Por José Mariano.
Crítica a la razón contravencional
El cinismo moderno consiste en saber lo que se hace y, aun así, seguir haciéndolo.
Sloterdijk.
En Tucumán todavía rige una ley escrita con la tinta de la dictadura, la 5140 de contravenciones policiales. Fue sancionada en los años más oscuros del Proceso de Reorganización Nacional y, como tantas piezas de la maquinaria represiva, sobrevivió indemne a la democracia. Cuarenta años después, nadie se anima a tocarla. Ni gobiernos peronistas ni radicales, ni conservadores ni progresistas, la ley sigue ahí, fosilizada y viva al mismo tiempo, como un vestigio que conserva intacto el poder de la arbitrariedad.
Su lógica es brutal y simple. La policía puede detener, investigar, acusar y castigar al mismo tiempo. Juez y parte. Sin control judicial inmediato. Sin defensa. Sin garantías. Un vecino puede ser llevado a una comisaría por “gritos que alteren el orden público”, un adolescente por “actitud sospechosa” o un trabajador por no tener documentos encima. Lo que parece una falta menor termina en 30 días de encierro, en condiciones degradantes, sin contacto con abogados ni familiares.
Los juristas lo dicen claro, es inconstitucional. Viola el artículo 18 de la Constitución Nacional, que prohíbe ser penado sin juicio previo y garantiza la defensa en juicio. Viola también la Convención Americana de Derechos Humanos, que asegura que ninguna persona puede ser privada de libertad sin control inmediato de un juez. Pero en Tucumán la ley se aplica como si esos derechos no existieran.
Lo grave es que no se trata de meros tecnicismos. La contravención se ha convertido en un dispositivo de disciplinamiento social. No persigue la tranquilidad pública, como se declama. Persigue a los de siempre, los pobres, los jóvenes de los barrios periféricos, los que no tienen contactos ni plata para pagar una multa. Quien dispone de recursos económicos puede recuperar la libertad enseguida. Quien no los tiene queda sumergido en un limbo jurídico, encerrado en un calabozo sin fecha cierta de salida, negociando con la misma policía que lo detuvo.
Ahí está el corazón del problema, la figura de los “sumergidos”. Personas arrancadas de su condición ciudadana y arrojadas a un estado de excepción cotidiano. Invisibles, sin registros oficiales, reducidas a vidas desnudas. Giorgio Agamben los llamaría homo sacer, seres humanos a quienes se les puede quitar la libertad o la dignidad sin que eso cuente como un crimen, porque el derecho los ha abandonado.
No hablamos en abstracto. En Tucumán, los tribunales acumulan casos de jóvenes que han sido detenidos decenas de veces bajo la misma figura, siempre con la misma excusa, “alterar el orden público”. En 2010, la Corte Suprema de Justicia de la Nación se pronunció sobre uno de esos casos y declaró que el procedimiento tucumano no cumplía con los estándares constitucionales mínimos. Nada cambió.
El antecedente más brutal es nacional, el caso Walter Bulacio. En 1991, un adolescente de 17 años fue detenido a la salida de un recital sin orden judicial ni aviso a su familia. Fue golpeado en la comisaría y murió pocos días después. En 2003, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a la Argentina por esa detención arbitraria y dejó un mensaje claro, las prácticas contravencionales son la puerta de entrada a la arbitrariedad y la violencia institucional. Pero el eco del fallo nunca llegó a Tucumán. Aquí la 5140 sigue siendo la llave que habilita la impunidad.
La dimensión de clase es evidente. Lo que François Dubet llama “justicia segmentada”: la misma ley, aplicada de forma distinta según la condición social. Para los ricos, la multa. Para los pobres, el calabozo. En ese sentido, la contravención no es un problema jurídico aislado, sino un engranaje de reproducción de desigualdades. Criminaliza la pobreza, convierte la precariedad en delito y normaliza que un adolescente de la periferia pueda pasar días encerrado sin que un juez lo sepa.
