Por María Beatriz Sánchez de Comas.
La evaluación escolar se ha transformado, con el tiempo, en una frontera. Una línea que separa a los que “aprueban” de los que “no”. A los que entran del lado correcto del sistema, y a los que quedan fuera, como error o deuda.
Pero ¿era esa su función?
Decía Juan Carlos Tedesco:
“La evaluación debiera ser un instrumento para pensar si lo que hacemos en los distintos niveles del sistema educativo está siendo justo.”
Hoy, lejos de eso, la evaluación aparece como el apéndice del proceso. Un cierre ritual —trimestral, parcial, estandarizado— que pocas veces abre preguntas reales, y casi nunca promueve mejoras. ¿Qué nos enseñan las pruebas? ¿Qué aprenden los alumnos al rendirlas?
De la prueba a la sentencia
Lo que deberían ser instancias de reflexión se convierten en dispositivos de selección. En vez de comprender qué y cómo aprenden los estudiantes, se mide si han retenido lo suficiente para sortear un umbral. El conocimiento se vuelve ajeno. El proceso, un trámite. El aula, una máquina de rendir cuentas.
Y lo que queda en el cuerpo del estudiante no es comprensión, sino ansiedad. No es apropiación, sino miedo. No es formación, sino obediencia.
Evaluar no es castigar
Necesitamos correr la evaluación del lugar que ocupa: no puede ser un aparato de medición que clasifica, sino una pregunta pedagógica, política y ética. No un juicio, sino una oportunidad.
Una escuela justa —decimos— es aquella que garantiza el derecho a la educación para todos sus alumnos. Pero esa justicia no puede construirse con herramientas que producen exclusión simbólica desde adentro.
Evaluar para comprender
La evaluación no debe ser un momento: debe ser parte del proceso. No debe juzgar lo aprendido desde fuera, sino acompañar el aprendizaje desde adentro.
Santos Guerra lo expresa así:
“La evaluación es un proceso de diálogo, comprensión y mejora.”
Un diálogo que se construye con todos los actores institucionales. Una comprensión atenta de la realidad. Una mejora sistemática que nace del reconocimiento de lo que somos y hacemos.
Evaluar no es repetir lo que se enseñó. Es preguntar qué se comprendió, cómo se lo apropió cada estudiante, en qué se convirtió ese contenido en su subjetividad.
Cultura evaluativa, no burocracia punitiva
Construir una cultura evaluativa es darle valor a la reflexión cotidiana. Es preguntarnos todos —docentes, alumnos, directivos, familias— qué sentido tiene lo que hacemos. Y cómo lo mejoramos.
Porque si la evaluación sirve solo para sancionar, para marcar errores, para aprobar o desaprobar… entonces no está al servicio del aprendizaje, sino de su disciplinamiento.
La evaluación, si es justa, no mide: transforma.
Y si no transforma, tal vez sea tiempo de volver a preguntarnos:
¿quién evalúa a la evaluación?