por María José Mazzocato.
Era octubre de 2023 y el mundo se despertaba, una vez más, con las sirenas en Tel Aviv. Como si el calendario tuviera memoria de sangre, Hamás lanzaba una ofensiva sin precedentes desde la Franja de Gaza: una ráfaga coordinada de misiles, incursiones terrestres y secuestros que dejó más de 1.200 muertos en territorio israelí, en su mayoría civiles. Lo que muchos llamaron el “11S de Israel” no fue un capítulo aislado, sino el prólogo de una nueva fase del conflicto más largo, más complejo y más incendiario del siglo XXI.
En Medio Oriente —ese tablero sagrado y sangriento donde se cruzan imperios, petróleo, promesas divinas y algoritmos de guerra— todo estaba por escalar hacia una guerra regional sin precedentes.
Hablar de Israel y Palestina es hablar de 1948, del nacimiento de un Estado y la destrucción de otro. Pero también es hablar de 1917 y la Declaración Balfour, del Mandato Británico, de 1967 y la Guerra de los Seis Días, del colapso de Oslo en los ‘90, del ascenso de los islamismos políticos, de la Primavera Árabe y de los silencios de Occidente. Es hablar de religiones en disputa, pero también de modelos de desarrollo, de identidad nacional, de colonialismo reciclado.
Desde lo teórico, el conflicto parece calcado de un manual de realismo ofensivo: actores racionales, anarquía internacional, búsqueda de poder, disuasión, guerras preventivas… todo extraído del libro para llevarlo a la praxis. Pero también se deben añadir capas constructivistas: narrativas nacionales, roles simbólicos y memoria histórica. Y si hablamos de 2023 en adelante, lo que vemos es una mutación brutal del campo de batalla tradicional hacia una guerra de cuarta generación. La RAM —revolución en los asuntos militares— se vuelve irregular, multidimensional, profundamente mediática y algorítmica, insertándose en las dinámicas del poder.
El ataque de Hamás sorprendió no solo por su magnitud, sino por cómo desbordó al sistema de inteligencia más sofisticado del planeta. Israel, país en estado de alerta permanente, sufrió un colapso defensivo. Mientras las imágenes de los rehenes daban la vuelta al mundo, el gobierno de Netanyahu declaraba la guerra total y comenzaba la mayor ofensiva militar sobre Gaza en la historia reciente.
En los meses siguientes, los bombardeos israelíes destruyeron infraestructura civil: hospitales, escuelas, campos de refugiados. Murieron más de 38.000 palestinos, según datos de Naciones Unidas, en lo que algunos organismos ya califican como “indicios de genocidio”. La Franja se convirtió en una trampa sin salida, sin agua, sin electricidad, sin corredores humanitarios efectivos. Gaza se transformó en el símbolo más crudo de un mundo que mira hacia otro lado.
Pero Gaza fue solo el primer acto. Como piezas de dominó, otros actores comenzaron a moverse: Hezbolá desde el sur del Líbano, los hutíes de Yemen, milicias chiitas en Irak y Siria… todos comenzaron a presionar los flancos de Israel, mientras Irán redoblaba su retórica de guerra santa y activaba su red de aliados regionales. Parecía imposible otra escalada más, pero…
El 19 de julio de 2025, Siria declaró un alto el fuego “inmediato y completo” tras acusar a Israel de escalar los combates en la provincia drusa de Sueida. Allí, en medio de tensiones étnicas, se había abierto un nuevo frente: drusos armados contra beduinos, con bombardeos cruzados que dejaron más de 180 muertos en apenas una semana. Israel, que dice proteger a los drusos, bombardeó posiciones sirias cercanas a los Altos del Golán, generando una escalada que ya involucra tropas sirias y mediaciones internacionales lideradas por Turquía y Estados Unidos.
Como si el conflicto necesitara otra mecha para detonar una bomba más grande, el 22 de julio, los hutíes de Yemen —aliados de Irán— lanzaron un misil balístico “Palestine-2” hacia el aeropuerto Ben Gurion. El misil, hipersónico, fue interceptado, pero provocó caos, suspensión de vuelos y un mensaje claro: Israel ya no combate solo en Gaza o Líbano, sino también desde el aire, a más de 2.000 kilómetros de distancia.
