Por Marcela Elorriaga.
El cuerpo no se queja, habla. Somos nosotros quienes no sabemos escucharlo.
Nos enfermamos. Y casi de inmediato empezamos a buscar culpables: el virus de moda, el médico que no acertó, el microbio invisible, el estrés que “nos vino de afuera”. A veces repetimos lo que dicen los medios; otras veces nos sumergimos en la maraña de diagnósticos sin encontrar respuestas. Pero en todos los casos, delegamos. Delegamos nuestra salud en alguien más. Esperamos que un sistema saturado nos rescate, que una pastilla mágica borre el síntoma, que el malestar se resuelva sin incomodarnos demasiado.
Nos volvimos consumidores de soluciones rápidas. Compramos bienestar como quien compra un producto: lo queremos inmediato, sin esfuerzo y sin preguntas. Pero la salud no es un bien de consumo. No hay cura real sin conciencia. Y tampoco hay conciencia si seguimos desconectados de nuestro cuerpo, de nuestro ritmo, de nuestras emociones.
Entonces, vale preguntarse: ¿qué pasaría si, en vez de anestesiar el síntoma, escucháramos el mensaje?
¿Qué pasaría si dejáramos de correr detrás del alivio rápido y empezáramos a comprender qué nos está diciendo nuestro cuerpo?
Porque sí, el cuerpo habla. Habla cuando duele, cuando se agota, cuando no puede más. A veces grita en forma de enfermedad, pero muchas veces susurra con pequeños signos que ignoramos: insomnio, apatía, irritación, falta de energía, contracturas. Nos acostumbramos a convivir con eso como si fuera normal. Pero no lo es. Es el cuerpo diciendo: así no puedo seguir.
Vivimos desconectados. Fragmentados. Haciendo malabares entre exigencias y rutinas, postergando lo esencial. Dormimos poco, comemos apurados, nos movemos poco y pensamos demasiado. Vivimos hacia afuera, hacia la productividad, hacia la mirada del otro. Pero ¿y hacia adentro? ¿Qué sabemos de nuestra biología, de nuestras necesidades profundas, de nuestras emociones retenidas?
Asumir la responsabilidad de nuestra salud es, antes que nada, un acto de honestidad. Requiere detenernos, observarnos y hacernos cargo. No desde la culpa, sino desde la consciencia. No para cumplir un ideal de perfección, sino para empezar a habitar nuestro cuerpo con amor, respeto y presencia.
Volver a lo esencial no es retroceder, es despertar. Volver al agua, al descanso, al alimento vivo, al movimiento consciente, al silencio, al vínculo genuino con los otros y con uno mismo. Es entender que no podemos vivir desconectados de la tierra que habitamos, del tiempo que nos atraviesa ni del cuerpo que somos.
Claro que no es fácil. Porque implica renunciar a ciertas comodidades, revisar hábitos, cuestionar excusas. Implica elegirnos. Y elegirnos no siempre es cómodo. Pero es profundamente liberador.
Porque al final del día, nadie puede cuidarte mejor que vos mismo. Y cuando asumimos esa verdad, dejamos de esperar afuera lo que solo podemos construir adentro.
Ocuparse de la propia salud no es una moda. No es un lujo. Es una forma de resistencia frente a un mundo que nos quiere dormidos, apurados, dependientes. Es un modo de volver al centro. De habitar la vida con conciencia.
Y sí: es también un acto de libertad.