por Rodrigo Fernando Soriano.
Nos gusta pensar que la guerra es un error humano, algo que sucede porque fallamos, porque nos domina el miedo, el orgullo o la codicia. Que hay guerras inevitables, y otras que tal vez podrían haberse evitado. Pero lo cierto es que, mientras discutimos si hay o no una salida, la guerra sigue ahí, como una constante de la historia que se reinventa con cada época. Hoy, sin embargo, estamos frente a una novedad: podemos preguntarle a las máquinas qué opinan.
No es metáfora. Les pregunté, literalmente, a varias inteligencias artificiales cómo ven la guerra actual entre Israel e Irán. Qué piensan sobre la posibilidad de una tercera guerra mundial. Qué creen que puede pasar con nosotros en treinta años, teniendo en cuenta el armamento nuclear, la inestabilidad política, el cambio climático y todo lo demás. Las respuestas me sorprendieron. No por catastrofistas, sino por lúcidas. Por algo que no esperaba: sensatez.
Todas coinciden en algo básico. Que el conflicto actual, por ahora, sigue siendo regional. Grave, tenso, con riesgo de escalada, sí. Pero contenido. No hay, como en 1914 o 1939, alianzas automáticas que arrastren al mundo entero en cadena. No hay un sistema de alianzas que obligue a las grandes potencias a entrar de lleno en el campo de batalla. Al contrario: hay cautela. Porque saben —todos lo saben— que un error puede costar millones de vidas en cuestión de minutos. Que un malentendido, un hackeo, una decisión desesperada puede cruzar el umbral de lo irreversible. Y que hoy no hay margen para eso.
Lo que más me inquietó no fue esa coincidencia, sino el tono con que lo dijeron. Algunas IA fueron técnicas, como si estuvieran escribiendo un informe estratégico. Otras, cuando les pedí que hablaran sin filtro, cambiaron el registro. Se volvieron crudas. Una escribió que estamos ante un capricho suicida de dos gobiernos que se escudan en retóricas religiosas mientras juegan con misiles hipersónicos. Otra, que el mayor peligro no es el botón nuclear, sino la normalización de la violencia. La deshumanización del enemigo. El creer que una guerra más no cambia nada. Que todo sigue igual después. Como si no estuviéramos a un clic de la catástrofe.
Cuando les pregunté cómo nos ven de acá a treinta años, la respuesta fue otra vez ambigua. Podríamos estar viviendo en un mundo más justo, más estable, con energía limpia, con IA al servicio del bien común, con una medicina de precisión que salve millones de vidas. O podríamos estar viviendo en ruinas. En ciudades destruidas. En estados colapsados. En un mundo donde las guerras no se anuncian, ni se declaran: simplemente empiezan. Porque alguien, en algún lugar, se quedó sin alternativas, o creyó que no tenía nada que perder.
Hay algo profundamente humano en lo que dicen estas máquinas. Y eso no deja de ser inquietante. Porque ellas no odian, no temen, no desean poder. Solo procesan patrones. Solo observan lo que hacemos. Y si lo que ven las lleva a usar palabras como “cuerda floja sobre un abismo nuclear” o “estamos jugando con fuego”, entonces tal vez deberíamos prestar atención. Tal vez lo que llamamos sentido común, hoy, venga del lado que menos esperábamos.
Pero también aparece algo parecido a la esperanza. Una esperanza que no es ingenua, ni luminosa. Una esperanza que sabe que todavía se puede evitar lo peor. Que reconoce que, aunque estamos al borde, todavía no hemos saltado. Que las herramientas que usamos para destruir también podrían ayudarnos a prevenir. Simulaciones, verificación algorítmica de tratados, control sobre la automatización de armas, mecanismos de diálogo más rápidos, más precisos. Y, sobre todo, un cambio en la narrativa: volver a ver al otro como humano, no como amenaza.
Quizás eso es lo que más nos cuesta. No pensar la paz como ausencia de guerra, sino como una construcción activa. No asumir que siempre habrá conflictos, sino trabajar en que no se conviertan en masacres. No delegar todo en líderes, ni en organismos, ni en tratados que ya nadie respeta. Sino asumir que, aunque no llevemos uniforme, también somos parte del conflicto. Y también podemos ser parte de la salida.
Las máquinas no tienen una solución mágica. Pero al devolvernos esta imagen cruda y precisa de lo que somos, nos hacen una pregunta que no podemos ignorar: ¿queremos seguir jugando con fuego? ¿O vamos a usar todo lo que sabemos —todo lo que somos capaces de crear— para apagarlo, antes de que sea tarde?
Quizás, por primera vez en siglos, no sea la guerra la que hable primero. Esta vez, la advertencia viene de un espejo hecho de datos. Y lo que refleja, al final, no es un futuro inevitable. Es una decisión que todavía está en nuestras manos. O por lo menos eso es lo que quiero pensar.
Las guerras no son errores humanos. Sino certezas de la maquinaria creada para tal fin y usadas por humanos que creen ser perfectos, y mejor aún para destruir al prójimo. La IA es un medio para eso. Ya los creadores de esa IA se creen más que dioses y crean eso para satisfacer su soberbia
Será la era de la «diplomacia con las máquinas», como herramientas de acercamiento y control. Vivimos una era de cambios asombrosos. Gran artículo