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El precio de tomar partido

Publicado el

por María José Mazzocato.

La historia no avanza en línea recta. A veces da saltos, a veces repite sus peores escenas disfrazadas de estrategia. La guerra abierta entre Irán e Israel – una guerra que, aunque detuvo sus misiles, sigue encendida en la estructura del mundo – reabre una pregunta que Occidente se hace desde hace siglos: ¿quiénes somos nosotros y quiénes son los otros?

No es nuevo que los conflictos geopolíticos se piensen en clave moral. Desde la Guerra Fría hasta hoy, la política exterior de las naciones se justifica apelando a valores universales: libertad, democracia, civilización. Pero, como advertía Edward Said, esa idea de universalidad suele estar cargada de jerarquías ocultas. “Orientalismo”, escribió, no es sólo un prejuicio cultural: es una arquitectura de poder. Es la manera en que Occidente construyó al Oriente no para comprenderlo, sino para dominarlo. Y en esa operación simbólica, Irán, hoy, vuelve a ocupar el lugar de lo temido, lo exótico, lo peligroso. No porque sea inocente, sino porque es útil que no lo sea.

El apoyo automático de gran parte del mundo occidental a Israel no responde sólo a intereses estratégicos o económicos. Hay algo más profundo: la necesidad de reafirmar una identidad. Israel es percibido como “nosotros”. Una democracia moderna, liberal, tecnológica, con símbolos que nos resultan familiares. Pero como señala Carl Schmitt, todo orden político se estructura en torno a una distinción fundamental: amigo/enemigo. Tomar partido es inevitable. El problema es cuando se convierte en reflejo, cuando se transforma en fe. Cuando el otro, por el simple hecho de estar afuera, deja de ser comprendido y empieza a ser exterminado.

¿Es posible una política exterior que no parta de esa lógica binaria? ¿Puede una nación observar un conflicto sin replicar el mandato civilizatorio que separa lo humano de lo monstruoso?

Argentina, como tantas otras naciones periféricas, ha oscilado históricamente entre esos polos. Por momentos buscó posicionarse como puente, como actor de equilibrio, como voz del sur global. En otros, corrió desesperadamente a alinearse con el poder de turno, creyendo que la adhesión ciega era sinónimo de pertenencia. Pero como advierte Bauman, en un mundo líquido, los alineamientos rígidos pueden convertirse en trampas. Porque ya no hay bloques sólidos. Porque las alianzas se reconfiguran con velocidad y las guerras no respetan las banderas.

Lo que está en juego cuando un Estado decide posicionarse en un conflicto como el de Irán e Israel no es solo una cuestión diplomática. Es también un acto de autodefinición simbólica. Se dice: “yo soy esto, no soy aquello”. Y ese dicho tiene consecuencias. Se cierran puertas, se tensan vínculos, se borra la posibilidad del matiz. Como recuerda Walter Benjamin, cada documento de civilización es también un documento de barbarie. Apoyar una causa no exonera de responsabilidad por lo que esa causa calla, oculta o justifica.

En este momento, el mundo se fragmenta en múltiples frentes. El conflicto entre Israel e Irán no es aislado: forma parte de una reconfiguración global en la que las potencias median entre la defensa de sus intereses y la construcción de relatos morales que los legitimen. Y en esa lógica, el Sur – América Latina incluida – corre el riesgo de volver a ser espectador de una obra escrita por otros. O peor aún, de ser funcional a una narrativa que no le pertenece.

Quizás el mayor riesgo no sea apoyar a Israel ni condenar a Irán. El verdadero peligro está en abandonar la capacidad de pensar. En renunciar a la complejidad. En olvidar que la política internacional no es un campo de certezas sino un tejido de tensiones, de pasados no resueltos, de futuros que todavía pueden ser distintos. Tomar partido es humano. Pero tomar partido sin preguntarse por qué, sin revisar las condiciones del relato que nos lleva a hacerlo, es resignar la política al automatismo. Es dejar que el mapa del mundo se imponga sobre nuestra conciencia.

Hoy más que nunca, la política exterior debería recuperar su dimensión ética. No como moral de buenos y malos, sino como ejercicio de responsabilidad. Porque no se trata solo de estar del lado correcto de la historia. Se trata de no repetirla con los ojos cerrados.

5 COMENTARIOS

  1. Tomar partido o pensar primero?
    El conflicto entre Irán e Israel nos recuerda que la política internacional no debería reducirse a elegir “buenos” o “malos”.
    A veces, al apoyar sin pensar, solo repetimos historias escritas por otros.
    La verdadera responsabilidad está en no renunciar a la complejidad, en no dejar que el mapa del mundo se imponga sobre nuestra conciencia.
    La política exterior también debe ser un acto ético, no por moralismo, sino por respeto a la verdad y al futuro.

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