Por Nicolás Salvi.
En algún momento, vivir en la ciudad dejó de ser una opción y pasó a ser un destino. Se instaló como sentido común marcado a fuego: si querés “salir adelante”, tenés que irte a la ciudad. Mejor aún, a la ciudad grande. Las cosas que importan —nos dijeron— pasan ahí: el trabajo, la cultura, la diversión. Todo lo demás es paisaje o museo a cielo abierto. El campo quedó para los rezagados; las ciudades chicas, para el tedio. Y la gran urbe, para los que quieren estar “donde pasa todo”. Como si fuera el escenario natural del mundo contemporáneo, y no una construcción ferozmente artificial.
No es solo que nos acostumbramos a esa idea. La volvimos regla de vida. En cualquier conversación familiar, recomendación bienintencionada o relato de éxito, la ciudad aparece como meta. No importa si está colapsada, si es cara o si es hostil. Hay que estar ahí, aunque no sepas bien por qué. A pesar de que te expulse cada semana, tengas que compartir pieza o vivas cinco horas arriba de un subtemetrocleta. Esa incomodidad se acepta como peaje. Porque lo urbano, más que un lugar, es una promesa.
Pero ¿cuándo fue que se volvió natural pensar que toda vida posible tenía que ser urbana? ¿Quién decidió que lo urbano era lo normal, y todo lo demás una derrota? La urbanización no cayó del cielo. Fue diseñada, promovida y financiada. Las grandes ciudades porque todo lo demás fue sistemáticamente vaciado, empobrecido y ridiculizado. A la intemperie no quedó la gente que se fue, sino la que se quedó. O, más exactamente, la que no tuvo margen para huir.
A veces ni siquiera hizo falta expulsar. Bastó con esperar a que la tierra se secara sola. La falta de inversión fue más eficaz que cualquier represión. Se dejó caer la escuela rural, se cerró el tren y se retiró la ambulancia. Luego, con cara de asombro, se dijo que esa comunidad “ya no era viable”. Como si hubiera dejado de existir por culpa propia. La doctrina de la desaparición de los pueblos como ley natural, como la erosión o la gravedad.
Mientras tanto, se fue consolidando una jerarquía callada. Las ciudades medianas empezaron a ser vistas como fallas en el sistema. Los pueblos, como espacios congelados en el tiempo. El mundo rural, como un estorbo. Lo único legítimo era moverse hacia arriba en la escala urbana, aunque el premio fuera el hacinamiento y el agotamiento.
Los gobiernos acompañaron esa ficción. En las capitales se concentran los fondos, las cámaras y los ministerios. Todo lo que no tenga retorno electoral inmediato se vuelve postergable. Una repavimentación en el centro vale más que un hospital en el interior. Por pura visibilidad. En el business político, sea autoritario o demorepresentativa, lo que no se ve no existe.
Y si no existe, no se atiende. No se defiende. No se llora. Las catástrofes de la campaña—sequías, inundaciones, desarraigo o simple hastío— llegan al centro como eco o como anécdota. Como algo que interrumpe la agenda, pero no la modifica. La infraestructura se planifica en función de cuantas voluntades mueve, no de cuánta vida sostiene. Y así, lentamente, lo periférico deja de ser territorio y se convierte en carga simbólica.
El resultado es que terminamos construyendo ciudades que necesitan cada vez más para ofrecer cada vez menos. Ciudades que piden agua pero no tienen ríos, que demandan alimentos pero no siembran, que queman energía que no producen. Viven de todo lo que llega desde afuera, como si no hubiera límites. Funcionan como cuerpos desproporcionados que necesitan devorar regiones enteras para mantenerse erguidos. La megaciudad es un metabolismo hipertrofiado que se alimenta de todo lo que no es ella, mientras finge autonomía irrestricta cual polis distópica.
