Por Gabriela Suárez.
El amor no se mide por la intensidad, sino por la constancia del cuidado.
Erich Fromm.
En un mundo donde cada día parece un reto de supervivencia, donde los algoritmos predicen deseos antes de que los formulamos, hablar de vínculos humanos puede sonar ingenuo. Sin embargo, hay momentos —aunque breves— en los que lo esencial reaparece. Tal vez en una conversación honesta. En un gesto sin interés. En un abrazo que llega cuando no hace falta explicarlo todo. Es ahí donde entendemos que no hay sistema humano que funcione sin relaciones que sostengan.
Los vínculos no se crean por azar. Se construyen. Y en ese proceso aparecen tres pilares que no pasan de moda: responsabilidad, respeto y cuidado. No porque sean valores antiguos, sino porque son las bases sobre las que descansa cualquier sociedad verdaderamente viva.
Hay una frase que se volvió parte del imaginario colectivo: “Con un gran poder viene una gran responsabilidad”. La escuchamos tantas veces en películas de superhéroes que puede parecer un cliché. Pero si la sacamos del contexto del traje, del don y del villano, se vuelve una advertencia ética de alto voltaje.
Porque el poder no siempre se manifiesta en salvar ciudades. A veces el poder es cotidiano: tener la capacidad de lastimar con una palabra o de sanar con un silencio. Poder elegir no juzgar. Poder tender una mano. Poder decir que no, sin miedo. Cada uno de nosotros tiene poder, aunque no lo note. Y el modo en que lo usamos revela quiénes somos.
La responsabilidad, entonces, no es una carga, sino una forma de amor adulto. Es mirar a los otros como sujetos, no como medios. Es entender que mis actos tienen consecuencias. Que mis decisiones, incluso pequeñas, afectan. Que si digo que estaré, tengo que estar. Que si cuido, no es por obligación, sino porque en el cuidado habita la ética más profunda.
El respeto como lenguaje invisible
En tiempos donde todo se dice, se opina y se comparte, el respeto se ha vuelto escaso. Y no por maldad, sino por prisa. Por descuido. Por olvido de que el otro no es una pantalla ni un personaje. Es un universo.
Respetar no es estar de acuerdo. Es escuchar sin interrumpir. No ridiculizar lo que no comprendo. Dejar espacio para que el otro sea, aunque yo no entienda del todo. Aceptar límites. Y también poner los propios.
Respetar implica reconocer que no siempre soy el centro. Que el mundo no está hecho a mi medida. Que a veces toca ceder, y otras veces hacerse cargo.
Que hay que soltar sin dejar de amar. Y ese acto, tan silencioso, es de los más valientes que existen.
En la teoría feminista contemporánea, el cuidado se elevó a categoría central del pensamiento ético y político. Autoras como Joan Tronto o Carolina León nos recuerdan que el mundo no se sostiene solo con fuerza o conocimiento, sino con personas que cuidan a otras personas. El acto de cuidar —invisible, a veces mal remunerado o desvalorizado— es la columna vertebral de la vida social.
Cuidar es más que proteger. Es observar. Anticipar. Estar. Saber que otro depende, aunque sea un poco, de mí. Cuidar no siempre es bonito. A veces cansa. A veces duele. Pero también es el terreno donde el amor se vuelve concreto. En el cuidado no hay fuegos artificiales, pero hay verdad. Y hay vínculo.
En las películas, el héroe parece vencer al mal. Pero lo que realmente hace —y lo que lo vuelve humano— es cuidar a los suyos. No porque sea perfecto, sino porque elige hacerlo. Con miedo, con dudas, con contradicciones. Pero lo hace. Porque sabe que el amor, sin cuidado, es solo un gesto vacío.
Nos criaron para ser individuos exitosos, pero no para sostener vínculos. Sabemos usar Excel, pero no sabemos pedir perdón. Sabemos negociar contratos, pero no cómo acompañar a alguien en silencio. Sabemos brillar, pero no cómo volver al barro cuando alguien nos necesita.
Y sin embargo, la vida no se trata solo de logros, sino de la capacidad de estar ahí para otro. Lo sabés cuando un amigo te escucha en tu peor noche. Cuando una pareja te respeta aunque no te entienda. Cuando alguien te recuerda que merecés afecto incluso cuando sentís que no lo valés.
Tejer relaciones profundas en un mundo donde todo es fugaz no es tarea menor. Es un acto de resistencia. De fe. De esperanza. Y también de práctica constante.
En un tiempo donde la admiración va hacia quienes dominan, conquistan o imponen, propongo volver la vista hacia otro tipo de fuerza: la de quien se hace cargo, la de quien respeta sin buscar rédito, la de quien cuida sin que se lo pidan.
Esa persona —que no necesita capa ni traje ni pantalla— es la que transforma el mundo todos los días. No con discursos, sino con acciones mínimas pero profundas. No con épica, sino con presencia.
Los verdaderos superpoderes no se ven, pero se sienten. Son los que tejen los hilos invisibles que sostienen una sociedad. Son los que salvan vidas. Son los que hacen que vivir valga la pena.
Y tal vez, solo tal vez, eso sea lo más heroico que podemos hacer: cuidar, aunque nadie lo note. Respetar, aunque no nos aplaudan. Y asumir la responsabilidad de ser alguien en quien otro pueda confiar.
Me encantó, gracias por compartir tus escritos, tus pensamientos y gracias Fuga