por José Mariano.
La locura, que a veces es todo un arte, sirve más a la felicidad que la misma cordura.
Erasmo de Róterdam.
La locura siempre ha tenido buena vista, sabe mirar dónde la cordura desvía la mirada. Ve lo que la prudencia esconde y lo que la sensatez llama “asunto menor”. Es vieja como el mundo, pero sabe reinventarse, cambia de vestuario, aprende nuevas palabras, adopta modas y, sin que nadie lo note, se sienta en la cabecera de la mesa.
Erasmo lo entendió hace más de quinientos años, la locura no es solo un desvarío individual, sino un orden colectivo que se disfraza de razón. Y ese orden, ayer como hoy, sigue gobernando desde el poder ejecutivo, el congreso y los ministerios. No es el delirio sin sentido; es la disciplina de aplaudir medidas que nos empobrecen, la fe en dirigentes que se reciclan como si el pasado fuera un rumor, la costumbre de llamar “normalidad” a este perpetuo incendio.
En Tucumán y en Argentina, la locura es un arte de la adaptación. Cambia de bandera según quién gobierne y de forma según qué convenga. Es la austeridad proclamada desde despachos alfombrados, mientras que afuera, en la plaza, marchan los jubilados y la gente hace fila para conseguir un paquete de fideos en una entrega clientelar en algún barrio olvidado. Es la honestidad recitada por políticos que han hecho del presupuesto público una caja chica para amigos y familiares. Es la transparencia defendida en actos a puertas cerradas, donde el único testigo es el fotógrafo oficial.
La cordura de nuestros días —esa que tanto se celebra— no es más que la habilidad de “acomodarse” al clima político. Empresarios que maldicen al Estado mientras su facturación depende de licitaciones públicas. Opositores que juran indignación ante prácticas que ayer ejercían con maestría. Oficialistas que, apenas jurados, olvidan cada promesa y se consagran al dios de la gobernabilidad, el silencio.
En lo cotidiano, la locura se manifiesta en la obsesión por la foto, un acto de gobierno vale menos por lo que resuelve que por la imagen que produce. Así, inauguramos tres veces la misma rotonda, cortamos cintas en obras a medio hacer y celebramos “planes históricos” que, como por arte de magia, desaparecen del presupuesto.
Y si la política da el ejemplo, el periodismo lo sigue. El periodismo que investiga es una especie en extinción, como si la verdad hubiera pasado de moda. Lo común es el que repite comunicados con un toque de escándalo. El que convierte la conferencia de prensa en una coreografía. El que prefiere perder credibilidad antes que perder acceso a la pauta. En Tucumán abundan los programas que se parecen más a sobremesas entre amigos del poder que a espacios para incomodarlo.
La ciudadanía, por su parte, ha perfeccionado la indignación exprés, un tuit furioso, un comentario irónico, un audio en el grupo de WhatsApp… y al día siguiente, borrón y cuenta nueva. Nos escandaliza la botella tirada en la vereda, pero aceptamos que el Parque 9 de Julio amanezca convertido en un basural después de cada festejo. Denunciamos el robo chico con furia y justificamos el robo grande con la excusa de que “siempre fue así”. Nos irrita el político que se sube el sueldo, pero aplaudimos al que nos dice lo que queremos escuchar, aunque después no haga nada.
Si Erasmo ridiculizaba a teólogos, cortesanos y académicos de su época, hoy tendría para elegir, entre asesores de campaña que venden humo con la misma seriedad con que un médico receta penicilina; gurúes de redes que confunden viralidad con transformación social; voceros que explican lo inexplicable con la convicción de un actor de teatro amateur. Cambian los trajes y los escenarios, pero la destreza para justificar lo injustificable sigue intacta.
Incluso el ciudadano común, que se cree ajeno a este teatro, tiene su papel asignado, el que “no se mete en política” pero comparte cadenas falsas en Facebook; el que reclama meritocracia mientras acomoda a su sobrino en un cargo público; el que exige respeto a la ley y estaciona sobre la vereda.
Quizás la enseñanza más vigente de El elogio de la locura sea que no hay que temerle a su mirada, sino a la autocomplacencia de un mundo que presume de cuerdo. Porque si la cordura consiste en adaptarse sin chistar, entonces la verdadera locura —la que nos salva— es animarse a pensar y vivir de una manera diferente.
En Fuga, esa es la única locura que nos interesa, la que incomoda, la que interrumpe el guion, la que desnuda contradicciones y no teme ser llamada exagerada. Porque si este teatro es obra de cuerdos, la salvación está en incendiar el libreto, aunque nos llamen locos.
Bienvenidos a la Edición 22.
Esto es Fuga.