por Marcela Elorriaga.
Queremos controlar todo. Aunque sepamos que es imposible, insistimos. Sentimos que, si no lo hacemos, la vida se nos va de las manos. Controlar parece darnos seguridad, una certeza: la de que podemos dirigir nuestras vidas —y a veces también las de los demás— como si existiera un modo correcto de vivir, un deber ser que cumplir.
Pero quizás no fuimos nosotros los que aprendimos a controlar. Quizás nos educaron en la idea de que la vida debía ser previsible para ser vivida. Desde chicos, aprendimos que el orden calma, que la incertidumbre duele, que mostrarse vulnerable era peligroso. Así, el control se volvió un escudo, una manera de evitar el dolor, de evitar incluso la culpa.
El problema es que ese escudo también encierra. Nos convence de que si estamos siempre atentos, prevenidos, disponibles, seremos valiosos. Nos da una falsa sensación de poder: la de creer que podemos resolver la vida de todos, sostener el mundo a fuerza de voluntad. Y en el fondo, tal vez buscamos eso: sentirnos imprescindibles. Admirados. Reconocidos. Útiles.
Pero ese mismo esfuerzo constante nos devora. Vivimos exigidos, tensos, vigilantes. Nos cuesta detenernos, respirar, dejarnos estar. Porque hacerlo implicaría soltar. Y soltar es exponerse. Es aceptar que no todo depende de nosotros, que hay caos, que hay misterio, que hay cosas que no podremos controlar.
“Pasé la mayor parte de mi vida preocupado por cosas que nunca sucedieron”, escribió Descartes. Qué verdad absurda y hermosa.
A veces es necesario recordarnos que somos humanos. Que no vinimos a controlar, sino a vivir. Soltar no es renunciar: es confiar. Es abrir la mano. Dejar de tensar. Dejar fluir lo que venga, sin dejar de estar presentes.
Soltar es también un acto de amor: con nosotros, con los otros, con la vida. Es permitir que lo real suceda, sin moldearlo todo al miedo. Es reconocer que no estamos solos, y que no todo depende de nuestro control.
Y en ese gesto, quizás, empieza la verdadera libertad.