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El Juicio Invertido

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Por Arnoldo Borges.

La justicia es el arte de hacer que el poder parezca moral.
Michel Foucault.

Basado en hechos reales, si es que existen tales fenómenos.

Sentada en un cafetín de la calle Othmarstr entre Seefeldstr y Mühlebachstr, a tres cuadras del Opernhaus Zürich, la jueza María removía la espuma del café con el mismo gesto con que alguna vez firmó sentencias. Lo mismo hubiese sido en Junín, en algún despacho de provincia o entre los ríos donde se levanta el pórtico valeroso y la generosidad de un país que todavía confunde la forma con la justicia.

El viaje era una memoria del olvido. Había intentado escapar, pero la conciencia viaja con uno. Miraba el ruido de las ciudades como si fueran documentos: cada rostro un expediente, cada paso una declaración jurada. La angustia se le volvía física, como cuando a los treinta las amigas se empezaban a casar y ella no podía explicar por qué había cambiado la promesa de una vida estable por el vértigo del derecho.

Recordó los años mozos: el esposo volviendo al hogar, el olor a siesta, las noches para los libros y las reuniones sociales. Entonces nada parecía un sinsentido; no había vacíos ni fisuras sentimentales. La vida era circular, como los números sobre los cuales debía fallar. Uno debe, el otro necesita, hágase justicia.

Las reformas, los cambios, y todo eso que en definitiva es la política —breve como una noticia de periódico— la fueron confinando a un juzgado donde lo que antes era un papel impago ahora podía ser un crimen. En ese mundo, un pagaré se transformaba en estupro, un contrato en querella, un monto en desesperación. La letra tenía la fuerza de la sangre.

El episodio que más la marcó fue aquel que tuvo al tribunal entre murmullos y titulares: el día en que el abogado de Jerez se comió literalmente el cheque que constituía la prueba principal y luego alegó que no había evidencia alguna. Esa anécdota, absurda y real, la persiguió como símbolo: el poder devorando su propio signo.

Acostumbrada a ver informes bancarios, títulos de crédito, balances y legajos, empezó a leer de pronto relatos de testigos, pericias confusas, declaraciones policiales llenas de faltas de ortografía. Todo sonaba igual: la sintaxis del dolor se repetía en todas las bocas. Los textos entraban a su despacho buscando una respuesta y salían con una palabra sellada: culpable.

En el juzgado, los corresponsales del diario pedían audiencia, los familiares se agolpaban en la puerta tratando de ver lo que sucedía con su hijo, su nieta, su esposo.
Afuera, los gritos. Adentro, el eco de los fallos. Y ella, en medio, viendo su propia vida reflejada en cada rostro: la parva de libros comprados por metro, el apellido compuesto, el despacho impecable, el llanto de quien roba para comer, la mirada vacía de una niña que ya no puede creer en nada.

El derecho, pensó, es una máquina que funciona aun cuando todos han dejado de creer en ella.
A veces se sintió un croupier de casino: el que reparte, pero no juega. Sabía que del otro lado alguien perdería, pero el juego debía continuar. Sus decisiones oscilaban entre los gritos, las noticias y el dolor que se mide en cuotas de indemnización, lo justo para un auto, unas zapatillas o la camiseta del club.

Durante años supo entender las formas, hasta que un día sacó sus cosas del despacho. No hubo escándalo: solo un cansancio sin destinatario.
Jueza ejemplar, honoris de esto por causa del otro, miembro de asociaciones, participante de congresos, amiga de quien debía serlo. Todo en su justa medida.
Hasta que un día le entregaron una carta dirigida a su nombre.

Era una carta de papel grueso, con membrete institucional. La abrió con calma, sin sospechar que adentro estaba su biografía entera. Era, de algún modo, la sentencia que faltaba: la que el sistema le dictaba a ella.
Leyó que debía comparecer como testigo en una investigación internacional sobre abuso de autoridad en la administración de justicia.
Su vida profesional, sus fallos, sus viajes, sus colegas: todo estaba ahí.
De pronto, los años de trabajo le parecieron superficiales.

Una miríada de recuerdos se le figuró como un hipogeo: una tumba llena de expedientes abiertos que la exponían ante la luz de una multitud condescendiente. Pensó que toda su carrera había sido insustancial, una gran metáfora del poder diciendo verdad sin creer en ella.
Si pudiera volver el tiempo atrás, revisaría expediente por expediente y, si fuera necesario, abriría una por una las celdas de quienes la interpelaban desde el fondo de sus condenas.

Solo había sido letra, palabra, metáfora.
No había consuelo ni cultura que la redimiera. Buscó un absoluto, pero no lo encontró. Ni intentó justificarse: su carácter lo consideraba innecesario.
Su modo de perdón fue leer, compulsivamente, ambos escritos: la carta y el libro que la había acompañado desde los años de estudiante.

Entre las páginas de Moi, Pierre Rivière, donde la había dejado como marcador de lectura, seguía guardada una hoja doblada: un recorte de diario amarillento que marcaba la página veintidós del Sefer Yetzirah.
Lo desdobló con manos temblorosas y leyó, una vez más, aquello que la perseguía:

“En el día de ayer la jueza María hizo pública su resolución respecto al caso que conmocionó la ciudad.
Según lo indica, luego de analizar una gran cantidad de material, el señor Juan Bravo había intentado abusar de dos niñas que habían ingresado a su hogar.
Lo encontraba culpable sin ningún lugar a dudas.

‘Solo nos hemos manejado con pistas firmes’, dijo la magistrada, quien se encuentra a pocos días de jubilarse luego de una aceptable carrera en el poder judicial.”

Volvió a leer esa noticia una y otra vez, con la extraña sensación de que hablaba de otra persona.
Había redactado miles de fallos, pero ese —el suyo— la dejaba sin palabras.
Recordó el momento en que firmó esa sentencia: la indignación colectiva, la presión mediática, los trending topics, las redes clamando venganza.
Lo había hecho convencida de estar del lado de la razón, pero ahora comprendía que solo había respondido al ruido.

El juicio era un espejo: el acusado y ella compartían la misma estructura. Ambos eran piezas de un mecanismo que necesitaba culpables para sostener su fe en la justicia.
No había monstruos ni inocentes, solo engranajes.

A partir de entonces comenzó a leer al revés.
Los textos le aparecían invertidos, las palabras caminaban hacia atrás como si el sentido se hubiera fugado del lenguaje.
A veces soñaba que los expedientes se abrían solos y los nombres se cambiaban unos por otros, como si el sistema se burlara de ella.
En su mente, el juicio se repetía infinitamente, pero con los roles invertidos: ella en el banquillo, Bravo dictando sentencia.

El poder, pensó, se alimenta de continuidad.
Necesita que la historia parezca inevitable, que el lenguaje jurídico suene a destino.
Pero cada letra, cada protocolo, cada firma lleva en sí la posibilidad de la inversión.
El derecho —lo había comprendido tarde— no es una ciencia, es un espejo.

Cerró el libro. Afuera, el invierno suizo se deshacía en la vereda.
Por primera vez en muchos años sintió algo parecido al miedo, pero no miedo al castigo, sino a la lucidez.
La verdad, entendió, no libera: desordena.

Guardó la carta en su bolso, pagó el café y salió.
La nieve caía con una calma burocrática, como si también obedeciera a un fallo.
Caminó hasta el lago. Se detuvo frente al agua y pensó que tal vez, en algún lugar, Juan Bravo también la miraba.
Y que ninguno de los dos sabía ya quién era el juez y quién el acusado.

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