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ARTE, VERDAD Y DERECHO

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Por Aníbal D’Auria.

No existe en el arte tal cosa como la inocencia de la mirada.
E. H. Gombrich.

Blumenberg ve en las metáforas indicios del subsuelo preconceptual —el mundo de la vida— sobre el que se construyen posteriormente los discursos “claros y distintos” de las teorías. En esta breve nota pretendo extender su hipótesis más allá de la oralidad y la escritura, para examinar cómo funciona en otra forma de expresión figurativa: la pintura. Para ello tomo tres obras de contextos histórico-culturales muy distintos, que a mi juicio expresan tres visiones paradigmáticas de la idea de verdad, aún presentes en los ámbitos académicos del derecho.

Sandro Botticelli, La Primavera, ca. 1482. Témpera sobre tabla. Galería Uffizi, Florencia.

Botticelli pintó La Primavera en la Florencia imbuida de la filosofía neoplatónica de la segunda mitad del siglo XV. La obra, hoy uno de los íconos del Renacimiento, es una alegoría del amor platónico según esa tradición. Debe leerse de derecha a izquierda: en un extremo, el viento Céfiro viola a la ninfa, que al ser fecundada se transforma en primavera. Esa escena representa el deseo terrenal, bajo, material. En el centro, una Venus vestida marca un cambio cualitativo: a la izquierda aparecen las Tres Gracias, que simbolizan las artes y las ciencias, hacia las cuales apunta el arco de Cupido. Y más allá, en el extremo opuesto, Mercurio —con sandalias aladas— despeja ramas y hojas que impiden el paso de la luz solar. Comunicador entre el mundo divino y el terreno, Mercurio encarna aquí el deseo reorientado hacia una Verdad superior, trascendente y eterna, acaso inaccesible para la razón humana.

Pierre-Paul Prud’hon, La Sabiduría y la Verdad descienden en la Tierra, 1798. Museo del Louvre, París.

En el siglo XVIII, apenas una década después de iniciada la Revolución, Pierre-Paul Prud’hon pintó en Francia La Sabiduría y la Verdad descienden en la Tierra. En la obra, la Verdad aparece desnuda, tal como se viene al mundo, mientras la Sabiduría —representada por Palas Atenea, reconocible por su casco guerrero— la conduce del brazo. Esta escena refleja la concepción de verdad propia de la Ilustración: ya no trascendente, sino humana, terrenal, vinculada a la utilidad en el mundo de los hombres. En este contexto, la verdad se asociaba con el proyecto emancipador y con la confianza en que las luces de la razón podían guiar a los pueblos hacia un destino mejor.

Jean-Léon Gérôme, La Verdad saliendo del pozo (Nec mergitur), 1895. Colección privada.

A finales del siglo XIX, un siglo después de Prud’hon, también en Francia Jean-Léon Gérôme pintó dos versiones de La Verdad saliendo del pozo. La que me interesa aquí lleva por subtítulo Nec mergitur —“No salgas”—. En ella vemos a la Verdad, semidesnuda, intentando emerger de un pozo con un espejo en la mano, mientras un sacerdote y un hombre enmascarado —tal vez un gobernante o un rico— intentan impedirlo. La obra ilustra cómo los intereses establecidos bloquean la aparición de la verdad a la luz del día: una verdad terrenal, pero ocultada o distorsionada por la falsa conciencia de los sectores dominantes y privilegiados. No es casual que esta representación surja en un siglo atravesado por luchas sociales, censuras y el cuestionamiento de las narrativas oficiales.

Estos tres cuadros pueden entenderse como figuras muy precisas de las concepciones de Verdad que subyacen en tres escuelas de la teoría del derecho: respectivamente, el iusnaturalismo, el positivismo y la crítica. Y en esa convivencia todavía podemos reconocer nuestra propia tensión contemporánea: entre quienes apelan a fundamentos trascendentes, quienes reducen la verdad a la eficacia institucional y quienes insisten en desenmascarar los velos del poder.

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