por José Mariano & Javier Habib.
El aburrimiento profundo es el umbral hacia la verdadera experiencia. Hoy, ese umbral ha sido clausurado. Byung-Chul Han. La sociedad del cansancio
La primera línea del Contrato Social de Rousseau dice algo así: ¿por qué habríamos de abdicar nuestro más preciado bien—nuestra libertad natural—y decidir vivir en sociedad—con sus normas, sus deberes y sus cosas que nos disgustan? La respuesta de Rousseau es que cambiamos esa libertad natural por una libertad mejor: la libertad reglada y protegida por el Estado de derecho.
Nuestra reflexión de hoy sigue esas líneas. Creemos que hemos cambiado esa libertad romántica de la que hablaba Rousseau y nuestros grandes proceres por otra cosa: la garantía de no aburrirnos nunca más. A esta altura ya no nos piden obediencia, nos ofrecen distracción. Y aceptamos. Gustosos. Sin ruido. Sin preguntas. Como si entretenernos fuera más urgente que elegir.
Escucho a Adorni decir que el próximo vocero de la presidencia debe ser alguien divertido: como él. Lo propone a Alfredo Casero, o al futbolista Ruggieri. Recuerdo a Cristina Kirchner ofrecer futbol para todos. Fue en aquella época en que la droga dejó de ser pecado. Desde el gobierno se hacía publicidad de ello. Los chistes de Milei, su estilo eufórico; hoy por hoy, también ofrecen entretenimiento.
En una sociedad donde todo es contenido, el entretenimiento dejó de ser una pausa: ahora es el sistema. Nos entretienen mientras perfeccionan la cultura del poder, nos entretienen mientras aplican la economía de la obediencia, nos entretienen mientras todo lo público se deteriora.
¿Y qué hay de eso en Tucumán? Por un lado, se ve algo de eso: Los grandes conciertos en plaza independencia; algunos videos de políticos que se hacen los graciosos. Pero hay algo más provocador aún: Que en Tucumán ni siquiera necesitan de eso. Durante muchos años bastó pagar los sueldos de los ñoquis para ser buen gobernador. En Tucumán pasa algo que venimos repitiendo en Fuga: la política no necesita ni siquiera pirotécnica. Acá no hay ideología: hay plata viva a cambio de votos. Acá no hay marketing político: hay contratos en la legislatura. La cosa es mucho más rudimentaria. Brutal. Primitiva.
Pero, por eso, conviene volvamos a la filosofía:
“Divertirse hasta morir”, escribió Neil Postman. Y no hablaba de una metáfora: hablaba de esto. De un país donde la política se volvió show, los problemas se resumen en memes, y la indignación se mide por clics. Donde ya no se necesita censurar nada, porque nadie quiere detenerse a escuchar.
Guy Debord lo entendió antes que nadie: el espectáculo no es algo que vemos, es el modo en que vivimos. La imagen reemplazó al hecho, la representación al vínculo, la selfie a la memoria. En ese teatro permanente que es la actualidad, todo se muestra, pero nada se transforma.
Byung-Chul Han lo pone con brutal claridad: expulsamos el aburrimiento de nuestras vidas, pero también expulsamos el pensamiento. Sin pausa, no hay distancia. Sin distancia, no hay crítica. Y sin crítica, no hay libertad. Lo que no tiene tiempo de madurar, no puede crecer.
Franco “Bifo” Berardi dice que nuestra sensibilidad está colapsada: vivimos sobreestimulados, ansiosos, desconectados de nosotros mismos. Nos empachamos de noticias, de series, de reels, de escándalos. Pero al final del día, seguimos igual de solos, igual de confundidos, igual de anestesiados.
Theodor Adorno ya lo sabía: el entretenimiento no es descanso, es continuidad del trabajo por otros medios. Nuestro tiempo libre está colonizado. Incluso cuando creemos que elegimos, alguien más ya eligió por nosotros qué mirar, qué desear, qué evitar. La libertad se mide en opciones, pero todas vienen envasadas.
Jonathan Crary lo llama “la era del 24/7”: una vida sin noche, sin cortes, sin sombra. Una existencia optimizada para no detenerse jamás. Y si algo no genera movimiento, se descarta. Pensar es demasiado lento. Contemplar, un lujo. Dudar, una falla.
Hasta el dolor se vuelve trending topic por un día. La muerte de un niño en una sala de espera, una represión en una protesta, un escándalo judicial… todo se digiere rápido, todo se olvida igual de rápido. El sistema no necesita ocultar lo que ocurre, basta con que ocurra junto a mil cosas más. El ruido es la nueva censura.
Pero todavía hay un gesto de insurrección posible: aburrirse. Detenerse. Esperar. En una cultura que nos quiere veloces, distraídos y alegres, el silencio puede ser resistencia. Pensar, un acto radical. Y mirar de frente, aunque duela, una forma de empezar a despertar.
Porque el entretenimiento puede calmar. Pero no cura.
Porque el entretenimiento puede distraer. Pero no transforma.
Porque el pensamiento no es viral.
La libertad, tampoco.
Bienvenido a la edición 09.
Esto es FUGA.