por Gabriela Suárez.
En un mundo que parece pedirnos que sepamos quiénes somos, qué sentido tiene todo esto y hacia dónde vamos , Albert Camus aparece como uno de los pocos pensadores del siglo XX que no huyó del agujero. No ofreció consuelo, ni fórmulas, ni esperanzas vacías. Lo que ofreció fue una lucidez brutal: la vida no tiene un sentido preestablecido, y sin embargo vale la pena ser vivida.Ahí está su acto filosófico más radical. No quiso adornar el absurdo con religiones ni utopías. No quiso traicionar la experiencia humana con palabras bonitas. Camus quiso mirar de frente lo insoportable y responder sin mentirse.
Nacido en Argelia en 1913, de origen obrero y criado por una madre analfabeta, Albert Camus no tuvo una juventud fácil ni cómoda. Fue un autodidacta con formación filosófica, periodista comprometido, autor de teatro, novelista y ensayista. Su tuberculosis lo acompañó desde joven, pero no le impidió construir una obra que sigue interpelando a generaciones enteras. En 1957 ganó el Premio Nobel de Literatura a los 44 años y murió tres años después, en un accidente de auto. Su muerte fue absurda. Como su vida. Como la de todos.
Camus no era un existencialista en el sentido estricto —de hecho, rompió con Sartre por cuestiones éticas e ideológicas—, pero compartía con ellos el punto de partida: el ser humano está arrojado a un mundo sin instrucciones, sin sentido objetivo, y debe inventar su propio modo de estar vivo.
Su gran pregunta, la que abre su ensayo Le mythe de Sisyphe (1942), es una bofetada directa:
“Il n’y a qu’un problème philosophique vraiment sérieux : c’est le suicide.”
(“Solo hay un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.”)
En esa frase se juega todo. Camus no está haciendo provocación. Está planteando lo que millones de personas han sentido sin decirlo: si la vida no tiene sentido, ¿por qué no dejar de vivirla? ¿Por qué no saltar?
Y sin embargo, Camus no salta. Y nos invita a no saltar. ¿Por qué?
Porque reconoce el absurdo, pero se niega a cederle la última palabra. El absurdo —ese enfrentamiento entre nuestro deseo de comprender y el silencio del mundo— no debe desembocar en la nada, sino en una rebelión vital. No una rebelión política inmediata (aunque Camus también tuvo compromiso social), sino una afirmación íntima y ética de la vida a pesar de su falta de sentido.
La respuesta de Camus no es el suicidio ni la mentira del consuelo. Es la lucidez rebelde. Es saber que el mundo no responde, y aún así seguir preguntando. Seguir amando. Seguir creando.
Por eso, Camus rechaza tanto el suicidio como la esperanza religiosa o ideológica. Ambas son, para él, formas de evasión. Su rebeldía es más dura, más seca, más solitaria. No espera el paraíso ni la revolución perfecta. Lo que espera es que seamos capaces de vivir sin mentirnos, de cargar la piedra como Sísifo, aunque vuelva a caer, aunque duela, aunque nunca haya final feliz.
“Il faut imaginer Sisyphe heureux.”
(“Hay que imaginarse a Sísifo feliz.”)
¿Feliz de qué? Feliz no por el castigo, sino por la conciencia de su destino. Porque mientras empuja la piedra, Sísifo es libre. No depende de dioses ni de esperanzas. Solo de sí mismo. Esa es la libertad de Camus: la del que ya no necesita justificar su existencia con un sentido superior. La del que elige vivir porque sí, porque está vivo, porque respira, porque puede amar, escribir, tocar, mirar el sol.
La figura de Camus es profundamente incómoda para los dogmas. Nunca se casó con una ideología. Criticó el estalinismo cuando todos lo aplaudían. Denunció la tortura francesa en Argelia cuando la izquierda callaba. Se negó a escribir desde el odio. Se negó a usar la muerte como herramienta. En tiempos de fanatismo, Camus eligió la decencia. Y por eso lo acusaron de tibio.
Pero su “tibieza” era una forma de coraje. Porque en un mundo que grita, pensar en voz baja es un acto político. Porque en un tiempo que pide certezas, decir “no sé, pero igual me quedo” es revolucionario.
A veces se lo lee como pesimista. Pero Camus no es un pesimista. Es un escéptico apasionado. Un enamorado del mundo sin ilusiones. Un mediterráneo que sabe que la belleza no salva, pero consuela. Alguien que puede decir, como escribió en Noces, que amar la vida no es negar la muerte, sino aceptarla como parte del paquete.
Esas cosas —pequeñas, inútiles, humanas— son la victoria contra el absurdo.
Por eso, su mensaje puede prevenir el suicidio: no porque niegue la oscuridad, sino porque la ilumina sin mentiras. Porque entiende el dolor, pero no lo convierte en excusa. Porque no promete un más allá, pero invita a construir un mientras tanto que valga la pena.
En un tiempo como el nuestro, donde la ansiedad, el vacío y la desconexión emocional se viven en silencio o se esconden detrás de pantallas, volver a Camus es volver a una ética sin adornos, a un humanismo sin religión, a una filosofía que no salva, pero acompaña. Que no te promete que todo estará bien, pero te da razones para seguir.
“Je me révolte, donc nous sommes.”
(“Me rebelo, luego existimos.”)
La rebeldía de Camus no es furia ni romanticismo: es estar presente. Es no claudicar. Es mirar la piedra, decir “sí”, y volver a empujarla. No por resignación. Por libertad.
Espectacular! Unicamente había leído sobre el autor pero después de esta descripción de sus ideologías me dieron ganas de leerlo.
hermosa nota, muy interesante!! 👏👏👏
Excelente nota, muy buenas las citas y muy bien redactado.
Genia!
Hermosa nota! Felicidades a la redactora.
La temática es muy interesante y la redacción excelente.