por María José Mazzocato.
El Juego del Calamar no fue una distopía: fue un espejo. Y lo que reflejó fue más real de lo que nos gusta admitir.
Hay algo que El Juego del Calamar entendió mejor que muchos informes sociológicos: el poder no juega, arbitra. No corre, observa. No muere, manda. Mientras cientos de personas se matan por sobrevivir, los verdaderos dueños del juego ni se despeinan.
La serie surcoreana que se volvió fenómeno mundial y ya se acerca a su temporada final no es una distopía. Es un espejo. Y si nos miramos bien, lo que refleja no es otra cosa que la historia reciente de Corea del Sur —y de casi cualquier país que se precie de tener democracia y libre mercado con sabor a pólvora.
En 2009, SsangYong Motors despidió a más de 2.600 trabajadores. Se atrincheraron en la fábrica. Pedían lo mínimo: no morirse de hambre. El Estado respondió como suele hacerlo cuando quien protesta no lleva traje: represión. Helicópteros, gases lacrimógenos, policías como fichas negras en un tablero diseñado para que el obrero pierda. La huelga terminó, los despidos no. El trauma colectivo quedó. Y de ahí, dicen, nace parte del germen narrativo que haría estallar a Netflix una década después.
La presidenta Park Geun-hye fue destituida por corrupción. Hubo millones en la calle, velas encendidas, sensación de triunfo popular. Pero en el fondo, el sistema siguió intacto. Se cambió una cara, se ajustó el decorado, pero el libreto era el mismo: los que tienen poder solo caen cuando todo se les cae encima. Y ni siquiera así dejan de influir.
Más atrás en el tiempo, en los años 80: Gwangju. El régimen militar de Chun Doo-hwan —sí, ese que imponía toques de queda y no tenía problema en disparar contra su propia población— reprimió una manifestación prodemocrática con fuego real. Las calles se llenaron de muertos. No hubo juicio, ni justicia, ni final feliz. Solo una lección: el poder no teme usar la violencia. Teme que lo dejen sin negocio.
Entonces llega El Juego del Calamar, que no hace más que empaquetar todo esto con luces de neón y estética viral. ¿Qué cuenta? Lo de siempre: que el sistema pone a los pobres a competir entre sí, mientras los ricos apuestan desde un palco. ¿Novedoso? No. ¿Eficaz? Absolutamente.
Porque mientras nos debatimos entre si es entretenimiento o crítica social, el juego sigue. En Corea, en América Latina, en cualquier lugar donde la deuda se use como cadena, el trabajo como castigo, y la muerte como castigo mayor. Lo llaman mérito. Lo disfrazan de orden.
Y si alguna vez alguien gana, no es porque el sistema se lo permita. Es porque logra burlar las reglas sin que lo maten en el intento…