Israel respondió bombardeando el puerto de Hodeida, clave para el comercio hutí, dejando al menos 35 muertos y una infraestructura colapsada. En este punto, el campo de batalla se volvió global: la guerra se expandió. Lo que era una cuestión territorial se convirtió en un conflicto transfronterizo, asincrónico, de misiles, drones, ciberataques y operaciones psicológicas.
Yemen, un país devastado por la guerra civil desde 2014, se convierte en otro actor beligerante en un conflicto transregional donde las fronteras nacionales son cada vez más irrelevantes. La solidaridad con Palestina ya no es solo diplomática o simbólica: es armada.
Desde abril de 2024, los intercambios entre Irán e Israel pasaron de la retórica religiosa y política al fuego real. Tras el asesinato selectivo de un comandante de la Guardia Revolucionaria iraní en Siria, Teherán respondió con misiles sobre el norte de Israel. En junio de 2025, Israel bombardeó refinerías en Isfahán. Desde entonces, han muerto al menos 528 iraníes y 43 israelíes en ataques cruzados.
Es la primera vez que ambos países se enfrentan directamente, sin intermediarios ni máscaras. Las amenazas nucleares mantuvieron al mundo en vilo durante 12 días de tensión extrema, dejando en evidencia que este conflicto puede volverse global.
Aunque se declaró un alto al fuego parcial, Irán “se retira” de la contienda. Pero el daño está hecho.
Lo que durante años fue una guerra por representación (proxy war), hoy es una guerra abierta, directa y con consecuencias internacionales. La tensión escala también en el ciberespacio: bancos, redes eléctricas, sistemas de transporte en Israel e Irán han sido blanco de ataques. Esta es una guerra del siglo XXI: sin trincheras, pero con millones de personas como rehenes.
Detrás de cada misil hay petróleo, gas, litio, rutas comerciales, religiones enfrentadas y alianzas cruzadas. Medio Oriente no es solo el punto de encuentro de civilizaciones, como decía Huntington, sino el punto exacto donde chocan todas las lógicas del sistema internacional.
Lejos de una guerra regional, la situación escaló a un nivel subsidiario. Israel tiene a su eterno aliado: Estados Unidos, aunque con matices tras el cambio de administración. Irán cuenta con Rusia y China como aliados estratégicos, formando un nuevo eje antioccidental. Turquía juega doble, Qatar financia, Arabia Saudita observa con frialdad y Egipto contiene.
Mientras tanto, las poblaciones sufren, migran, se radicalizan o simplemente mueren de hambre. Quieren huir, o ni siquiera saben por qué.
La guerra ya estaba anunciada
Lo que estamos viendo en 2025 no es una sucesión de conflictos aislados, sino la cristalización de una guerra regional anunciada. Las advertencias estaban: informes de think tanks, discursos en Naciones Unidas, filtraciones de inteligencia y declaraciones cruzadas predecían que Gaza podía convertirse en la mecha de un incendio mayor.
Hoy, esa predicción se cumplió. El conflicto se comporta como una red de fuegos cruzados, donde cada actor tiene razones para intervenir, y cada intervención genera más caos. Más muerte. Y, como dice la ecuación, más guerra.
Desde la teoría de seguridad regional compleja, lo que ocurre en Oriente Próximo es un sistema interdependiente de conflictos: la acción de un actor modifica la seguridad de otro, que responde, y así sucesivamente, en una cadena sin centro ni final claro. Israel busca desarmar a Hamás, pero provoca la reacción de Irán; al atacar Siria, fortalece la narrativa de resistencia de Hezbolá; al bombardear Yemen, convierte a un actor periférico en una amenaza directa. Mientras tanto, la situación humanitaria en Gaza se agrava día tras día.
¿Y el mundo?
