por Nicolás Salvi.
Había una vez un bibliotecario que quería resucitar a todos los muertos.
Este no es sólo el comienzo de un cuento fantástico, sino la historia real de Nikolái Fiódorovich Fiódorov (Никола́й Фёдорович Фёдоров, 1829-1903). Un personaje tan improbable como inolvidable: un hombre austero, de hábitos monacales, profesor de secundaria y bibliotecario en Moscú, que durante décadas fue apenas una sombra silenciosa entre estantes. Pero detrás de esa figura discreta se escondía una de las ideas más desconcertantes —y hermosas— de la historia del pensamiento moderno: que el deber supremo de la humanidad es resucitar a todos sus muertos.
No se trataba de una metáfora, ni de una fantasía religiosa, ni de un símbolo moral. Fiódorov hablaba en serio. Literalmente. Su proyecto, la “tarea común”, fue la más radical inversión del imaginario tecnocientífico moderno. Mientras la modernidad avanzaba hacia el ápice de la industrialización, el colonialismo, la carrera por el control de los territorios y de los cuerpos, él proponía algo inaudito: usar la ciencia no para dominar el mundo, sino para redimirlo. No para prolongar la vida de unos pocos, sino para restaurar la de todos.
Hijo ilegítimo de un príncipe de la dinastía de Riúrik, criado en condiciones modestas, Fiódorov llevó una existencia de extrema austeridad. Su vida transcurrió entre la enseñanza en escuelas provinciales y sus trabajos como empleado de museo, bibliotecario y archivista, donde se convirtió en una figura enigmática y de culto entre los intelectuales de su tiempo. No buscó reconocimiento en vida, pero su influencia se filtró como un susurro subterráneo en las corrientes más audaces del pensamiento ruso.
Las ideas de Fiódorov no caben en ninguna categoría simple. A primera vista, parece una mezcla imposible entre misticismo cristiano, materialismo técnico y escatología cósmica. Pero eso es lo que lo vuelve tan potente. En un tiempo donde el progreso se entendía como acumulación, eficiencia y conquista, él hablaba de restauración, cuidado y justicia intergeneracional. Su utopía no consistía en la mejora del humano, sino en la reparación colectiva del tejido roto de la humanidad por la muerte.
Para Fiódorov, el conocimiento no podía seguir siendo acumulación sin restitución. Si la ciencia se contentaba con curar enfermedades, prolongar la vida o mejorar la productividad, seguiría siendo una ciencia mezquina. El verdadero salto ético sería que la humanidad, por primera vez en su historia, asumiera como tarea consciente lo que los avatares del cristianismo habían prometido como gracia: la resurrección universal. Pero no por intervención divina, sino por obra técnica, colectiva y solidaria.
Esa es la apuesta central de la obra fiodoroviana. El ruso postulaba que el fin del ser humano no puede ser simplemente su perfeccionamiento individual, ni su autorrealización, ni su trascendencia privada. El ser humano ha sido creado para restaurar el vínculo roto entre generaciones. Para hacer del conocimiento un instrumento de reencuentro, no de separación. Para convertir la ciencia en una forma de memoria viva, no de olvido sistemático.
En este sentido, su antropología es también una filosofía de la responsabilidad. El ser humano es el único ser capaz de devolver la vida. Esa capacidad no es un don, sino una deuda. Una deuda con todos los que vivieron antes. Una deuda con quienes murieron sin justicia, sin voz, sin posteridad. La muerte, en esta concepción, no es solo un evento biológico. Es un corte histórico, un crimen cósmico, una interrupción que debe ser reparada.
La tarea común no era un proyecto delirante de longevidad, sino una declaración política radical. Una respuesta a las preguntas que la razón moderna había decidido no realizar: ¿Qué hacemos con los muertos? ¿Cómo inscribimos sus vidas en la continuidad del mundo? ¿Cómo dejamos de concebir el futuro como una línea que avanza arrasando todo lo anterior? Se trataba de instaurar un nuevo axioma, un principio rector que, como señala el exegeta del cosmismo Boris Groys (a quien volveremos en próximas entregas), rompiera con el dogma de la muerte inevitable: “hacer vivir, no dejar morir”.
