Por Catalina Lonac.
Lucrecia era ingeniera electrónica y trabajaba en una importante multinacional. Amaba su trabajo, al que le dedicaba toda su vida. Tenía 36 años y no había formado pareja, vivía sola en su departamento, aunque casi siempre tenía la compañía de sus padres y de su hermana, que a su vez tenía dos niños que Lucrecia amaba como si fueran sus hijos. Todas las tardes, cuando Lucrecia salía de la oficina, se juntaba con su familia y departían sobre casi todo: el trabajo, la vida, los planes y hasta los chismes que cada uno traía a la tertulia como un tesoro. Había un solo tema que los dividía irremediablemente: toda la familia era muy religiosa, pero Lucrecia era atea, quizás por su formación científica de alto grado. Ella tenía un doctorado en el MIT de Massachusetts y se negaba a cualquier experiencia que no pudiera tocar ni medir. Para ella todo en la vida tenía una explicación lógica, salvo el amor por sus sobrinos, que ella entre risas siempre decía que era algo que realmente no podía explicar.
Un día cualquiera Lucrecia llegó a su trabajo y el CEO de la compañía la mandó llamar. Ella era una persona estratégica para el crecimiento de la empresa, ya que trabajaba en circuitos de I+D y su desempeño era brillante. Lucrecia se sorprendió por el llamado de su jefe, aunque era habitual que lo hiciera para discutir sobre temas en carpeta. Ese día se dirigió a su oficina con una taza de café en la mano. Estaba segura de que se trataba de algo rutinario.
Corría el mes de noviembre por ese entonces y Lucrecia y su familia planeaban las vacaciones de verano que, desde hacía muchos años, compartían en una playa de Uruguay.
Lucrecia entró, saludó a su jefe y se sentó con desenfado esperando el tema del día. Grande fue su sorpresa cuando escuchó: “Tenés que irte a vivir a Taiwán por dos años. La compañía está creciendo y te necesitamos allí. Tendrás un departamento cómodo y tu sueldo se triplicará”.
Lucrecia ya no escuchaba nada. Nunca se percató de las buenas condiciones que su jefe le planteaba; solo podía pensar, con pánico, cómo haría para sobrevivir sin su familia y básicamente sin sus dos sobrinos.
Su jefe continuaba diciendo: “Vos vivís sola, sos soltera, es la situación ideal para que viajes y crezcas en el organigrama de la empresa”.
Lucrecia seguía sin escuchar. ¿Cómo explicarle a su jefe que lo único que no podía explicar en la vida era su amor incondicional por sus dos sobrinos?
Solo atinó a pedir 48 horas.
Ese día salió de la oficina y se fue a la casa de sus padres a reunirse con la familia. Ella adoraba esa hora y media de cuchicheos, pero quizás quiso probar cómo era no verlos.
Al día siguiente sentía que la cabeza estaba vacía y que su cuerpo se movía automáticamente, pero de pronto golpeó la puerta de la oficina de su jefe y entró. Solo atinó a decir: “ACEPTO”.
El hombre sacó dos copas de un hermoso mueble de madera, sirvió dos hielos en cada una, como si estuviera explicándole a Lucrecia, y sirvió un licor de pera. Era muy temprano para champaña.
Brindaron y ella siguió con la mirada perdida, porque sabía perfectamente que no había indagado nada sobre lo que le esperaba, pero al mismo tiempo sentía el acicate de ser capaz de crecer en su vida, pagando con algún riesgo afectivo.
A los 30 días estaba subiendo a un avión. Ni siquiera se había planteado pasar las fiestas con su familia, que lloraba desconsolada en la despedida. Los dos sobrinos preguntaban: “¿Por qué se va nuestra tía?”. La situación era muy angustiante y el avión calentaba motores.
Durante el viaje Lucrecia trató de pensar que su cabeza era la de una ingeniera electrónica, con cierta lógica y una frialdad que no lograba sentir. Pensó que dos años pasaban rápido, aunque no lograba convencerse. La azafata pasó preguntando lo que iba a comer, pidió pastas y decidió ver una película para no pensar más.
El avión aterrizó en Taiwán. Era lunes. Retiró sus valijas y se dirigió a la salida. La esperaba un chofer con una pancarta con su nombre y el de la compañía. Era un hombre de baja estatura, piel amarillenta y ojos rasgados, que le hablaba en un inglés casi ininteligible.
Lucrecia le entregó sus valijas y se dirigieron hacia el estacionamiento. La esperaba un auto Tesla, súper nuevo y lujoso, a electricidad.
El viaje hasta su nuevo hogar duró exactamente 25 minutos. Taiwán no es muy grande y Lucrecia estaba obnubilada con los enormes rascacielos, la enormidad de luces y la cantidad de gente y vehículos circulando. Ella había estado en diferentes lugares del mundo, pero este superaba lo que había visto en otras estancias. Por ese tramo no pensó en su familia y tuvo la sensación de que “yo voy a poder con esta ciudad”.
Llegaron a destino. El edificio donde vivía estaba en una zona céntrica y rodeada de negocios lujosos. Tenía 45 pisos. El de ella era el piso 30.
