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La obra de arte en la era de la copia infinita

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Por José Mariano. 

El ángel de la historia tiene el rostro vuelto hacia el pasado. Donde nosotros vemos una cadena de hechos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies.
Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de la historia

Walter Benjamin fue un pensador incómodo. Filósofo, crítico literario, ensayista, explorador de la cultura de masas y visionario del futuro. Nació en Berlín en 1892, en el seno de una familia judía acomodada. De joven se fascinó con el romanticismo alemán, más tarde con el marxismo y con el surrealismo, y terminó escribiendo algunos de los textos más luminosos y a la vez sombríos del siglo XX.

Benjamin se resistía a ser domesticado por la academia. Nunca terminó de encontrar un lugar fijo en la universidad alemana, y mucho menos en el mundo intelectual que exigía definiciones claras. Su vida fue, como su obra, un vagabundeo: Berlín, Moscú, París, Marsella. Y su escritura, un collage entre filosofía, literatura, teología y crítica cultural.

Su muerte fue tan trágica como su pensamiento: en 1940, huyendo del nazismo, intentó cruzar la frontera española por Portbou. Llevaba consigo una maleta con un manuscrito que, según dicen, nunca se encontró. La Gestapo lo perseguía, y al enterarse de que la frontera se cerraba y que sería deportado a la Alemania de Hitler, Benjamin ingirió una dosis letal de morfina. Tenía 48 años. Portbou fue su último puerto y su tumba, un lugar de exilio definitivo. Murió como vivió: en tránsito, en fuga.

LA OBRA DE ARTE BAJO SOSPECHA

Su ensayo más célebre, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), es un texto que se adelantó a su tiempo. Allí analiza cómo la técnica de reproducción —primero la fotografía, luego el cine— transformaba la esencia del arte.

Hasta entonces, la obra de arte estaba anclada en la unicidad del objeto: un cuadro de Velázquez en el Museo del Prado, una escultura griega en el Partenón, un fresco en la Capilla Sixtina. Cada una de esas piezas tenía un “aquí y ahora” irrepetible, lo que Benjamin llama el aura. El aura es ese halo de distancia, de irrepetibilidad, que envuelve a la obra original.

Pero la reproductibilidad técnica destruye el aura: la fotografía y el cine multiplican las imágenes, las arrancan de su lugar y las vuelven circulantes. Una obra ya no depende de un templo o un museo; puede ser portada de un diario, póster en una habitación, copia infinita en cualquier lugar.

Ese cambio no era simplemente estético: era político. Para Benjamin, la pérdida del aura implicaba que el arte dejaba de ser ritual, sagrado, exclusivo, y se volvía accesible, democrático, popular. Pero también advertía un peligro: la estetización de la política, esa capacidad de los regímenes totalitarios para usar las imágenes masivas —el cine de propaganda nazi, las puestas en escena fascistas— para manipular a las masas.

El arte ya no era un refugio, sino un campo de batalla.

UN PENSAMIENTO PARA FUGA

Benjamin no se limitaba a lamentar la pérdida del aura. Veía también una posibilidad emancipadora: el cine, por ejemplo, podía ser un medio revolucionario para educar a las masas, revelar lo invisible, mostrar la realidad como nunca antes. Lo que para muchos era solo entretenimiento, para él era un nuevo sensorio político.

Hoy, en la época de la hiperreproductibilidad digital, sus intuiciones son más actuales que nunca. Si la fotografía y el cine habían destruido el aura, ¿qué podemos decir de la era del streaming, de TikTok, de la inteligencia artificial que fabrica imágenes infinitas? La copia ya no es una excepción: es el medio mismo en el que vivimos.

El aura ha implosionado: todo circula, todo se repite, todo es remix. Una obra ya no necesita siquiera existir físicamente: basta con un archivo digital, un NFT, un feed que se desplaza sin cesar. Lo aurático ha sido sustituido por lo viral.

Y en esa lógica, la política se volvió espectáculo, tal como Benjamin había intuido. Líderes convertidos en influencers, discursos reducidos a clips, campañas que se libran en redes sociales más que en plazas. El aura del político clásico desapareció: lo que queda es la performance permanente.

BENJAMIN CONTRA LA DICTADURA DE LA CERTEZA

Benjamin fue un pensador que habitó la incertidumbre. Como recordamos en FUGA con Keats y la “capacidad negativa”, también Benjamin eligió lo fragmentario, lo abierto, lo que no cierra. Su obra más famosa, El libro de los pasajes, quedó inconclusa, como si la modernidad misma se resistiera a ser narrada de una vez por todas.

Murió en el límite, en la frontera, en el tránsito. Ese destino refleja su pensamiento: nunca quiso fijar un sistema cerrado, sino rastrear las huellas efímeras de la modernidad, los destellos fugaces que iluminan la historia. Su obsesión por la alegoría barroca, por las ruinas, por los pasajes parisinos, por los juguetes y las postales, revela que entendía la cultura como un campo de fragmentos, restos, residuos.

Benjamin nos enseña que el pensamiento no tiene que ser monumental, sino arqueológico: buscar en los escombros, en lo que se desecha, en lo que se copia y se repite. Porque allí se esconde la verdad de una época.

EL ÁNGEL DE LA HISTORIA

La imagen más famosa de Benjamin es la del Ángel de la Historia, inspirada en el cuadro Angelus Novus de Paul Klee. Ese ángel mira hacia atrás, ve las ruinas de la historia amontonarse, mientras el viento del progreso lo empuja hacia el futuro.

Esa metáfora resume el destino de Benjamin: mirar lo destruido, lo que ya pasó, y a la vez ser arrastrado por fuerzas imparables. El nazismo fue ese huracán que lo arrojó a la frontera de Portbou. Su muerte es también una imagen: un hombre que no pudo cruzar la línea, que quedó atrapado en el límite, como su obra, siempre inacabada, siempre fragmentaria.

UNA LECCIÓN PARA HOY

En la era de la copia infinita, Benjamin nos obliga a repensar qué significa crear, qué significa resistir. La pregunta no es cómo preservar el aura perdida, sino cómo evitar que la reproducción técnica —hoy digital— se convierta en un arma de manipulación totalitaria.

FUGA encuentra en Benjamin una clave: habitar lo fragmentario, sospechar de las certezas, leer en los restos, en los márgenes, lo que se quiere ocultar. Como él, preferimos detenernos en lo que parece secundario: una consigna, una imagen viral, una foto manipulada. Porque allí, en esos despojos, está escrita la historia real.

Benjamin murió en fuga, y desde entonces su pensamiento nos persigue como un fantasma necesario. Su obra no se deja clausurar, como tampoco lo hace la modernidad que trató de descifrar. Tal vez la mejor manera de honrarlo sea seguir leyendo en los escombros, seguir viendo en la copia la traza de lo verdadero, y seguir preguntando, contra toda certeza:

¿Qué queda del aura en la época de la copia infinita?

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