Vemos como Fiódorov no creía en la nostalgia paralizante. Pero tampoco aceptaba el olvido funcional del progreso moderno. Su utopía era una forma de memoria activa. Una tecnología orientada no a sustituir, sino a reencontrar. Un reencuentro que debía ser físico y real. Nada de sublimaciones poéticas ni homenajes simbólicos. La verdadera justicia era devolver a los muertos su cuerpo, su palabra, su lugar. Y claro, que nunca más perezcan.
Esto nos lleva a su concepción del designio del “museo”. Su idea de museo (central en su obra) no era la de un archivo de pasivo de antigüedades, sino la de un dispositivo activo de memoria en movimiento. No es un depósito, es una catedral de individuos.
Para Fiódorov, los museos no debían ser espacios donde el tiempo se detiene y se exhibe como reliquia, sino verdaderos laboratorios de restitución. Sitios donde el conocimiento histórico, arqueológico y biológico se articule como parte de un proceso de reactivación de la vida. Un museo, en su pensamiento, era una herramienta para la resurrección, no para la contemplación nostálgica. Un lugar donde los fragmentos del pasado se organizan no para ser admirados, sino para ser reensamblados. La museología fiodoroviana es, por eso mismo, una museología insurgente: no conmemora, actúa; no embalsama, convoca.
Para eso proponía una ciencia total. No una disciplina aislada ni una rama del conocimiento, sino una síntesis que uniera la física, la biología, la arqueología, la historia, la genealogía, incluso la astronomía. Porque, en su visión, la muerte no afecta solo a los individuos, sino al orden cósmico entero. Por eso la resurrección no es solo un acto de ingeniería, sino una tarea antropocósmica: una restauración del equilibrio roto entre humanidad y universo.
Por supuesto, nada de esto encajaba en los discursos de su época. Desde el marxismo se podía ver su religiosidad como una superstición reaccionaria. La iglesia ortodoxa lo tildaría de hereje con ínfulas tecnológicas, dado su énfasis en la resurrección como tarea humana y no divina. El liberalismo lo tomaría por un lunático, ya que su propuesta desafía las nociones ilustradas de progreso y racionalidad. Y el positivismo lo ignoraba por completo, pues su metafísica no encajaba en la lógica empírica dominante. Pero quizá ese aislamiento fue también lo que le permitió pensar sin las ataduras de ninguna dogmática.
Hoy, en plena era de algoritmos, longevidad personalizada, criopreservación de cerebros y fetichismo del rendimiento, la propuesta de Fiódorov vuelve con fuerza inesperada. Porque si bien su poesía puede parecernos excesiva, su pregunta de fondo sigue intacta: ¿Para qué sirve la técnica? ¿Para quién? ¿A costa de qué?
Y su respuesta, tan simple como fundamental, nos obliga a pensar de nuevo que la técnica sirve para cuidar. El conocimiento sirve para reparar. La ciencia sirve —o debería servir— para restaurar lo que fue dañado y evitar que el daño exista. La vida no tiene sentido si se olvida del mundo que la precede.
Esa, me parece, es la herencia más viva de Fiódorov: un pensamiento que no busca huir de la muerte ni resignarse a su inevitabilidad, sino enfrentarla como un problema técnico, ético y político. No para negarla, sino para devolverle su dimensión común y convertirla en una tarea colectiva. La humanidad unida en el proyecto de dominar el tiempo, no desde la angustia existencial de Kierkegaard o Heidegger, sino desde la cooperación y la responsabilidad compartida. Un museo de la eternidad, no como archivo de lo perdido, sino como laboratorio de lo que puede ser restaurado.
(…Continuará…)