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La Corte Suprema de Justicia de Tucumán regula el uso de IA

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Por Rodrigo Fernando Soriano.

La Corte Suprema de Justicia de Tucumán, mediante la Acordada 729/25, aprobó los principios que regirán el Programa de aplicación de Inteligencia Artificial para la innovación del servicio de justicia. Este paso no es menor, implica abrir la puerta a un escenario que ya no se limita a informatizar o digitalizar procedimientos, sino que se anima a explorar las posibilidades de la automatización en aquellas tareas que no requieren juicio valorativo ni discrecionalidad jurídica. La inteligencia artificial, en este contexto, no comparece como acusada ni como testigo, sino como protagonista de un proceso histórico que obliga al derecho a replantear sus propios límites.

La Corte, al dictar esta acordada, no se detiene en preocupaciones técnicas inmediatas, sino que ofrece un marco de principios de amplio espectro, verdaderas directrices de acción para jueces y funcionarios. Prioriza, además, el desarrollo de soluciones de IA propias y locales, y no terciarizadas, siguiendo una lógica que ya había ensayado durante la pandemia, innovar desde dentro, con herramientas construidas en el territorio. En ello se advierte un gesto de soberanía tecnológica, una apuesta por domesticar la IA antes que dejarse arrastrar por ella. Pero aquí aparece la paradoja, cómo contener, mediante normas, a una tecnología que se mueve con la velocidad del algoritmo y se escapa de las categorías clásicas del derecho. Intentar hacerlo es, en cierto modo, como atrapar el viento en un expediente. Y sin embargo, es inevitable. Solo el tiempo dirá si esta ambición se convierte en realidad.

El foco se coloca en los datos sensibles y reservados. La Corte, al estilo europeo, prohíbe el uso de IA en procesos de familia y penales, ámbitos donde la dignidad y la vulnerabilidad humanas exigen un resguardo máximo. Esta restricción recuerda a las prohibiciones del AI Act de la Unión Europea, que cataloga como de alto riesgo a los sistemas aplicados en la justicia y limita su despliegue. Pero la Corte tucumana no desconoce la realidad local, permite, con criterio, que aquellos datos que ya son públicos en la web y cuyo uso no genere perjuicio a sus titulares puedan ser utilizados por herramientas de IA. Cuida, sin dejar de reconocer que el expediente digital circula ya en un espacio de transparencia radical.

El principio rector, sin embargo, es claro, la decisión siempre debe ser humana. Ningún algoritmo sustituirá la deliberación bajo las luces del criterio humano, anclado en la ética constitucional y en el marco normativo vigente. De este modo, la Corte evita caer en lo que he llamado tecnofetichismo, la fascinación acrítica por la tecnología como fin en sí mismo. Robert Alexy, en su teoría de los derechos fundamentales, recordaba que el núcleo de todo principio está en su ponderación, en la capacidad humana de equilibrar tensiones, en usar los principios como pautas de optimización de nuestra conducta, el faro, el camino a seguir. Ese ejercicio no puede ser delegado a una máquina. Yuval Noah Harari, por su parte, ha advertido que el gran riesgo de nuestro tiempo no es que los algoritmos decidan mejor que nosotros, sino que nos acostumbremos a dejar de decidir. Y Wittgenstein, de fondo, nos recuerda que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, si el derecho no logra nombrar a la IA, tampoco logrará gobernarla.

Ahora bien, la dimensión filosófica de este debate no es un adorno académico. Implica revisar cómo entendemos la justicia misma. Si el derecho se sostiene sobre el lenguaje y si el lenguaje construye la realidad, como bien señaló Wittgenstein, entonces cada vez que cedemos a la máquina la capacidad de procesar, ordenar o incluso sugerir soluciones jurídicas, estamos abriendo un boquete en los cimientos de la justicia como práctica humana. Aquí reside la diferencia con la lógica del mercado o de la industria, en el proceso judicial no se busca eficiencia a cualquier costo, sino legitimidad, confianza, reconocimiento social. Y esa confianza solo puede ser otorgada por seres humanos a otros seres humanos.

La Corte tucumana, al igual que el legislador europeo, parece entender que la inteligencia artificial no es neutral. Como toda tecnología, conlleva un modo de ver el mundo, una gramática oculta. En este sentido, adoptar políticas locales y principios rectores propios es también una forma de no quedar atrapados en marcos regulatorios ajenos, de no delegar en Silicon Valley o Bruselas la definición de cómo se administra justicia en Tucumán. Es un gesto de responsabilidad institucional, pero también un acto de filosofía práctica, reconocer que la tecnología no dicta el rumbo, sino que debe ser integrada dentro de un horizonte ético-jurídico que ya tenemos.

Así, Tucumán ingresa en el debate global con una voz propia, consciente de sus limitaciones y de sus posibilidades. Como en Europa, se intenta balancear innovación y resguardo. Y como en toda decisión judicial, la pregunta que subyace es profundamente filosófica, hasta dónde puede el derecho regular lo que ya excede la capacidad humana. La respuesta, quizás, no se encuentre solo en la letra de la Acordada, sino en la valentía de reconocernos en ese espejo artificial y decidir, una vez más, qué significa hacer justicia en tiempos de algoritmos. Y tal vez, en esa decisión, radique la mayor innovación, no en la técnica que incorporamos, sino en la claridad con que reafirmamos nuestra condición humana frente al vértigo de lo digital.

Porque innovar no consiste en abrir la puerta a todo lo nuevo que se nos ofrece, sino en elegir con sabiduría qué dejamos entrar. Innovar es animarse a habitar la tecnología con responsabilidad, no como esclavos fascinados, sino como sujetos conscientes de que cada decisión moldea el futuro. Y en ese gesto, ético, prudente y humano, reside la verdadera innovación, no en la velocidad de los algoritmos, sino en la claridad con la que sepamos conducirlos hacia el bien común.

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