por José Mariano.
La convicción ciega no es virtud: es el germen de toda tiranía.
Inscripción anónima en el Templo de Apolo, Delfos.
Feudo fue conocido en su tiempo como el más astuto y hermoso de los hombres. Al menos así lo recuerda Euforión de Calcis en un relato llamado Mopsopia (antiguo nombre de Atenas). Su mayor virtud —y también su maldición— era la convicción. No hablaba para persuadir: hablaba para instalar realidades. Tenía la palabra como destino y lograba con ella lo que se proponía.
—La convicción es mi forma de vivir — repetía, sin jactancia.
Los hombres lo seguían. No porque creyeran en él, sino porque él creía en sí mismo con una fuerza tan aplastante que anulaba toda duda. En un mundo donde el pensamiento nace del titubeo, él era certeza en estado puro. Y eso era insoportable.
“Duda de ti mismo y será lo último que hagas”, enseñaba Feudo.
Un tal Semónides de Amorgos, contemporáneo del héroe, consultó al oráculo de Delfos para saber si existía alguien mejor que Feudo. La Pitonisa respondió que no había otro igual en toda Grecia, pero que esa excepcionalidad sería su ruina. Y que su convicción extrema corrompería el orden de los hombres para siempre.
Fue entonces cuando comenzó su tragedia. Y con ella, la de todos.
Feudo se divertía confundiendo a la gente. Descubrió que muchos creían saber más de lo que realmente sabían, y que bastaba con torcerles una idea para dejar su identidad temblando. Se dice que enfrentó a Sócrates, y que el filósofo eligió la cicuta no por dignidad, sino por derrota. Platón nunca lo escribió. Aristófanes apenas lo insinuó en una obra perdida.
Feudo desenmascaraba la hipocresía de toda lógica. Su palabra tenía el filo de lo irreversible. Quiso entonces revelar a los hombres lo que realmente sabían. Pero al hacerlo, cayó en un exceso: ya no quería que pensaran. Quería que pensaran como él.
Los dioses no toleraron eso.
Intentó apropiarse de las tierras que habían sido destinadas a la universalidad. Quiso hacer suyo lo que debía ser de todos. Convertir lo común en propio.
Y así fue juzgado.
El castigo de la desmesura
Dicen que su condena fue obra de Némesis, diosa de la justicia distributiva. Otros la atribuyen a las Erinias, furias ancestrales, anteriores incluso a Zeus, que castigaban con locura a quienes traicionaban a su propia especie con el delito de felonía. Y no faltan quienes creen que fue él mismo quien se condenó, por su ambición insaciable, sin necesidad de intervención divina.
Sea cual fuere la causa, Feudo fue desterrado. Enviado a los túneles oscuros bajo la Isla Sagrada de Delos, donde los dioses depositaban a los que habían roto el pacto humano.
Su crimen: haber provocado la inevitable deshumanización de los hombres, producto de la codicia y la estupidez.
El castigo no fue la muerte. Fue algo más cruel: un laberinto sin salida. Una esperanza perpetua. Una condena viva por toda la eternidad.
Lo que vino después…
Algunos dicen que su encierro sirvió como advertencia. Que, por un tiempo, los hombres se contuvieron. Que la codicia se redujo y el engaño fue castigado.
Pero eso ya no sucede.
Con los dioses muertos —como están hoy— no hay castigo para quienes traicionan a su especie. El mundo se convirtió en lo que Feudo anticipó: una guerra de todos contra todos.
Feudo sigue ahí, dicen algunos. Otros creen que ya no importa. Que la leyenda es lo único que queda del castigo.
Nullibi ergo erit mundus. Omne erit in nihilo. En ninguna parte, pues, estará el mundo. Todo estará en la nada.
Maravilloso texto. Me emocioné. Sutil y crítico. Gracias por generar estas emociones en mí