Nos encontramos en 1918, en un contexto de finalización de la Primera Guerra Mundial, donde el fervor nacionalista del nuevo orden mundial se hacía sentir con fuerza en el viejo continente. La derrota de los imperios centrales sustentó la necesidad del desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, idea que ya se venía barajando durante años, pero que no se concretó hasta el fin de la guerra debido a la férrea oposición del Reino de Italia, el cual reclamaba territorios en la costa dálmata como parte del Tratado de Londres.
Los desacuerdos también se daban a nivel interno. Los propios eslavos estaban divididos respecto a la forma de unión a adoptar. Por un lado, el gobierno serbio concebía la unión como una extensión de su propio territorio y como liberación de los pueblos del norte (eslovenos y croatas) del yugo austrohúngaro. Otra visión proponía anexar únicamente los territorios con población serbia, dejando a Croacia y Eslovenia en manos italianas. Por su parte, el Comité Yugoslavo —grupo político subversivo de exiliados austrohúngaros— concebía la unión como una agregación de unidades distintas, con voluntad propia. ¿Centralismo o federalidad? Una dicotomía que sigue resonando hasta hoy.
Sin consenso claro, las tensiones crecieron. Durante la conferencia de Ginebra, Pasic —jefe del gobierno serbio— se comprometió a reconocer el nuevo Estado y desplegó su ejército ante la invasión italiana a las costas eslovenas y croatas. Estos hechos precipitaron la firma de adhesión al Reino de Serbia el 1 de diciembre de 1918, naciendo así el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. Pero a pesar de las promesas de autonomía, la política autoritaria y torpe de Serbia tensó la convivencia durante todo el periodo de entreguerras.
El enorme reto de la multipluralidad étnica
El nuevo país, frágil en sus cimientos, contaba con una gran diversidad étnica y religiosa: croatas y eslovenos católicos, serbios y macedonios ortodoxos, y una Bosnia profundamente mestiza. La desigualdad también era estructural: el norte, más industrializado y rico, contrastaba con el sur agrícola y pobre.
El gobierno serbio impuso una política centralista y autoritaria, bloqueando toda propuesta federal. En respuesta a la creciente violencia interétnica, el rey Alejandro I disolvió el parlamento en 1929 y promulgó en 1931 una nueva constitución, mucho más autoritaria. Por primera vez se usó el nombre de Yugoslavia. Este giro provocó la radicalización de grupos nacionalistas, que culminaron en el asesinato del propio rey en 1934.
La Segunda Guerra Mundial y… ¿el surgimiento del mesías?
En medio del caos global, Yugoslavia se alejó de la URSS y se aproximó a la Alemania nazi, hasta incorporarse al Eje en 1941. Esto provocó un golpe de Estado apoyado por Reino Unido, que impuso un nuevo gobierno más afín a los aliados, aunque sin reparar los conflictos internos.
Con la invasión nazi, Croacia proclamó su independencia con apoyo del Eje, y Serbia capituló. Fue el primer quiebre real de la federación yugoslava.
En la posguerra, la resistencia liderada por el comunista croata Josip Broz Tito asumió el poder. En 1945, tras el boicot opositor a las elecciones, se instauró la República Popular Federativa de Yugoslavia: un modelo de democracia socialista con igualdad entre repúblicas… al menos en el papel.
Coacción a una cohesión utópica
Tito emprendió la reconstrucción con métodos autoritarios similares a los del viejo régimen. Pero su visión socialista de clase obrera lo alejó de Stalin en 1948, abriendo un proceso de democratización interna. En 1971, se instauró un sistema de presidencia colegiada, con alternancia entre las seis repúblicas. Las decisiones clave requerían unanimidad.
Pese a esta apertura, la amenaza soviética contuvo los nacionalismos internos durante los años 70. Tras la muerte de Tito en 1980, el poder colegiado no logró contener las fisuras. La caída de la URSS y la pérdida de legitimidad del socialismo aceleraron la fragmentación.
Nacionalismo, fantasía y cinismo ideológico
A lo largo de su corta pero intensa historia, Yugoslavia fue un campo de batalla simbólico y étnico. El filósofo y sociólogo Slavoj Žižek, en The Metastases of Enjoyment (1994), explicó cómo los nacionalismos se construyen sobre fantasías ideológicas, creando enemigos como forma de justificar la violencia. Según Žižek, muchos sabían que estas narrativas eran falsas, pero igual se dejaban arrastrar por el espectáculo del odio.
¿Se aprendió algo?
El desmembramiento de Yugoslavia fue sangriento y ejemplar. Pero no en el buen sentido. Sus heridas siguen abiertas en el mapa y en la memoria. Hoy, el ascenso de nuevos nacionalismos radicales en Europa plantea una inquietud inevitable: ¿hemos aprendido algo? ¿O el sistema internacional, una vez más, prepara un nuevo polvorín?
por Emiliano Moise.