En el caso de niñas, niños y adolescentes, la situación se vuelve todavía más aberrante. La Convención sobre los Derechos del Niño prohíbe expresamente el encierro en condiciones idénticas a los adultos y exige que toda detención sea notificada inmediatamente a la familia. En la práctica tucumana nada de eso sucede. Los chicos son encerrados igual que los grandes, en celdas improvisadas, sin diferenciar edad ni situación. El sistema los borra, los convierte en N.N., sin nombre ni derechos.
Michel Foucault lo explicó hace décadas, la modernidad construyó una sociedad disciplinaria donde las instituciones —escuelas, cárceles, cuarteles, hospitales— moldean subjetividades dóciles. En Tucumán, la ley contravencional es una pieza más de esa maquinaria. Produce ciudadanos obedientes a través del miedo: cualquiera puede ser detenido, cualquiera puede ser “sumergido”. El mensaje no necesita palabras: basta ver a un vecino esposado para que el resto sepa cuál es el límite.
La paradoja es que la 5140 no tiene eficacia jurídica: sus artículos son tan vagos e imprecisos que deberían estar muertos. Sin embargo, tiene una eficacia simbólica enorme. La norma funciona como un ritual de poder. Aunque todos sepan que es inconstitucional, sigue operando como instrumento de intimidación. En palabras de Hans Kelsen, su validez no reside en el cumplimiento real, sino en la performatividad de su amenaza. La mera posibilidad de que la policía te detenga es suficiente para consolidar su autoridad.
Aquí entra el diagnóstico de Peter Sloterdijk sobre la razón cínica. Todos saben que el régimen es ilegítimo, pero todos lo sostienen. Los políticos, porque necesitan tener a la policía de su lado. La policía, porque la utiliza como fuente de recaudación y control social. La sociedad civil, porque prefiere no mirar mientras las víctimas sean los otros, los pobres, los invisibles. Es un cinismo estructural que corroe a la democracia desde adentro.
El saldo es devastador, debilitamiento del Estado de derecho, reproducción de desigualdades sociales, perpetuación de la violencia institucional, erosión de la confianza ciudadana en la democracia.
En Tucumán, la democracia convive con un enclave autoritario que se naturalizó en la práctica cotidiana. Como si la dictadura hubiese dejado un agujero en el tejido institucional y nadie se animara a coserlo.
Derogar la ley 5140 no alcanzaría. Habría que construir una cultura jurídica distinta, que eduque en derechos, que limite efectivamente el poder policial, que entienda que la equidad no es un lujo sino la base del contrato social. De lo contrario, seguiremos arrojando generaciones enteras a la condición de sumergidos.
La pregunta incómoda es por qué. ¿Por qué nadie la toca? ¿Por qué ningún gobierno provincial se atreve a enfrentar el costo político de reformar la ley? Tal vez la respuesta sea la misma que dejó flotando Foucault, el poder no se sostiene solo con leyes, sino con prácticas, rutinas, rituales que normalizan la dominación. Mientras la sociedad tolere esa pedagogía del miedo, la 5140 seguirá siendo útil para quienes mandan.
Tucumán tiene un espejo delante, mirarse en él es reconocer que la democracia que decimos tener está incompleta. Y que el verdadero problema no es que la policía detenga arbitrariamente, sino que como sociedad nos hemos acostumbrado a que eso ocurra. Ese es el verdadero cinismo.

José trae a discusión un tema de vital importancia de la cotidianeidad de los tucumanos. A pesar de los múltiples y muy bien descriptos llamamientos institucionales y exhortaciones del Poder Judicial al resto de los poderes públicos, nuestra provincia sigue en deuda con la democracia: una ley de contravenciones que regule y clarifique la convivencia pacífica de nuestra sociedad. Este excelente análisis opera como un recordatorio de la importancia de abordar un tema que no parece gravitar pero urge en términos de convivencia y consenso ciudadano. Gracias por traerlo a la memoria y agenda.