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El costo de la verdad

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Por Ian Turowski. 

Atravesamos una era marcada por la corrección política y el cálculo permanente de cada palabra. Al encontrarnos sobreexpuestos, decir lo que uno realmente piensa se ha vuelto un riesgo. No porque la verdad sea, en sí misma, peligrosa, sino porque hace irrupción en el contrato implícito de lo social, no incomodar, no señalar, no desentonar.

Vivimos rodeados de posturas, pero no así de convicciones. Se aplaude más la habilidad para parecer que el coraje de ser. En redes, en espacios laborales, incluso en vínculos personales, muchos optan por adaptarse al clima del momento antes que expresar aquello que realmente creen. A eso se le llama hoy «tener cintura», aunque en el fondo no sea otra cosa que una forma elegante de hacerse el boludo.

Decir la verdad —esa verdad íntima, propia, que uno sabe que puede molestar— no sólo exige valentía, sino también aceptar las consecuencias, aislamiento, rechazo, pérdida de oportunidades. La autenticidad, en ciertos contextos, es vista como una amenaza. Por eso, tantas veces se prefiere la complicidad del silencio o el camuflaje de lo políticamente correcto. Es más fácil integrarse repitiendo lo esperable que afrontar la incomodidad de ser genuino.

En este contexto, la filosofía del disenso —planteada por pensadores como Jacques Rancière— cobra más vigencia y alma que nunca. Rancière sostiene que el verdadero acto político no es el consenso, sino el desacuerdo. El disenso no es simplemente una opinión diferente, es la irrupción de una voz que no estaba invitada al diálogo. Es, en sus palabras, “la manifestación de un mundo que no encaja con el reparto dominante de lo visible y lo decible”. Disentir, entonces, es también existir políticamente, reclamar un espacio, rescatar la palabra cuando todo invita al silencio o la conformidad.

Sin embargo, lo contrario —callar para encajar— también tiene un precio. Y suele ser más alto, la pérdida de integridad y autoestima, el desgaste interior, la tensión constante entre lo que se dice y lo que se piensa. No hay paz duradera cuando uno vive representando un personaje.

La autenticidad no implica necesariamente caer en el cinismo o la crueldad. No se trata de “mi verdad” con tono de superioridad o soberbia moral. Se trata de hablar desde un lugar honesto, incluso sabiendo que puede haber consecuencias. A veces, decir lo que uno piensa aleja. Pero también libera. Es un acto que, aunque incómodo, permite habitar con mayor dignidad ese espacio complejo denominado conciencia.

Debemos asumir que la mayoría no nos va a aplaudir, que decir lo que se piensa puede cerrar puertas. Pero también abre otras: las del respeto propio, las de la coherencia, las del pensamiento crítico.

Tener una voz propia dignifica.

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