Por Enrico Colombres.
La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima.
Simone Weil
Vivimos en un mundo que coquetea con su propia destrucción mientras finge sorpresa cada vez que una chispa amenaza con prender fuego al polvorín. La narrativa oficial habla de valores democráticos, defensa de soberanía y derechos humanos, pero basta rascar un poco para ver lo de siempre: intereses cruzados, cinismo diplomático y un juego de poder donde los pueblos son carne de cañón. La tercera guerra mundial ya no es una hipótesis lejana; es una fuga contenida, un suspiro al borde del colapso. Y como siempre, el ciudadano promedio mira hacia otro lado, entretenido con la última aplicación de moda o un escándalo artificial que dura lo que una historia de Instagram.
Ucrania sangra, Rusia embiste y Occidente juega a ser defensor de la libertad, mientras hace negocios con la guerra. La OTAN, ese club selecto de guardianes de la paz con bases militares en cada rincón del planeta, se revitaliza a fuerza de rearme, propaganda y la excusa perfecta para expandirse: el miedo. Y como siempre, el miedo vende. Suecia, Finlandia y otros países “neutrales” ahora juran lealtad al escudo atlántico, como si aliarse a una maquinaria bélica pudiera blindarlos del desastre. Lo que en otro tiempo fue una alianza defensiva hoy opera como un engranaje más en el negocio de la guerra perpetua.
La expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas, convenientemente disfrazada de gesto solidario, es en realidad una provocación calculada. Cada paso hacia el este reconfigura el tablero geopolítico, forzando reacciones que luego se usan como prueba de que el enemigo es impredecible. Estados Unidos, con su industria militar gozando de buena salud, no necesita disparar un solo tiro para obtener beneficios. Basta con fomentar el conflicto adecuado, en el lugar adecuado, y dejar que otros pongan los muertos. La vieja receta del imperialismo moderno.
India y Pakistán, dos países con arsenal nuclear y discursos patrioteros exacerbados, se empujan en la frontera como dos boxeadores ciegos. Cada escaramuza en Cachemira es una moneda lanzada al aire. Nadie parece tener interés real en mediar porque el negocio no está en la paz, sino en el riesgo. El riesgo es rentable: moviliza tropas, justifica presupuestos, infla egos políticos y, lo más importante, distrae a las poblaciones de sus propios problemas. Un desliz, un misil perdido, y la fuga de lo imaginable puede hacerse real.
La ONU, esa gran maquinaria burocrática del buenismo diplomático, emite comunicados, convoca reuniones y aplaude sus propios fracasos. El Consejo de Seguridad está secuestrado por los intereses de las potencias. Guterres habla con la convicción de un monje tibetano en un incendio, mientras los muertos se acumulan y el derecho internacional se convierte en papel mojado. La ONU es hoy el eco de un ideal que no tiene fuerzas para levantarse. Ni puede, ni quiere.
Y Argentina… ¡Ay, Argentina! El país de los recursos infinitos y las decisiones finitas. Las Fuerzas Armadas, reducidas a estructuras simbólicas, sirven más para desfiles protocolares que para defender soberanía. La dictadura militar, esa que se llenaba la boca con la defensa de la patria, fue en realidad una sucursal de intereses foráneos, prestando servicios sucios a potencias que ni siquiera disimulaban su desprecio por el sur global. Fueron eficaces en reprimir estudiantes, trabajadores y militantes sociales, pero inoperantes en defender los recursos del país
Los gobiernos democráticos posteriores, lejos de reconstruir una defensa nacional seria, se dedicaron a vaciar presupuestos, a desprogramar capacidades, y a sostener una estructura militar digna de un país que ya decidió rendirse antes de que lo ataquen. Con el discurso de la paz y los derechos humanos —noble en lo formal pero incoherente en la práctica— se abandonó toda posibilidad de contar con fuerzas armadas modernas, entrenadas y con capacidad disuasiva. En un mundo donde todos se arman, nosotros insistimos en desarmarnos a conciencia.
La Fuerza Aérea no vuela, el Ejército marcha en el tiempo y la Armada naufraga en la inoperancia. El presupuesto es mínimo, y cada intento de reequipamiento termina en trabas diplomáticas, negocios dudosos o simples promesas al viento. La fuga de capacidades no es casual: es una decisión política sostenida. Argentina, en su afán de mostrar buena conducta al mundo, ha confundido neutralidad con inoperancia. No se trata de militarismo, se trata de soberanía.
Mientras tanto, las potencias se rearman, los discursos se radicalizan y los ciudadanos británicos reciben instrucciones para sobrevivir sin ayuda estatal tres días, como si la guerra estuviera de regreso. En ese clima, pretender que estamos ante una etapa de paz es tan ingenuo como pretender que la ONU resolverá algo. La historia se repite, pero ahora con más tecnología, menos humanidad y una peligrosidad multiplicada. La preparación para lo impensable ya no es paranoia: es previsión. Y nosotros seguimos discutiendo si el equipamiento militar es políticamente correcto.
Nos repetimos que la neutralidad es nuestra bandera histórica, que nos mantuvimos al margen en las grandes guerras del siglo XX y que eso fue una virtud. Pero olvidamos que esa neutralidad fue pragmática, no ética. Argentina exportó carne y granos a Europa mientras millones morían. Hicimos negocio con el conflicto, y ahora nos contamos la historia como si hubiésemos sido pacifistas ejemplares. La fuga constante de responsabilidad no ayuda —ya sea militar, diplomática o económica— nos está dejando al margen de todo. Y cuando la historia se escriba, seremos nota al pie. ¡Y que nadie se sorprenda que la norma sea Apa!
Hoy el contexto no es el mismo, pero las preguntas son similares. ¿Vamos a limitarnos a ser proveedores de litio, gas y alimentos para las potencias, esperando que nos dejen ganancias y pongan el precio? ¿O vamos a asumir que la soberanía también implica capacidad de decisión, y esa capacidad requiere músculo geopolítico?
Tal vez sea hora de dejar de fingir neutralidades inútiles y empezar a discutir en serio qué lugar queremos ocupar en el mundo.Y si mañana estalla una guerra global, no será porque no lo vimos venir, sino porque elegimos creer que la paz se da por decreto. Mientras los tanques giran motores y los drones afinan coordenadas, Argentina prepara un comunicado… en lenguaje inclusivo. Nos dirán que la violencia no se combate con más violencia, que la diplomacia es el único camino. Pero cuando los misiles crucen el cielo y el precio del litio deje de fijarse en Wall Street para definirse a punta de fusil, tal vez entendamos —tarde— que en este mundo no sobrevive el que tiene razón, sino el que está preparado. Y nosotros, cómodamente sentados sobre nuestras riquezas naturales a un valor impuesto, no somos un país: somos un botín. Solo falta que alguien venga a reclamarlo.