional. No desde la imposición, sino desde el acuerdo. La gobernabilidad no se construye con látigos ni con planillas de Excel, sino con puentes. Con consensos que respeten la diversidad y fortalezcan la unidad. Con un federalismo que no sea una coartada, sino una verdadera hoja de ruta. No se trata de volver al pasado, sino de crear un nuevo pacto, uno donde Nación y provincias se reconozcan como partes necesarias de un mismo destino, ejecutar de una vez por todas una política de estado federal y perdurable a los gobiernos de turno.

Argentina no necesita más verticalismo. Necesita más cooperación. Más transparencia. Más federalismo real, de carne y hueso. Que los recursos lleguen donde deben llegar, no por afinidad política sino por necesidad social. Que la política fiscal no sea una herramienta de disciplinamiento, sino una vía para garantizar derechos. Y que la gobernabilidad deje de ser un campo de batalla para convertirse, al fin, en un espacio de construcción colectiva.

Porque en última instancia, la pregunta que nos interpela es brutalmente simple, ¿queremos un país para pocos, gestionado desde un centro autoritario, o un país para todos, construido desde abajo, con la voz y la decisión de cada rincón de nuestra geografía?

Porque la verdadera pregunta, la que duele y arde, no es si el gobierno puede sostener la gobernabilidad sin las provincias, sino cuánto más puede aguantar este país mientras se lo exprime desde un centro ciego, arrogante y autista. ¿Hasta cuándo vamos a seguir aceptando que se administre el hambre con planillas, que se castigue a los que piensan distinto cortándoles los recursos, que se jacten de equilibrio fiscal mientras se deterioran escuelas, hospitales y rutas? ¿Cuánto más vamos a tolerar que la política se convierta en una maquinaria de desprecio por el que no obedece, mientras los recursos públicos se fugan hacia sectores concentrados que jamás devuelven nada al país? Si este modelo no cambia, si el federalismo no se restituye con reglas claras, automáticas y justas, la Argentina va directo al estallido. Y entonces no habrá superávit que alcance, ni relato que lo tape. Lo que no se reparte con justicia, tarde o temprano, se cobra con justicia social. Y esa factura la paga todo el país, como siempre y la respuesta, aunque dolorosa, ya no puede esperar.

 

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