por Facundo Vergara.
“Una gran conferencia no es la que deslumbra por su colorido y montaje escénico, sino aquella que transforma, aquella que no termina cuando finalizó, es aquella que persigue a uno porque le ha creado inquietudes, porque lo saca de su zona de confort y lo obliga a repensar lo pensado, y a pensar lo no pensado”
David Konzevick
En una de sus conferencias, David Konzevick dejó flotando en el aire una distinción que, aunque evidente, pocas veces se formula con honestidad en el debate público: la diferencia entre principios e intereses. “Los intereses se negocian, los principios jamás”, advirtió hace nueve años en una entrevista para el canal azteca ADN Opinión.
En política, cuando ambos entran en juego, la balanza casi siempre se inclina hacia el lado de los intereses. Los principios se guardan para las campañas, para el acto de cierre o para una cita oportuna en un discurso. Pero cuando hay que decidir, la flexibilidad de los principios supera la elasticidad de cualquier argumento. Y cuando —muy de vez en cuando— un principio logra imponerse, la sociedad reacciona con recelo: defenderlo a toda costa parece un gesto de ingenuidad, casi una excentricidad.
Hemos consolidado una cultura que celebra los valores en el discurso, pero que en la práctica se mueve por conveniencia. Principios que cambian de forma según la necesidad del momento, adaptándose a la temperatura del poder.
Nada nuevo bajo el sol
Nuestra historia política es una sucesión de este mismo patrón. Gobiernos que llegan con promesas de intransigencia moral y terminan justificando concesiones; oposiciones que claman por transparencia y, al llegar al poder, encuentran razones para mantener los mismos vicios que criticaban. No es patrimonio de un color político: es un reflejo de un modo de entender el poder como territorio donde todo se negocia, incluso lo que debería ser innegociable.
Podríamos hacer una lista interminable: pactos que se firman en nombre de la gobernabilidad y terminan siendo excusas para repartos de cargos; causas judiciales que se archivan para asegurar apoyos; leyes que cambian de rumbo según el humor del mercado o la presión de un socio estratégico. El problema no es la existencia de intereses —sería ingenuo negarlos— sino que esos intereses ocupen el lugar que deberían ocupar los principios, desplazándolos por completo.
Sin principios firmes, la política se convierte en un mercado de favores: lo que se ofrece, se cotiza; lo que se pide, se paga. Y así, las decisiones que deberían responder a un proyecto colectivo se toman con la lógica de un negocio privado.
La inercia cultural
El drama es que esta lógica no está confinada a la dirigencia: la hemos incorporado como hábito cultural. Toleramos que los principios se negocien porque, en el fondo, también lo hacemos en nuestras vidas cotidianas. El “no es personal, son negocios” dejó de ser un lema de oficina para convertirse en un principio rector invisible: aceptamos la doble moral como si fuera un precio inevitable para sobrevivir.
Este hábito erosiona algo más profundo que la credibilidad política: destruye la confianza social. Si todo se negocia, nadie es confiable; si todo tiene precio, nada vale por sí mismo.
Un granito de arena
En este escenario repetitivo, el desafío es romper el guion. Retomar lo que dice Konzevick: repensar lo pensado y pensar lo no pensado. Admitir que los intereses pueden abrir puertas al diálogo y a la negociación, pero que los principios son el umbral que nunca se debe cruzar.
Porque cuando un proyecto —sea político, social o personal— sacrifica sus principios para salvar sus intereses, lo que pierde no es solo coherencia: pierde el rumbo. Y sin rumbo, cualquier viento sirve… hasta que se descubre que la nave va a la deriva.
La pregunta es si estamos dispuestos a exigir, y a exigirnos, que los principios dejen de ser piezas de museo y vuelvan a ser brújulas. Porque, de lo contrario, seguiremos navegando en un mar donde lo único que importa no es hacia dónde vamos, sino cuánto cuesta llegar.
Facundo muy bueno tu análisis del tratamiento que se dá a los intereses y a los principios en la arena política de la disputa del poder.
Yo creo que eso sucede cuando el dirigente prioriza el enquistamiento en el poder, no vengan con responsabilidad institucional disfrazada para justificar su supervivencia personal.
Sino no hay manera de dejar los principios en la puerta antes de asumir un cargo.
leandro Alem decía que se rompa pero que no se doble, pero lo más preocupante no es que los dirigentes dejen sus principios, lo más preocupante es que sus adeptos los sigan acompañando para no perder su lugar. Significa que ese oportunismo personalista ya llegó hasta las bases. El mundo está volviéndose individualista. Perdiendo la organización en la comunidad.