Por Macarena Sabio Mioni.
En tiempos de guerra, la verdad es la primera víctima.
Esquilo.
La cita “En tiempos de guerra, la verdad es la primera víctima” se atribuye tradicionalmente a Esquilo, aunque no se conserva textualmente en sus obras conocidas. Es una paráfrasis moderna del espíritu de su pensamiento, especialmente visible en Los Persas, donde muestra la guerra no como una epopeya heroica sino como una tragedia humana que distorsiona la verdad y la justicia. Veinticinco siglos después, sus palabras resuenan con una vigencia inquietante: en el conflicto entre Israel y Hamas, la verdad se fragmenta, se manipula y se disputa en tiempo real. La guerra ya no solo destruye ciudades, sino también certezas.
El conflicto entre Israel y Hamas ha vuelto a ocupar el centro del tablero internacional, no solo por su violencia, sino por la forma en que redefine lo que entendemos por guerra en el siglo XXI. Si la modernidad se caracterizó por guerras entre Estados, con ejércitos regulares y objetivos territoriales, hoy asistimos a enfrentamientos donde las fronteras se difuminan y las victorias se miden tanto en el campo de batalla como en el terreno simbólico.
Mary Kaldor denominó a esta transformación las “nuevas guerras”: conflictos donde actores estatales y no estatales se enfrentan en escenarios híbridos, combinando tácticas militares convencionales con estrategias de comunicación, propaganda y legitimación internacional. En ese sentido, el reciente enfrentamiento entre Israel y Hamas encarna, casi de forma paradigmática, esta nueva lógica de la guerra contemporánea.
La victoria militar de Israel
En términos estrictamente militares, Israel conserva una supremacía indiscutible. Su aparato tecnológico, su sistema de inteligencia y su poder aéreo le aseguran una capacidad de respuesta que ningún actor no estatal puede igualar. La ofensiva posterior al ataque del 7 de octubre mostró, una vez más, la eficacia de su maquinaria bélica. Gracias a eso está logrando su principal objetivo, que es la liberación de los secuestrados que desde hace dos años están en manos del terrorismo.
Sin embargo, el uso de esa fuerza se enfrenta a un dilema que trasciende lo táctico: cada victoria militar israelí parece transformarse en una derrota moral ante la opinión pública global.
La dimensión simbólica del conflicto ha generado un fenómeno colateral inquietante: el resurgimiento del antisemitismo a escala global. Marchas, ataques a sinagogas y discursos de odio disfrazados de antisionismo se multiplicaron en universidades, redes sociales y espacios culturales con una simplificación peligrosa: la equiparación de Israel con el mal absoluto y, por extensión, la estigmatización del pueblo judío.
Israel gana en el terreno militar, pero pierde en el simbólico.
Hamas y la victoria mediática
Hamas, en cambio, ha comprendido que su fuerza no reside en los tanques ni en los misiles, sino en el control del relato. Desde el ataque inicial —transmitido y viralizado con precisión quirúrgica—, la organización buscó provocar una reacción que reconfigure la percepción del conflicto. Su objetivo no era ocupar territorio, sino ocupar la atención del mundo.
En la lógica de las nuevas guerras, la visibilidad se convierte en poder. Hamas no necesita ganar la guerra, necesita sobrevivir políticamente y mantener la narrativa de resistencia frente a un enemigo percibido como invencible. Su estrategia apela a la emocionalidad global, a la indignación moral y al uso intensivo de redes sociales como campo de batalla simbólico. En este terreno, la organización terrorista ha logrado reposicionarse como actor central en el discurso sobre justicia, autodeterminación y asimetría internacional.
Una tregua frágil, pero simbólicamente decisiva
En las últimas semanas, mediadores como Qatar, Egipto y Estados Unidos intensificaron sus esfuerzos para consolidar una tregua que contemple la liberación de rehenes, el desarme de Hamas y la retirada parcial de las fuerzas israelíes.
Sin embargo, los puntos más delicados siguen siendo los dos objetivos estratégicos centrales de Israel desde el inicio del conflicto: por un lado, la liberación total de los secuestrados, un imperativo nacional y moral que atraviesa toda la sociedad israelí; por otro, el desarme completo de Hamas, visto como condición indispensable para garantizar la seguridad de largo plazo y evitar que el ciclo de violencia se reactive.
Israel insiste en que ningún acuerdo será sostenible si Hamas mantiene su estructura militar y su arsenal, mientras que Hamas busca usar a los rehenes como su principal carta de negociación. Esta tensión explica por qué cada ronda de conversaciones —por más auspiciada que sea por Washington o Doha— termina empantanada en los detalles: qué se entrega primero, qué se garantiza después y quién supervisa el cumplimiento.
Mientras tanto, el tiempo juega en contra de ambos: para Israel, porque la presión internacional aumenta; para Hamas, porque su base material se erosiona y su “victoria simbólica” se sostiene solo si el conflicto sigue visible.
La guerra post-westfaliana
El enfrentamiento entre Israel y Hamas revela que el paradigma westfaliano —basado en la soberanía estatal y en el monopolio legítimo de la violencia— se encuentra en crisis. La guerra ya no se libra solo entre Estados ni busca resultados políticos convencionales. Es una guerra fragmentada, transnacional y mediática, donde los límites entre combatientes y civiles, entre campo de batalla y espacio digital, se vuelven difusos.
El conflicto de Gaza es, en ese sentido, una metáfora de nuestro tiempo: un escenario donde el poder militar absoluto no garantiza la victoria política, y donde las imágenes pueden tener más impacto que los misiles.
En la era de las nuevas guerras, la legitimidad ya no se gana con argumentos, sino con hashtags. Y en ese terreno, la emocionalidad colectiva se vuelve una herramienta política tanto o más poderosa que las armas.
Quizás Esquilo tenía razón. En tiempos de guerra —y hoy podríamos añadir: también en tiempos de hiperconectividad— la verdad sigue siendo la primera víctima. Solo que ahora, esa verdad no muere en el campo de batalla, sino sepultada entre algoritmos, relatos y emociones prefabricadas.
Y tal vez la verdadera tragedia moderna sea que ya ni siquiera notamos su ausencia.
