por Rodrigo Fernando Soriano.
A veces la realidad se disfraza de distopía sin que nos demos cuenta. Pero otras veces, como ahora, se presenta con descaro: en conferencia de prensa, con aplausos de fondo, banderas ondeando y promesas de grandeza. El telón del nuevo autoritarismo no cae con tanques, sino con cables. Y el escenario no es una plaza pública, sino un auditorio de ciencia y tecnología. Hace unos días, el presidente Donald Trump -aliado del gobierno argentino- anunció su plan para desregular la inteligencia artificial en Estados Unidos, y con ello, se abrió la puerta a un nuevo tipo de imperialismo: uno algorítmico, sin rostro humano, pero profundamente ideológico.
Este plan de acción no sólo marca una política de gobierno sino que revela una cosmovisión del mundo con un objetivo claro: abandonar la humanidad. Según el documento de la Casa Blanca, llamado Winning the Race: America’s AI Action Plan, se implementarán más de 90 medidas divididas en tres pilares: innovación acelerada, construcción masiva de infraestructura (centros de datos, chips y energía) y diplomacia tecnológica para exportar modelos de IA en todo el mundo.
La retórica es clara: “No dejaremos que ningún otro país nos supere” y “nuestros niños no vivirán en un planeta controlado por algoritmos que transmitan los valores de nuestros adversarios”. Es decir, se trata de una guerra cultural, pero trasladada al lenguaje del código. Los enemigos ya no son tanques ni bombas, sino datasets y sistemas de recomendación. No se busca la supremacía militar, sino el monopolio moral del sentido.
Desde The Guardian y Reuters hasta Times of India, se confirma: uno de los decretos más polémicos exige IA federal sin sesgos ideológicos, prohibiendo modelos que incorporen enfoques DEI (diversidad, equidad e inclusión). Lo propuesto por el gobierno de los Estados Unidos va por otros canales de pensamiento a lo que estamos acostumbrados en nuestro país. Una IA “neutral” según lo querido por norteamérica significa que no puede ser inclusiva, y es incompatible con la verdad.
Detrás del discurso nacionalista se esconde una verdad incómoda: no es China la que asusta, sino la posibilidad de perder el control sobre la narrativa. Lo que Trump propone no es una carrera tecnológica, sino una colonización del futuro a través de la IA, eliminando regulaciones, permitiendo sesgos útiles a su cosmovisión, y prohibiendo cualquier atisbo de diversidad e inclusión. Así lo confirma una de las tres órdenes ejecutivas: impedir que el gobierno contrate IA generativa con enfoque en políticas DEI (Diversidad, Equidad, Inclusión). Es decir, si una IA es respetuosa con las minorías, está vetada.
El lector debe tener sumo cuidado cuando reflexiona sobre este tipo de anuncios. Lo proclamado por el primer mandatario no es desregulación pura y llana. No hay detrás motivos o razones que sugieran que es la alternativa más asequible. Lo que se hizo es un rediseño del paradigma regulatorio. Se acelerean permisos ambientales, se ofrecen subsidios millonarios del Banco de Export-Import y la Agencia de Desarrollo Financiero para apoyar exportaciones de “pilas tecnológicas” norte americanas, y se advierte que estados que impongan regulaciones más estrictas perderán fondos federales.
¿Y si no es esto un Ministerio de la Verdad, qué lo sería? En 1984, George Orwell nos enseñó que controlar el lenguaje es controlar el pensamiento. Y que el Ministerio de la Verdad no mentía: simplemente moldeaba la verdad según conveniencia del poder. Hoy, ese poder no borra palabras de periódicos ni reescribe libros de historia: entrena modelos de lenguaje. La historia se fabrica en tiempo real, en millones de respuestas automatizadas que condicionan qué es aceptable decir, pensar o soñar.
Desde el otro lado, del usuario, es cada vez más frecuente validar la verdad a través de modelos de lenguajes basados en IA. O no suena conocida la expresión “¿Es verdad esto Grok?”. Al respecto escribí un artículo que puede leerse en este semanario titulada de igual manera que la expresión antes expuesta. Nuestra verdad, la que define un debate, la que moldea la sociedad, es lo que nos devuelve la Inteligencia Artificial. Véase simplemente el cambio radical de Google que desaparecerá como buscador tal como lo conocemos, para convertir sus motores de búsquedas íntegramente basados en IA.
