por Nicolás Augusto Menard.
Con la seguridad de que se trata del peor pecado, Dante reservó el noveno círculo del infierno a los traidores. Hoy, la sana teoría económica nos ofrece una explicación formal acerca de las razones científicas por las cuales el ejercicio del poder político no puede coordinarse con otros mecanismos que no sean la deslealtad, la corrupción y la violencia. “Ética de gobierno” son dos palabras que se excluyen y se contradicen.
Con buena intuición, los políticos romanos se cuidaron muy bien de preservar una imagen digna y honorable, de conservar en los actos de gobierno la apariencia del comportamiento ético que correspondía. No porque senadores, pretores y cónsules fueran especialmente virtuosos, sino porque pretendían ser el reflejo de una sociedad civil ética y productiva: creadora del derecho, de profundas tradiciones y del comercio en expansión. De la república romana nace la historia que da origen a la famosa frase. Veámosla.
Hacia el 145 a.C., las sanguinarias incursiones del caudillo lusitano Viriato pusieron en jaque a la Hispania Ulterior. ¿Cómo se reconoce a los bandidos? Es fácil: siempre tienen un caudillo (acaso siempre también viene del norte). Intrépido, carismático y valiente, Viriato perfeccionó la guerrilla para dar golpes certeros al valle medio del Guadalquivir, una de las zonas más prósperas de la península. Con problemas en el norte, en Cartago y en el oeste, el Senado romano cedió su orgullo y firmó un tratado de paz vergonzoso, otorgando a los bandidos lusitanos términos favorables: una amplia extensión de tierra bajo el mando de Viriato en calidad de rey.
Como si hablara de un político moderno, escribe Casio Dion acerca de nuestro primitivo líder guerrillero: “Capaz de fingir conocimiento de lo más recóndito e ignorancia de lo más evidente”. Traduzco al criollo: capaz de hacerse el que sabe de todo, pero también de hacerse el gil. ¿Le recuerda a alguien?
En el año 140 a.C. llegó como gobernador a Hispania Cayo Servilio Cepión para cambiarlo todo.
Los senadores romanos le recomendaron a Cepión no violar el pacto (puesto que Roma no incumple sus promesas), pero sí provocar a Viriato con el objetivo de encontrar una excusa para romperlo. El caudillo envió a tres de sus colaboradores a parlamentar con el gobernador romano. ¿Otro rasgo de los bandidos? Bueno, ¡siempre se traicionan entre ellos! Los tres colaboradores regresaron y asesinaron a Viriato mientras dormía. Ávidos de recompensa, no tardaron en presentarse nuevamente ante Cepión, quien —según la tradición romana— les pronunció la célebre frase: “Roma no paga traidores.”
Acaso los hechos no fueron estos. Lo importante es el símbolo.
Como dijimos, los políticos romanos eran conscientes de los valores inalterables de su comunidad. Comprendían la necesidad de la ética para establecerse como representantes íntegros de un pueblo intachable. Y a pesar de que les fue imposible —como es lógico— ejercerla plenamente, cuidaron el relato: omitieron detalles vergonzosos, agregaron y exageraron actos honorables.
“Roma —lo más grande y sublime que existe— no paga traidores” quiere decir que, aun en el caso de que una traición nos beneficie, nunca, jamás, debe ser recompensada. Con el asesinato de Viriato, Cepión dilapidó su carrera política, el Senado hizo suya la vergüenza infalible del hecho, y por fin, la tradición supo adornar la historia con aquella frase inmortal que quizás nunca se dijo, pero que debía ser dicha.
Nuestra comunidad es joven. Pronto dejará de ser inocente. Más temprano que tarde, elevará para sí los estándares morales que son los mismos que generan el progreso, que fortalecen la unión y que son los únicos que ponen límites a los bandidos de turno.
Y tal vez el desafío no sea que nunca haya traidores —eso sería ingenuo—, sino que no se les rinda homenaje. Que la traición no sea plan de carrera. Que al menos, como en Roma, haya cierta vergüenza.
Empecemos a reconocer y a saber, por fin, apartar la paja del trigo.
Como dice el mito de nuestros antepasados:
Roma no paga traidores. Aprendamos que nosotros tampoco.