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Nos quieren distraídos

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por Nicolás Vega. 

Vivimos inmersos en una marea de estímulos que no se detiene. Pantallas, notificaciones, actualizaciones constantes, videos que se reproducen automáticamente, series que comienzan sin que las elijamos. Todo está diseñado para evitar el silencio, para llenar cada segundo de atención disponible. Pero en esta hiperconectividad no se esconde sólo un fenómeno cultural o un avance tecnológico. Lo que parece una elección personal —ver otro capítulo, deslizar otro video, ignorar otra noticia— es, en realidad, parte de un engranaje más grande. La distracción se ha convertido en una herramienta de poder. Y como toda herramienta de poder, beneficia a alguien.

En este mundo saturado de información y entretenimiento, el ser humano ha dejado de pensar críticamente para simplemente reaccionar. La lógica del “me gusta”, del “compartir” y del “scroll infinito” no solo captura nuestra atención, sino que la fragmenta. Nos aleja de las ideas complejas, de los debates fundamentales, de las preguntas incómodas. Y eso no es casual. Una ciudadanía distraída es una ciudadanía desmovilizada. No se organiza, no cuestiona, no exige. Se entretiene.

El entretenimiento como anestesia política

En otros tiempos, los regímenes autoritarios necesitaban censura, propaganda explícita o represión violenta para callar las voces disidentes. Hoy, en cambio, basta con saturar el espacio público de trivialidades. El exceso de contenido reemplaza a la represión directa: ya no es necesario silenciarte si estás demasiado entretenido como para escuchar algo que importe.

Las grandes plataformas digitales no son sólo espacios de ocio: son los principales medios de construcción de realidad para millones de personas. Y en ese espacio, el algoritmo no premia lo verdadero ni lo relevante: premia lo que retiene tu atención. ¿Y qué retiene más? La emoción rápida, la indignación superficial, el drama liviano, la polémica sin contexto. Mientras tanto, los conflictos reales del mundo —las guerras olvidadas, la crisis climática, las migraciones forzadas, las pandemias de hambre— pierden visibilidad. No porque no existan, sino porque no venden.

Cuando estalló la guerra entre Rusia y Ucrania, hubo cobertura masiva por un tiempo. Luego, el conflicto se volvió complejo, largo, difícil de seguir. Entonces desapareció del interés popular.

Quién gana cuando no prestamos atención

El ciudadano distraído es funcional al poder. No importa si se trata de una dictadura o de una democracia liberal; en ambos casos, una sociedad menos atenta es una sociedad más controlable. Los gobiernos pueden implementar políticas regresivas, ocultar escándalos, negociar a espaldas de la gente o simplemente no rendir cuentas. La crítica se disuelve en el ruido. Y las grandes corporaciones, por su parte, hacen lo que mejor saben hacer: explotar la atención humana como recurso económico.

La economía de la atención no es solo un modelo de negocios; es un modelo de control. Las grandes empresas compiten por capturar el mayor tiempo posible de nuestros cerebros. Pero esa captura no es neutra: está orientada a consolidar ciertos valores, ciertos hábitos, ciertos marcos mentales. El consumidor ideal no piensa demasiado. No cuestiona por qué un producto existe, de dónde viene, qué consecuencias tiene. Solo lo desea.

En este contexto, el entretenimiento masivo se vuelve una anestesia colectiva. Ejemplos sobran. El Mundial de Qatar fue un espectáculo global que logró opacar debates sobre derechos humanos, migración forzada y represión. Lo mismo ocurrió con los Juegos Olímpicos de Pekín o Hollywood que muchas veces encubre una industria plagada de abusos y explotación. Incluso en el mundo del streaming, hay decisiones editoriales claras: series y películas que suavizan conflictos geopolíticos o evitan posicionarse sobre causas incómodas. No se trata de censura, sino de cálculo: si molesta, se evita. Si entretiene, se amplifica.

Cuando la distracción se vuelve desinformación

En la medida en que los ciudadanos dejan de informarse por medios serios y optan por consumir fragmentos de contenido en redes sociales, el riesgo de la desinformación crece exponencialmente. Los algoritmos no distinguen entre verdad y mentira, sino entre lo que genera clics y lo que no. Esto crea una tormenta perfecta: la atención fragmentada, el desinterés por lo complejo y la ansiedad por lo inmediato generan un terreno fértil para las fake news, los populismos y los discursos de odio.

En el plano internacional, esto tiene consecuencias graves. Una ciudadanía desinformada y distraída es incapaz de ejercer presión sobre sus gobiernos respecto a temas globales. El cambio climático, por ejemplo, es una amenaza existencial que exige cooperación internacional, compromisos firmes y acción colectiva. Pero en un mundo donde reina la distracción, esa urgencia se pierde. Lo mismo ocurre con las políticas migratorias, los acuerdos ambientales, las crisis humanitarias.

Peor aún: algunos actores globales utilizan deliberadamente estas distracciones como estrategia. Gobiernos autoritarios, partidos extremistas y grupos de poder entienden muy bien cómo manipular el ecosistema digital para viralizar distracciones, banalidades o escándalos artificiales. La guerra ya no es sólo militar o diplomática: también se libra en el terreno de la atención.

La atención como resistencia

La respuesta no es renunciar a la tecnología ni romantizar un pasado sin pantallas. La solución pasa por recuperar el control sobre nuestra atención. Esto implica alfabetización mediática, pensamiento crítico, regulación ética de plataformas y, sobre todo, voluntad política. Las democracias necesitan ciudadanos atentos, informados, capaces de distinguir entre lo urgente y lo irrelevante.

La batalla por la atención es también una batalla por el poder. Y como toda batalla, exige estrategia, compromiso y conciencia. No basta con apagar el celular un rato: hay que preguntarse a quién beneficia nuestra distracción y qué mundo estamos dejando que se construya mientras miramos para otro lado.

Pensar, en tiempos de distracción, es un acto radical

En definitiva, la distracción no es sólo un estado mental: es un estado político. Es el síntoma de un mundo que prefiere evitar el conflicto antes que resolverlo, que prefiere anestesiar al ciudadano antes que empoderarlo. Mientras más entretenidos estamos, menos exigimos. Mientras más distraídos vivimos, menos capacidad tenemos de transformar la realidad.

La atención es un recurso finito. Y como todo recurso escaso, está en disputa. En la era digital, decidir a qué le prestamos atención es una forma de elegir en qué mundo queremos vivir. Y también una forma de resistencia. Porque pensar es hoy uno de los actos más revolucionarios que podemos ejercer.

 

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