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El costo del silencio

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Por Sofía de la Vega.

No hay peor mentira que la verdad callada.

 Anónimo.

Este país habla a gritos, pero calla lo esencial. Nos ensordecen con discursos encendidos, con debates de cartón y con peleas televisadas que duran lo que un relámpago en verano. Los políticos han aprendido el arte de la palabra hueca: dicen sin decir, prometen sin prometer, hablan como si la realidad fuera un escenario y no una herida abierta. En ese ruido incesante, lo urgente se esconde. Nadie nombra al hambre, nadie admite la miseria, nadie se detiene en los cuerpos exhaustos de quienes sobreviven en hospitales desbordados o en barrios olvidados. Lo que se calla, arde más que lo que se grita.

El silencio de la política es un silencio cobarde. Callan para no enemistarse, callan para no reconocer la propia ineptitud, callan para que la sociedad se conforme con los fuegos artificiales del escándalo. Ese silencio no es vacío, es cálculo, es pacto, es negocio. Se calla para que nada cambie, para que los poderosos sigan siendo poderosos, para que los débiles sigan esperando.

La justicia no se queda atrás. Ha cultivado el silencio como un hábito. Tras muros altos y expedientes interminables, juega a la neutralidad mientras acomoda su balanza según el viento del poder. Se dice imparcial, pero se acomoda siempre al lado del más fuerte. Se proclama independiente, pero su independencia es de los pobres, no de los poderosos. Los jueces han aprendido a callar cuando deberían hablar y a hablar solo cuando la política les presta micrófono. Y así, disfrazada de imparcialidad, la justicia se convierte en cómplice del silencio político, una máscara más en el carnaval de la impunidad.

No olvidemos, los tribunales no son templos sagrados sino oficinas humanas, plagadas de debilidades, ambiciones y temores. Y sin embargo, se presentan como oráculos. Dicen “justicia” cuando en realidad repiten silencios. Abren causas para la foto, las dejan morir en el tiempo muerto de la burocracia, dictan sentencias que llegan tarde o nunca. Cada expediente dormido es una verdad callada, una vida atrapada, una herida sin cicatrizar.

Y en esta maquinaria del silencio, los medios son el coro más estridente. No informan, entretienen. No investigan, operan. No iluminan, enceguecen. Sus titulares no buscan verdad, buscan rating. Su misión no es revelar, es distraer. Se disfrazan de vigilantes del poder mientras cenan con los mismos a los que deberían denunciar. Fabrican escándalos, reciclan odios, convierten en espectáculo las miserias colectivas. El periodismo, que debería ser palabra incómoda y verdad punzante, se ha vuelto teatro, guion, escenografía y luces.

La política calla, la justicia demora, los medios distraen. Entre los tres han tejido un silencio espeso, como una neblina que cubre todo. Y en ese clima, la gente vive resignada. Porque al final, quien paga el costo de este silencio no son ellos es la sociedad. Lo paga el obrero que espera una justicia laboral que nunca llega. Lo paga la madre que lleva a su hijo a un hospital sin insumos. Lo paga el estudiante que se va del país porque aquí la esperanza está hipotecada.

El silencio es poder, y el poder nunca es inocente. Lo saben los políticos que eligen callar lo que incomoda. Lo saben los jueces que guardan expedientes bajo llave. Lo saben los periodistas que apagan una noticia y encienden otra según convenga. El silencio se administra, se dosifica, se vende. Y su costo es siempre el mismo, la degradación de la democracia, la erosión de la confianza, la anestesia de la ciudadanía.

Nos quieren hacer creer que el problema son los gritos, las marchas, las protestas, las peleas en televisión. Pero el verdadero problema es el silencio que se esconde detrás. Ese silencio que nunca nombra la pobreza estructural, que nunca admite la connivencia con la corrupción, que nunca se hace cargo de la desigualdad obscena. Ese silencio que no se rompe porque romperlo sería abrir las compuertas del dolor social.

Pero la verdad es que no hay anestesia capaz de ocultar lo evidente. El silencio no tapa el hambre, no borra la violencia, no cura la injusticia. Al contrario, las multiplica. La democracia se pudre en ese mutismo, como fruta dejada al sol. Y cuando la palabra se degrada, lo único que queda es la desconfianza. Una sociedad que ya no espera nada, que ya no cree en nadie, que se refugia en el cinismo o en el estallido.

Algún día habrá que recordarles a los políticos que su tarea no es gritarse entre sí, sino hablarle al pueblo con verdad. Habrá que recordarles a los jueces que su función no es acomodarse al poder, sino proteger a los vulnerables. Habrá que recordarles a los periodistas que el periodismo no nació para operar, sino para interrumpir la mentira.

Hasta entonces, seguiremos pagando el costo del silencio. Un costo que no se mide en pesos ni en votos, sino en vidas rotas, en confianza perdida, en futuro hipotecado. Porque lo que no se dice, mata. Y en este país, el silencio se ha vuelto el crimen perfecto.

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