por Paula Villaluenga.
Desde que estalló la guerra en Ucrania a comienzos de 2022, Europa no es la misma: la paz de las últimas décadas se resquebraja bajo la presión simultánea de amenazas militares, convulsiones económicas, turbulencias ideológicas y una guerra mediática que a nadie da cuartel. Asistimos a una era de paranoia – entendida no como un delirio individual, sino como clima generalizado de desconfianza y alarma – que determina decisiones de Estado, conmueve la opinión pública y redefine alianzas.
Europa, que venía siendo el modelo a seguir para muchos países, se encuentra hoy en una situación que nadie imaginaba y que nos obliga a preguntarnos: ¿cómo llegaron hasta este punto?
El miedo con uniforme: rearme y reconfiguración de la defensa
Cuando los tanques rusos cruzaron Dnipró, muchos creyeron que aquella invasión sería un episodio puntual (y hasta casi natural de la región), pronto contenido por sanciones y diplomacia. No sucedió.
Europa comprendió de golpe que, tras treinta años de desarme y aperturismo, su fuerza militar era modesta frente al viejo vecino que reclamaba “zonas de seguridad” a tiro de cañón.
El resultado ha sido un rearme general: Alemania modificó su Constitución para elevar el gasto en defensa muy por encima del 2 % del PBI, Polonia reclama armas nucleares de EE. UU. en su suelo y los países bálticos restablecen el servicio militar obligatorio.
La OTAN, relegada a un papel secundario tras el fin de la Guerra Fría, recuperó protagonismo como garante de la “defensa colectiva” en el flanco oriental.
Pero hay un factor que acelera esta militarización: Donald Trump es nuevamente presidente en Estados Unidos y amenaza cada tanto con «dejar a Ucrania a su suerte», critica abiertamente a la OTAN («una estafa para EE. UU.», dijo en campaña) y presiona para que los aliados europeos igualen los gastos de defensa.
Todas las alarmas están encendidas. En febrero de 2025, Trump volvió a sugerir que no defendería a los países miembros que no cumplan con sus obligaciones presupuestarias, lo que equivale a dinamitar el principio de defensa colectiva del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte.
En Bruselas, Berlín y París ya nadie da por sentado que EE. UU. acudirá en defensa automática si Putin decide avanzar sobre los países bálticos o Polonia. El paraguas nuclear estadounidense parece menos confiable, y los jefes de gobierno europeos —por convicción o por miedo— comienzan a hablar de autonomía estratégica con más seriedad.
La paradoja es brutal: el principal garante de la seguridad europea es ahora también uno de sus mayores factores de incertidumbre.
Economía en vilo: la factura de la energía y la inflación
A la amenaza de los misiles se sumó la de un invierno frío y caro, muy caro. Europa dependía aún en 2021 de más del 40 % de su gas de Rusia. Cuando Moscú cerró las válvulas, las reservas comunitarias cayeron en picada, y los precios del gas se dispararon hasta quintuplicarse en algunos mercados spot.
La UE reaccionó con un esfuerzo sin precedentes: diversificación de proveedores (LNG desde EE. UU. y Qatar), inversión en renovables, kilómetros de tuberías nuevas y llenado de depósitos hasta niveles récord (casi 90 % de capacidad).
Aun así, el choque energético encendió la inflación: los hogares europeos vieron subir sus facturas de luz y gas un 60 % entre 2021 y 2023, mientras los alimentos y el transporte también se encarecían.
El ansia de seguridad económica llevó a los gobiernos a intervenir: controles de precios, subsidios a industrias estratégicas y paquetes de estímulo. Pero tales medidas tensionaron la deuda pública y generaron debates sobre el modelo social:
¿hasta qué punto Europa puede permitirse un estado de bienestar generoso mientras gasta más en tanques y misiles?
La “transición verde” —única vía a la independencia energética a largo plazo— avanza, pero choca con la urgencia de estabilizar precios hoy.
Ese tira y afloja entre lo inmediato y lo estructural alimenta la sensación de que la economía europea camina en la cuerda floja.
Choque de narrativas: la batalla ideológica
En lo político, la crisis militar-económica ofrece terreno fértil para los nuevos populismos. Los partidos de extrema derecha crecen allí donde la frustración y el miedo se mezclan: Italia, Hungría, Francia, Alemania.
Apelan al sentimiento nacional, prometen “cerrar fronteras” y acusan a la élite de traicionar la identidad europea en nombre de un cosmopolitismo que ya no convence.
En el Parlamento Europeo, la alianza de los “Patriotas” (Orbán, Le Pen, Meloni) se convirtió en la tercera fuerza en 2024.
Frente a ellos, el centro liberal tradicional —el PPE y los socialdemócratas— se esfuerza por presentar una Europa unida, defensora de los derechos humanos y el libre comercio.
Pero su discurso suena cada vez más técnico y lejano para un electorado que sufre facturas impagables y teme la guerra que se siente cada vez más cerca física, económica y hasta emocionalmente.
La polarización crece: la “Europa de los valores” vs. la “Europa de los muros”.
Y en medio, la ciudadanía, bombardeada por mensajes de que “todo está perdido” o “viene lo peor”, se sienta a esperar el próximo capítulo con desconfianza.
El pánico también se propaga
No todo es militar ni económico. Parte de la paranoia europea es atmosférica: está en las noticias, en los discursos, en los silencios.
Cuando esta semana se produjo un apagón masivo en varias regiones de España, no tardaron en aparecer declaraciones oficiales que “no descartaban un ciberataque”.
No había pruebas concluyentes, pero tampoco hizo falta: el clima está tan cargado de sospechas que cualquier falla eléctrica o digital se vuelve sospechosa de ser un acto de guerra híbrida.
Este tipo de reacciones refuerzan un relato cada vez más extendido: el de una Europa asediada, no solo por Rusia o China, sino por la inseguridad energética, la desinformación, la inmigración masiva y el crimen organizado internacional.
La política del miedo cala hondo, y en muchos países está siendo capitalizada por partidos de ultraderecha que prometen orden, seguridad, soberanía y fronteras cerradas.
La ansiedad se convierte en identidad política, y la desconfianza, en narrativa oficial.
En resumen, la “paranoia” europea no es un estado patológico, sino la respuesta racional —aunque peligrosa— a un entorno donde convergen amenazas materiales y simbólicas.
El desafío es pasar del miedo a la cooperación: traducir la alarma en inversiones inteligentes, solidaridad fiscal y auténtica integración de defensa, energía e información.
Sin ese salto, Europa quedará atrapada en un ciclo de sospecha recíproca, liderazgos populistas y vulnerabilidad a potencias externas.
La gran pregunta es si la experiencia traumática de estos años servirá para reinventar un sueño comunitario más realista y resiliente, o si clausurará la puerta a toda ambición común.