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¿Por qué se dice crisis de la política?

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Por Ignacio Adanero. 

Desde que la filosofía tornó a convertirse en una crítica más dentro del amplio menú de narrativas a la venta, escasean entre nosotros escritos o discusiones que se propongan un debate estrictamente político sobre las nuevas formas de legitimación en que se da la (re)producción de lo moderno vaciado. En esa importante laguna, tiene su curso un nuevo aniversario de la desaparición física de uno de los últimos en retomar con ahínco un pensamiento que no soslaye las responsabilidades éticas que le caben al discurso sociológico. Se trata del filósofo, sociólogo y ensayista polaco Zigmunt Bauman, para quien la crítica guardó el predilecto lugar de creador de metáforas líquidas y que aquí daremos en analizar el carácter específicamente político de sus últimos aportes. No tanto porque el último Bauman, aquel que iba En busca de la política (1998), esquive los caminos de la sintomatología crítica con que el sujeto moderno experimenta el declive comunitario del pasado, sino más bien porque ese mismo declive lo inscribe dentro de la obsesión con que el sentido común (y el sentido académico) suelen referirse a una tal crisis de la política. 

Por lo general, este asunto de la crisis se mueve dentro de un eje cuyos puntos cardinales sostienen, en un extremo, que vivimos un tiempo donde partidos u organizaciones se muestran impotentes para representar lo social (se trataría de una ceguera de castas siempre redituable para outsiders), y por el otro, en medio de transformaciones estructural-cognitivas a nivel individual, que hacen de nosotros una especie de seres pasibles de vivir a espaldas de lo público (se trataría de un problema de subjetivaciones desclasadas, egoístas, mezquinas). Entre estos dos polos, se ubica la extensa gama de estudios que promueven el análisis de la distancia entre representantes y representados, la antipatía ciudadana para con la política, la emergencia de usos y lenguajes más atractivos que el discurso político; o cuando no, las fragmentaciones y el declive de las identidades tradicionales, los estudios sobre la impotencia de los gobiernos, el aforismo sobre la crisis del Estado, etc. En todo ese espectro, hay enfoques donde la muerte de la política parece visualizarse como horizonte cercano (e incluso deseable) para quienes diagnostican el arribo de una globalidad cerrada al regreso de los intrusos. 

Ahora bien, entre las últimas y reconocidas rutas que afrontó este asunto (yendo desde el rescate del Estado como legendario portador de lo político, pasando por la deconstrucción derrideana del último escalón del posmarxismo, hasta las perspectivas de lo múltiple habitable como experiencia sumun en estado de situación), Bauman se propone separar las arterias que llevan al corazón desde donde nacen todas aquellas rutas sustitutas que fluyen en la dirección de afirmar una tal crisis. Propone una hipótesis, y es que el sentimiento de soledad que acompaña la posición del individuo moderno tiene tras de sí una guerra silenciosa, una guerra de ganadores claros y perdedores un tanto extraviados. Se trata de una conflagración por la cual se cortaron todos los puentes que unían vida privada y vida pública, los que hacían factible desplegar una comunicación entre individuo y sociedad; es decir, aquellos que posibilitaban la sincronicidad entre las desdichas individuales y las instancias trascendentes que sedimentan lo social en tanto espacio de articulaciones concretas donde depositar eso que Freud llamaba Sicherheit (y que en español podemos trocar por seguridad, protección y certeza). En esa cavilación, Bauman analiza un escenario donde la libertad humana parece haber alcanzado un grado máximo de concreción, pero en cuyo regodeo ya no tenemos voz ni voto (lo que en términos de Negri se llamaría un no-afuera).  

