por Enzo Cruz Soraire.
El poder es como un violín: se toma con la izquierda y se toca con la derecha.
Eduardo Galeano.
En El otoño del patriarca, Gabriel García Márquez narra la larga agonía de un déspota que se aferra a su trono hasta que la muerte lo arranca de él. Es una obra que, aunque escrita en Barcelona en los últimos días del dictador español Francisco Franco, transcurre en un territorio imaginario con aire y destino latinoamericano.
Ese territorio ficticio es un espejo incómodo. América Latina parece condenada a repetir la figura del patriarca que no se jubila, y mucho menos jubila su poder. Los híper-presidencialismos, ese “presidente cesarista” que han analizado Carlos Nino, Roberto Gargarella y tantos otros, han marcado nuestra historia política, líderes que concentran el poder hasta volverse sinónimo del propio Estado, desplazando a las instituciones y a las reglas que deberían limitar su influencia.
La ficción se vuelve realidad cuando la caricatura del patriarca literario se parece demasiado a ciertos gobernantes de hoy y de ayer. La personalización del poder es una moneda corriente que distorsiona el sentido original de la democracia —el poder del pueblo— y lo convierte en un culto a nombres propios.
El libro de García Márquez nos invita a pensar en estas estructuras que se cristalizan y nos mantienen en un otoño perpetuo, nada florece sin la autorización del patriarca, aunque él mismo se marchite. Y en ese clima, el poder deja de ser un mandato transitorio y se transforma en una posesión casi patrimonial.
No se trata solo de una deformación institucional, es también un hábito cultural. En América Latina, las figuras fuertes generan adhesiones que a veces rozan lo religioso. La imagen del líder salvador, del conductor único capaz de encarnar el destino de la nación, se repite en discursos, en campañas y en la memoria colectiva. Es un vínculo emocional que alimenta el híper-presidencialismo y que dificulta imaginar un cambio de ciclo.
Este fenómeno no es patrimonio exclusivo de regímenes autoritarios, también se filtra en democracias formales, donde las instituciones parecen funcionar pero, en la práctica, giran en torno a la figura presidencial. Los parlamentos, las cortes, las provincias… todo se subordina a la lógica del líder, y la política se convierte en un tablero donde solo importa la próxima jugada del patriarca.
Cuando un gobierno se confunde con la figura de su líder, el costo institucional es alto. La alternancia se percibe como amenaza, no como normalidad. Las políticas públicas dependen de voluntades personales y no de consensos duraderos. Y el ciudadano queda atrapado en una narrativa de lealtades, favores y traiciones que poco tiene que ver con el ejercicio efectivo de sus derechos.
En ese contexto, pensar en fortalecer las instituciones suena casi ingenuo. Pero sin instituciones sólidas que sobrevivan a los nombres propios, no hay democracia que resista. El desafío es construir un poder que no dependa de carismas, que no tema a la primavera ni la postergue indefinidamente por temor a perder control.
Los “eternos otoños” del poder no son solo una metáfora literaria: son un riesgo político real. El patriarca que se marchita pero no suelta el mando retrasa el cambio, inhibe la innovación y neutraliza las energías de quienes podrían renovar el sistema. La sociedad entera queda en pausa, atrapada en una estación que no avanza.
García Márquez retrató esa sensación con la precisión de quien entiende que el poder absoluto no muere de golpe: se apaga lentamente, y en ese lento apagarse arrastra todo lo que está a su alrededor.
En nuestras democracias, cabe preguntarse: ¿nuestro poder se subordina o se emancipa? ¿Hasta qué punto un gobierno se eclipsa en la figura de su líder? ¿Podemos imaginar un poder que no sea cautivo de sí mismo?
Porque cuando el otoño se convierte en estación única, el problema deja de ser solo del patriarca. Es de todos los que hemos olvidado cómo se ve la primavera.
Me encanta esta nueva incorporación, muy buen relato Enzo