por Facundo Vergara.
La democracia es defendida como el sistema político más justo, equitativo y deseable, pero, ¿puede realmente aspirar a ser un valor universal en un mundo atravesado por profundas diferencias culturales, históricas y económicas? Esta pregunta, que ha alimentado intensos debates en foros académicos y políticos, encuentra una respuesta optimista y fundamentada en los estudios del reconocido sociólogo y politólogo Larry Diamond.
Existen factores que tradicionalmente se los han considerado como desfavorables para la consolidación de la democracia: bajos niveles de educación, herencias históricas de autoritarismo y elevados índices de pobreza. En muchas regiones del mundo estas condiciones han servido de justificación o excusa para desestimar la construcción de sistemas democráticos, sin embargo, Diamond sostiene que estos factores, que actúan como barreras, no son insuperables; para el académico la clave está en la voluntad de las élites políticas de gobernar de manera democrática. Es decir, más allá del contexto adverso, si los liderazgos nacionales se comprometen genuinamente con los principios democráticos, hay posibilidades reales de progreso.
Diamond no se detiene en este diagnóstico y va más allá al señalar que hay múltiples ejemplos de países con severas carencias materiales y sociales que, aun así, consiguieron avances democráticos importantes. Lo fundamental, sostiene, es el impulso combinado de una sociedad civil activa y vigilante presionando “desde abajo” conjuntamente con una comunidad internacional comprometida apoyando “desde afuera”.
Optimismo fundado
La democracia no florece en el vacío; necesita de instituciones fuertes que promuevan gobiernos responsables y eficaces, capaces de rendir cuentas y responder a las necesidades de sus ciudadanos.
Sin ser ingenua, la visión de Diamond es optimista. Reconoce los desafíos pero también se apoya en las pruebas: a nivel global, la democracia ha demostrado su capacidad de adaptación y supervivencia y echó raíces en contextos tan diversos como el sur de Asia, América Latina o África. Para Diamond la historia aporta las pruebas respecto a que la democracia es la mejor forma de gobierno. El autor subraya que los gobiernos democráticos no solo son deseables por razones éticas o filosóficas, también son más eficaces a largo plazo. Cuando hay transparencia, participación y control ciudadano, las decisiones suelen ser más acertadas y sostenibles. Es decir, que los países democráticos en general, tienen más posibilidades de desarrollarse de forma justa y equilibrada. La democracia, entonces, no es solo una cuestión de principios; también tiene beneficios prácticos muy concretos.
Al haber estudiado diversos casos en todo el mundo, Diamond llega a una conclusión muy interesante: ninguno de los factores considerados habitualmente como desfavorables son obstáculos definitivos. Lo que sí se necesita, y esto es clave, es voluntad política.
El rol de representantes y representados
Para que la democracia funcione, tiene que haber un compromiso real por parte de quienes están en el poder. Sin eso, cualquier intento se queda en buenas intenciones. Diamond dice que no importa tanto el contexto, sino la decisión de las élites políticas de gobernar democráticamente. Es decir, se trata de una elección: se puede decidir gobernar con apertura, transparencia y respeto por los derechos de todos, o no. A su vez, una democracia sólida también necesita una sociedad civil activa, gente que participe, que reclame, que exija rendición de cuentas, es decir, que ejerza presión “desde abajo”, desde la ciudadanía; esto es fundamental. Por supuesto que la presión “desde afuera” es un factor contribuyente. La comunidad internacional puede cumplir un rol muy importante apoyando procesos democráticos, promoviendo instituciones fuertes y frenando abusos de poder.
Existen muchos ejemplos de países con altos niveles de pobreza o con historias muy complejas que lograron avanzar hacia sistemas democráticos estables. Tomar la decisión de romper con el autoritarismo y apostar por un modelo que incluya a todos fue la clave. Esto demuestra que si bien el camino puede ser más difícil para algunos, no es una tarea imposible.
Por otro lado los sistemas democráticos no son estáticos; se adaptan, evolucionan, cambian con el tiempo. Por eso Diamond sostiene que la democracia no solo puede ser un valor universal, sino que tiende a serlo. En muchos países, incluso en aquellos donde todavía hay regímenes autoritarios, la gente cada vez valora más la libertad, el derecho a elegir, la posibilidad de opinar sin miedo. Son deseos que trascienden fronteras, religiones o niveles de ingreso.
En un mundo cada vez más interconectado, donde la información fluye y las demandas de participación se amplifican, la democracia tiene la posibilidad de seguir expandiéndose. A pesar de que su implantación no es automática ni uniforme, la democracia aspira a convertirse en una demanda universal.
Diamond concluye que, si se mantiene el proceso de integración global y la libertad política se consolida como una prioridad, el horizonte democrático es esperanzador: eventualmente, todos los países podrían ser democráticos. En tal sentido la democracia no es un lujo reservado para las sociedades ricas, es una posibilidad abierta a todos los pueblos siempre que exista la voluntad política y social. Más que preguntarnos si la democracia puede llegar a ser un valor universal, tal vez debamos preguntarnos qué estamos dispuestos a hacer para que lo sea.