Muy al contrario de las heterogéneas teorizaciones que citan al pensador polaco, pareciera estar claro que para éste la política se fundamenta en una clara separación de lo público y lo privado (ecclesia y oikos), separación que explicaría las potencialidades políticas de toda condición humana, y cuyas señales de ausencia hacen de la política un locus de radicación indeterminada. La globalización totalizadora, en su arrolladora fuerza para borrar las separaciones entre ambas instancias efectivas y por ende los puentes que hacían posible su comunicación, convirtió a la política en un lenguaje de globos distractores que tienen la aviesa costumbre de caerse o de explotar en el aterrizaje. La arteria que conducía desde la libertad conquistada a la actual parálisis colectiva tiene su origen en la promesa de un tiempo de libertad donde el ejercicio de la misma podría prescindir de nuestros esfuerzos activos. Obturados los puentes que comunicaban ecclesia y oikos, se soldó para Bauman la imposibilidad de sincronizar desdichas individuales mediante instancias colectivas, perdiendo razón de ser las viejas consignas de la sociedad justa, el buen gobierno, la equidad social, etc., todo lo que lleva a decir algo sobre el (supuesto) fin de la historia. 

Podemos esgrimir, a partir de lo dicho, que el planteo de Bauman pertenece al horizonte categorial del republicanismo democrático, pues clama por el regreso del ágora en el siglo XXI y coloca a la política en una instancia separada de lo social, haciendo de esta la fuente originaria de las condiciones en que se desarrolla aquella. Sería una crisis de traducción, esto de la crisis de la política, una especie de cortocircuito que imposibilita convertir las preocupaciones individuales en asuntos de índole compartida; e inversamente, de discernir en las preocupaciones privadas temas de interés público. Se trataría de un conflicto que hace estallar la sociabilidad de cada uno de nosotros en un mar de angustias y preocupaciones para cuyas preguntas sólo quedan paliativos insuficientes, y donde la emergencia de sustitutos como la punición a los inmigrantes, la persecución a los pedófilos, la creación de un enemigo social o los chivos expiatorios de siempre, son las monedas de cambio en que se trueca aquella gran ausencia. Por eso los solitarios están cada vez más solos, con el paradójico acicate de que la política ofrece a cambio un enfoque parcializado y securitista de barrios más blindados, nuevas cárceles o mejores botones anti pánico. La frutilla del postre es una privatización y autoresponsabilización de los medios disponibles con los cuales aseguramos nuestras vidas, lejos del cuidado de sí en que pagan cuentas la filosofía estoica o el romanticismo decimonónico, cerca de rendir cuentas en la fascinación por un bienestar de cuerpos sanos y saludables (cuerpos fit), para cuyo éxtasis debemos antes exorcizar la memoria entrañable de lo colectivo. 

Considerado ese diagnóstico, ¿qué podríamos decir sobre la diferencia entre Bauman y otros autores clásicos (Schmitt, Arendt), para quienes los efectos del despliegue tardomoderno también asume efectos impredecibles y peligrosos? Si con el autor de Teología Política (1969) coincide en observar esa curiosa ausencia de forma que afecta a la durabilidad de nuestras instituciones, toma distancia en el punto liminal donde lo político nunca puede radicar en una relación de antagonismo anclada a un espacio que implique la exclusión del otro. Si con la autora de La condición humana (1958) coincide en su desprecio por lo político en tanto contaminado por una clase de profesionales que obturan las vías genuinas desde donde emana realmente el poder, no estima que la técnica moderna sea la razón in toto del camino cortado a las condiciones políticas subjetivas universales (y para nada privativas de algunos). Si en su concepción secuencial sociopolítica, Bauman observa en la crisis de identidad aquella marca que vino de la mano de la muerte heterónoma (aquel tiempo oblicuo del espacio/lugar adonde remitir toda certeza normativa), esa crisis aún pervive bajo unas condiciones subjetivas nunca del todo desfallecidas, imposibilitadas de agenciarse, pero no en el sentido del viejo drama de una identidad pretérita que debe ser representada, sino en tanto sentimiento de represión o frustración que afecta a las condiciones de posibilidad de un sujeto que siempre fue animal político. Es decir, ¿crisis inserta en la pretensión de autonomía propia de lo moderno? Si. ¿Condición sin retorno de las posibilidades de un sujeto político ideal? No. La crisis de la política puede pensarse como una total transitoriedad de las identidades cuya fuente es el estallido del yo, sintomatizado en una búsqueda frenética por fundirse en perfiles (siempre orlas de imágenes, siempre perfiles de instagram), que nunca trascienden la rumia solitaria y de lazos rotos con las instancias universales. 