Trump no quiere IA sin sesgo. Quiere IA con “su sesgo”. Y eso es mucho más peligroso. Ni hablar del nuevo modelo infantil de IA que lanzó Elon Musk. Si nos asusta como adultos, entonces no podemos medir el miedo que genera el impacto que pueda llegar a tener en nuestros niños una fuente de verdad moldeada por potencias económicas extranjeras.
Los datos no son neutros. Los algoritmos no son apolíticos. La IA aprende del mundo que le damos, de las estructuras de poder que naturalizamos. Desregularla es permitir que se afirmen, sin freno, los prejuicios que ya existen. Que se reproduzca la desigualdad, pero a escala planetaria. Que se entrene un nuevo tipo de control social que no necesita soldados ni jueces: solo una plataforma, un contrato, y un clic.
Además, el plan incluye una expansión masiva de infraestructura energética y de datos. Porque, claro, entrenar IA consume cantidades gigantescas de electricidad. Pero nadie parece preguntarse de dónde saldrá esa energía ni qué consecuencias tendrá. La inteligencia artificial no es mágica: tiene un costo ecológico, humano y geopolítico. Y al desregularla, lo único que se garantiza es que ese costo lo paguen los mismos de siempre.
Lamentablemente la respuesta a los interrogantes antes planteados no es ajena a nuestro país. En abril de este año en numerosos portales de noticias nacionales e internacionales hacían eco del plan nuclear que tiene pensado el presidente Milei para nuestro país, precisamente en Vaca Muerta. Su objetivo es claro: convertir a la Argentina en un Hub para soportar los costos energéticos que requiere la inteligencia artificial, instalando cuatro reactores nucleares. Además, a través del organismo Nucleoeléctrica Argentina SA (si, lo abrevian en decretos como NASA), la búsqueda es privatizar el sector y poder comerciar libremente el uranio con Estados Unidos. La idea es ser potencia nuclear, pero los costes también lo pagan la sociedad.
Lo más grave, sin embargo, es la idea de que la IA estadounidense “debe ser el estándar de referencia mundial”. Esta frase encierra todo el espíritu del proyecto: no se trata de crear conocimiento para el bien común, sino de imponer una visión hegemónica. Exportar IA como se exportan armas o tratados comerciales. Insertar valores a través de algoritmos como antes se insertaban ideologías con embajadores y bases militares. La diplomacia del silicio.
¿Y qué queda para el resto del mundo? ¿Aceptar, sin más, las condiciones de esta nueva colonización? ¿Consumir modelos sin poder auditar su entrenamiento, sin capacidad de decidir cómo y para qué se usan?
No puedo dejar de lado en este sentido lo que enseñaba Galeano en su libro “Venas Abiertas de Latinoamérica”. Expresaba que América Latina no produce tecnología: la consume. Que no diseña el futuro: lo alquila. Y que lo que en otros países se celebra como innovación, acá puede ser otra forma de amputación. Fue uno de los primeros autores que advertía sobre la colonización a través de la tecnología. Hoy estamos más conectados que nunca, pero más desarraigados. Vemos todo, pero no nos miramos. La cultura se nos escapa por los dedos mientras posteamos memes sobre el “orgullo latino”. Tenemos acceso a la nube, pero el monte arde. Tenemos inteligencia artificial, pero hambre real. Y aunque nos venden el algoritmo como una democracia de clics, la lógica sigue siendo la misma de siempre: lo que no genera datos, no existe.
Frente a este panorama, nuestra resistencia debe ser conceptual, política y jurídica. No podemos dejar librada la regulación de la IA a una potencia económica y militar. Necesitamos marcos éticos globales, cooperación multilateral, sobre todo, una comprensión clara de que la tecnología nunca es neutra. Que lo que hoy se debate no es solo cómo se entrena una máquina, sino qué tipo de humanidad queremos conservar.
Ya no es una metáfora: el Ministerio de la Verdad existe. Habla inglés, se aloja en servidores distribuidos, y tiene promesas de crecimiento exponencial. Está entre nosotros. Y si no actuamos con urgencia, también estará dentro de nosotros, dictando lo que pensamos, sentimos y decidimos, sin que siquiera lo notemos.
Cada vez suena más a verdad lo pregonado por Steve Bannon: el anticristo no será ninguna figura del inframundo, sino un tipo con traje que está entre nosotros. “Si quieres cambiar la política, primero tienes que cambiar la cultura. Y si quieres cambiar la cultura, primero tienes que destruirla.” de Steve Bannon, justamente el mentor ideológico de Trump.