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Gran Hermano: el show de lo real, la ilusión del poder

Publicado el

por María José Mazzocato & José Mariano.

El programa más visto de la televisión argentina, por tercer año consecutivo, se basa en un encierro.
Veinticuatro horas de vigilancia. Votación semanal. Monitoreo permanente. Castigos. Recompensas.
Y un ojo que todo lo ve.

No es metáfora.
Se llama Gran Hermano. Y el nombre no fue un invento del marketing: viene de la novela 1984, de George Orwell, donde Big Brother era el rostro de un sistema totalitario que controlaba cada movimiento de los ciudadanos, incluso sus pensamientos. “El Gran Hermano te vigila”, decía el cartel en las paredes del Estado.
Hoy, el cartel está en Telefé.

El simulacro de una sociedad

En un país en crisis, mirar Gran Hermano parece un alivio. No hay inflación, no hay despidos, no hay represión.
Hay peleas por el azúcar. Nominaciones. Gritos. Votos. Romance. Bronca. Estrategias de convivencia.

Pero lo que se juega ahí no es solo entretenimiento: es el simulacro de una sociedad.

Guy Debord hablaba de la “sociedad del espectáculo”: un orden donde todo se transforma en imagen, y las imágenes sustituyen la experiencia. En GH, los cuerpos están ahí, pero como símbolos.
No importa lo que son. Importa lo que representan.
La buena. El intenso. El provocador. El traidor. El bromista. El callado.
Un casting de emociones reconocibles para que cada espectador encuentre a quién amar, a quién odiar, y con quién identificarse.
Una novela sin guión… pero con estructura.

Votás, pero no decidís

Una de las trampas más sofisticadas del formato es su ilusión democrática.
Cada semana votamos. Opinamos. Intervenimos.
Pero no estamos decidiendo sobre nuestras condiciones de vida. Estamos dirigiendo el espectáculo.
La participación está vaciada de consecuencia real.

Mark Fisher llamaba a esto realismo capitalista: el sistema se apropia de todos los lenguajes, incluso del disenso, para seguir funcionando. Te deja votar… siempre y cuando no se trate de lo importante.
Te da poder… sobre una ficción.

El panóptico emocional

Gran Hermano también es el regreso triunfal del panóptico.
Foucault definió así al modelo de vigilancia donde basta con la posibilidad de ser observado para autocontrolarse.
En GH, los participantes saben que están siendo filmados todo el tiempo, incluso cuando duermen.
Y eso moldea su conducta: exageran, editan, interpretan, se cuidan.
No se muestran: se producen a sí mismos.

El encierro no los aísla. Los convierte en contenido.
Y ese contenido se multiplica: redes sociales, videos virales, fandoms, negocios paralelos.
El reality no termina en la televisión. Empieza ahí… y vive en tu feed.

Se vuelve conversación cotidiana, tema de grupo de WhatsApp, termómetro emocional colectivo.

Gran Hermano no solo entretiene: modela comportamientos, legitima formas de vincularse, refuerza jerarquías sociales, enseña qué vale la pena mostrar y qué no. 

Es un laboratorio emocional a cielo abierto, donde se experimenta con el amor, la traición, la estrategia, el llanto, el enojo. Todo bajo una lógica de espectáculo.

La casa ya no es solo la del reality. La casa somos todos. 

Todos compartimos una pequeña parte de ese panóptico emocional: subimos historias, compartimos opiniones, controlamos lo que mostramos. 

Buscamos reacciones, jugamos el juego.

Y mientras miramos… también nos miran.

¿Por qué nos gusta?

La respuesta es incómoda: nos vemos reflejados.
Gran Hermano no es ajeno. Es nuestra forma de habitar el mundo acelerado.
Queremos ser vistos. Queremos gustar. Queremos opinar de todo.
Y cuando alguien se equivoca… queremos cancelarlo.

Lo miramos como espectáculo, pero también como entrenamiento.
El algoritmo premia lo visible. El público premia lo editable.
Y mientras el país se incendia, votamos quién sigue en la casa.

Todas las noches a las 22hs vemos a nuestros bufones hacer el ridículo frente a 600 cámaras.

Nos reímos de ellos ¿O de nosotros mismos?

Buscamos calmar nuestra sed social ante ellos, expuestos y ridiculizados.

No es una distracción. Es una forma de anestesia.

El deseo como control

Orwell imaginó un mundo en el que el poder se ejercía a través del miedo.
Pero Gran Hermano, el programa, nos muestra otra cosa:
Hoy, el poder se ejerce a través del deseo.

Hoy, el poder no necesita intimidar. Basta con seducir.

El control ya no impone: invita.

Nos deslumbra con la posibilidad de ser vistos, escuchados, validados.
Deseamos ser mirados. Deseamos durar. Deseamos pertenecer.
Y si para eso hay que exponerse, dejarse observar, ser medidos, evaluados, juzgados… no importa. Lo aceptamos. Lo buscamos. Lo disfrutamos.

El Gran Hermano ya no nos vigila desde arriba.
Nos habita desde adentro.
Está en el algoritmo que decide qué mostramos y qué ocultamos.
En los filtros que usamos, en las métricas que obsesionan, en la ansiedad por las vistas, por los likes, por estar en “tendencia”.

Ya no hace falta esconder lo íntimo.
Ahora se monetiza. Se convierte en contenido.

Nos creemos libres. Pero estamos programados para desear

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