Por Nicolas Gómez Anfusov.
Una reinterpretación de la historia argentina.
Propongo una reinterpretación de la historia argentina. Una nueva mirada sobre todo lo que se entiende como peronismo, abordada desde una perspectiva histórica, política, sociológica y económica. Con el único fin de hacer pensar al lector.
Esta visión es personal y radicalmente distinta de aquello que hoy se identifica como peronismo. De hecho, no guarda ninguna relación sustancial con eso. Lo que hoy se denomina peronismo ha traicionado al peronismo original: lo deformaron, lo bastardearon, lo convirtieron en algo tóxico. Todo lo valioso que tuvo fue desnaturalizado. Esta nueva lectura intenta reivindicar la figura de Juan Domingo Perón y, al mismo tiempo, desentrañar los hechos que definieron el rumbo del país.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Perón —entre 1946 y 1955— estableció las bases políticas y económicas que marcarían de forma decisiva el futuro argentino. Pero a fines de esa década fue derrocado. A partir de entonces, el país ingresó en un ciclo de destrucción institucional, degradación económica y colapso productivo. Desde 1955 en adelante, la historia económica de la Argentina ha sido, esencialmente, una historia de deterioro. Pese a algunos momentos de aparente recuperación, nunca se logró restablecer el modelo de acumulación nacional que Perón impulsó en su primera etapa. Hoy, bajo la presidencia de Milei, a pesar de coincidir con su modelo económico, el país continúa en crisis. Aunque hay esperanza, el desenlace sigue siendo incierto.
En ese proceso histórico, se ejecutó una red de destrucción total, llevada adelante bajo el nombre de peronismo, pero con políticas contrarias a las ideas de Perón. Todo se hizo con su imagen, bajo su sombra, y aun así el pueblo continúa agradeciéndole lo que, supuestamente, les dio. Sin embargo, los hechos muestran algo completamente diferente.
El peronismo verdadero fue traicionado. Se usaron sus banderas para justificar políticas ajenas, incluso opuestas a las que él defendía. Lo reemplazaron por un aparato de control clientelar, caudillismo, corrupción y dependencia estructural del Estado. Lo transformaron en una herramienta de dominación territorial y administración de la pobreza.
La verdadera ejecutora de ese “plan peronista” fue una clase política que no forma parte del pueblo empobrecido. Es ella quien usufructuó el nombre de Perón para beneficiarse del Estado y perpetuarse en el poder. Usaron su estética, su simbología, sus consignas. Pero fue una trampa cuidadosamente diseñada. Una operación de manipulación: ofrecieron “justicia social” mientras institucionalizaban la miseria. Como servir ácido sulfúrico en un vaso con etiqueta de agua. El pueblo bebió creyendo que era vida… y terminó intoxicado.
Lo más trágico es que muchos de los sectores arrasados por este proceso todavía creen que Perón fue quien les dio todo. Pero eso que recibieron no fue peronismo: fue otra cosa. La destrucción del país se realizó con sus banderas, pero contra sus ideas.
Perón planteó una arquitectura ideológica singular. Comprendió que tanto la izquierda como la derecha, en sus formas extremas, llevaban al colapso. Por eso propuso un camino alternativo: un capitalismo de libre empresa con organización nacional. Evitó usar la palabra “capitalismo” —tal vez por razones estratégicas—, pero lo que hizo fue desarrollar un modelo basado en el capital, el trabajo, la producción y la industria. Su objetivo no era igualar por abajo, sino elevar a las masas mediante la generación de riqueza real.
Durante su primer gobierno, Perón no estatizó los medios de producción ni destruyó al empresario. Tampoco impulsó una reforma agraria. Por el contrario, defendió la propiedad privada, incentivó la acumulación nacional y formó empresarios locales mediante créditos, subsidios y protección de mercado. Fundó escuelas técnicas, promovió la productividad, estimuló el consumo y organizó un sistema donde el Estado guiaba, pero no asfixiaba.
Todas esas medidas —con lógica de acumulación y expansión productiva— fueron coherentes con un capitalismo nacional. No un liberalismo ortodoxo ni un socialismo centralizado, sino un modelo mixto con sentido estratégico. Lo que Perón impulsó fue la creación de riqueza nacional con orientación soberana, dentro de los marcos del capital y la propiedad privada.
No se trató de “redistribuir” lo que no existía. Se trató de crear riqueza primero, y luego distribuirla parcialmente para sostener el pacto social. El Estado fue instrumento, no fin. Fue dirección, no obstáculo. Un modelo que entendía que la justicia social sin productividad es retórica vacía.
Hoy, después de décadas de tergiversación, se comprende el rechazo visceral al peronismo. Pero ese rechazo debe separar a Perón del aparato que lo traicionó. Lo que se conoció como “peronismo” no le pertenece. Le pertenece al mito, al relato, a quienes vaciaron de contenido su legado.
Es hora de recuperar al verdadero Perón: el que vio al capitalismo como herramienta, al Estado como arquitecto, y al trabajador como protagonista. El que diseñó un modelo propio, sin copiar ni obedecer. El que intentó, desde Argentina, construir algo distinto.
Y es hora de entender que el único sistema que favorece al ciudadano común —si es bien conducido— es el capitalismo productivo, ordenado y nacional. Y Perón lo supo antes que nadie.