Por José Mariano.
El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Jorge Luis Borges.
Leibniz dijo que Dios eligió este mundo porque era el mejor de los mundos posibles. Voltaire se rió de eso. Lo consideró una ingenuidad disfrazada de teología. Y siglos más tarde, Gilles Deleuze le respondió —como quien interrumpe una conversación antigua— que probablemente no había leído o entendido bien a Leibniz. Porque si este es el mejor, entonces debe haber otros. Si hay elección, hay alternativas. Y si hay alternativas, entonces hay mundos posibles no realizados… pero en otro plano. No visible. No lineal. No domesticado.
Para Deleuze, ese plano es el del acontecimiento. Un pliegue del tiempo, un cruce donde algo distinto podría haber pasado —y de algún modo, pasa. Para explicarlo, no recurre solo a Leibniz, sino también a Borges.
En El jardín de senderos que se bifurcan, Borges imagina una novela escrita por un tal Ts’ui Pên. Un libro-laberinto donde todos los caminos suceden a la vez. Donde cada elección abre una ramificación del tiempo, y todas coexisten. Borges no simplifica sino que multiplica.
“Cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên opta —simultáneamente— por todas.”
Eso no es literatura fantástica. Es filosofía del tiempo.
El personaje Fang, ante un desconocido, puede matarlo, ser asesinado, reconciliarse o morir junto a él. Todos esos finales existen. Ninguno anula al otro. Cada uno es el punto de partida de una nueva bifurcación. Borges lo dice así: “Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades.”
Borges le cambia el nombre a Leibniz y lo convierte en Ts’ui Pên. Pero el fondo sigue siendo el mismo, el mundo no es uno solo. Es una red creciente, vertiginosa, de posibilidades simultáneas.
Lo que Borges intuye, Deleuze lo convierte en concepto, el acontecimiento no es solo lo que ocurre. Es lo que pudo haber ocurrido y sigue latiendo bajo lo real. Lo posible no se borra cuando no se realiza. Queda ahí, insistiendo. Como una sombra que no deja en paz al presente.
Y entonces uno no puede evitar preguntarse:
¿Y si esto que llamamos realidad es apenas una versión entre muchas?
¿Y si el mundo no es el resultado de una necesidad, sino de una costumbre?
Lo que ocurre con los discursos de poder, con los medios, con la economía, con la justicia, no es solo que se impongan, sino que se naturalicen. Que nos hagan creer que “esto es así”. Que no puede ser de otra forma. Pero todo eso que vemos —el dólar como dios, la pobreza como algo natural, la represión como prevención, la idiotez como entretenimiento— también son elecciones. Repetidas, sostenidas, legitimadas. No son destino. Son solamente una versión más.
En tiempos donde nos repiten que no hay alternativa, que esto es lo que hay, que el pasado fue peor y el futuro es incierto, recordar a Leibniz, a Borges, a Deleuze, es también un gesto político. Es recordarnos que hay otros mundos posibles. Que no todo está dicho. Que la historia no es una autopista, sino un jardín.
Un jardín de senderos que se bifurcan.
Algunos de esos senderos conducen al cinismo. Otros, al encierro.
Pero otros —y esto es lo que importa— conducen a algo distinto. Algo que no ha sido aún.
Y en uno de esos mundos, tal vez, no somos enemigos.
Tal vez no repetimos.
Tal vez no aceptamos como destino lo que solo fue una elección repetida.
Ese mundo, aunque no lo veamos, existe.
Y por eso existe FUGA.
Para bifurcar el tiempo.
Para recordarnos que todavía podemos elegir otra historia.
Incluso ahora. Incluso acá. Incluso así.
Porque mientras haya mundo, hay posibilidad.
Y mientras haya posibilidad, hay disidencia.
Porque la emancipación no es un destino.
Es una bifurcación.
Bienvenidos a la Edición 20.
Esto es Fuga.