La respuesta internacional ha sido, en el mejor de los casos, tibia; en el peor, cómplice. Estados Unidos ha apoyado a Israel con armamento, logística y vetos en el Consejo de Seguridad. Europa se divide entre condenas genéricas y silencios funcionales. China y Rusia han intentado capitalizar la situación para posicionarse como mediadores, pero más por cálculo que por principios.
Las movilizaciones en Londres, París, Buenos Aires y Estambul muestran que la indignación popular existe, pero no se traduce en política efectiva. Mientras tanto, la ONU denuncia una catástrofe humanitaria, habla de «apartheid militar», alerta sobre crímenes de guerra… pero sus informes no detienen ni una sola bomba.
Esto demuestra que el sistema internacional —fundado sobre la ilusión de que las guerras tienen reglas— deja ver su obsolescencia cuando esas reglas se ignoran sin consecuencias.
Oriente Próximo es un rompecabezas que se desarma en cámara lenta, un polvorín que nadie quiere apagar porque todos tienen algo que ganar o perder. Con frentes activos en Gaza, Siria, Líbano y Yemen, y con Irán e Israel al borde de una guerra abierta, lo que ocurre ya no puede reducirse al “conflicto árabe-israelí”.
Esto es una guerra de múltiples capas, con raíces religiosas, políticas, económicas y culturales, que redefine el equilibrio regional y, quizás, global. Porque lo que estamos viendo no es solo una guerra. Es una fractura sistémica, un síntoma del agotamiento de los esquemas tradicionales de resolución de conflictos.
Medio Oriente ya no es un conflicto lejano: es el espejo de un mundo roto, donde las guerras no terminan: solo mutan. Donde las víctimas son las mismas de siempre, pero los métodos son cada vez más sofisticados. Donde los dioses siguen justificando la masacre. Y donde el futuro se decide en salas de comandos, no en mesas de paz.
La historia, aquella que comenzó con promesas bíblicas y colonos armados, hoy se reescribe con inteligencia artificial, misiles hipersónicos, propaganda digital y alianzas que desafían toda lógica. Y aunque muchos lo nieguen, lo que está en juego no es solo un pedazo de tierra, sino el alma misma del sistema internacional.
Los analistas no hacemos futurología, pero hay certezas que duelen más que mil palabras: esta guerra no es el camino. Solo entierra la mentira más grande: que todo esto tiene algún sentido.
Si no entendemos las raíces culturales que alimentan estos fuegos, si seguimos eligiendo bandos como si se tratara de un partido y no de una tragedia, lo único que va a quedar en pie será el humo.
O dejamos de tomar partido, o seguimos cavando tumbas.
¿La próxima capital en llamas?
¿La próxima tregua rota?
No será sorpresa. Ya lo vimos.
Ya lo ignoramos.
Y esta vez, no podremos decir que no lo sabíamos.
Excelente nota
Es espantoso que sea una guerra sin fin. Donde los perjudicados sean los civiles por el simple hecho de «poder» y riqueza de unas pocas manos que no llevan a nada
Excelente análisis… cruento y real. Esperemos que se difunda este cuestionamiento del ojo mundial y podamos hacer llegar nuestro apoyo de alguna forma más real… excelente María José !
Excelente análisis, realmente es triste no dejar de radicalizar estos conflictos que afectan al mundo entero
Excelente nota, realmente debemos empezar a tener en cuenta estos tipos de análisis para el futuro del mundo
Sos referente en Tucuman de política internacional! Excelencia
Muy bueno todo ..como nos tiene acostumbrado la Licenciada Mazzocato .mil felicitaciones por compartir sus enormes conocimientos ..siempre la seguimos con mí familia
Excelente nota!
Impresionante trabajo María José. Una crónica urgente y desgarradora, escrita con la lucidez que pocos se atreven a sostener cuando la tragedia se vuelve global. Le diste forma narrativa a lo que muchos medios eluden, no es solo Gaza, no es solo Israel, es el sistema internacional el que está en ruinas. Gracias por recordarnos que la historia no se repite, se profundiza. Y que el humo de hoy no es confusión, es advertencia.
Excelente nota !!