por Milagros Tamara Santillán “Moli” – Sexóloga.
Vivimos en tiempos líquidos, como los llama Zygmunt Bauman. Tiempos en los que las relaciones humanas se ven atravesadas por la fragilidad, la incertidumbre, la velocidad y la inmediatez. Los vínculos ya no se estructuran desde la solidez y el compromiso, sino desde la conexión efímera, el deslizamiento digital y el miedo a la permanencia.
En esta modernidad líquida, muchas personas viven sus vínculos desde un lugar frágil, donde el amor, la pareja, la sexualidad y el deseo son pensados en función del rendimiento. Vivimos en una época donde hay que hacerlo todo: ser autosuficientes, saludables, conscientes, productivos, atractivos, deseables, consumibles. Y en este contexto, los vínculos afectivos se convierten también en objetos de consumo rápido.
Es común que nos preguntemos por qué nos cuesta tanto comprometernos, por qué huimos cuando el otro se acerca, por qué no logramos sostener vínculos duraderos. Tal vez una de las respuestas esté en que los vínculos ya no se piensan como espacios de construcción, sino como experiencias de satisfacción inmediata. Y cuando el deseo deja de generar intensidad, se reemplaza por otro estímulo más novedoso, más rápido, más simple. Más swipe, más like, más ghost.
Hoy vemos cómo muchas personas, sobre todo jóvenes, viven sus experiencias sexuales con una fuerte presencia de la lógica del rendimiento. Hay que saber seducir, saber coger, saber sostener una conversación, pero sin profundizar. El sexo se vuelve una práctica que, muchas veces, se vive desde la presión de la exposición: lo que se muestra en redes sociales, lo que se espera del otro, lo que se representa como deseable. Plataformas como Tinder, Instagram, OnlyFans nos exponen constantemente a modelos de éxito sexual que muchas veces poco tienen que ver con el deseo real, la intimidad o el encuentro genuino.
Este contexto también genera nuevos modos de sufrimiento. Aumento de la ansiedad, insatisfacción, dependencia emocional, frustración constante, sensación de vacío. Es difícil establecer una conexión real cuando vivimos acelerados, cuando el contacto se da desde el miedo, cuando hay una sobrecarga de estímulos y una gran carencia de escucha.
La caída en la natalidad también se vincula con esto. No solo por cuestiones económicas, que existen y son estructurales, sino también porque hay una pérdida de proyecto colectivo. Las nuevas generaciones tienen miedo a construir futuro, a planificar, a habitar la incomodidad de lo que tarda. Los vínculos afectivos requieren tiempo, presencia, diálogo, esfuerzo compartido. Y eso hoy parece costar cada vez más. No porque no se quiera, sino porque no se aprende cómo.
La sexología tiene un enorme desafío en este contexto: no solo acompañar los procesos individuales de cada persona, sino también generar espacios donde pensar colectivamente qué tipo de vínculos queremos construir. Es necesario recuperar la pregunta por el deseo, por el placer, por el cuidado y por la ética vincular. No para moralizar, sino para recordar que el otro no es un objeto de consumo, sino un ser con subjetividad y deseo propio.
Frente a un mundo que nos empuja a disolverlo todo, tal vez el acto más político sea sostener algo. Aunque sea incómodo, aunque duela, aunque implique mirarnos y revisar qué hacemos con el otro y con nosotros mismos.