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La arquitectura del afecto

Publicado el

por José Mariano.

Cuando las casas sienten y devuelven la mirada

Hay casas que no son solo construcciones. Son presencias. Se sienten antes de verse. Hablan bajito. Guardan lo que no sabemos decir. Esta, en la cima de Villa Nougués, Tucumán, fue levantada hace más de un siglo por los fundadores del Ingenio San Pablo. Desde allí se ve todo: el valle, la ciudad, las antiguas instalaciones del ingenio que alguna vez marcaron el ritmo de la vida económica tucumana. Pero esa vista no es de conquista ni de poder. Es de espera. La casa no domina: observa. No olvida.

Con el tiempo, los grandes ventanales que fueron pensados para contemplar el valle se volvieron espejos de otra cosa: del paso de los años, de los muebles reubicados, de las visitas que vienen y se van, de la vida que pasa sin dejar marcas visibles, pero que transforma la atmósfera. Porque la casa guarda. No en el sentido funcional de un contenedor, sino en el sentido profundo de una entidad que registra lo que sucede, lo que duele, lo que se repite.

Desde hace años, allí vive Pío Fagalde, un hombre que no solo cuida la casa: la escucha. La respira. La habita con una intensidad que desborda la convivencia cotidiana. No vive “en” la casa. Vive con ella. Y con el tiempo, empezó a intuir algo más radical: que la casa también lo habitaba a él. Que lo contenía, lo acompañaba, incluso lo corregía. Como si tuviera ánima. Como si no fuera un objeto, sino una entidad.

De esa experiencia vital surgió una forma de nombrar lo que se sentía, pero no tenía nombre: la arquitectura del afecto. No es una teoría, ni una estética, ni una escuela. Es una forma de estar en el mundo. Un modo de vincularse con lo material desde la sensibilidad. Desde lo mínimo. Desde lo que no se puede reducir a función ni a utilidad. Fue también un modo de reconocer(nos). Quienes pasamos por esa casa, quienes sentimos su respiración, comenzamos a llamarnos entre nosotros —a veces en broma, a veces con devoción— los arquifectos.

En 2017, un grupo de amigos —Javier Habib, Cecilia Molina, José Quiroga, Ignacio Stecina y quien escribe— subimos hasta la casa para conversar. No buscábamos respuestas, sino preguntas nuevas. Y la más absurda, la más radical, fue esta: ¿y si algunas cosas también sienten? ¿Y si los objetos recuerdan? ¿Y si una casa pudiera, de algún modo, devolvernos la mirada?

La pregunta no es tan extraña si uno ha leído a Eduardo Viveiros de Castro, que estudió las cosmovisiones amerindias donde lo humano no está reservado a nuestra especie, sino que se distribuye entre entidades, animales, plantas y objetos según una lógica de perspectiva. Para ellos, una montaña puede mirar. Un río puede decidir. Una casa puede escuchar. Y lo interesante no es creerlo o no, sino vivir —aunque sea por un instante— desde esa mirada.

Tampoco es extraño si uno ha leído a Gilles Deleuze, que en Rizoma nos propone abandonar la jerarquía vertical del pensamiento y abrazar un modo de conectar sin centro, sin raíz, sin orden. Pensar como una raíz horizontal que avanza hacia los costados, que explora sin mapa, que vibra con lo que encuentra. La arquitectura del afecto es eso: una forma de rizoma emocional con lo material. Un pensamiento encarnado. Un pensamiento que no subraya, sino que acaricia.

La casa de Villa Nougués es eso. Una entidad rizomática, afectiva, viva. Quienes la habitan lo saben. Y quienes pasamos por ella, lo intuimos apenas cruzamos la galería, sentimos el crujido de la madera o vemos la luz filtrarse por las ventanas con una delicadeza que parece elegida. No es solo el entorno: es la casa en sí. Su forma de recibirnos. De hacer silencio. De quedarse.

Y en un tiempo donde todo se vuelve mercancía —el paisaje, el pasado, incluso la estética de lo auténtico— sostener un vínculo afectivo con lo material es un acto casi político. Porque va contra el olvido. Contra el consumo. Contra la lógica de la sustitución. La casa de Villa Nougués no está en Airbnb. No se promociona con dron. No se maquilla para turistas. Está. Persiste. Espera.

Pensar en arquitectura del afecto es pensar en memoria no como archivo, sino como vibración. Es pensar que lo sensible no se mide, sino que se siente. Es sostener que hay vínculos que no se explican y, sin embargo, transforman. Que no todo lo importante se puede decir. Pero sí se puede habitar.

La casa en la cima sigue ahí. Como una herida suave en el paisaje. Como una promesa. Como un susurro. Tal vez, lo que nos queda por hacer no sea interpretarla, ni restaurarla, ni convertirla en símbolo. Tal vez, simplemente, haya que seguir habitándola como quien escucha. Como quien acompaña. Como quien recuerda.

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