por Guido Brotto.
Toda revolución es, antes que nada, una revolución de las conciencias.
Albert Camus.
La revolución ya llegó, pero pocos la reconocen. No tiene fecha de inicio ni banderas uniformes. No se anuncia en cadenas nacionales ni aparece en los titulares que repiten las noticias del día. Se está gestando en espacios donde el poder no mira o no entiende, en colectivos culturales autogestionados, en redes que crean su propio lenguaje, en formas de economía que nacen al margen del sistema financiero tradicional, en prácticas de vida que no encajan en el molde de la productividad exigida.
La paradoja es que el mercado también se apropia de esta energía. El algoritmo vende rebeldía empaquetada, camisetas con consignas, campañas “transgresoras” diseñadas por agencias publicitarias, influencers que convierten el cambio en un producto. Es un mecanismo viejo, absorber lo disruptivo, neutralizarlo con glamour y devolverlo como mercancía. Pero no todo se deja domesticar. Hay núcleos que permanecen fuera de ese circuito, que no rinden cuentas a marcas ni a partidos, y que entienden que la transformación real no se mide en likes ni en la cobertura de un medio.
Esta revolución no busca un manifiesto oficial. Crece en la suma de miles de actos dispersos, un barrio que se organiza para defender su territorio, un colectivo artístico que subvierte el uso de un espacio público, una comunidad digital que genera redes de apoyo mutuo sin pasar por las instituciones. Son gestos que parecen pequeños hasta que se multiplican.
Lo que la vuelve invisible no es su ausencia, sino nuestra falta de atención. Estamos entrenados para mirar donde el foco mediático nos señala. La agenda diaria, diseñada para saturar, nos deja sin capacidad de procesar lo que ocurre fuera del guion. La política institucional, con su ritmo lento y negociaciones internas, tampoco tiene incentivos para reconocer lo que no controla. Y así, seguimos creyendo que el cambio llegará por las mismas vías que han fracasado una y otra vez.
Peor aún, confundimos marketing con revolución. Celebramos como rupturas lo que no son más que operaciones de imagen. La verdadera revolución —la que nadie ve— no necesita venderse, y por eso no aparece en las vitrinas.
Observarla requiere tiempo, paciencia y disposición a salir de la zona cómoda. No se trata de romantizar cualquier gesto de oposición, sino de identificar lo que realmente tiene potencial transformador. Y para eso, hay que medir el alcance: hasta dónde puede llegar esa “molotov” simbólica, qué incendios de conciencia puede encender, qué estructuras puede derribar.
La revolución que nadie ve no espera a que estemos listos. Se mueve en lo visible y lo invisible, en lo físico y lo digital, en la calle y en la pantalla. No busca permiso. Y su motor no es la promesa de un futuro lejano, sino la urgencia de un presente que no admite demora.
Cuando el cielo empiece a sangrar —sea en forma de crisis política, colapso ambiental o quiebre social— no será un espectáculo para mirar desde casa. Será el recordatorio de que el momento de actuar era ahora. Y quienes no lo hayan visto a tiempo no podrán decir que no hubo señales: simplemente no quisieron verlas.