Bauman, de este modo, nos permite desconfiar un poco de los estudios sobre las nuevas derechas, tomar un atajo menos pesimista que el de los diagnósticos últimos de la teoría política tardomoderna, y tantear el camino que lleva a la vigente politicidad de un sujeto (o ante-sujeto) para el cual la metáfora de la crisis sólo guarda suspicacias. Testigo ocular de un tiempo que presagia, se ocupa de traer algunos ejemplos fundantes de ese itinerario trágico que hoy asumimos como parte del paisaje digital normalizado: en octubre de 1985, una pareja desconocida apareció frente a la televisión francesa para que Viviane pudiera decir que su marido sufría de eyaculación precoz y que, con él, ella nunca había experimentado el placer sexual. Un segundo ejemplo, en la Inglaterra de 1998, más precisamente en la ciudad de Yeovil, con motivo de la liberación del pedófilo Sidney Cooke. En el primer caso, se rompía un tabú que pertenecía al cerrojo de las experiencias íntimas, un cerrojo de aquel mundo que había estado vedado a los otros y que ahora, bajo la máscara de la emancipación, redefinía la esfera de lo privado como esfera con derecho a la publicididad de los asuntos individuales. En el segundo, se daba de forma repentina que una ciudad soporífera veía participar públicamente a un conjunto de abuelas, adolescentes y mujeres de negocios para quienes el espacio público nunca había sido lugar imaginable. Bauman destaca la ignorancia de los detalles perito-judiciales recogidos en los testimonios de las manifestantes, pero pone la sospecha en la “espontánea” emergencia de la convocatoria: había algo nuevo y distinto en el hecho de que esas personas, las cuales jamás habían participado en una protesta, decidieran salir ese día y permanecer hasta altas horas de la noche ocupando la calle. Y ese algo no eran sólo las incesantes murmuraciones que le daban la oportunidad a los vecinos de posicionarse en el lado decente y respetable de la vida. Había algo más, algo distinto de confinar a un nuevo enemigo público o de confiarle al mundo una declaración de intimidad como había hecho Viviane. Había un deseo por encontrar una causa, un matiz de demostración política, una emanación por recuperar la sensación de experiencia grupal compartiendo la identidad en un todo reunido y que estaba comenzando a multiplicarse como una expresión silenciosamente contrabandeada entre las más remotas causas de manifestación. 

Nuestro autor advierte que es necesario mirar con nuevos ojos estas tramas que parecen ahogarse (y efectivamente lo hacen) en lo contingente, esporádico, precario del estallido. Nuestro tiempo, adelanta, será un tiempo de florecimiento de causas extravagantes precisamente en razón de las largas angustias acumuladas, manifestándose una doble crisis del ágora fondeada por la desestimación de políticos profesionales que rutinizan esas invasiones espontáneas que preferirían dejar cristalizadas en fotos de la Grecia antigua; y en paralelo por esta nueva tiranía de vidas privadas que todo el tiempo se manifiestan en invasiones indisciplinadas de stories amorfas y pasajeras. Hete aquí, que para escapar de las encrucijadas, tengamos que seguir batallando por agenciar esas modalidades siempre renovadas de expresión socio individual, tomando con seriedad y sumo cuidado esos brotes de subjetivación política que marcarán nuestro tiempo. Es cierto, hay escasa productividad de lo colectivo en el tratamiento de la eyaculación precoz para un matrimonio desconocido, como también en la bronca por apedrear, maniatar o perseguir a un condenado cualquiera. El problema radica en las narraciones, en el tránsito que lleva a las personas a salir de sus casas para afrontar una angustia constante y silenciosa, angustia que guarda el impulso genuino de compartir el miedo o la esperanza con los otros. El tema está en que sean unos y no otros los miedos que se publiciten, dado que se narran aquellos que son detectables por su falso aroma de insatisfacción individual, y no estos otros que afectan a la condición humana general y que en verdad son los cimientos del molde neoliberal (desempleo, inestabilidad económica, competencia, descarte).

