por Maria Beatriz Sanchez de Comas.

En una sociedad saturada de pantallas, la escuela perdió su brújula. Y sin contexto, enseñar se vuelve repetir sin sentido.

Hablar del estado actual de la educación en Argentina no es simplemente repetir estadísticas. Es ver, en carne viva, cómo cada vez más chicos llegan a la secundaria sin saber leer con comprensión, ni escribir con coherencia, ni resolver un problema matemático simple sin entrar en pánico. Es constatar, día a día, que la escuela se volvió un espacio que enseña cada vez menos… y exige cada vez más.

La crisis no empezó ayer. Pero hoy se hace más evidente. Docentes que se enfrentan a grupos donde la atención dura segundos. Niños que no tienen libros en sus casas. Familias atravesadas por la precariedad, por la fragmentación y por una lógica de vida donde lo urgente devora lo importante.

La lectura ya no es un hábito, ni en el hogar ni en la escuela. En muchas casas ya no hay diarios ni bibliotecas. Se lee —cuando se lee— desde un celular, entre notificaciones, memes y mensajes cruzados. El tiempo de la lectura profunda fue absorbido por el scroll. Y lo que no tiene inmediatez, se vuelve inútil.

Celulares y desatención: la escuela en disputa

Prohibir el uso del celular en el aula es una discusión que rebota como un péndulo. ¿Sirve o no? Lo cierto es que los docentes también están tomados por las pantallas. El celular no es el problema: es el síntoma.
Síntoma de una escuela que perdió su lugar como espacio de encuentro, de conversación real, de pensamiento compartido.

Los chicos se sientan juntos, pero no se miran. Y nosotros —adultos, padres, docentes— tampoco damos el ejemplo. La vida se volvió multitarea, y la educación también.

Enseñar sin contexto

Uno de los problemas más profundos que atraviesan hoy la práctica docente es la descontextualización de la enseñanza. Los maestros, muchas veces, se aferran a propuestas editoriales diseñadas lejos de sus aulas. Manuales enlatados, pensados para cumplir con programas antes que para despertar curiosidades.

La enseñanza se volvió una sucesión de actividades desconectadas, sin hilo ni propósito. En matemáticas, por ejemplo, se importan métodos de otros países —como la división al estilo francés— sin evaluar si ayudan o entorpecen la comprensión real. Se enseña a operar, no a pensar.
Y la geometría —cuando aparece— es un apéndice suelto, sin vínculo con la vida.

Los resultados no mienten

Los bajos desempeños en evaluaciones nacionales e internacionales no se explican por la falta de capacidades en los alumnos, sino por el fracaso de un sistema que no logra enseñar con sentido.
Un sistema donde directores y supervisores muchas veces no están preparados para orientar pedagógicamente a sus equipos. Y donde los docentes luchan por sostener su tarea con salarios miserables y poca formación continua.

No hay transformación sin formación.
No hay mejora sin contexto.
No hay aprendizaje sin vínculo.

Recuperar el sentido

Lo advirtió Paulo Freire: “Enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las condiciones para su producción.” Pero cuando la enseñanza se limita a cumplir una planificación impuesta, no hay diálogo, no hay pregunta, no hay descubrimiento.

Educar no es repetir.
No es llenar planillas ni avanzar contenidos.
Es construir sentido donde hay ruido.
Es dar herramientas para vivir, no solo para aprobar.

Hoy más que nunca, necesitamos una educación que forme para pensar, para leer el mundo, para transformarlo.
Y para eso, hay que devolverle al aula su dignidad, su tiempo y su profundidad.

Porque si la escuela no puede enseñar a leer, a pensar y a resolver…
¿entonces quién lo hará?