El chofer bajó las valijas y la acompañó hasta dejarla lista en su departamento. Se despidió diciéndole que iba a ser su chofer y que podía contar con él para lo que necesitara. La pasaría a buscar todos los días a las 9 de la mañana y quedaría a su disposición.
La sede de la compañía quedaba en las afueras, a una hora en auto dadas las demoras del tránsito, porque en realidad no era tan lejos. Reitero: Taiwán es una isla pequeña.
Cuando Lucrecia llegó, la recibió otro CEO para el sudeste asiático, quien le presentó a las personas que estarían bajo su mando. Eran 12, pero el total de personas era enorme. Se parecía a la NASA por la tecnología y el protocolo que seguían todos para trabajar.
Ese día tuvo la sensación de que eran todos demasiado amables y sonrientes, y todos repetían la misma grabación: “Estoy para lo que necesites, eres bienvenida”.
En el viaje de vuelta a su departamento con el chofer pensó que, quizás, ante tanta amabilidad, esta aventura no resultaría tan difícil.
Su departamento era muy lujoso y tenía una vista espléndida hacia toda la ciudad. Se sirvió un Aperol Spritz y se sentó en el living. Quería reordenar sus ideas y sus sentimientos y, si bien la sensación del primer día había sido buena, comenzaba a sentir cierta melancolía, sobre todo por sus sobrinos, ese amor sobrenatural que siempre decía que no podía explicar.
Pasaron dos meses de trabajo y Lucrecia admitió que toda esa amabilidad solo era parte de una bienvenida al estilo asiático: políticamente correcta, pero vacía del afecto al que Lucrecia estaba acostumbrada y esperaba. Varias veces trató de entablar una relación con sus compañeros de trabajo, pero la miraban con una sonrisa y declinaban la invitación de Lucrecia para compartir tiempo fuera de la oficina. No era su costumbre, ya que en realidad, detrás de esa fachada de amabilidad, solo había personas más bien frías que no buscaban ser amigos de sus compañeros.
Así pasaron los siguientes cuatro meses y la soledad de Lucrecia era cada vez mayor. No había logrado adaptarse a ese lugar que solo le ofrecía crecimiento profesional.
Estaba en su departamento tomando su Aperol y se dirigió hacia el baño. Se sentó en el inodoro y advirtió que las baldosas hacían dibujos caprichosos. Los miró por un largo rato hasta que encontró un rostro en esos dibujos. Era el rostro de una mujer de pelo ondulado, con labios pintados y pestañas postizas. Era el rostro de una mujer fuerte.
Lucrecia decidió llamarla Carmen. Le parecía un nombre perfecto y de gran temperamento. Imaginó que Carmen fumaba y comenzó a darle vida.
Así, cada vez que volvía a su departamento, Lucrecia buscaba a Carmen en el baño y se sentía menos sola. Claro que después de un tiempo pensó: “Me estoy volviendo loca”. Pero inmediatamente reflexionó: “No, loca estaría si no tuviera a Carmen”. Porque ya la nostalgia estaba cobrando prenda y los antidepresivos ya no eran suficientes.
Ella lo tenía claro y pensaba: “Estaría loca si pensara que Carmen es real”. Lo cierto es que cada vez se hacían más cercanas y Lucrecia había imaginado toda la vida de Carmen.
Un viernes llegó a su oficina, después de seis meses, y se dio con un hecho inusitado. Un compañero de trabajo iba a festejar su cumpleaños en un restaurante de la ciudad y la invitaba. Ella se sorprendió mucho porque esto no era para nada lo habitual y se lo contó a Carmen. Sintió que ella le decía: “Ponete linda y disfrutá”. El evento era al día siguiente.
Le pidió al chofer que la pasara a buscar. Se sintió extraña porque, en realidad, no había trabado relaciones amistosas con sus compañeros, pero irían todos al cumpleaños.
Jamás imaginó lo que pasaría en ese restaurante.
Bajó del auto y entró decidida. Sus compañeros ya estaban en el lugar. Lucrecia se acercó, saludó al cumpleañero y le entregó un obsequio que había comprado para él. Dio la vuelta a la mesa y se sentó en el único lugar que quedaba libre, justo al lado de su jefe.
En el lugar había varias mesas ocupadas. Lucrecia se sirvió una copa para brindar y, cuando levantó la mirada, quedó absolutamente paralizada. Vio en una mesa contigua a Carmen, que estaba sola y la miraba.
Lucrecia se levantó como un resorte y fue hacia ella. Se paró delante y le dijo con un hilo de voz: “¿Quién eres?”. Y Carmen le contestó: “¿Por qué? ¿Quién eres tú? Quizás me confundes”.
—No, no te confundo. Te llamas Carmen.
¿Acaso estaría Lucrecia entrando en la locura a la que lleva la soledad? ¿Había dejado Carmen de pertenecer a un mundo de fantasía? Lucrecia sabía que ese era el límite mental, pero sin embargo la tenía ahí, de carne y hueso.
La extraña, no tan extraña, le dijo: “No me llamo Carmen, me llamo María y quizás deberías creer en Dios”.
Carmen se levantó de la mesa y salió fumando.
maravilloso relato, lo disfrute y me gustó mucho