Por Rodrigo Fernando Soriano.
¿Qué pasaría si en la próxima boleta electoral apareciera el nombre de una Inteligencia Artificial? La pregunta parece absurda, incluso peligrosa, pero surge como un eco natural de la decepción que vivimos frente a nuestra clase política.
La sensación social en nuestro país es que hemos perdido cualquier tipo de confianza en los dirigentes. Y no es un fenómeno exclusivamente local: basta con mirar hacia Nepal y su crisis social y política para comprobar que la desconfianza en la política atraviesa fronteras.
De allí nace mi inquietud: ¿podría la Inteligencia Artificial ocupar el rol de un político? Hemos dicho que la IA puede reemplazar periodistas, abogados, jueces, médicos, hasta incluso ingenieros agrónomos, pero nunca nos hemos detenido a pensar en ella como un actor político.
La política, en demasiadas ocasiones, nos molesta. La desconfianza en sus representantes es casi un sentir generalizado. Muchas veces, ese descrédito es injusto; otras tantas, no lo es. Lo paradójico es que, mientras cuestionamos todo lo humano, depositamos una confianza casi absoluta en la IA. Sus respuestas, cuando parecen coherentes, rara vez son discutidas. Solo al notar un error nos animamos a dudar.
Hace pocas semanas, Albania sorprendió al mundo al nombrar a Diella —una IA— como ministra contra la corrupción. Su tarea es analizar enormes volúmenes de información para detectar patrones irregulares y optimizar la eficiencia de los servicios públicos. La decisión marca un hito en la administración pública global y responde a un objetivo claro: combatir la corrupción y modernizar el Estado.
La lógica del primer ministro Edi Rama es comprensible, y quizá el lector la comparta: la IA carece de intereses personales y, en teoría, se limitaría a ofrecer resultados acordes a la razón justa.
No es el único caso. En Emiratos Árabes Unidos, la IA ya se utiliza en la redacción de leyes, transformándose en una suerte de co-legislador. Alimentada por Big Data, monitorea el impacto de la normativa en la ciudadanía y la economía, y hasta puede proponer enmiendas legislativas conforme detecta nuevas necesidades. El primer ministro Mohammed bin Rashid Al Maktoum la defiende como “lo más cercano a la excelencia gubernamental”: un sistema predictivo de las necesidades sociales, despojado de intereses individuales.
Ahora bien, estas medidas deben ser analizadas con cautela. La IA funciona en base a algoritmos que, en muchos casos, son preprogramados y alimentados con datos cuya procedencia es, muchas veces, imposible de rastrear. Confiar ciegamente en esa estructura nos acerca peligrosamente a un escenario que juramos no permitir: el gobierno de las máquinas.
Hemos diseñado mecanismos de pesos y contrapesos para limitar al poder. Basta con ver el mecanismo constitucional del veto, y la posibilidad del Congreso de promulgar una ley a pesar de él, tal como sucedió hace poco tiempo en nuestro país. Entonces podría pensarse que la IA no podría gobernar libremente porque debería enfrentarse a los partidos de la oposición, o al mismo Congreso.
Sin embargo, nuestro país se caracteriza por tener el poder centralizado en una persona: el Presidente. Y no tan solo en su persona, sino en el espacio geográfico donde reside: la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Por lo tanto, bastaría con que la IA funcione como un oráculo y logre convencer de sus bondades al presidente para hacerse, en cierto modo, del gobierno.
Todo se ha convertido en datos. Esta filosofía, llamada dataísmo, pretende presentarse como superadora de toda ideología, pero en sí misma es otra ideología. Una forma de neoiluminismo contemporáneo que, bajo la promesa de objetividad, conduce a un totalismo digital.
Chris Anderson, reconocido periodista y divulgador, lo anticipó con inquietud: “Adiós a la teoría del comportamiento humano, desde la lingüística hasta la sociología. Todo lo que hacemos es medible. Y de la medición, el control.”
No es nuevo que la democracia se vea amenazada por el imperio de los algoritmos. Como apunté en entregas anteriores: la democracia podría volverse imposible en un mundo donde la tecnología de la información se sofistica hasta volverse inabarcable. Quizá estemos presenciando el inicio del fracaso del humano frente a la máquina.
Imaginemos por un momento una IA actuando como presidenta de la Nación, o dictando normas generales que guían la vida social. Puede sonar a ciencia ficción distópica, pero las redes de información ya han alcanzado un nivel tal de complejidad, sostenido en millones de decisiones algorítmicas opacas, que a los ciudadanos nos resulta casi imposible responder a la más esencial de las preguntas políticas: ¿qué elegimos?
No hay que irse sino al presente para corroborar esta idea. Donald Trump fue acusado de usar IA en sus discursos presidenciales. Lo que vemos no es una transmisión en vivo, y ni siquiera el primer mandatario de los Estados Unidos estuvo presente, sino que fue todo realizado digitalmente.
Hoy la IA aparece como una alternativa política en sí misma. Le atribuimos honestidad, rectitud, principios éticos y un norte orientado al bien común. Creemos que el análisis de datos —el dataísmo— puede corregir las fallas de nuestras democracias. Y confiamos tanto en ella que hasta llegamos a otorgarle un halo de magia sobrenatural, capaz de anticipar las decisiones más importantes de nuestras vidas.
Las decisiones humanas, por ahora, son casi imposibles de emular para la IA. Ellas concentran razones que no pueden surgir de los datos duros y puros. Las decisiones artificiales pierden el componente que caracteriza a una persona: la empatía. Por eso atribuimos con el descalificativo “máquina” a alguien que no tomar decisiones guiados con aunque sea un poco de corazón. Y en este punto también es lo llamativo: renunciamos a que nos represente un humano, y empezamos a elegir a las máquinas. Humano es ser empático, y no tomar a la razón como lo hizo alguna vez Voltaire quien sostenía que la estadística era la única verdad.
Quizá lo verdaderamente inquietante no sea la posibilidad de un presidente artificial, sino nuestra disposición a aceptarlo. Tal vez el problema no esté en los algoritmos, sino en que hemos perdido la fe en nosotros mismos. Si algún día llegamos a votar a una máquina, no será porque la IA lo haya exigido, sino porque nosotros habremos renunciado a la política humana.
A que IA votas la semana que viene?
Excelente!!!
Muy bueno. Cada vez mejorsn los escritos. Felicitaciones
Al paso que vamos en Argentina, hoy una IA tendría más empatía y dirigiría mejor al país que el mismo presidente.
Excelente nota 👏👏. Lo inquietante no es que las máquinas puedan gobernar, sino que nosotros estemos rogando que lo hagan mejor que nosotros.