La paradoja es asombrosa. Cuanto más grande es una ciudad, más depende de lo que ignora. De los camiones que traen lo esencial sin ser vistos, de la comida que no se cultiva en sus techos, de la electricidad que viaja cientos de kilómetros sin preguntar. Nada de eso aparece en las postales turísticas. Pero sin eso, la ciudad se detendría en menos de24 horas. El glamour se sostiene sobre una red invisible de personas, recursos y regiones que no figuran en los discursos de inauguración.
Y claro, a más tamaño, más control. La gestión democrática de una ciudad de diez millones de personas es casi una fantasía. El gobierno se vuelve críptico, se encierra en tableros de mando y oficinas blindadas. Habla en siglas, algoritmos y consultorías. Los vecinos nada dicen. Se decide con mapas de calor y hojas de cálculo.
Mientras más gente vive junta, menos poder tiene sobre lo que la rodea. La vida urbana se organiza como una línea de montaje. El ciudadano no delibera, ejecuta. O, con suerte, se queja por redes.
Todo lo que antes se resolvía en la plaza, hoy se resuelve en un formulario. Si no entra en la hojita burocrática, no existe. Hay que apretar el botón correcto. Hay que esperar el turno. Hay que estar en el sistema. Las ciudades se llenan de personas que no saben a quién pedirle algo básico, como que arreglen una vereda o que no les corten el agua.
No sorprende que muchos proyectos autoritarios contemporáneos tengan estética urbana. El orden, la limpieza y la seguridad son su utopía post-cyberpunk. Toda ciudad que crece demasiado empieza a necesitar dosis crecientes de vigilancia, represión o anestesia. No porque lo quiera, sino porque no sabe hacer otra cosa. La ciudad tiende a pensarse como máquina. Y a toda máquina, cuando falla, hay que corregirla. Aunque lo que haya fallado no sea un sistema, sino un grupo de personas.
No obstante, algo empieza a resquebrajarse. Desde los márgenes —a veces incluso desde las ruinas— aparecen otras formas de pensar el habitar. Algunas revalorizan el mundo campesino, otras ensayan críticas al crecimiento infinito, y hay quienes simplemente quieren una política que se parezca más a una conversación y menos a una app de delivery. Ninguna tiene todas las respuestas. Pero todas se atreven a imaginar algo que hoy parece impensable: que tal vez no tengamos que vivir todos juntos, todo el tiempo, en el mismo lugar, compitiendo por metros cuadrados.
Lo notable es que muchas de esas experiencias más que futuristas, son resistencias. O mejor dicho, no dejaron de existir. Están ahí, casi invisibles, esperando ser leídas de otro modo. Algunas funcionan mal, otras funcionan mejor. Pero lo interesante no es idealizarlas, sino reconocer que hay vida fuera del cemento.
Por eso, no nos enfrentamos a falta de alternativas, sino la incomodidad de tomarlas en serio. Falta disposición de ver las alternativas como algo más que curiosidades marginales. Nos cuesta pensarlas como futuro porque no se parecen al futuro que nos vendieron. No tienen brillo de rascacielos ni vértigo de expansión.
Lo curioso es que ni siquiera hace falta estar de acuerdo con todo esto que les cuento para sentir el malestar. Incluso entre quienes se consideran progresistas, esta discusión perturba. Puesto que, obliga a revisar lo que parecía obvio.
Poner en duda lo urbano no solo molesta al mercado y al capital, también pone nerviosa a cierta idea de progreso que se volvió automática. La ciudad fue durante décadas el emblema de lo nuevo, de lo libre y de lo político. Cuestionarla suena a regresión. Pero ¿y si lo verdaderamente regresivo es no poder pensar otra cosa?
La pregunta sigue ahí, terca como una raíz: ¿qué mundo vale la pena sostener? Uno donde todo se amontona hasta asfixiarse, o uno donde la vida se despliega como un cultivo, con tiempo, con pausa, con sentido. Vivir bien no es acumular, es habitar con medida. No hace falta más ciudad, sino menos obediencia a su mandato. El mundo empieza a abrirse cuando dejamos de correr hacia donde ya no hay lugar.