Somos como amantes traicionados, sostiene Bauman, porque después del pasajero alivio que nos causa expresar nuestras emociones y ver consagrados algunos de nuestros pedidos a manos de los políticos, estamos más solos que antes de salir de nuestras casas, o más aislados que después de publicar nuestras historias o tomar las comisarías del vecindario. Ejercitamos la política, sí. Pero experimentamos una crisis al no poner en palabras esa dura lección de regresar a nuestras casas a sabiendas de que el sistema, las castas, el modelo económico o las instituciones a las cuales demandamos, no tendrán respuestas para las largas preocupaciones que cargan nuestras espaldas. Es entonces cuando nos sobra el silencio para comprender que seremos diagnosticados culpables por nuestros errores o decisiones, y que seremos artífices responsables de todo lo que nos suceda (de allí que necesitemos el algoritmo o la ayuda de esos instructores “que saben cómo manejarse”). Fuimos en busca de una subjetividad, pero volvimos con las manos vacías, confirmando el lugar que nunca supimos explicitar. Con los mismos problemas a cuestas, pero más hundidos que antes. Y quizá conocimos compañeros de ruta o experimentamos amistades, pero hay una voz exterior remarcando que nuestro futuro dependerá exclusivamente de nosotros y de cuán indolentes seamos para sortear los peligros que asedian. Es como si la guadaña de la despolitización nos cortara con su filo al momento de echar las primeras raíces. 

El planteo de Bauman nos coloca, así, en una situación de entre que requiere algunas precisiones más, pues nuestra existencia monádica (más monádica cuando estamos frente a las pantallas) contiene un deseo viviente de escapar a la reclusión. Sucede que el campo donde hemos sido abandonados para regresar algún día a aquella episódica interfaz llamada ágora, no contiene las compactas redes de contención que nos conducían con esfuerzo agradable a participar de las luchas colectivas, y es allí donde aparecen dos de las rutas sustitutas más peligrosas para todo individuo que perdió su otro yo. El primero y más obvio, es el trocamiento de las relaciones de solidaridad humana en relaciones de tipo contractual, aquellas donde prima la búsqueda de beneficios mutuos entre intereses diferentes pero compatibles (toda la espiritualidad del “saberse vender”, saberse regatear, o esos lugares comunes que el sentido dominante maneja a sabiendas para procesar la conveniencia o no de ciertas relaciones de amistad, de pareja, etc.). Pero el segundo, y más peligroso, es el del cauce por donde se manifiesta la condición de vacío e insatisfacción política del ante-sujeto con hambre de identidad. Se trata de la semilla totalitaria presente en las sociedades modernas, de esa que señalara Hannah Arendt unas cuantas décadas antes que Bauman la rescate para no separarse de esa trama (al menos, en ese punto): una tendencia que apuntala la aniquilación de la esfera pública, proponiendo hacer de nuestras vidas un conjunto desperdigado de vidas impotentes, vidas irrelevantes, carentes de la huella que deja toda participación genuina. No sólo porque lo público pasa a ser como esos pizarrones de fibra donde la marca indeleble de cada uno es pasible de borrarse en cuestión de segundos, sino porque estamos atrapados en el magma de las ideologías cuya fuerza irrefrenable no es tanto su caudal de principios sino el potentísimo sueño de orden que encierran sus planteos lógicos (la superioridad de una raza, la superioridad de una clase, el equilibrio fiscal, etc.). La fuerza irresistible de la lógica, esa que sólo necesita de nuestra capacidad deductiva, es el anzuelo que permite atrapar a los que perdieron todo contacto con el exterior, a esos solitarios cansados de una derrota inconsciente y para quienes la gran estrella del orden definitivo les brinda algo de calma en medio de un marasmo de desencanto. La ideología, en ese sentido, es una de las rutas sustitutas con que la arteria tapada de la política se trasunta cuando esa crisis de soledad se vuelve insoportable. 

