por Lucas Luna.
Vivimos tiempos de guerra. No siempre declarada, no siempre visible. Es una guerra por dentro. Una guerra que atraviesa pantallas, cuerpos, mentes, vínculos. Una guerra que no necesita bombas porque cuenta con nuestra atención como botín y nuestras emociones como campo de batalla.
Los misiles ya no caen sobre ciudades: estallan en nuestras pantallas. Vivimos bombardeados por estímulos, algoritmos, narrativas y discursos diseñados para distraernos, dividirnos, agotarnos. Esta guerra no tiene trincheras, pero sí consecuencias. Es una guerra sin frentes, pero con víctimas. Y el objetivo sos vos.
Las élites globales —políticas, tecnológicas, corporativas, mediáticas— entendieron que no necesitan represión si tienen conexión. No necesitan uniformes si tienen control emocional. El poder hoy no se impone: se instala. Se disfraza de entretenimiento, de salud, de progreso, de libertad. Pero no es más que una maquinaria de fragmentación emocional y desconexión espiritual.
No se trata de teorías conspirativas, sino de estructuras reales, visibles, funcionales. Estructuras que necesitan que permanezcamos distraídos, acelerados, dispersos. Si estás dividido, sos débil. Si estás dormido, sos funcional. Si no sentís, no reaccionás.
La guerra no solo se libra en el plano bélico. También es simbólica, informativa, psíquica y espiritual. Porque el campo de batalla del siglo XXI no es solo el territorio: es la consciencia humana. Y el arma más efectiva no es la censura ni la represión: es la saturación. Vivimos hiperconectados, pero profundamente solos. Conectados a todo, menos a nosotros mismos.
La desconexión no es casual. Es sistémica. Las redes sociales no solo recopilan nuestros datos: moldean nuestras percepciones. La industria farmacéutica no solo trata síntomas: también los produce. La política nos propone héroes descartables y enemigos reciclables. Y las marcas venden “propósito” mientras succionan energía vital.
El resultado es una humanidad agotada. Personas que ya no saben en qué creer, ni en quién confiar, ni qué silencio habitar. Vivimos entre la ansiedad y la distracción, entre la exigencia y el vacío. Perdimos la capacidad de estar, de escuchar, de respirar. La salud mental se volvió el campo de batalla más silencioso y más urgente del siglo.
Y, sin embargo, lo que pasa afuera no es más que un eco de lo que pasa adentro. Como es adentro, es afuera. Las guerras visibles reflejan nuestras guerras internas. La polarización política expresa una escisión espiritual. El caos colectivo es espejo del desorden personal. No hay paz social posible si vivimos en guerra con nosotros mismos.
Pero esa incomodidad —la que nos empuja a evadir, a reaccionar, a buscar culpables— no es debilidad. Es señal. Es una grieta por donde entra la luz. El malestar, cuando se escucha, se transforma. Y la rendición, lejos de ser derrota, puede ser un acto de amor hacia uno mismo. Aceptar lo que somos sin escapar. Habitar el cuerpo. Honrar el silencio. Elegir el presente. Eso también es resistencia.
No hay receta. No hay salvadores. Hay un camino. Uno que empieza en lo más simple y lo más olvidado: respirar. Sentir. Escuchar. Mirar al otro sin miedo. Apagar el teléfono. Volver a uno mismo. Porque solo desde esa reconexión profunda es posible reconstruir comunidad, recuperar sentido y romper con la lógica de un sistema que se alimenta de nuestra fragmentación.
La revolución que viene no se grita: se practica. No empieza en las calles, sino en el alma. No se hace en masa, sino en red. Personas que se animen a despertar. Que se atrevan a detener la rueda. A sostener el espejo. A decir la verdad. Incluso si incomoda. Incluso si duele.
Si queremos detener una guerra mundial, primero tenemos que dejar de pelearnos con nosotros mismos. Porque no habrá transformación colectiva sin revolución interior. Y porque, incluso en medio del caos, siempre se puede elegir: mirar al cielo, tomar un mate en silencio, respirar, estar, sentir.
No se trata de huir del mundo, sino de volver a él con otra frecuencia.