Habrá que volver a pensar, entonces, cómo defender la productividad política de nuestras vidas privadas, y esta posibilidad es únicamente factible si se recomponen los puentes que separaron las instancias de uno y otro lado. Bauman señala que algunos intelectuales yerran el blanco atacando a lo público precisamente cuando este es el espacio a reconstituir, del mismo modo que yerran los movimientos sociales cuando atacan a determinadas estructuras institucionales de gobierno político, olvidando que estas podrían ser las mismas desde donde retomar el cauce de lo perdido. Una vez más, como testigo de esa larga década de indignados que comenzó en 2008 y dio nacimiento a formas de reocupación del debate (incluso contando con algunas victorias políticas respetables para el campo popular), Bauman puede servirnos para tomar distancia de esa curiosa reprivatización y des-politización a la que estamos habituados dentro de esta híper red fragmentada del mundo digital: por tomar un caso, bajo la figura de los intelectuales streamers (o streamers con pretensiones de intelectualidad), con los cuales estamos ante los mismos huérfanos de la hora extinta; es decir, ante aquellos que también se quedaron sin ecclesia y sin espacio específicamente público, debiendo tomar el atajo de aparecer por el sólo hecho de ser vistos (tristemente, porque ser vistos es una de las únicas formas de ser, todo lo cual consagra y reafirma el espejismo frustrante del no sujeto). La gran ausente, en todo este marasmo, no es sólo la política del militante, sino la politicidad que encierran esos pensamientos lentos u elaborados (las manos del labrador, en términos de Heidegger), los únicos plausibles de repreguntarnos acerca del estado de nuestra libertad en un sentido positivo y de reabrir preguntas en torno al significado del bien común. De este modo, el ágora permanece más desierta que antes, siendo la tiranía de las historias o la comida rápida de los títulos, otras tantas formas de realimentar la ruta sustituta con que se acentúa nuestra condición monádica de narrativas sin narración, modulaciones sin discurso, textos sin metáfora.

Se dice entonces crisis de la política porque es en el corazón de nuestra soledad donde se dirime el asunto. Porque los diagnósticos con los cuales se manejan nuestros saberes (“fin de las ideologías”, “sociedades pos-tradicionales”, etc.) toman los efectos como causa y como punto de partida, negándose a reconocer que lo ausente se trata en verdad de bloqueos sólidos (y para nada líquidos) donde la andanada de lo público sin caminos de afluencia nos impide regar las semillas de nuestra animalidad social. Desinterés, aislamiento, des-clasamiento, son todas categorías válidas para emprender un análisis político, pero se quedan atadas al esquema del panóptico con el cual hemos sido formados, siendo más inteligente de nuestra parte revertir el esquema y empezar a analizar nuestro miedo-ambiente como minado por paliativos tramposos con que taponar nuestra condición oblicua de incertidumbre. Es más inteligente invertir la mirada y reconocer que habitamos un escenario de sinóptico, donde fluyen mecanismos de auto-anulación que en lugar de abrir los abroquelamientos ideológicos o las tradiciones en el sentido que hoy las habitamos (reeels, tik toks, consumos parciales), ponen al sujeto ante el desafío cada vez más agotador y ansioso por asir lo inabarcable, siendo el cringe (el verdadero lugar de la vergüenza) desanudar la situación de sobreabundancia que marca la impronta de lo actual, tiempo donde lo individual se desconoce dentro del tamiz de lo social. 

Para el autor de Vida de consumo (2007), una de las llaves de salida se encuentra en la tradición. Pero ¿qué tradición? La que permite que tomemos conciencia de nuestro largo proceso de auto-constitución como sujetos en pleno proceso de identificación, nunca cerrando la puerta definitiva de aquella identidad prefabricada que nos ofrecen los marcos institucionalizados, sino sobre todo alertas de no abrazar una identidad cerrada u exclusiva, abnegada a la búsqueda del yo entre otras nuevas esferas colectivas. No se trata de algo profundamente oculto que haya que ir a recoger como pastiche entre las ideas de un pueblo eterno o alguna comunidad abstracta, sino más bien de la asunción de un yo fragmentado que entre diversas posiciones, prácticas y narraciones va parcialmente identificándose, siempre atento a ese algo más que puede improntarnos una condensación política determinada. No se trata de una titánica tarea individual de creación ex nihilo, sino más bien de una disposición que reconoce a toda identidad como apertura a lo otro, por cierto, muy distinta a la de Viviane. Es comunicable, expresable en símbolos, en historias comunes, se trata de un nacer juntos. De allí que el tradicionalismo, lejos de ser una rareza de las sociedades autónomas en que vivimos, sea para Bauman una trinchera desde donde combatir la pretensión de vidas inenarrables, de vidas contingentes o aisladas. 

La palabra crisis, en ese sentido, se refiere al momento de tomar decisiones; y ese es el origen hipocrático del término que rescatan los amantes de la etimología (no siendo Bauman una excepción). El planteo del autor contiene, sin embargo, una curiosidad insoslayable para cualquier lector atento. Se trata de un detalle que, si observamos detenidamente antes de finalizar, nos hará refrescar nuestra conducta de militantes o cientistas políticos. Ese planteo, además del diagnóstico sobre la globalización (que para Bauman es de alcance indiscutible), viene cargado de una huella que camina a contramano de un latiguillo dominante que supimos percibir (y sobre todo defender) entre las dos primeras décadas de nuestro siglo: ese latiguillo sostenía que la manera de transformar nuestra realidad dependía siempre de un compromiso militante con lo público, de un salir a escena permanente “para educar”, “para guiar”, “para conducir a nuestro pueblo”, llegando a ser el corolario de esa política de vida el asumir tareas o cargos públicos para hacerse con la responsabilidad en razón de determinado saber. Esa visión, que era parte de un discurso autodefinido político, ha empezado a mostrar algunos signos indefectibles de agotamiento; y por cierto no tiene mucho que ver con la idea de crisis de la política que estuvo subyacente en esta línea de lectura de Zygmunt Bauman. No desconocemos que para el polaco la recuperación de la política dependerá siempre de un combustible público fundamental (el ingreso básico universal, la georreferenciación de instancias políticas que por su localía adolecen de poder, o la revitalización de una nueva estatalidad-comunidad para sementar una vida compartida en lugar de una vida en competencia), pero de lo que se trata es de abrir los ojos. Y por si los ojos estuvieron cerrados, capturar esa contracara silenciosa que tienen nuestras expuestas vidas privadas, permitirá olfatear el regreso de una esperanza en ese lugar tan escasamente pensado que es la privacidad (algo muy distinto de defender la privatización). 

Byung-Chul Han, parado en las mismas vigas que Bauman, alguna vez arrojó una palabra sinuosa pero iluminativa para recuperar eso que llamamos política: respectare, respeto. Se trata de una palabra que sencillamente significa “mirar hacia atrás”, “mirar de nuevo”, tomar una especie de distancia de toda esta sociedad de la transparencia donde reina el imperio del presente a través de imágenes donde no parece haber lugar para la mirada o la interioridad que inaugura toda presencia de la otredad. Es curioso como la palabra respectare se opone al término spectare, el espectáculo. Cómo se opone a eso que estamos acostumbrados en esta doble crisis del ágora y que nos impide habitar plenamente tanto uno como otro espacio (y menos aún, imaginar puentes). Quizá se trate de eso. De algo más sencillo. Es decir, de invertir la lógica con la cual hemos pensado las últimas décadas, siempre persiguiendo la mirada del otro que nunca estuvo, porque le narramos la política desde un lugar en el que aquella no flotaba. Lo privado e íntimo, es eso que conservamos y guardamos entre nosotros mismos, y que, al compartir con el resto, comenzamos a labrar para indagar si se trata de algo exclusivamente propio o por el contrario, de raíces profundamente compartidas. Quizá se trate de eso, de volver un poco a repensar lo íntimo, de tomar con respeto nuestras propias vidas, y en lugar de exponer, callar. En lugar de denunciar, pensar. Retirarse, defender una soledad distinta a la de los solitarios que empiezan a odiar. En ese sentido, la palabra sujeto tiene mucha atadura con el ejercicio de la quietud y con el tránsito de la pausa, condiciones subjetivas fundamentales para tomar decisiones entre un camino u otro. Para sortear eso que llamamos y que significa claramente una crisis. Una palabra, respeto, para que no nos suceda eso que Bauman llamaba la sensación de “no saber cómo seguir”.

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